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Victoria Ocampo o el amor de la cita

Por Beatriz Sarlo

"Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la 'gente de mundo', y la firma de un pacto de identidad con la 'gente de letras y artes'. Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía". Leé el arranque de uno de los ensayos de Beatriz Sarlo, tomado de La máquina cultural (Siglo XXI).

Por Beatriz Sarlo.


“Esa gente de mundo, a fuerza de ser idiota ni mundo tiene.” Así juzgaba  Victoria  Ocampo la ignorancia distinguida de la oligarquía que le puso límites a su infancia y su adolescencia.  Los ricos argentinos, su familia (a la que adora y ofrenda varios sacrificios sentimentales), son indiferentes u hostiles respecto de una cultura que ella de sea, incluso antes de saber de qué se trata.  Le dan, en cambio, el don de las lenguas extranjeras, el gusto por la música y algunos centenares de versos franceses o ingleses.
Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la “gente de mundo”, y la firma de un pacto de identidad con la “gente de letras y artes”.  Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía.  Se desplaza, no fácilmente, de una elite a otra.  Para hacerlo, debió dar un rodeo y casarse, primero, con un hombre de su mismo origen.
Durante la travesía de su viaje de bodas a  Europa, en 1913, el grupo de los argentinos de la primera clase eligió a  Victoria Ocampo para que, en la fiesta de disfraces que todo vapor de lujo incluía en su programa de diversiones, irrumpiera en el salón de baile vestida de  República  Argentina.  Con su gorro frigio, fue la muñeca de esa noche.  Ya en  París, reina en los salones mundanos.  Tiene veintitrés años; es la sudamericana bella e imperiosa, que sabe llevar las joyas (que años después vendió para agasajar a sus amigos intelectuales) y los trajes de noche de  Paquin.  Deslumbrante, entra en el teatro donde la compañía de  Diaghilev estrena los ballets de  Stravinsky.  Son noches de escándalo en el que participan gente de la buena sociedad, vanguardistas y snobs.  La música de  Stravinsky es el primer gran amor moderno de su vida; a los ballets russes, autorizada por su marido, invita a  Julián  Martínez, que será su primer amante.
 No es la única argentina.  Carmen  Peers de  Perkins recuerda “el deslumbramiento que me causó el espectácu lo que ofrecía  Diaghilev en el  Teatro des  Champs  Elysées…  Era el año del descubrimiento de los ballets rusos que asombraron a toda  Europa, con su ritmo vital y sus colores brillantes.  Los decorados de  Bask eran una maravilla.  El siglo había asomado con un estilo algo decadente, donde primaban los lilas y las evanescencias, todo era ‘mièvrerie’ y retorcidas líneas.  Aquí irrumpía un colorido fuerte, un soplo de barbarie, pero fastuosa, con música de gran clase y bailarines extraordinarios.  En poco tiempo cambiaron las tendencias estéticas en la moda, en la pintura y en la decoración, siendo la influencia de los ballets rusos decisiva”. Para esta dama de la oligarquía, se trata de una observación hecha al pasar, un recuerdo entre otros en el balance de una vida.
Para  Victoria  Ocampo, en cambio, fue un rapto.  En las noches de los ballets russes, los de seos furiosos de teatro, arte y literatura de la adolescencia encontraron exactamente lo que estaban buscando.
La música de  Stravinsky es, para siempre, la síntesis del arte moderno.  La sala del  Théâtre des  Champs  Elysées, el jueves 29 de mayo de 1913, donde  Nijinsky estrenó la  Consagración de la  Primavera, estaba ocupada por bandos que se separarían de allí en más: el beau monde y los estetas que, al decir de  Cocteau, “aplaudirían la novedad al azar sólo para mostrar su desprecio por la gente de los palcos”.  En esos palcos había gente como
Victoria  Ocampo que, con el snobismo y el desparpajo sudamericano que los parisinos solían detectar en los millonarios argentinos, queda literalmente imantada.En la platea estaba no sólo Cocteau sino también Gertrude  Stein y Apollinaire.
 Victoria  Ocampo no podía reconocer a ninguno de los tres en ese momento.  En 1930, cuando vuelve a  Europa, no sólo se encuentra con  Cocteau sino que discute con  Lacan sobre  La voz humana, cuyos ensayos presencian juntos.  Pero en 1913, probablemente  Victoria  Ocampo no conocía ni siquiera los nombres de estas personas.  Mujer de la aristocracia, entró en relación con ese episodio de ruptura estética por el lado más accesible a las costumbres de su clase: la música y el teatro, los lugares que eran también del beau monde.
 Victoria  Ocampo va a los ballets russes casi todas las noches y, naturalmente, tiene que vestirse y peinarse.  La sombrerera famosa de  Reboux (que antes lo había sido de  Chanel), Lucienne “a quien yo me quejé de que el peinado, para salir de noche, me daba trabajo, me inventó un turbante (inspirado quizá en  Scheherazada).  Era una ancha banda de terciopelo que apretaba la cabeza, pasaba sobre las sienes y se prendía en la nuca.  Delante, sobre la frente, le colocó un ave de paraíso.  Se afanó mucho por dar con el matiz de marrón que buscaba.  Por fin dio con él.  Declaró que el color de mis ojos estaba sobre mi cabeza.  Había encontrado el mismo tono”.
 Con un tocado de diamantes que evoca este turbante, la retrata el conde  Troubetzkoy, un aficionado exquisito.  El dibujo del conde6 muestra una  Victoria  Ocampo de ojos desorbitados y expresión tensa.  La medialuna de diamantes es un destello claro sobre la frente; lleva el flequillo partido y el peinado chato que anuncia ya las melenitas garçonne.  El dibujo rápido y suelto parece indeciso entre la convencionalidad de una época y el descubrimiento de alguna verdad en la modelo.  Victoria  Ocampo está casada con un hombre del que se ha dado cuenta, en la segunda semana de la luna de miel, que le es físicamente indiferente e intelectualmente inferior.  En una palabra, no ha alcanzado todavía ni la gloria ni el amor con los que deliraba en su adolescencia.  Y tampoco el casamiento le ha dado su libertad ya que  Monaco  Estrada, el marido, es obtuso, opaco y celoso.

