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Sobre una nota de Vargas Llosa

¿Qué hacemos con Lolita? Sobre tachar, prohibir y perseguir libros 

"La literatura a mi entender no se inscribe en ningún más allá, ni queda entonces exenta, al amparo de una pretendida inmunidad prestada por su condición artística, de los debates ideológicos y políticos que quieran planteársele", dirá el autor de Fuera de lugar en esta nueva columna.

Por Martín Kohan.

 

No estoy de acuerdo, personalmente, con la lectura de Georges Bataille que ha propuesto Mario Vargas Llosa. El carácter subversivo que Bataille le asigna a la literatura (y no a la literatura en general, como entelequia, sino a la que se vuelve repulsivamente hacia el mal) le concede un poder singular para subvertir el orden imperante en el mundo; y no, como pretende Vargas Llosa, la función de válvula de escape que permite ciertas descargas aliviadoras, gracias a las cuales el mundo ha de mantenerse intacto, conservarse tal como es. Tampoco comparto el criterio de trascendentalismo que aplica Vargas Llosa a la literatura, situándola en un olimpo sublime de excelsitudes estéticas, más allá de profanas ideologías, o mejor: más allá de lo profano de cualquier ideología. La literatura a mi entender no se inscribe en ningún más allá, ni queda entonces exenta, al amparo de una pretendida inmunidad prestada por su condición artística, de los debates ideológicos y políticos que quieran planteársele. Sólo quien la pretenda inmaculada habrá de sentir que, de tales formas, se la mancilla. No hay razones, por lo tanto, en este caso, para temer a las lecturas del feminismo.

            Ahora bien, ya se ha dicho que la ideología que pueda detectarse o ponerse a funcionar en un texto literario determinado no tiene por qué corresponder a la ideología personal que asume o esgrime el autor que lo escribió: se trata de planos distintos, y pueden incluso contradecirse (y así como nada impidió que el reaccionario Balzac escribiese novelas que interesaron a Marx y a Engels, nada impide tampoco que un deplorable paladín del patriarcado escriba un texto netamente feminista, ni que una loable luchadora del feminismo escriba un libro fatalmente atascado en las taras del machismo). Un texto literario, por otra parte, cuando es bueno, trama sus sentidos con un espesor de complejidad que no habría que achatar en las lisuras lineales de la literatura “de mensaje”, la que cuenta con un sentido de antemano y se limita a expresarlo y transmitirlo. La discusión ideológica se abre, por ende, al desafío de lo que pueda elaborarse en las lecturas; porque ninguna ideología (tampoco la de género) viene ya sellada y resuelta por completo en la escritura: son las lecturas, son los lectores, los que producen sentidos en los textos, y pueden así generar tensiones y discusiones abiertas y plurales. Toda lucha, y también la del feminismo, se enriquece de esta forma.

            Nada de esto sucede, sin embargo, cuando se plantean lecturas cerradas, monolíticas, esquemáticas, dogmáticas; cuando se las enuncia desde la moral del juez y se las aplica desde la moral del verdugo; cuando se reduce a la literatura a la condición personal de los autores; cuando se esgrimen meras consignas, es decir, sentidos fijos, simples, elementales, cristalizados en fórmulas ya sabidas de antemano, listas para ser aplicadas mecánicamente en una lectura en la que nada surgirá, en la que nada acontecerá, puesto que todo viene ya decidido desde antes. En algunas ocasiones, tales lecturas se resuelven además en una virulencia enconada, propenden a la elaboración de listas negras, a la manera de los index de tenor inquisicional, alientan la censura moral, las hogueras purificadoras donde arderán los libros sacrílegos y los autores sacrílegos.

            Tachar, prohibir y perseguir, en vez de abrir análisis y discusiones: tal el giro represivo que en algunos casos se practica. En esto, debo decir, no discrepo con lo que expresó Mario Vargas Llosa; es más: estoy de acuerdo con él. Sus convicciones liberales me encuentran escéptico muy a menudo, pero sus reparos, esta vez, me resultan más que atinados. Discusiones de lectura, todas las que se quiera; pero censuras y listas negras, condenas sumarias y cruzadas morales, no.

            Yo no hablaría, empero, de “feminismo radical”, como hizo Vargas Llosa (que no habló del feminismo en general, por cierto, por lo que no precisaba ninguna de las lecciones que se le impartieron al respecto). A mi criterio, el feminismo radical es el que trata de pensar los problemas más a fondo; es decir, es el más amplio, el más abierto, el más dispuesto al debate. Y buscaría una denominación distinta (no sé cuál, pero “radical” seguro que no) para esa otra variante rígida, cerrada, monológica, doctrinaria, esclerosada en meras fórmulas, plagada de catecismos, menos lapidaria que lapidadora.

            Pongamos un ejemplo: Lolita, de Vladimir Nabokov; cuya drástica sanción moral suscitó el artículo de Vargas Llosa. Lolita, ¿debería ser condenada (por aberrante) o salvada (como gran literatura)? A mi entender, ni una cosa ni la otra. Por ser gran literatura, precisamente, como lo es, lo mejor es abordarla, leerla, analizarla, discutirla; por lo pronto, y desde ya, desde una perspectiva de género. Relegarla o directamente suprimirla es algo que ya se hizo, a poco de su publicación, por parte de una sociedad pacata y retrógrada, represora y reprimida, conservadora y monacal, elemental, mojigata.

            Esa clase de sociedad contra la que largamente luchó, y todavía lucha, sin ir más lejos, el feminismo radical.

 

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