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Los escritores y los hoteles

Huéspedes en la literatura universal

"En un cuarto de hotel todo es posible", advierte Christian Kupchik, y ofrece un periplo increíble alrededor de las habitaciones donde escribieron Tolstoi, Vidal, Brecht, Shaw, Capote, Borges, Tsvietaiéva, Genet, Stein, Bowles, Miller, Thomas, Williams, Burroughs y muchos más.

Por Christian Kupchik.

El perfecto punto de fuga en la tensión entre el “me quedo” y “me voy”, entre la condición nómada y la pulsión sedentaria, lo conforma una celebrada construcción: el hotel. Allí se habita sin necesidad de pertenecer y se permanece junto a la promesa de partir. Se es y no al mismo tiempo. “Huésped”, del espacio y de sí mismo. Será por ello que resultan tan significativos para escritores de todas las épocas, que hacen de los hoteles un escenario tan ficcional como el de sus relatos y poemas. Byron, Flaubert, Rimbaud, Segalen, Cendrars, Joyce, Kafka, Cocteau, Hemingway, Rilke, Genet, Maiakovski, Gombrowicz, Kerouac, y tantos más dejaron testimonio de sus estadías. Pueden ser residencias de prosapia palaciega o modestas posadas, antepuertas del Paraíso para algunos o “el infierno de los viajes”, como los caracterizó Paul Nizan.

Lo cierto es que el hotel se plantea como encrucijada, cruce de distancias entre el exterior y el interior. Una puerta giratoria, una llave, el misterio al otro lado de la pared vecina, se abren a una serie de intrigas de las que ningún escritor puede sustraerse. Porque no sólo se duerme en un hotel, también se sueña y se aportan huellas que dejarán marcado a ese lugar para siempre. Ya sea por medio de textos como 200 habitaciones, 200 baños (1927), de Valery Larbaud; Lleva al señor y la señor F. al número..., el relato de Scott y Zelda Fitzgerald; o La puerta condenada (1956), el cuento con el que Cortázar le dio memoria al hotel “Cervantes” de Montevideo.

Otros fueron testimonio de historias más trágicas, como el Hotel de Nice, en el corazón de Montmartre, donde el portugués Mario de Sa Carneiro, el mejor amigo de Fernando Pessoa y posible inspirador de los heterónimos, decidió poner fin a su vida a los 25 años vestido de frac mientras aguardaba que la estricnina hiciera efecto. O el Hotel de Courtrai (en el 1, rue de Brasseurs, Bruselas), donde el 10 de julio de 1873 Paul Verlaine descargara las balas de su amor sobre Arthur Rimbaud que lo condenarían a dos años de prisión. A más de un siglo del hecho, aún hay gente que llega hasta allí para reconocer el que fuera escenario de la pasión de los poetas.


Borges recordará por siempre la intensidad de sus vacaciones infantiles en el hotel Las Delicias, de Adrogué –destruido en la década del 50– cuando en compañía de sus padres recuperaba la vitalidad del suburbio “entre las efusivas madreselvas y el fondo ilusorio de los espejos.” Quizá fue allí, en el jardín del vetusto hotel al que se arribaba al cabo de cuatro horas de tren, viendo arrobado las estatuas de terracota que representaban las estaciones (“el Invierno decapitado, el Otoño sin senos, el Verano sin brazos, la Primavera sin nariz y sin flores”), cuando se inoculó su amor por lo fantástico. Borges repitió el rito siempre que pudo con Silvina Ocampo, cuando junto a Bioy lo acompañaban a Las Delicias. Ella le prometió entonces, igualmente encantada por las figuras de barro, que algún día las compraría. Y si no las robaría, pese a la guardia feroz de los fantasmáticos perros vagabundos de la zona.


