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Jorge Luis Borges: "Detesto la publicidad"

Un ping pong proustiano con el autor de El aleph

Editorial Marea publicó El palabrista, el libro en el que el periodista Esteban Peicovich recopila fragmentos de entrevistas a J.L. Borges y construye un retrato del autor a través de su paso por los medios. Aquí, los resultados de la vez que le quiso hacer algo parecido al cuestionario Proust.

Por Esteban Peicovich.

 

Dios, muerte, cielo, infierno, espejo, laberinto... le caen de la boca como gotas. Son sus palabras esqueleto. Las que lo tienen de pie, despierto, aunque no parezca otra cosa que un árido y pálido hombre de papel. Que eso es por fuera. O mucho más: un animal fugado de la historia, hecho con piel de cinta de Moebius, zapatos iguales a lo largo de 80 años, ausencia de color, ojos cruzados sobre la cabeza de uno, ojos que solo siguen huellas de voces que le hablan. Hijo, repetidor de Homero tres mil años después, ajeno de tan solo, valiente de tan solo, habitante de aviones, discursos, recuerdos, cajas chinas, perfumes, caminos que no ve. Nadie imagine a Borges desnudo, vocinglero, sensual. Nadie lo toque. Hojearlo apenas, que su carne es papiro tras papiro, y esa escuálida, trémula voz de infante que asombra y desasombra, que juega con las grandes muñecas de los mitos, desayuna con Macbeth, codea a los fantasmas.

¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en ese cuerpo de años asqueados de vivir el péndulo escaso que va del día hasta la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en el hotel, por el cronista (que viene de Cronos) y tiembla. Es un maniquí de cera que puede derretirse ante el zumbido tonto del Otis que nos baja. Y en un segundo se repone, tieso, de cartón piedra, moviendo ese bastón que no es blanco como el de los ciegos que no ven.

–¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos?

En el cubículo que desciende a la cafetería acaba de hacerse las preguntas de toda la vida. Setenta años atrás, pienso, el niño se llamaba igualmente Jorge Luis, terminaba de escribir su primera herejía, un ensayo: “La visera fatal”, la tituló al dársela a su padre. “¡Vaya hijo! Vaya juguete para su edad. Vaya monstruito...”, debió haber pensado papá Borges. Tal vez.

–A la cafetería.

–Se llama Azalea. ¡Qué nombre!, ¿no?

Despaciosamente lo acerco a la mesa, lo siento, descanso su bastón, miro sus pies. Están en el suelo, situados al azar, distintos, ajenos a la biblioteca que sostienen. Él se pone a olfatear. El animal Borges tratando de olisquear una palabra cicerone. Alguien dice “café”. Él mueve la cabeza. Dice también “café”. Escucha cómo la palabra “café” va hacia el camarero, cómo se apaga mientras el camarero la lleva. Sonríe con toda tristeza: él sabe que esa palabra, al irse por el pasillo, va camino de dejar de ser palabra para regresar hecha café.

–Lo mismo sucede con la poesía...

(Sí, bien pudiera Borges estar imaginando algo así, me digo, imaginándolo).

 

 

En 1956, este Homero era un Buda. En su templo de la calle México, de Buenos Aires, rodeado de noventa mil libros, de un mujerío a sus pies, leyéndole al gurú cuentos en frágil inglés fabricado en la orilla del río menos inglés del mundo. En su torno zumbaban los bibliotecarios trayéndole a su César pergaminos del siglo XII, el folio 219 de un manuscrito hebreo o el específico y calmado versículo de Blake donde dice que todo lo que existe fue imaginado alguna vez.

Por ese tiempo, Borges aún veía la vida. De a bultos. A granel. Me hizo sentar a su costado. Una entrevista mirando un horizonte imaginario. No sé por qué, pero me hizo sentar así, en paralelo, como si hubiéramos de hablar a una platea o posar para un fotógrafo que no estaba en ninguna parte del despacho. ¿Fue ese hilo de sol que traía la ventana? Esa vez, el que temblaba era yo.

