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Marcelo Cohen: "Creo en la evasión"

Por Luciano Lamberti

"Creo en la evasión en ese sentido: irse a otro lado para después ver mejor. Te tenés que ir para desempañarte lo sentido. Todo el arte sirve para eso: te coloca en otra dimensión, que es la de la sensación verdadera", dice el autor de La calle de los cines en esta entrevista en la que repasa sus primeras lecturas, los años fuera del país, sus lecturas marcantes, sus ideas sobre la ciencia ficción y los límites del discurso.

Por Luciano Lamberti.

 

Marcelo Cohen nació en Buenos Aires, en 1951. Es escritor, traductor, crítico literario y fundador, junto a Graciela Speranza, su mujer, de la revista Otra parte. A finales de 1975 se mudó a Barcelona, donde vivió hasta 1996, fecha en la que regresó a la Argentina. Fue el director de la colección Línea C, en la editorial Interzona, que tradujo y publicó a autores de la talla de Gene Wolfe, Steven Milhausser, John M. Harrison o el argentino Rafael Pinedo.

Las novelas de Cohen son extraños artefactos verbales que despliegan mundos de gran imaginación, como El país de la dama eléctrica, El oído absoluto o Inolvidables veladas, y lo mismo puede decirse de sus colecciones de relatos como El fin de lo mismo o Los acuáticos. Ha publicado también ¡Realmente fantástico!, un libro de ensayos donde repasa sus influencias y sus ideas acerca del arte. Ahora la editorial Sigilo acaba de publicar La calle de los cines, un libro híbrido y extraño, como todos los suyos, donde Cohen imagina y escribe el argumento de supuestas películas exhibidas en el Delta Panorámico, esa zona ficcional donde transcurren varios de sus libros. Nos juntamos a propósito de eso en el bar Manhattan de Belgrano, una mañana de sábado, y charlamos acerca de su obra, del papel de la ciencia ficción en Argentina y de las posibilidades del lenguaje y de la percepción.

 

¿Cómo fueron tus comienzos como lector y escritor?

Mi familia era una familia de clase media en baja, pero con las pretensiones de la clase media judía. Como la mayor parte de la clase media argentina, eran grandes incrédulos, cortados por la medida del progreso y el avance que sigue existiendo en la Argentina. Existe en todo el mundo, pero viste que acá se usa, desde hace un par de décadas, la palabra “crecer”. Y para la vida es un problema, sobre todo para esa clase media forzada como era la de mi familia. El judaísmo es una cultura, más que una religión. Yo tenía una abuela del lado de mi padre, sefardita, que practicaba. Ayunaba. Era búlgara. Esta abuela me llevaba al templo, y cuando yo era chico también ayunaba en el día del perdón. Hice el bar mitzvah y a los cinco o seis meses empecé a leer literatura de izquierda, por influencia de la época en el colegio, y me hice repentinamente ateo. Esa era la situación. En casa estaba toda la colección Robin Hood. Mi padre leía novelitas policiales, de kiosco. Y mi madre leía. Había sido maestra. Boquitas pintadas apareció en mi casa. En esa época, la cultura de la izquierda me hizo equivocarme y considerar que Puig era comercial. En The Buenos Aires Affair me di cuenta de lo que valía. Empecé a escribir en la secundaria. Fui a un buen colegio, aprendí latín. Cuando me hice traductor me di cuenta de que es fundamental. El latín te ayuda mucho, sobre todo el orden de los complementos. Yo creo que hay muchos problemas con la lengua y uno no debe ponerse a levantar el dedo, onda maestruli, pero bueno. En esa época empecé a leer ciencia ficción. Los dos primeros libros que leí fueron Crónicas marcianas, de Bradbury, y Más que humano, de Sturgeon. Casi inmediatamente leí a Calvino. Y Cien años de soledad. Me puse a escribir porque me parecía que me salía bien. También había una cuestión de seducción. Con los amigos y con las chicas. Inmediatamente entró la militancia, la política, había que escribir cosas de denuncia. A medida que descubrí esas variedades de la literatura fantástica, se me empezó a mezclar con el hecho de que yo vivía en la ciudad, leía mucha literatura norteamericana realista. Eso se hizo un mazacote, que recién pude elaborar cuando viví en España. La distancia de la militancia y de la familia me hizo bien.

¿No considerás que en Argentina la tradición de ciencia ficción es deforme? ¿Tiene que ver con la ausencia del mercado?

