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"No quiero que me digan qué escribir"

Por Valeria Tentoni

Entrevistamos al autor de Calles y otros relatos.

Por Valeria Tentoni.

 

Stephen Dixon responde los mails rápido. Dice que no quiere hacer la entrevista por Skype porque no le gusta y además no sabe cómo usarlo. “La gente siempre se ve como si tuviesen los cachetes inflados con aire”, agrega. Comenzamos el ida y vuelta por correo. Es amoroso y terriblemente amable. Envía correcciones a sus respuestas y agregados minutos después de enviarlas. Lo hace en dos tandas porque son muchas preguntas, pero al despachar la primera advierte: “Esto es suficiente por ahora, pero tratándose de mí, un escritor al que le gusta dejar listo todo lo que no tenga que ver con su escritura para poder volver a ella, probablemente lo termine hoy”. Y, así, el resto de las respuestas llegan unas horas más tarde y rematan con la línea: “Eso debería alcanzar. Un montón de palabras, muchas más de las que esperaba escribir”. No sé si felicitarme por conseguirlas o sentir culpa por haberle sacado tanto tiempo.

Estoy todavía debatiéndome entre una cosa y otra cuando me llega otro correo de Dixon: me pide le confirme si todo llegó bien porque, dice, es “casi inservible” con la computadora y no sabe si apretó bien los botones para transferirme las respuestas. No le gustan estos bichos de teclados suaves, desconfía de la precisión con que le responden. “Detesto la computadora porque siempre me estoy equivocando y mis dedos gordos golpean dos teclas por vez. Y, además, porque esta computadora, que heredé de mi esposa, siempre se pasa sola a las cursivas o subraya palabras sin mi permiso”. Para escribir, Dixon prefiere su vieja máquina. Como, en Argentina, todavía lo hacen tipos como Alberto Laiseca.

Acaba de terminar un largo manuscrito de 1154 páginas. Se le refiere como a una “colección de cuentos interrelacionados”, dice que le llevó unos tres años de trabajo y se llama Late stories. “Estoy buscando alguna buena editorial estadounidense para publicarlo”, explica. ¿Cómo puede ser que un autor como Stephen Dixon no tenga una hilera de editores codeándose por conseguir ese libro para su catálogo? Dixon fue nominado dos veces para en National Book Award, ha sido distinguido con los premios O. Henry Award y Pushcart Prize, y ha sido acreedor de los honores de, por ejemplo, la Fundación Guggenheim. También fue docente, hasta retirarse, en la Johns Hopkins University. Así y todo, tuvo que luchar por conseguir un editor interesado para cada uno de sus libros. A él, sin embargo, no le interesa detenerse. Ahora mismo está “descartando ideas” hasta encontrar la que se llevará el privilegio de sus próximas horas de escritura.

Empiezo por preguntarle dónde vive exactamente. Responde: “Vivo en una pequeña comunidad llamada Ruxton, en Maryland. Supongo que se le puede llamar pueblo. Está cerca de una ciudad llamada Towson y, por ruta, está a unos quince minutos de Baltimore. Vivo en una pequeña casa que compramos con mi esposa en 1993. En ese momento, todavía teníamos un departamento en Nueva York en el Riverside Drive, cerca de la Universidad de Columbia. Perdimos el departamento hace ocho años por no sé qué ley arcaica que benefició al constructor del edificio, no pasábamos en él los suficientes meses al año como para seguir viviendo ahí. Así que fuimos desalojados. Mi esposa, Anne, falleció a causa de una esclerosis múltiple en 2009. Tuvimos dos hijas, Antonia y Sophia, que ahora viven en Brooklyn. Ellas llevan el apellido de su madre, Frydman”.

 

Fuiste uno de siete hermanos, ¿no? ¿Cómo fue tu primer contacto con los libros en ese contexto?

Sí, soy uno de siete: cuatro nenes y tres nenas. Soy el cuarto varón y el quinto hijo. Mi mamá era una decoradora de interiores y mi papá era dentista. Vivíamos en el el oeste, calle 75, en Manhattan, entre las avenidas Central Park West y Columbus. Me convertí en lector a eso de los diez años. Mi libro favorito por un buen tiempo fue Toby Tyler Joins the Circus, de James Otis. Home Run Hennesy, de Charles Lawton, era otro de mis favoritos. Pero también leí a Turgenev,  Padres e hijos, porque pensaba que era un libro para chicos. No recuerdo haber entendido demasiado. Nadie en mi familia me alentó a leer, leí por imitación: dos de mi hermanos eran ávidos lectores, Donald y Jim, y también lo era mi mamá. No así mi papá. Él leía artículos relacionados con su profesión. A eso de los 14 o 15 leí una versión abreviada de Crimen y castigo y eso me inició en la literatura seria y no he leído otra cosa que ese tipo de literatura desde entonces.

