Elogio (y necesidad) del corrector
Sobre la reedición de Vivir afuera, de Fogwill
Miércoles 06 de marzo de 2019
"Leer un texto con erratas es lo más parecido a conducir un coche en el que no entran bien las marchas. Uno quiere entregarse a la conducción, desplazarse dentro del coche y permanecer atento a lo que sucede en la carretera confiando en la mecánica del vehículo. Pero cada vez que uno cambia de marcha algo no anda bien, y uno debe volver a pisar el embrague, volver a colocar el cambio, despistarse, salir de la conducción".
Por Antonio Jiménez Morato. Foto de Lucio Ramirez.
En su último viaje a España, en medio de un encuentro-conferencia que usaba como excusa la edición española de Los pichiciegos, Fogwill aprovechó la presencia de buena parte de la intelectualidad madrileña para despotricar contra una antología suya, que fue su presentación en el mercado español, titulada Cantos de marineros en La Pampa. La consideraba terrible porque estaba llena de erratas. Los editores españoles, decía, no se tomaban la molestia de contratar correctores para que los manuscritos circularan entre los lectores limpios. Cuatro erratas en la primer página, decía. Insistió mucho en ello, y tanto fue así que una periodista de El País hizo su artículo con la edición de Mansalva de Los libros de la guerra que yo le presté, a petición de Fogwill y de sus nuevos editores, para usar la biografía que él mismo había escrito porque no quería que leyera la que se incluía en aquel libro antiguo. No decía lo que debía decir, dijo. Varias veces en aquel viaje insistió en que era esa la mejor edición de su novela sobre las Malvinas, esa novela mítica tanto en su redacción como en sus logros, porque era la que había sido editada, al fin, libre de errores, tal y como él la concibió en su cabeza. Me vinieron a la cabeza todos estos recuerdos al releer la nueva edición de Vivir afuera, que acaba de lanzar Alfaguara en Argentina y que, intuyo, no tardará mucho en llegar al resto de las librerías hispanohablantes. La cubierta, hay que decirlo, es preciosa, como sucediera con la de su poesía. Las nuevas ediciones de Fogwill cuentan con imágenes maravillosas facilitadas por sus herederos. Es una pena que no suceda lo mismo con sus interiores. Ahí está, cómo no, Fogwill, con la que quizás es una de sus novelas más poderosas, en la que, como hiciera con Los pichiciegos se permite al mismo tiempo retratar las intimidades de sus personajes y trazar un fresco de la sociedad de su época y, al mismo tiempo, aventurar el futuro, ya que aunque parecieran especulaciones en el momento en que él lo escribiera, la Historia, así, con mayúsculas, se había encargado de evidenciar que esa bulimia sociológica que lo arrebataba en vida le había permitido ser el mejor prospector del futuro de la literatura argentina. No lo fue sólo en su retrato de las costumbres, o del devenir de la política y la economía, sino también en las valoraciones literarias. Cuántos comentarios hay sobre literatura en Vivir afuera, y qué acertados todos. Hace falta ser un pésimo lector, un comentarista de cine metido a reseñista de baratillo, para no darse cuenta de la grandeza de una novela como Vivir afuera.
Por eso resulta doblemente doloroso que esta edición, que cuenta con la ventaja de poder ser, a la postre, la definitiva, la que fije para siempre el texto de Fogwill, sea tan mediocre. Es fácil comprender lo sucedido cuando uno tiene cierto conocimiento de la industria editorial. Para preparar este libro han escaneado con un programa de reconocimiento de letra (OCR) una edición anterior, pero se han olvidado de que, tras hacer eso, alguien tiene que leer con detenimiento el resultado para asegurarse de que no haya erratas fruto de las imprecisiones que el software de reconocimiento genera. Así, uno va transitando el libro con interrupciones que lo sacan de la intensa narración que trabó Fogwill. Para que lo entienda todo el mundo: leer un texto con erratas es lo más parecido a conducir un coche en el que no entran bien las marchas. Uno quiere entregarse a la conducción, desplazarse dentro del coche y permanecer atento a lo que sucede en la carretera confiando en la mecánica del vehículo. Pero cada vez que uno cambia de marcha algo no anda bien, y uno debe volver a pisar el embrague, volver a colocar el cambio, despistarse, salir de la conducción. Eso sucede demasiadas veces mientras uno lee esta edición de Vivir afuera. No puedo dejar de pensar en las puteadas que el propio Fogwill lanzaría en caso de haber tenido el libro en sus manos.
Algo muy parecido sucede, por ejemplo, al leer la reciente reedición que en Anagrama han hecho del Galíndez de Vázquez Montalbán. En algunos casos es más doloroso incluso, porque las referencias a la crisis de los marielitos aparece varias veces en el libro, y gracias al OCR y la falta de un corrector (ojo, no todo el mundo sirve como corrector, un corrector debe ser alguien con un mínimo de cultura y profesionalidad, no un becario recién egresado de un máster de edición), el lector tiene que deslindar cuándo se habla de Muriel, la académica gringa que protagoniza la investigación del caso Galíndez que sirve como eje narrativo del libro, con la ciudad de la que parten los balseros que es, también, en esta nueva edición, una extraña e hipotética población cubana llamada, también, Muriel. Resulta divertido imaginar también cómo recibiría el creador de Pepe Carvalho estas «intrascendentes» erratas.
Vivimos en la era de internet, donde los textos se tornan efímeros y su recepción es fugaz, y acaso eso haya hecho creer a muchos que las ediciones en papel son, también, fugaces y no exigen la meticulosidad que en realidad les corresponde. El demérito de la escritura viene avalado por la prostitución de los medios, que no tienen empacho en lanzar mentiras como noticias y por tanto buscan, casi diría uno que intencionadamente, lo pasajero. Se entiende que alguien que trabaje en periódicos convertidos en burda propaganda atiborrada de mentiras como La Nación o Clarín en Argentina, o El País y ABC en España, por poner algunos ejemplos, que podrían ser más, piense que una errata no es determinante. Estoy de acuerdo con ellos en que a nadie le importa demasiado que el rollo de papel higiénico con el que se va a limpiar el culo tenga mal hecho los troqueles que servirán para cortar con más facilidad la cantidad necesaria para salir del retrete con el trasero limpio. Pero un libro se acerca más a la solemnidad de la ley, que no admite erratas, ya que pueden desencadenar consecuencias serias con el paso del tiempo cada vez que se deba recurrir a ellas. Que esto, además, esté sucediendo con libros de autores muertos resulta doblemente indignante. Los herederos, parece claro, no los leen, más preocupados por lo que dice el cheque del adelanto, pero son esos los textos sobre los que se trabajará en el futuro a la hora de leer y comprender al trabajo de un autor. En algunas ocasiones esta canallada llega cuando los autores están, aún, vivos, como sucede con las ediciones de Galaxia Gutenberg donde se está recuperando a muchos autores de la posguerra española como Manuel Longares o, más grave si cabe, Juan Eduardo Zúñiga, ya centenario, y que nos ha legado acaso lo más bellos libros sobre la Guerra Civil en Madrid, cuyas ediciones recientes son un insulto para el lector que se ha gastado el dinero en ellas. Nadie se ha molestado en leer esos libros antes de imprimirlos, están mancillados de erratas y no hacen sino añadir a una biografía ya bastante golpeada por las injusticias y la represión la deshonra de una edición que, lejos de fijar esos textos para la posteridad, los condena a ser poco más que saldos de librerías de oferta, porque no es ya que o vayan a perpetuar la labor de quién los escribió, sino que juegan contra él.