–Berisso, Berisso... Ese pueblo no existe. ¿Usted lo conoce?

–Vivo en él.

Buda se puso hermético, mientras yo, eludiendo su ficción, le hacía el retrato de mi pueblo: los frigoríficos, el matadero, los inmigrantes, el río, el poeta Almafuerte, los estudiantes que irían a escucharlo, los obreros que acaso también fueran.

–Podría acompañarme Cecilia Ingenieros. A ella le gustará. ¿No habrá mucha bulla, no?

El día de la conferencia lo aguardé en La Plata, junto al tren. Cecilia, bailarina, descendió flotando. Bromeaba Borges. Recordó al poeta de esa ciudad que “en pleno día buscó la noche”, como rezaba el epitafio de López Merino en un bosque cercano donde se mató muy joven. Después Berisso y ese Borges a salón colmado (“Si faltaba uno más no entraba”, habría ironizado Macedonio) donde yo volví a temblar por encontrar el sustantivo y presentarlo a la gente de mi tribu. Tosí, dudé y fue entonces que en un gesto de inusual valentía les dije:

–... y con ustedes, Borges, el Palabrista.

Frente alta, voz opaca, manos aéreas, nos fue sacando del sombrero de copa de su Olimpo, un Almafuerte inexistente, amplificado, que iba más allá de lo sabido por nosotros. Borges prestímano y prestífono nos mareaba con hélices, con metáforas que eran mucho más grandes que la cultura de todos nosotros juntos allí, boquiabiertos allí. En un momento (el más insólito para mí) dijo que Almafuerte era Whitman por esto, Poe por aquello, Séneca por... Habló y se fue. Nosotros nos quedamos hablando de las mórbidas piernas de Cecilia y del nuevo Almafuerte que, desde esa noche, reemplazaría al sencillo bardo que en estatua de piedra presidía la plaza de Berisso. Borges, el funámbulo, había cruzado con su magia sobre los techos obreros de madera y cinc. Desde esa noche, Berisso era tan enorme como el mundo.

–¿Hablamos, Borges?

Borges: Sería bueno hacerlo en un pacto de mutuo olvido. Detesto la publicidad.

–El periodismo busca dejar memoria. Además, se trata de una entrevista informal en la que solo interesan algunas respuestas que usted no ha dado. Entre ellas, las más simples. Casi como las del “cuestionario a la Proust”...

Borges: Sí, ya sé, pero no creo que él haya hecho eso. Produce una serie de trivialidades. Yo creo que debe haber sido la cocinera de Proust.

–Vamos a suponer que fuera la cocinera. De todos modos, dicen que ese cuestionario se lo hicieron a Proust.

Borges: Yo creo que son los enemigos de Proust.

–O los enemigos que le atribuyen a Proust.

Borges: Yo creo que sí.

–¿Sirve para algo?

Borges: Es una especie de juego. Un juego de sociedad.

–¿Vamos al juego? ¿Cuál es el color de Borges?

Borges: Mi color es el amarillo.

–¿El animal?

Borges: Bueno, podría ser el leopardo.

-¿La flor?

Borges: El jazmín.

–¿El pájaro?

Borges: Mis conocimientos ornitológicos son tan breves, que no sé si distingo muy bien entre un pájaro y otro.

–Pero sí entre el colibrí y el cuervo.

Borges: No, son pájaros muy literarios. Pájaros más naturales. ¿Qué pájaros naturales hay?

–Y, desde la paloma hasta el gorrión. Nuestro gorrión.

Borges: ¿El gorrión? Fue importado por Bieckert. No los había en la República Argentina. Yo diría la gaviota, sugiere el mar, está bien.

–¿Cuál es el personaje histórico que usted admira más?