En un cuarto de hotel todo es posible, sea donde sea: el Raffles de Singapur, el Danieli de Venecia o el Ambos Mundos de La Habana donde Hemingway pasará largas temporadas. En el Casino de la Selva o el bar del hotel El Popo, de Cuernavaca, el Cónsul de Malcolm Lowry quema en mezcal el dolor por Yvonne durante un infinito Día de los Muertos. En abril de 1963, Octavio Paz escribirá su poema Un día en Udaipur en honor al antiguo palacio de un marajá transformado en hotel sobre una isla del lago Pichola, en Rajastán. Donde quiera que se pose la mirada, habrá una ventana de hotel desde la que se escapa una historia. Proponemos un breve periplo por tres espacios significativos.

 

HOTEL METROPOL. 1 PROSPEKT MARKSA, MOSCÚ


A un siglo de la Revolución rusa, a metros del teatro Bolshoi y la Plaza Roja, el Metropol cumple con su hora en el reloj histórico. Su imponente majestuosidad también supo de dudas, pero fue llevando adelante su proa como arca perdida de soñadores. En un primer momento la situación se definía incierta. En una carta que Marina Tsvietaiéva le escribe a su marido Sergei desde el tren camino a Moscú, dice haber leído que en la plaza de la Ascensión, el boulevard de Tver y también en el hotel Metropol, se “acumulan los cadáveres”. Tsvietaiéva no estaba errada: durante la revolución el lujoso hotel se metamorfoseó en cuartel militar.

El edificio original fue concebido como un complejo hotelero de tres plantas en la que destacaba su sala de baños, aunque su diseño estaba muy alejado del que le dio fama y se conoce en la actualidad. Por entonces se llamaba Chelyshi en honor al propietario (un comerciante llamado Chelyshev) y contaba a Lev Tolstoi entre sus principales huéspedes.

A finales del XIX el industrial y mecenas Savva Mámontov lo rescató y fue quien le dio su impresionante impronta modernista. Además se ocupó de dotarlo con todos los avances de la época: ascensores eléctricos, agua caliente, instalaciones frigoríficas, ventilación especial. En la mejor tradición del modernismo, de las 400 habitaciones no había que coincidieran. La decoración interior se caracteriza por la presencia de diversos estilos: hay estancias ornamentadas al estilo dieciochesco, neoclásico y neo-ruso. En 1901 comenzó a funcionar como hotel, a la vez que Mámontov emprendió un proyecto a gran escala con el fin de crear un gran centro cultural donde debían funcionar también un restaurante, un teatro y una galería de arte. Se adornó la fachada con vistosos paneles de mayólica. El diseño ornamental del Metropol corrió a cargo de célebres artistas, como Serguéi Chejonin, quien se ocupó de los motivos para las pinturas de plafón de la sala del restaurante.

En 1918, los bolcheviques eligieron el Metropol como una de sus sedes, a la que empezaron a llamar Segunda Casa de los Soviets. Más de una vez Lenin lo eligió para dar sus discursos, y allí vivieron y trabajaron Chicherin, Sverlov, Bujarin. Durante sus visitas a Moscú, se alojaron invitados importantes para el estado soviético, como George Bernard Shaw, Bertold Brecht y Marlene Dietrich.
Pero al Metropol aún le quedaba reservada una misión especial: ser la sede del Congreso Internacional de Escritores. Por allí se enfrentaron, discutieron y pensaron, entre otros, André Gide, Drieu La Rochelle, George Orwell, Arthur Koestler, Paul Nizan, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre, Boris Pasternak, Louis Aragon, Ilya Ehrenburg... Por allí, en su salón de conferencias, André Malraux gritó: “¡Individualismo no! ¡Individuo sí!”. Por allí, en la escueta frontera que divide el pasillo de una habitación, se escurrió por debajo de la puerta un papel dirigido a Stefan Zweig, quien había llegado decidido a escribir un alegato sobre la URSS. “No crea todo lo que le cuentan. No olvide que detrás de todo lo que le muestran, hay mucho más que se oculta”, decía la escueta esquela. Zweig no escribió nada y se felicitó por ello.

El Metropol sigue encerrado en su tejido de intrigas y secretos. Y no faltan quienes aún hoy llegan hasta allí para contribuir con nuevos misterios.