Este nudo de pasiones, fantasías y de silusiones estalla en los ballets russes y en el flechazo que la une, para siempre, a  Julián Martínez.  En poco más de una semana,  Victoria  Ocampo se enamora de  Stravinsky (a quien todavía no conoce personalmente) y de  Julián  Martínez: la gloria y el amor, bajo las formas que tendrán en la vida de  Ocampo.  La gloria que ella refleja, trasmite, traduce, comenta, difunde, traslada de Europa a la  Argentina; el amor-pasión que no la une con los más gloriosos sino con los más bellos, que son siempre sus elegidos ( Martínez,  Roger  Caillois).

La expresión de sorbitada de los ojos en el dibujo de Troubetzkoy (aunque se trate de un dibujo mediocre) comunica bien ese momento en la vida de  Ocampo: le están pasando demasiadas cosas en unas pocas noches de la saison parisina de 1913.  Algo más es interesante en este dibujo: quien lo hizo es un aficionado distinguido y su modelo también es eso, una loca por el arte a la que su familia y su clase le han puesto todo tipo de dorados obstácu los.  Victoria  Ocampo ni siquiera representa, en ese momento, una promesa.  Durante las noches de los ballets russes, hubiera sido imposible adivinar si no serían para ella, como para  Carmen  Peers de  Perkins, un grito de barbarie necesario pero que no alcanza a conmover la propia vida.

Dos aficionados, pintor y modelo, y un solo objeto original: la joya de diamantes que evoca un turbante diseñado por  Lucienne, modiste de  Reboux, para que la joven señora de Estrada, nacida  Ocampo, no tuviera que preocuparse por el tocado de la noche.  El peinado donde se apoya la medialuna de diamantes es lo más moderno del dibujo de  Troubetzkoy. A  Victoria  Ocampo no le hubiera disgustado esta observación.

