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"Los rusos no sonríen"

Liliana Villanueva

Después del éxito de Las clases de Hebe Uhart, Blatt y Ríos publica Sombras rusas, de Liliana Villanueva, quien acaba de ganar el Premio Casa de las Américas con Lloverá siempre. Una entrevista con esta cronista nómade, quien advierte: “Mi estado normal es la mudanza”.

Por Gonzalo León.

 

 

Lo primero que dice Liliana Villanueva, ganadora del Premio Casa de las Américas 2017 por su trabajo sobre María Esther Gilio, mítica abogada, periodista y personalidad de la cultura uruguaya, es: “Mi estado normal es la mudanza”. Y se entiende, porque ha vivido en Alemania, Rusia y Uruguay. Dice que le ha tomado dos años asentarse en cada mudanza, aunque el regreso a Buenos Aires le tomó un poco más. Liliana vivió cuatro años en el país más extenso del mundo y Sombras rusas, su segundo libro, publicado recientemente por Blatt & Ríos después del éxito de Las clases de Hebe Uhart, retrata su estadía allí. Todo surgió cuando a su pareja le ofrecieron el puesto de corresponsal en Moscú. Él quería ir, ella no estaba tan convencida, así que viajaron y estuvieron en la ciudad una semana para ver si les gustaba. A ella no le gustó, pero igual acompañó a Jan. Sombras rusas es un compendio de crónicas que se acerca mucho a la estructura de una novela.

En este libro Liliana nos va mostrando cómo es el ruso o el moscovita, cómo funciona el idioma -fácil de imitar pero muy difícil de aprender debido a sus infinitas declinaciones-, cómo se convierte en “periodista por equivocación”, siendo arquitecta. “Y yo que pensaba que la vanguardia rusa era otra cosa: pósters revolucionarios, poesía de Maiakovski, moda funcional para trabajadores de cuerpos fuertes, deportivos y sin adornos que dan su vida para el bien de la Patria Obrera”, leemos. Como el año de su llegada es 1996, es decir post Perestroika, post caída del muro (del que fue testigo), escribe: “El capitalismo parece haber llegado mucho antes que yo”. Y sin embargo, las primeras páginas de Sombras rusas parecen no indicar eso.

 

¿Qué tan distintos son Las clases de Hebe Uhart, tu anterior libro, y este nuevo libro?

Yo tenía unas crónicas sueltas, así que no fue pensado como un libro en un primer momento. La primera crónica que cerró la historia rusa fue una que está a la mitad del libro y se llama "La idea del frío". Hebe me decía: Vos sobrevolás los temas, tenés que quedarte en un lugar. Y tenía tanto anotado sobre un lugar que no sabía por dónde comenzar, hasta que me acordé del frío, me acordé de cuando esos copos de nieve se separan y se convierten en grupos de nieve, y de alguna manera surgió una crónica, que siento que fue mi primera crónica literaria, porque antes siempre escribía de una forma periodística, escribía fuera de mí. Ahí hay una diferencia entre un escritor y un periodista: en el periodismo se determina mucho una forma de escribir. Un periodista no escribe desde adentro de los hechos, y creo que esa es la diferencia con un escritor. Mis crónicas estaban escritas desde afuera, pero a partir de la crónica del frío algo sucedió y empecé a escribir desde adentro. Entonces recordé lo de Hebe, lo de “ponete vos”; en apariencia algo tan simple, pero no lo es, porque ahí está el cronista literario o el cronista de viajes. Y lo dice Paul Bowles en los años 40, cuando plantea que la crónica de viajes debe ser una crónica personal.

Sombras rusas no tiene una estructura de clásicas crónicas, por su tono continuado, epifánico, al descubrir un nuevo país y sus costumbres. Parece que usaras a Rusia como un pretexto para la ficción. ¿De acuerdo con eso?

Concuerdo con que tiene estructura de novela, que se puede leer así. Hay un personaje y un narrador que se mantienen a lo largo de las “crónicas”, está esa pareja y las casualidades que se van dando, la circularidad de los textos. Hay temas que vuelven una y otra vez: el lenguaje, el tema del aprendizaje del ruso, Chernobil. 

¿Es un libro de ficción o de no ficción?

Yo creo que los géneros no están tan definidos, no es que tenés un edificio donde está la novela, otro edificio donde está la crónica y otro edificio donde está el cuento. Hay muchos puentes y hay edificios que se van mezclando y así como hay una cierta estructura de novela también dentro del texto hay como una circularidad, y justamente en la edición final saqué los textos que eran demasiados lineales. Yo lo llamo transgénero. Con el libro de María Esther Gilio es todavía más transgénero, es transgredir; pero yo no inventé esto, ya lo hizo Gertrude Stein en Autobiografía de Alice B. Toklas, con la diferencia de que Toklas hablaba como Stein quería que hablara y no como ella hablaba. Lo de Gilio puede ser visto como una larga entrevista donde sacás las preguntas.

