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Elvira Hernández: "Trato de oír lo inaudible"

La lírica de Chile

"A Elvira se la ‘redescubre’ una y otra vez por sucesivas generaciones de lectores. Una curiosidad que plantea la vigencia y el vigor de su poética", dice Yanko González, uno de los entrevistados de esta nota de Gonzalo León, que incluye la voz de la autora de Los trabajos y los días.

Por Gonzalo León.

Elvira Hernández (1951) es junto a Juan Luis Martínez y Enrique Lihn una de las voces más destacables y reconocidas de aquella poesía chilena de los 70 y los 80 que se caracterizó por su ambición exploratoria.

Hernández empezó a publicar en los 80 y dos de sus primeros cuatro libros fueron editados por sellos argentinos: Carta de viaje (1989) en Último Reino, que dirigía Víctor Redondo, y La Bandera de Chile (1991) en Tierra Firme, que dirigía José Luis Mangieri. El año pasado la editorial Lumen, luego de publicar las poesías reunidas de Raúl Zurita, Claudio Bertoni y Germán Carrasco, hizo lo propio con Los trabajos y los días, un guiño tal vez a ese primer libro de cuentos de Marcel Proust, Los placeres y los días, o a ese título de Alejandra Pizarnik, Los trabajos y las noches, cómo saberlo. Si fuera lo segundo se entendería su conexión con la poesía argentina, y que este año fue invitada al Festival Internacional de Poesía de Rosario y al FILBA.

¿Pero quién es Elvira Hernández? El traductor, poeta y ex editor del Diario de Poesía Jorge Fondebrider recuerda que Mangieri publicó La Bandera de Chile en la colección Personae, de la que también él era responsable, junto a varios otros libros de poetas chilenos, aunque la primera fue Verónica Zondek –la poeta que aparece en la correspondencia de Néstor Perlongher, que compiló Cecilia Palmeiro– en Último Reino, “y ella se constituyó en una suerte de vanguardia de la poesía chilena en la Argentina. Fue Verónica la que trajo a Elvira Hernández junto con Soledad Fariña y, algo después, a Malú Urriola”.

A fines de los 80 vivía como refugiado político en Buenos Aires otro poeta chileno: Aristóteles España, quien funcionaba como una especie de informante poético. Tras varias visitas a Argentina, Verónica y la “Tere”, como le decían a Elvira Hernández (por su verdadero nombre, María Teresa Adriasola), organizaron un encuentro argentino-chileno en Valparaíso: “Viajamos Víctor Redondo, Arturo Carrera, Néstor Perlongher, Diana Bellessi, Mirta Rosenberg, Irene Gruss, Teresa Arijón, Reynaldo Jiménez, Susana Villalba, Claudia Melnik y yo. Por el lado chileno estaban Vero, ‘Tere’, Paz Molina, Tomas Harris, Teresa Calderón, Mauricio Redolés, Clemente Riedemann, Jorge Montealegre y Bárbara Délano”. Ese encuentro de poesía fue muy importante, “porque era la primera vez que todos nos reuníamos. Y fue una muy curiosa experiencia dadas las idiosincrasias de unos y otros, que no podían ser más distintas”. Además recuerda que cuando leyó Perlongher, que ya estaba muy enfermo, lo abordó un desconocido escritor de nombre Pedro Mardones Lemebel.

 

Elvira Hernández: “Crucé a la Argentina el año 89 tratando de desprenderme por un rato de diecisiete años de dictadura. En Buenos Aires vi desenvolverse por primera vez el fenómeno de la literatura en todo su arco: conocí poetas y editores; pasé horas revisando estantes de librerías, revistas, diarios y papelería que tenían uno y mil puntos de vista sobre lo que fuere. Muchas noches transcurrieron en conversaciones inagotables acerca de esa cosa tan rara de escribir poemas, traducirlos, comentarlos, divulgarlos, criticarlos, encomiarlos. Los talleres que se hacían eran muy en serio. Nada de lo que sucedía allí –un desarrollo cultural mayor, por cierto– tenía relación con nuestra escuálida situación chilena imposibilitada de ascender entonces un centímetro del ras del suelo. Fue una atmósfera con mucho oxígeno para mí. Encontré mucha buena poesía que se hacía de manera muy diferente de la nuestra y era explicable, pues era otro país con un castellano rioplatense y sus propias comprensiones de su mundo. En mis lecturas traté de ir más allá de la sonoridad y cadencia que las identificaba como argentinas y por sobre esa exuberancia cultural inestimable que ingresaba a raudales en sus escritos. Traté de llegar a ese punto donde el poeta –sea argentino o chileno– se inmiscuye en el mundo porque le parece que algo se desarma, no junta ni pega y tiene que decirlo. Ahí todos los poemas del mundo –que lograron hacerse tal, lo que no es fácil– se vuelven uno solo en su infinita diversidad. Leí en esos años con profusión, a poetas tan diferentes entre sí como Juarroz, Viel Temperley, Gelman, Olga Orozco. Fueron tiempos también de conversaciones increíbles con Arturo Carrera, Irene Gruss, Diana Bellessi, Víctor Redondo, José Luis Mangieri... Hago memoria, y bueno, menciono a quienes vi con más frecuencia pero era esa ciudad un gran escenario de diálogos”.