La gente de mundo se hacía retratar por  Dagnan  Bouveret, por  Boldini, por  Helleu. Boldini es, para  Umberto  Eco, una culminación del  Kitsch; nadie recuerda hoy a  Dagnan  Bouveret y Helleu revive, milagrosamente, en la última y monumental biografía de  Marcel  Proust.  Helleu retrató a una  Victoria  Ocampo muy joven.  Había tenido menos suerte que su tía  Adela que, treinta años antes, fue retratada por  Renoir con un “absurdo sombrerito con plumas rosadas”. Pero la elección de  Renoir, en el caso de la familia  Ocampo, fue algo que no iba a repetirse, porque no había ninguna razón para que se repitiera. Lo normal era Helleu (o  Boldini, o Dagnan  Bouveret). Victoria Ocampo, ya vieja, piensa que su tía tuvo más suerte.

Como sea, Helleu no era un retratista mundano elegido sólo por argentinos ricos e ignorantes.  Amigo de  Degas y de Whistler, lo admiraba también  Montesquiou, un árbitro de elegancias, que inició a  Proust en sus gustos que incluían a Helleu, a  Gustave  Moreau y al  Gallé de los vidrios hasta hoy magistrales. La condesa de  Greffulhe (una de las figuras que evoca la duquesa de  Guermantes en  A la búsqueda del tiempo perdido) también se hizo retratar por Helleu. Proust recibe de  Helleu un cuadro que admira, “Autumne en  Versailles”.
 De vacaciones en  Cabourg, visita mucho a  Helleu y a  Vuillard (que no rehuía al retratista del beau monde).  Luego le escribe: “ Pienso mucho en usted, en la señora  Helleu, en la señorita su hija, en ese momento tan bello, apagado y dorado”.  Helleu posee un cuadro de  Boldini, una  Leda y el cisne, que  Proust evoca en  La fugitiva.  Helleu y  Dunoyer de  Segonzac dibujan el rostro de  Proust no bien este acaba de morir, y  Man  Ray, junto a ellos, lo fotografía.

Así se mezclaban hombres que hoy dan la impresión de tener poco en común:  Man  Ray, el fotógrafo vanguardista, comparte la estancia fúnebre de uno de los mayores escritores del siglo junto con dos pintores olvidados y pompiers.  El muerto, Proust, conocía y amaba a todos ellos.  No era el único en la buena sociedad francesa y en los círcu los artísticos de las primeras décadas del siglo  XX.  Se dice que el nombre de  Elstir, el pintor de  A la búsqueda del tiempo perdido, está formado por el sonido de la primera sílaba del apellido de  Helleu, quien además proporcionó (como también  Whistler) la materia para muchas de las reflexiones sobre  Elstir y la pintura.

Victoria  Ocampo se queja con razón de no haber tenido la fortuna de su tía, la retratada por  Renoir (fortuna, verdadera mente, ya que fue un hecho casual).  El gusto convencional de su familia tenía el sello de una época donde las vanguardias estéticas todavía no habían transformado nítidamente las diferencias en conflictos inconciliables.  En un extremo estaba el señor  Ocampo, para quien sólo existían  Helleu,  Dagnan o  Boldini; y en el otro,  Proust, para quien  Helleu era parte de un mundo donde su propia obra iba a trazar nítidamente los límites que, de allí en más, localizarían campos divididos.

Pero, cuando a  Victoria  Ocampo la retrata  Helleu, ni siquiera se había publicado  A la búsqueda del tiempo perdido.