En el libro te volvés periodista por equivocación, un ejercicio que te obligaba a escribir como máximo sesenta líneas y a olvidarte del yo. ¿Eso fue antes o después de convertirte en cronista?

Ser periodista por equivocación fue una liberación, creo que me liberó de la terapia, porque era maravilloso escribir desde un no-yo y desde un no-lugar. Además, cuando vos escribís para una agencia de noticias lo primero que te das cuenta es que es construcción pura, porque tenés que rescatar desde la realidad o desde lo que ves, y eso no está muy lejos de la ficción, sobre todo en el momento del armado. Hay dos tipos de personas: aquellas que si las dejás solas en una casa que no sea la propia, empiezan a abrir los cajones, y las que, como yo, no abren cajones, porque no tienen esa curiosidad casi morbosa por la vida del otro. Yo me voy al balcón y miro el paisaje hasta que venga el dueño. Y eso también define el tipo de escritura que uno hace. Trato de escribir desde adentro, para buscar más profundidad.

¿Cómo fue tomar consciencia de que no ibas a ser una turista sino una inmigrante que se iba a quedar ahí tres o cuatro años?

Y pudo haber sido más de tres o cuatro años… Por un lado, tenía claro que iba con mi pareja en un proyecto en común, no iba de acompañante. Yo quería un lugar tranquilo para escribir mi tesis al fin, porque en otros lugares, como en Berlín o en Hamburgo, siempre surgía algo. Y hacía tantas cosas en Alemania que me dije que cuando estuviera en Moscú no haría nada, pero apenas llegué quise ponerme a pintar paredes para aprender el idioma.

¿En qué momento te sacaste el chip de turista?

Pensar como turista siendo inmigrante es muy bueno, porque te da como una altura, una perspectiva. Hay un tiempo en el que uno debe pagar derecho de piso y eso te puede llegar a pasar en tu propio país cuando volvés, y ese tiempo son dos años. En Moscú sentí eso, porque ya tenía la experiencia de Alemania, en la que después de dos años conseguí el trabajo que quería, viví en la ciudad que quería, encontré mi grupo de amigos. En Rusia, esos dos años coincidieron con el incendio de mi casa, del edificio donde vivía. Nos tuvimos que ir de ahí, y cuando nos mudamos, que es la segunda parte del libro, ahí empezamos los dos a sentirnos más contenidos, y también a disfrutar. Si hubiera escrito mis experiencias al cabo de esos dos años o mientras vivía ahí, iba a ser mucho más pesadita la foto, porque fue difícil. Y eso es fundamental, porque quería que el tema principal fuera Rusia y no yo; en ese sentido, es una crónica de viaje. Claro que necesito que mi voz tenga cierto cuerpo, y si me pongo yo es para que se entienda esa voz, o también para darle cierta estructura, porque o si no, no terminaba nunca. Saqué ciento treinta páginas en la última corrección y hay muchas crónicas que quedaron afuera.

El tema es Rusia pero el filtro vos, ¿a eso te referís?

Claro, igual que en un viaje. Podés viajar a París, pero tu París va a ser diferente del mío, y también el París de ahora va a ser diferente de cuanto tenías quince años.

“Comprar un litro de leche en Rusia se convierte en un salto al vacío de la gramática”, aparece en una parte. ¿Qué tan chocante fue el encuentro con otro idioma, al comienzo?

Fue tremendamente chocante. Ya es chocante si vos cambias tus hábitos y te vas a un barrio dentro de Santiago o Buenos Aires donde habitualmente no te movés. Imaginate entonces lo que es llegar con estos colores que yo tengo. Paso bien en lugares como Uzbekistán, Israel, Cáucaso, ahí me puedo mimetizar; en Rusia no, de inmediato me hacen armenia. Cuando entro a un lugar, yo sonrío, y los rusos no sonríen. Y bueno, después está el tema del lenguaje. Tengo la suerte de mimetizarme muy rápido con los lenguajes, puedo llegar a pronunciar muy bien, pero eso no significa que maneje el idioma. Yo venía de la experiencia del alemán, pero el ruso era saltar a una pileta olímpica en cuestiones de gramática. En primer lugar, por la cantidad de declinaciones. En segundo lugar, porque cuando vos empezás a aprender ruso, te parece básico; de hecho, en las primeras frases que aprendés no hay verbo, son del tipo "tú allá yo acá", y si a un español o latinoamericano le sacás el "ser" o el "estar" queda totalmente perdido. Pero luego vinieron las declinaciones y toda la complicación que no existía por la falta de verbo venía por la declinación. Aprenderlas bien no te lleva años, sino décadas.  