¿Y cómo empezaste a escribir?

Empecé a escribir en serio cuando trabajaba como periodista en Washington DC, en 1959. Antes de eso escribía a borbotones, poesía y cuentos cortos, pero nada que realmente funcionara. Empecé a escribir en Washington porque tenía poco que hacer a la noche además de leer y beber demasiado mientras leía. Era escribir o convertirme en el periodista alcohólico más lector de Washington. Así que escribí. Por supuesto, el primer cuento fue acerca de un periodista en Washington que lee mucho pero también toma mucho y el único modo en que se imagina esquivando el destino de periodista alcohólico más leído de todo Washington es escribiendo ficción. Una vez que descubrí el placer de escribir todos los días después del trabajo y en mis días libres, nunca me detuve y he estado escribiendo continuamente por los 55 años siguientes.

Tu primera novela se llama Work. Antes de dedicarte solo a escribir y enseñar, trabajaste en un montón de cosas. Durante esos días, ¿cuándo y dónde escribías? Pienso en la línea de John Steinbeck: “La profesión de escritor hace ver a las carreras de caballos como un negocio sólido y estable”.

No dediqué mi vida solo a escribir. Siempre he tenido que trabajar para solventar mi hábito de escritura. Me retiré de la enseñanza en 2007, y desde entonces he podido dedicarme solamente a escribir. Escribo mucho sobre el trabajo porque he trabajado mucho, empezando a eso de los once años. A veces, antes de casarme con Anne en 1982 –bueno, en realidad antes de conseguir el trabajo como profesor en 1980 en la Universidad Johns Hopkins para poder casarme y tener hijos- yo ahorraba un poco de dinero con mis trabajos para poder escribir y solo escribir por seis meses, períodos “sabáticos” pagados por mí mismo.

En el prólogo de Calles y otros relatos Rodrigo Fresán te cita en una entrevista diciendo que la tuya es una escritura insular. ¿Qué querías decir con eso?

No estoy muy seguro. Quizás quise decir que mi escritura es muy interior. Muchas veces es acerca de la mente y de cómo y qué piensa. Trato de crear un estado de ánimo en el lector, de construir una experiencia en la reacción del lector que duplique lo que está experimentando el personaje. Intento hacer eso y otras cosas. Pero, básicamente, solo me siento frente a mi máquina de escribir y escribo. La historia siempre llega. Puede que me lleve algunos intentos, pero una vez que aparece la idea en mi cabeza, y siempre termina apareciendo, la historia comienza. No analizo de dónde viene. No es que no me interese. Es, más bien, que no quiero arruinar el proceso. Algo siempre llega, y siempre ha sido así desde que empecé a escribir seriamente. No hay ningún truco, en realidad. Amo el acto de escribir y creo que un análisis detallado del asunto se llevaría toda la diversión e, incluso, podría clausurarlo.

Está esa impresión de que sos un “autor secreto” (nadie dice de un escritor que es un autor secreto sin decir, a su vez, que su obra merece mucha más atención de la que ha recibido). Este es tu primer libro traducido al castellano. ¿Cómo es la recepción de tu obra en tu país? ¿Cómo te sentís ante esta idea del “autor secreto”?