 

EL MINZAH. VILLE DE FRANCE. EL FARHAR. EL MUNERIA. HOTELES DE TÁNGER

Nadie podrá explicar nunca por qué esa ciudad blanca extendida entre el mar y las montañas del Rif a la entrada del estrecho de Gibraltar, se convertirá en un imán permanente para muchos autores notables del siglo XX. Paul Morand se refugió allí en la década del 40, en la ciudad internacional de 1923 a 1956 antes de pasar a manos de Marruecos, e instaló a Cursitor, uno de los personajes de Extravagantes, en el Hotel El Minzah, (85, rue de la Liberté). Construido a finales de los años 20 en los límites de la Ciudad Vieja, el hotel se revela como el abrigo ideal de una ciudad poblada de “proscriptos, exiliados, hombres de negocios disfrazados de turistas, abogados consultores, espías, parásitos y oficiosos de todas clases”. Tánger, a los ojos de Morand, era una “úlcera cosmopolita, una creación abstracta de los profesores de derecho internacional.”

Gertrude Stein también gustaba de la ciudad y solía regresar cada tanto al Ville de France, donde Matisse había pasado temporadas enteras pintando. Le agradaba la calma imperante en el jardín de esencias extrañas y sofocantes, su patio de azulejos azules y amarillos, sus fuentes y arabescos. En cierta oportunidad recomendó el lugar a dos jóvenes norteamericanos a quienes les adivinó cierto talento, Paul Bowles y Aaron Copland. Llegaron por unas semanas. Bowles se quedó por el resto de su vida. El primer destino, sin embargo, fue también el Minzah, un oasis de frescor cuyas ventanas daban a la ciudad alta y a la casbah que bajaba hasta la rada. “Siempre imaginé que un día de mi vida entraría a un lugar así, que con el tiempo me otorgaría sabiduría y éxtasis”, escribió.

Otro huésped célebre del Minzah fue Jean Genet. Cuando Mohammed Chukri lo interroga a por qué se aloja en ese hotel (donde los desposeídos, aliados de Genet, no podían ingresar), éste le responde: “Porque soy un cerdo asqueroso y me encanta ver cómo los esnobs deben esforzarse por atender a un cerdo como yo. Además, el director ha leído mis libros y a veces hasta los discute conmigo. Aquí no me tratan sólo como un cliente, y eso me hace sentir en casa.”

Tennessee Williams se hospedó en El Farhar, donde llegó con Gore Vidal. Escribía desde la madrugada hasta las diez y media, cuando bajaba al Café de París a hojear los periódicos mientras tomaba fernet con cola. Vidal ya conocía Tánger. Llegó por primera vez en 1949 sólo para amargarle la visita a su archienemigo, Truman Capote, quien había decidido pasar el verano junto a su amiga Jane Bowles. Lo consiguió: el autor de A sangre fría se descompuso ni bien verlo y quiso abandonar Tánger. No lo hizo, se fue Vidal (aunque previamente le aseguró que se quedaría hasta septiembre).

William Burroughs llegó a Tánger en 1954 completamente drogado. La recepción es más bien fría. “La única vez que vi a Bowles no se mostró muy amable conmigo”, recordará. Pero la ciudad se le abre como una flor carnívora. Durante un año no hace más que tomar el camino de la autodestrucción. Vuelve a Londres, donde milagrosamente se desintoxica y retorna a Tánger: allí descubre su Interzona. En octubre de 1956 le escribe a Allan Ginsberg para que lo visite junto a Jack Kerouac. “Es la única ciudad del mundo donde no me dan ganas de hallarme en otro sitio. Su belleza estriba en que cambia permanentemente. Venecia es bella pero no cambia nunca... Es un sueño petrificado. Y es el sueño de otro”, afirma en su carta. Instalado en la habitación número 9 del hotel El Muneria (1, rue Magellan), Burroughs describe su cuarto con vista al mar, rodeado por un jardín de rosas, palmeras y gatos. Esa paz le permite escribir The naked lunch (El almuerzo desnudo), obra que en su país consideran no sólo delirante, sino también obscena.