Sí, no ha habido una revista como Amazing Worlds. Cuando cundió una escuela, más bien era una secta, que surgió con la revista y la editorial Minotauro. Era evidente en mi generación que muchos nos lo tomamos en serio y otros no. Pero había algunos libros que los leyó mucha gente por más que no estuvieran en el palo de la ciencia ficción, como La mano izquierda de la oscuridad (Úrsula K. Le Guin). Ese libro lo leían mis amigos poetas, mis amigos científicos y los narradores. Pero toda la gente que leía la literatura de vanguardia, digamos, o leía a Puig y todo eso, desconfiaba. Por ejemplo, Piglia se leía todo eso. Gandolfo también. Pero yo la traía de antes, no me acuerdo cómo había llegado. Yo defendía rescatar eso, como también rescataba las letras de los Beatles, que también, en mi mundo de izquierda... Bueno, no es para tanto. No, sí, es para tanto. Eleanor Rigby, por ejemplo. Tampoco en ese momento la gente entendía a Dylan. A los 19 años yo me hice amigo de Miguel Cantilo. Me hice amigo de Lito Nebbia. Me interesaba todo eso. Por ese escribí El país de la dama eléctrica. Todo eso iba a parar a algún tipo de literatura. Y el exilio decidió. Porque como yo vivía internamente en mundos tan diferentes... Tardé siete años en poder venir y que no me pasara nada. Pero tenía noticias de Argentina, leía los diarios, y allá vi la diferencia entre un mundo desarrollado con privilegios, tecnología, lo que fuera, y nuestro mundo. En esa época, Charly García, al que le habían elogiado un disco porque tenía ese sonido raro, decía: "Igual, acá nos va a salir un sonido raro". Entonces, ciencia ficción. Tiene que ver mucho con la tecnología. No interesaba lo interplanetario, había otras cosas que solucionar. Y tampoco el realismo mágico. La realidad concreta ofrecía muchas más posibilidades. El lenguaje podía trabajar sobre la realidad concreta. Hacer la realidad pero no lejos de lo real. A mí me gustaba lo que emanaba de algunos sectores de la ciencia ficción. Y después lo que me importó fue su capacidad visionaria. Dick, Ballard, Burroughs. Él tiró la idea de que entre el espacio que vivimos y nuestra mente no hay diferencia. Pero eso pasó mucho después, me empezó a pasar a los 28 años, después de haber leído a Kafka, a Henry James. Hay teorías de que la ciencia ficción nace con el gótico. Ahora esas dos tendencias vuelven a unirse. Algunas mujeres norteamericanas. Kelly Link, por ejemplo. Y un inglés que se llama Brian Catling, tiene un libo que se llama The Vorrh. Se expande para todos lados. Tiene una imaginación muy particular.

Uno no puede escribir ciencia ficción desde la Argentina como desde los Estados Unidos, ¿no?

Yo pensé por varias hipótesis de trabajo. Hay un desarrollo con un horizonte de futuro que es la combinación en una experiencia como la mía de vivir en un mundo donde ya la tecnología ha avanzado, hay un bienestar más generalizado, hay robotización, y también tener la experiencia del asiento del 60 tajeado, un faso apagado en el medio, etcétera. Mi experiencia española duró muchos años. Un tipo estacionaba el BMW en la esquina, bajaba al bar pedía una cerveza, había un jamón colgado y goteaba gotas pegajosas anaranjadas al lado de la cerveza del tipo. La ciencia ficción argentina es fututrucho. Pueden pasar otras cosas acá, combinadas con la avivada, con los modos de la política, con el papel del estado. Muchas de las soluciones para eso te las daba Kafka: En la colonia penitenciaria, ¿no es ciencia ficción? Es una máquina que funciona para la mierda pero graba la ley. Después tenés que confiar en que todo eso se te mezcle en la cabeza; leés teoría, filosofía, armás un mejunje con todo eso y de repente, plaf, pensás en esos términos. La imaginación sintetiza ese mejunje, en forma del carácter de uno.

Vos además inventaste una zona que te permitía moverte libremente.