Naturalmente, décadas después, a  Ocampo no podían gustarle esos dibujos y grabados.  Cuando  Manuel  Mujica  Lainez le pide un retrato para la  SADE, en 1954, le contesta así: “ No me gusta ninguno de los retratos que me hicieron en mi juventud (en tant que peintures).  Sólo puedo disponer de un Helleu. […]  A mi padre se le ocurrió hacerme hacer una pointe sèche, en  París, cuando yo tenía 19 años (o 20).  A  Helleu le divertía dibujarme sobre sus planchas de cobre y en vez de una pointe sèche hizo varias […]  No necesito decirte a ti, tan bien informado en la materia, que  Helleu, como  Sargent, era, hacia 1910 el retratista a la moda del ‘smart set’.  Desde Clouet hasta  Boldini (salvando las distancias… que son considerables), la lista de pintores que han trabajado para el ‘smart set’, casi exclusivamente, es larga.  Helleu sentía fuertemente el sortilège de las ‘jeunes filles en fleur’.  Yo fui una de las tantas y pasé varias horas pacientemente sentada en su atelier, posando, mientras mi padre conversaba con él.  Helleu hablaba de mí con mi padre como si yo en vez de persona hubiera sido una ‘nature morte’, pero viva.  Le decía: ‘Avez-vous remarqué? Elle a le blanc de l’oeil bleu’.  Yo no entendía lo que esta observación significaba, pero como  Helleu la repetía a manera de leit motif, acabó por inquietarme.  Años después, descubrí que sólo los niños tienen ese tinte azulado en el blanco del ojo, señal de extrema juventud.  Aquella época de mis séances en el atelier, frecuentado por beldades internacionales, era el de los corsets ajustados, de las cinturitas, de los cuellos con ballenas, de los sombreros con pinches (que se sostenían en la cabeza como por milagro), de los guantes y zapatos angostos, de los velos que aplastaban la nariz por lo apretados sobre la cara. ‘ Oh les premiers baisers à travers la voilette’, escribía François  Coppée…  Claro que aquellos besos no caían sobre (‘the upturned faces of a thousand roses’)… nosotras, les jeunes filles en fleur, formidablemente chaperoneadas.  Iban a las jóvenes señoras (supongo) retorcidas por  Boldini (o más bien dicho, por el pincel de ese hombre-sapo).  El modelo favorito de  Helleu era, entonces, la preciosísima  Marthe  Letellier.  Y también  Consuelo  Vanderbilt, duquesa de  Malborough, dueña y señora de  Blenheim […]  En  Femina aparecía a menudo Mme  Helleu, con su hijito, sobre la cubierta de algún suntuoso yacht.  Todas las ‘glamour girls’ del momento pasaban por la plancha de cobre de  Helleu y salían de allí plus mièvre que nature.  El retratista era un hombre de barbita negra, encantador y sonriente, que las miraba con ternura y entusiasmo. ‘ Je vous dessinerai avec la main sur la conscience’, me decía”. “Plus mièvre que nature.”  Carmen  Peers de  Perkins, cuando describe los ballets russes afirma que su principal impacto fue romper, de manera bárbara, con la mièvrerie, esa belleza relamida y de buen tono.  Usa la misma palabra que  Victoria  Ocampo.  La  Consagración, como escribió  Stravinsky en uno de los libretos, trae “el misterio y el gran impulso del poder creador de la  Primavera; el ballet no tiene argumento”. Los ballets russes, en verdad, son un capítulo del argumento final de la belle époque, de los colores pasados por el blanco del art nouveau, del dégradé, los medios tonos, el difuminado.  A partir de ellos, la gente de mundo y los intelectuales aprenden a percibir los colores puros, la belleza del ángulo, el contraste.
 El año es 1913.  La pasión de  Stravinsky (a quien todavía no conoce) y el amor-pasión de  Julián  Martínez, juntos, como suele suceder en la vida de las mujeres, son un punto de giro para  Victoria  Ocampo.  De allí en más, ella podrá equivocarse muchas veces en literatura (o acertar casi siempre en música).
Pero ya no puede equivocarse en el mismo sentido en que lo hubieran hecho sus padres.  Ocampo no sólo reconoce, como Carmen  Peers de  Perkins, el giro de la música de  Stravinsky, sino que a esas cosas va a dedicarle su vida, aunque la frase parezca algo enfática.

 

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