Kerouac, Ginsberg y Peter Orlovsky llegan a Tánger. Se alojan en El Muneria y ven pasar los días mientras meditan al sol y fuman kif. Pronto se les unirá Ferlinghetti y otros antihéroes de la patria beatnik. El sueño tangerino se convierte en algo así como su patria emocional. Al menos para Burroughs, quien define a la ciudad como “el único lugar del mundo donde el sueño coincide con la realidad.”

 

CHELSEA HOTEL. 222, WEST, 23RD. STREET, NEW YORK


No es hermoso ni mucho menos suntuoso. Pero su exterior de ladrillo a la vista y el neón azul con la que se anuncia lo hace el más europeo de los americanos. Algo más: los graffitis que desangran sus paredes como cicatrices de una ilusión convierten al Chelsea en un navío mítico antes que un hotel. Es el boulevard de los sueños rotos, el reino perdido de la anarquía enfrentado a la prepotencia de folleto del Empire State. Allí se anidaron las peores pesadillas de varias generaciones para construir un santuario delirante que derrama una energía negra, dulce y poderosa. Un rápido catálogo a algunos de sus visitantes más conocidos pueden servir de elocuente muestra.

El Chelsea fue construido en 1884 y su primer huésped literario fue Mark Twain, quien buscaba refugio allí cada vez que el Mississippi le otorgaba un descanso a sus travesías. William Sidney Porter fue un escritor vagabundo que ganó merecida fama bajo el seudónimo de O’Henry, al que escogió como homenaje a uno de sus carceleros durante una estadía en prisión. Visitó el Chelsea en varias oportunidades, aunque siempre se registró con un nombre distinto. Nacido con el siglo y llegado a Nueva York con 23 años, el joven profesor Thomas Wolfe sólo podía escribir encerrado en el hotel (Of Time and the River, From Death to Morning, entre otras), y así lo hizo hasta su muerte, en 1938.

Recluido en la habitación 206 del Chelsea entre 1952 y 1953, el galés Dylan Thomas pasó sus últimos días aquejado de neumonía y alcohol. Al acabar su decimoctavo whisky straight, batió su propio récord para poner fin a sus días y al poema Elegía, donde hablaba de la muerte de otro. Una década después, el joven Robert Zimmerman adopta el nombre de Dylan y encerrado en la 211 escribe Sad Eyed Lady of the Lowlands, que tuvo como musa a una modelo de Andy Warhol y no a Sara, su mujer de entonces a quien aparece dedicado el tema.

Arthur Miller trabajó durante siete años en el Chelsea mientras Marilyn rodaba en Hollywood o lo aguardaba en su casa de Roxbury. Si bien ella ocupaba su cabeza, “lo surreal vivía en el Chelsea, cuyo incontenible aire decadente lo convertía en un lugar sin gusto ni vergüenza”, confesaría después. Leonard Cohen buscaba a Brigitte Bardot por los pasillos cuando se encontró con Janis Joplin en un ascensor. Al enterarse de su muerte, compuso Chelsea Hotel: “You were famous, your heart was a legend...” Una leyenda que alimentó otra.
Kerouac escribió allí On the road en apenas tres semanas y Arthur Clarke observaba el cielo nocturno con un telescopio desde la habitación 1008, en el último piso, para acabar su epopeya galáctica: 2001. Odisea del Espacio. Los nombres y las historias pueden seguir: Jimmy Hendrix, Vladimir Nabokov, Sam Shepard, William De Koonig, Patty Smith. En la habitación 100, que habitó por diez años, Sid Vicious vió desangrada por una puñalada en el abdomen a su compañera Nancy Spungen, pero fue liberado por falta de pruebas.

Incluso se dice que en las noches sin luna los pasillos son recorridos por fantasmas: en 1912, los supervivientes del Titanic que llegaron a Nueva York fueron trasladados al Chelsea por que la cercanía con el muelle 54 y aún lloran su tristeza.

Se sabe: apenas historias de hoteles...

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