La recepción de mis obras en Estados Unidos no ha sido salvaje, pero no me quejo. No me preocupa ser un escritor secreto en el sentido en que lo has puesto. He visto demasiados escritores malcriados y arruinados por el éxito. Comienzan a repetirse para mantener ese éxito y complacer a los lectores y para darle a los editores lo que quieren. He estado bastante alejado del mundo literario por propia voluntad. Hago esto para mantenerme limpio. No soy una persona gregaria y no me gusta estar hablando sobre mi escritura, me siento incómodo cuando las personas hablan de mi escritura frente a mí. No he hecho nada para mejorar la recepción de mis trabajos ni para hacer mi nombre más conocido. Nunca he escrito una reseña, aunque sí he escrito una historia llamada “La reseña” acerca de un escritor escribiendo una reseña sobre un libro que, le parece, apesta. Intento mantenerme alejado de las conferencias de literatura. Rara vez leo mis trabajos en público. No participo como jurado en concursos literarios y tampoco ando por los departamentos de escritura de las universidades como el escritor visitante del día. Me han dicho que mi obra es demasiado idiosincrática para conseguir lectores en Estados Unidos. Yo pienso que mi escritura es de fácil lectura, pero ¿qué se yo? He tenido quince editores en Estados Unidos para treinta libros de ficción. Los editores siempre me están señalando la puerta de salida cuando les llevo un libro nuevo porque hacen poco dinero conmigo. No tengo agente, algo que podía ayudar, porque entiendo que se meten en mi camino. No quiero que me digan qué escribir. Soy un escritor que no necesita editor. Sí necesito alguien que lo publique, y probablemente me sea difícil encontrar alguien así para Late stories, que acabo de terminar después de más de tres años de trabajo sostenido diariamente, el lunes de la semana pasada, dieciséis de junio. Está compuesto por 55 cuentos, uno de ellos es una nouvelle, y tiene 1154 páginas, con 24 líneas por página, y entre 10 y 11 palabras por línea. Otra razón por la que sería difícil encontrarle alguien que lo publique es que está tipeado en máquina de escribir y no ha sido pasado a computadora. Quiero un editor que pueda resolverlo como lo hacían los de antes: yo le mando el manuscrito, recibo de vuelta una copia de la versión editada del libro, la reviso y se la mando de nuevo al editor, recibo las galeras y las vuelvo a revisar y se lo mando al editor de nuevo y, al rato, quizás unos tres meses después, encuentro un paquete en la puerta de mi casa que contiene el primer ejemplar de mi libro.

Tu escritura, en cuanto a lo corporal, tiene con una suerte de precisión médica que puede llevar a pensar en algunos autores japoneses. ¿Te han influenciado o es una mala lectura?

Yo no veo influencia japonesa. He leído y admirado la poesía y la ficción japonesa pero, si hay alguna influencia, un poco de ella sería de literatura sudamericana y el resto es más que nada irlandesa y europea, especialmente obras rusas y alemanas. Pero, en realidad, no estoy influenciado por mucha literatura. Leo por placer pero siento que tomo mi propio rumbo y así ha sido por cincuenta años.

Tus personajes parecen haber sido arrojados a la vida. Quiero decir: están en la calle y cualquier cosa puede pasarles, es como si no hubiera ningún lugar a salvo a donde ir, ni siquiera en casa. ¿Por qué volvés a esos escenarios? Calles, hoteles, hospitales… Espacios públicos en los que implosionan de soledad.

¿Por qué la ciudad? Porque he vivido en una tan estimulante como Nueva York la mayor parte de mi vida. ¿Por qué hospitales? Porque he estado en contacto con, y enamorado de (mi esposa) muchísima gente que pasó demasiado tiempo en hospitales: mi hija menor, mis padres, amigos.

Escribís de un modo que podría ser pensado como cámara en mano, ¿estarías de acuerdo en verlo así?

No sé a qué te referís con cámara en mano. Nunca pienso demasiado en las cosas accesorias que involucro en un trabajo. Simplemente escribo, y si algo encaja en lo que estoy escribiendo y lo hace una pieza mejor, lo uso. Por lo general, las cosas me llegan mientras estoy escribiendo. En cuanto al proceso: termino una historia un día, atravieso un breve período de ansiedad el día siguiente porque no tengo nada que escribir, y después una idea llega y me siento en la máquina de escribir y escribo un primer borrador en veinte minutos a una hora, dependiendo de cuán largo sea. Pero no me levanto de la silla hasta que está terminado, y por lo general llega de un tirón. Después lo dejo al costado derecho de la máquina de escribir hasta el día siguiente. Si ese borrador todavía me entusiasma a la mañana siguiente y me parece algo que tengo ganas de escribir y terminar en el próximo mes, trabajo en ello. Si no lo veo como nada nuevo en mi escritura o no me entusiasma escribirlo, lo pongo en una caja, me siento y o bien escribo otra versión de la misma historia o empiezo un nuevo borrador para una historia diferente. Sé que no tener nada que escribir cuando me despierto en la mañana es un gran incentivo para escribir algo nuevo.

El humor, la imposibilidad y el absurdo: esos elementos aparecen y crecen en los plots que diseñás como hongos hasta que lo han colonizado todo, inclusive la voluntad de tus personajes.

En mi escritura siempre me he sentido atraído por el humor. Pero también me he sentido atraído por la tragedia profunda. Intento presionar todos los botones emocionales en mi ficción, pero no en la misma pieza. No trivializo la tragedia con humor. El humor tiene que ser exacto y estar en el lugar correcto. No escribo para provocar risa, pero me han dicho que muchas de mis obras son graciosas.