El poeta chileno Yanko González cree que Elvira Hernández tal vez sea la autora chilena viva más “redescubierta” de la literatura trasandina: “A Elvira se la ‘redescubre’ una y otra vez por sucesivas generaciones de lectores. Una curiosidad que plantea la vigencia y el vigor de su poética, en la medida que tiene un movimiento y un riesgo constante, lo que la sitúa en un lugar –al menos para mí– central en la poesía chilena”. Para González, el riesgo que asume Hernández en su poesía no pasa por una fuga pueril o una ruptura artificiosa con la tradición, sino ocupando “sus búsquedas y materiales, honrándolos, abriendo posibilidades expresivas diferenciales, con una subjetividad donde prima la sordina. Ligada de un modo oblicuo a la vanguardia, valoro sobremanera el hecho de que no transformara su poética en un arte primariamente verbal, es decir, que intentara ‘escribir la escritura’. De ahí el enorme poder estético, político y reflexivo –sin perder una gota de la mejor poesía– de los libros La Bandera de Chile y ¡Arre! Halley ¡arre!, dos de sus obras mayores”. Este poeta llama a detenerse en uno de los poemas que integra el primero de estos libros: “La Bandera de Chile con el ojo que tiene /agrandado como estrella /cíclope ateo /de arriba abajo mirando el filo de los cambios /teme le cambien el nombre La Bandera de Chile”. No está de más recordar que este libro fue escrito en 1981, luego de una detención por cinco días en uno de los cuarteles de la Central Nacional de Informaciones (CNI).

Jorge Fondebrider complementa que La Bandera de Chile tiene –al menos en el momento en que lo leyó– una fuerza muy particular, de hecho despertó curiosidad entre varios poetas argentinos, por eso “se lo mandé a Henri Deluy, el poeta francés que estaba haciendo una antología de poesía latinoamericana y terminó traduciéndola y, posteriormente, invitándola a Francia”. Empezaba el otro vuelo de esta poeta, la de ser conocida más allá de Chile y Argentina.

Fondebrider destaca que el valor de la poesía de Elvira Hernández radica en su lírica, que se opone, según él, a la épica, de ahí que no le interese mucho la poesía de Raúl Zurita, ya que sigue una tradición épica, “muy frecuente en la poesía chilena desde siempre (Pablo de Rokha, Neruda, etc.) y a nosotros nos interesan los poetas líricos, como Jorge Teillier o Enrique Lihn, que siempre, hasta el día de hoy, fueron mucho más influyentes. Y a pesar de que Elvira/Teresa también tiende a la épica (pienso, además de en La Bandera en Santiago Waria) en ella el gesto teatral, la grandilocuencia, la performance, no es tan importante. Por eso, me parece, gusta mucho más que Zurita. Los argentinos buscamos otra cosa en la poesía”.

Esa tradición muy frecuente que señala este poeta fue comentada en un ensayo por el editor de la poesía reunida de Hernández, Vicente Undurraga, para quien “si la poesía escrita en los años 70 y 80 se caracterizó por sus afanes amplios, por su ambición exploratoria (Lihn, Hernández, Martínez, Muñoz) o totalizante (Zurita)”, la poesía actual se caracteriza por ser “una poesía que, sin estridencias innecesarias o extemporáneas, indaga y habita en esa expansión heredada, la transita, la bifurca, a veces la reitera y, en cualquier momento, la aumenta”. Desde esta ambición exploratoria, Elvira Hernández sería un punto de inflexión en la poesía trasandina.

Elvira Hernández: “No he leído lo que escribió Vicente Undurraga pero hago nuevamente memoria: una vez conversamos sobre la trayectoria de la poesía chilena. Pienso que el ímpetu totalizador de la palabra poética ha coincidido con el discurso utópico, con el mundo de las letras regido por la impronta de Gutenberg, también con nuestra edad de oro de la poesía, incluyendo la antipoesía parriana. Luego, a mi juicio, viene un quiebre, producido por Juan Luis Martínez y Guillermo Deisler, que representan la crisis de la palabra en un mundo que se atiborraba de visualidad y que ellos asumen. Pero este quiebre no es fortuito, ni repentino, ni accidental: se veía venir. Nada se desarrolla en un purismo. Está en la prosecución de la poesía misma, en la prodigalidad inicial de la palabra de la que de pronto se sospecha. Pienso en Enrique Lihn, por ejemplo. La generación del 60 y nosotros, que debimos ser la del 70, buscamos persistir en medio de esa crujidera y fragmentariedad. En estos momentos, sin embargo, hay una gran re-composición de la palabra poética desde un punto de vista sonoro, una experimentación que está arrancando desde allí. Sin dogmas acerca de la tradición poética chilena, descuidada y olvidada como todas nuestras tradiciones. A mi juicio, las tradiciones son unos rompecabezas que se arman e interpretan a gusto”.

Hace casi un año, en una entrevista en este mismo blog, Raúl Zurita planteaba que los poemas que se están escribiendo “son los cantos finales frente al silencio”, que en definitiva la poesía no había sido capaz de construir un mundo mejor, que “ha habido un fracaso en construir una vida decente para todos”, por lo que él “no hubiera querido escribir poemas, yo hubiera querido que no existieran esas razones para escribirlos”. Ante este escenario lo único que se les puede pedir a los poetas era que vuelvan a subir al Olimpo para entonar “esos grandes cantos del fin de la poesía”.

Elvira Hernández: “La poesía está viviendo siempre en y de su agonía. La posibilidad de un fin está siempre a la vista y por eso busca escurrirse de la decretada finalización. Subir de nuevo al Olimpo, para representar otro canto del cisne, sería un fin esplendoroso y muy coherente con la trayectoria de Raúl Zurita pues ante la crisis de la palabra, él logra sostenerla muy en alto. Por mi parte, siento que la palabra al sumirse en la letra ha perdido su musicalidad, su canto, transita y avanza hacia la disonancia, por tanto no tiendo a subir sino a bajar. Estoy lejos de los Olimpos. Yo diría que escarbo, susurro, trato de oír lo inaudible”.

 

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