Borges: Voy a ser muy localista, vamos a poner Sarmiento.

–¿Y el personaje histórico mujer?

Borges: Carlota Corday.

–¿El personaje varón de la ficción que más le haya impresionado?

Borges: Lord Jim, de Conrad.

–¿Y el personaje de la ficción, pero femenino?

Borges: Yo casi me olvido de que haya mujeres.

–Claro, desde Julieta a la Celestina.

Borges: ¿Lo dejamos en blanco?

–Bien, ¿El pintor de Borges?

Borges: Podrían ser dos: Rembrandt y Turner.

–¿Y su músico?

Borges: El único músico al cual yo me he acercado con toda la humildad y la ignorancia: Brahms.

–¿Su dramaturgo?

Borges: Uno tiene que decir Shakespeare. No, yo voy a decir Bernard Shaw.

–¿Cuál es la película que usted recuerda más?

Borges: Ser o no ser, de Lubitsch. Creo que nadie la conoce, ¿no?

–Sí, la mencionan en las historias del cine, la consideran. ¿Y el libro?

Borges: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Sigamos jugando con Proust.

–Sigamos jugando, aunque he cometido una herejía. Una película...

Borges: Dentro de la trivialidad general, está bien.

–Además, ¿cómo no intentar jugar con el más grande jugador que tenemos...?

Borges: ¡Pero claro!

–Dígame, ¿cuál es su filia más acertada, más definida?

Borges: ¿Usted quiere decir mi hobby o mi afición?

–Sí, ¿qué es lo que más le gusta?

Borges: Ponga todo lo escandinavo.

–¿Y como fobia?

Borges: Como fobia, la publicidad.

De esa brumosa noche de Berisso me quedó un libro dedicado injustamente: “A Esteban Peicovich, del impoeta Jorge Luis Borges”. Se lo recriminé años más tarde, cuando otra vez el periodismo me puso a su costado.

–No es humildad. Lo que importa sigue siendo válido. Pero no se preocupe joven, ya voy a volver a la poesía.

Y digo bien “a su costado”, porque no tuve nunca la suerte de caerle simpático o antipático a Borges. Los nueve o diez encuentros profesionales que me llevaron hasta él, no sumaron jamás antecedente humano alguno para que recordara el precedente. Sé que hay una puja entre quienes confiesan haber alcanzado su amistad y aquellos que dicen no haberla buscado. Mi caso es más patético. Vaya Dios a saber cuántos distintos seres he sido cada vez que un periódico o una revista me ponían frente a él para hacer las preguntas del día o del tiempo.

En todo caso recordaría el hecho, pero no mi persona. Como esa vez en Ezeiza, cuando recién regresado de Texas, donde había dado un curso de seis meses, le referí lo de Berisso y dijo:

–¡Ah, sí! Recuerdo como un aire plateado, calles largas y casas de cinc y canales. Con algo de ballet y ello quizá simplemente por la presencia de Cecilia Ingenieros que me acompañaba. ¿Cómo dice que se llama usted?

Esa tarde en Ezeiza se mostró huraño con el enjambre de cronistas que esperábamos contara sus impresiones sobre los Estados Unidos. Se echó en un sillón con actitud de búho. Apoyó sus manos sobre el bastón, bostezó, habló para sí mismo. Alguien hizo la primera pregunta y respondió con una retahíla de frases comunes. Nadie apuntaba nada. No había Borges esa tarde. Jugó a las equivalencias de siempre. Esta vez asoció el desierto western con “una pampa que no fue”, a Walt Whitman con... hasta que en un momento, como si la imaginación le acicateara la modorra nos comenzó a envolver en una historia que, según él, era lo más insólito que le había ocurrido en esos meses.

–Precisamente, la historia de un cowboy...

Se tomó una pausa y, tras ella, cayó con todo su Borges sobre nosotros. Precisamente al ponerle el adjetivo al cowboy:

–...negro.

 

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