En un momento hay una comparación de las bailarinas de un cabaret con las mariposas, una comparación muy rusa si tenemos en cuenta que a Nabokov le gustaba cazar mariposas. ¿Tuviste en cuenta esto?

Es adrede esa inclusión, totalmente. Es la frase que está en Habla memoria, de Nabokov, que hace un tiempo comencé a traducir al inglés con ayuda de un traductor inglés, y teníamos mariposas en inglés pero queríamos encontrar la frase original, y él la encontró y me la mostró: es la de la gota que cruza la nervadura… Y no es cualquier Nabokov, que con esa frase se da cuenta de que es escritor. Era muy joven, no sé qué edad tendría, estaba en un bosque en las afueras de San Petersburgo, había llovido y él ve cómo una gota va corriendo por la nervadura de una hoja y el agua, no lo dice así exactamente, tiene un efecto óptico que hace que esa nervadura se incline hacia un costado.

Tu libro, al menos desde el título, dialoga con Sombras rusas. Cartas proféticas de 1839, de Astolphe-Louis-Léonor Marquis de Custine: “Rusia es, en nuestros días, el país más extraño que pueda observarse, porque en él convive la barbarie más profunda con la más alta civilización, que es directamente importada por sus gobernantes desde el exterior”. Civilización y barbarie en un texto francés. ¿Cómo llegaste a él?

La primera versión de mi libro se llamaba Moscú no cree en lágrimas y terminaba con el incendio del edificio. A Sombras rusas llegué cuando decidí ampliarlo, con una mirada más de cronista de viajes, más literaria. Durante una época tuve muchas noches de insomnio, por culpa de mi pareja que roncaba tanto que parecía que se movían las paredes. No me molestaba tanto, porque lo quería, pero a las tres o cuatro de la mañana yo estaba despierta y me iba al living y sobre una bolsa de dormir leía y leía, y quien mejor me acompañó en esas noches de insomnio y lectura, además de Nabokov (que no es el típico escritor ruso cuando estás en Rusia), fue Custine, porque me hizo entender más a Rusia. Lo leí en alemán, y aunque se llama originalmente Cartas de Rusia, los alemanes le pusieron Sombras rusas.

Hay títulos de la literatura argentina que incluyen de algún modo a Rusia: Informe sobre Moscú, de José Sbarra, Un guión para Artkino, de Fogwill, Los amigos soviéticos, de Juan Terranova, y ahora Sombras rusas. ¿A qué creés que se deba esta atracción que ha generado literariamente Rusia y la URSS?

En mi biblioteca tengo muchos libros de viajes a Rusia, pero aquí quiero aclarar que a mí me hace falta base argentina. Yo partí desde Alemania, con un libro de un autor francés del siglo XIX, más tarde fui trabajando otro material, pero no encontré ningún argentino. Me hubiera encantado leer los que mencionas. Encontré a García Márquez, que hizo dos viajes a la URSS y que lo cito en el libro, pero siempre por muy poco tiempo. Cuando volví a la Argentina, no volví con la intención de escribir un libro sobre Rusia; es más, no volví con la intención de escribir ningún libro, ni menos con la intención de escribir. En realidad soy arquitecta y tenía miles de planes antes que escribir sobre esta experiencia. Y lo escrito era lo que había hecho para la agencia de noticias y no lo iba a trabajar más, ya estaba hecho, ya estaba pago, para qué. Por eso no usé ese material. Lo que me sucedió fue que cuando volví no entendía nada y me pasaron muchas cosas fuertes: muertes, separaciones. Hay un personaje en el libro que dice: "Si la pareja aguanta Moscú, aguanta cualquier cosa". Y lo que pasó fue que la pareja aguantó Moscú, pero no aguantó Buenos Aires. Y en medio de una separación apareció un ruso, que era un desastre total, y que me empezó a contactar con una Rusia que yo no conocía, y de pronto me encontré anotando lo que él decía. Pero además descubrí que cuando vivís en otro país, aparte de las experiencias, te traes el idioma.

Por último, ¿en qué te ha cambiado el Premio Casa de las Américas?

Creo que vieron en mi libro una vida muy intensa, la de Gilio, a alguien que se jugó la vida, que fue abogada de presos políticos, que estuvo exiliada, que le pusieron una bomba, pero además vieron a la autora de La guerrilla tupamaro, un libro de entrevistas que hizo a instancias de Eduardo Galeano, y que fue premiado por Casa de las Américas en 1970. A ella la conocí en bus a Montevideo, recuerdo que estaba leyendo un libro sobre urbanismo en cirílico y de pronto una señora muy paqueta me empezó a hablar: era María Esther Gilio. Hablamos mucho, de hecho aún hoy sigo charlando con sus hijas vía Whatssap. Espero que ese libro salga pronto en Cuba para poder publicarlo acá.

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