¿A qué autores leés con satisfacción?

Thomas Bernhard, Beckett, Joyce, Chekhov, Dostoevsky, Camus, Leskov, Hemingway, Faulkner, García Márquez, Bollano, Kafka, Malcolm Lowry, Flannery O’Connor, Doris Lessing, Tolstoy, Thomas Mann, Saul Bellow, Ralph Ellison, Richard Wright, Bernard Malamud y muchos otros. También biografías de escritores y artistas visuales. En este momento se me está complicando el asunto de encontrar un buen libro para leer. Ahora mismo estoy leyendo Jailbird de Kurt Vonnegut, el cual encuentro liviano y escurridizo y no demasiado bueno, pero era un libro que mi hija menor, Antonia, estaba por donar. Así que lo tomé de la caja y lo empecé a leer y probablemente lo termine de leer. También estoy leyendo The most dangerous book de Kevin Birmingham, una biografía, en realidad, pero también la historia del Ulises de Joyce.

La historia de amor del hombre cuya mujer muere en el hospital (“La firma”), la de la carta de despedida en mil pedazos, por nombrar dos: el amor es un tópico en tu obra. Una pregunta estúpida: ¿Qué es el amor?

¿Qué es el amor? Esa es una pregunta difícil. No soy un filósofo y no enfrento cuestiones profundas si bien puede que las sobrevuele. Creo situaciones, pensamientos, sueños y personajes. Probablemente pueda definir al amor con ejemplos. Es cómo me siento acerca de mi esposa desde la primera cita que tuve con ella en diciembre de 1978. Y, también, aunque de maneras distintas, es el sentimiento para con mis hijas, padres, hermanos, y algunos pocos amigos y otras mujeres en mi vida antes de conocer a Anne. Pero ningún amor en mi vida se compara al amor que he tenido por mi esposa y tengo ahora por mis hijas. También tengo un gato, Louis, al que le tengo mucho cariño, así que podría llamarse a eso el amor que alguien siente por una mascota.

Te retiraste de la enseñanza, pero ¿cómo te sentías en ese trabajo?

Me retiré en julio de 2007, pero volví a Hopkins porque me lo pidieron, un semestre, tres años después. Y fallé miserablemente en enseñar. He perdido, sea lo que sea, eso que convierte a alguien en un profesor adecuado. Mi esposa era profesora de literatura rusa. Su enfermedad durante veinte años la imposibilitó un poco al principio y totalmente al final para dar clases. Los estudiantes la adoraban, ese puede ser otro tipo de amor: el de los estudiantes por un maestro. Su experticia era Chéjov, sus cuentos. En especial sus finales. Nunca he pensado en mí, durante esos 27 años en los seminarios de escritura en Hopkins, como en un buen maestro. He dado lo mejor de mí, pero, porque era un buen trabajo y me permitía mantener a mi familia y cuidar de mi esposa y darle un buen seguro médico  y enviar a mis hijas a la universidad, comprar una pequeña casa y vivir modestamente, veranear en Maine, etc. La escritura nunca me dio eso.

Última: ¿Dónde escribís? ¿Podrías describirnos tu escritorio?

Escribo en mi habitación. Tengo una larga mesa de trabajo en vez de escritorio. Sobre ella reposa mi máquina de escribir, que no es de las eléctricas, una Hermes. Tengo dos, mismo modelo. Sobre la mesa también hay pilas de papel: a la derecha de la máquina está el trabajo en curso, los borradores. A la derecha de eso, papel en blanco sin usar que utilizo cuando estoy en el momento de la escritura de la historia en que estoy convirtiendo al borrador en la versión final mecanografiada. A la izquierda de la máquina está la pila de viejos borradores que uso para escribir el borrador en el que estoy trabajando en el momento. Frente a la máquina de escribir pero un poco a la izquierda, las páginas completas de la obra en curso, reunidas en una carpeta para que no se me mezclen con ninguna de los demás pilas de papeles. En el extremo derecho de la mesa de trabajo, las 1154 páginas del manuscrito de Late stories. Y, en el extremo izquierdo de la mesa de trabajo, copias de la mayoría de los cuentos de Late stories que no han sido publicados en revistas y que, ocasionalmente, envío a revistas para su posible publicación.

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La firma, un cuento de Stephen Dixon.

Calles y otros relatos, novedad de Eterna Cadencia Editora.

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