Sí, pero antes inventaba una por cada libro. Tengo mapitas y notas de todo eso, que los tiré. Algunas para Insonmio, otras para El testamento de O´Jaral. Y cuando volvía a la Argentina tenía miedo de que me atrapara el realismo existencial. La necesidad del argentino de hablar de la realidad inmediata. Acá hay una enfermedad de lo real que durante tiempo se transmitió a la literatura. Ahora hay un nuevo realismo de gente más joven que rescata el lirismo más anglosajón. O a la alemana. Pero durante mucho tiempo el realismo fue un problema. Había muchísima literatura de esa, quedó poca. No es casual que Aira haya sacado un ensayo defendiendo la idea de evasión. Que comparto, porque la realidad es un relato permanente. Ahora un relato recubierto con los dispositivos. Mucho más recubierto. El otro día leí que un disco de Bowie coincide con el atentado contra Warhol, la feminista anarquista que le disparó. Y Warhol dijo: “Yo antes del atentado veía la realidad como una película, después de él la película soy yo”. Bueno, eso es también lo que te dije antes de Ballard. No hay distancia entre nuestra mente y la realidad: creamos esto y esto nos crea. Pero hay un nudo. Los personajes se quedan buscando en el centro de la catástrofe el nodo de realidad que puede quedar dentro de ellos. Creo en la evasión en ese sentido: irse a otro lado para después ver mejor. Te tenés que ir para desempañarte lo sentido. Todo el arte sirve para eso: te coloca en otra dimensión, que es la de la sensación verdadera.

Salís de la cueva.

Sí, solo que no te encontrás con la idea. Te encontrás con lo infinitamente múltiple. Pero el lenguaje no puede dar cuenta de eso. Es tanto lo que hay que el lenguaje descriptivo, de comunicación, de uso, no sirve, no puede contenerlo. Tiene que inventar formas que puedan dar cuenta de eso. Llegás a la conclusión de que la oposición entre imaginación y razón es mala. Te pasa cuando entrás escribiendo y entrás en la cosa. Uno espera que pase ese momento. Te sentás a escribir para que pase eso. Cuando escribí Donde yo no estaba, todo me servía. Pasaba un veterano de Malvinas, tenía una discusión con un carnicero, me quedaba mirando una conversación entre dos señoras por la calle, todo. ¿Viste que cuando te pasa eso, cuando te evadís en la escritura, no mejora tu relación con el mundo, no te llevás mejor con la familia? Y no me refiero a la dificultad de escribir, la fiebre de la página en blanco, el malhumor porque no te sale. Pero la satisfacción de haberte olvidado de vos por la mano, porque la mente te desalojó para ocuparte de otra cosa. Sobre todo si sabés cómo seguir al otro día.

¿Y lo político pasa por el lenguaje en la literatura?

Eso viene de la filosofía, de la poesía, de los sutras budistas. El lenguaje es el pensamiento. Si no hemos salido de la neurosis que bordea la sicosis, no nos curamos (incluso hasta escribir es una forma de la neurosis), estamos condenados a la repetición, si creemos un poco en Freud. Hay que salir de la repetición, buscar formas: ejercicios espirituales, oración, literatura, orgía, yo qué sé. La repetición de las formas verbales de comunicación es la manera en la que pensamos. El pensamiento es el lenguaje. Uno escribe siempre las mismas palabras, cuenta todo de la misma manera, pensamos todos lo mismo y sentimos lo mismo, porque sentimos lo que decimos que sentimos. "Te quiero mucho"; todo el mundo quiere mucho a todo el mundo. No se puede matizar porque hay una pérdida de la complejidad de la sintaxis, los matices, no hay relacionantes, no hay subordinadas, no hay variantes del pasado, no hay pretérito del subjuntivo. Eso plancha la experiencia. Uniformiza las emociones. Crea impotencia. Se evita tener que decir algo más. Matizar. Es una de las maneras de que el lenguaje nos hace. La literatura también, hay literatura traducible y literatura no traducible. La literatura socava, amplifica, modula, suple, abastece, enriquece o cuando es necesario disminuye el volumen, la intensidad, del discurso circulante o lo que se llama prosa de Estado. Son los límites del discurso, qué se puede decir en una época y qué no. El hecho de que una invitada en la mesa de Mirtha Legrand hable de las virtudes de la meditación zen y de que un político haga meditación o diga que el yoga le ha hecho muy bien, y cinco minutos después te diga que hay que acostumbrarse a pasar frío porque el país no puede gastar más, usar menos la calefacción, cuando hay tanta gente durmiendo en la calle, y repitan la salida del túnel y esas metáforas de porquería, habla de que los límites del discurso son mucho más amplios de lo que uno cree.

¿Y a los cuentos de La calle de los cines cómo los escribiste?

Yo escribí estos cuentos sobre la base de las mismas manía, tics, costumbres, placeres e impertinencias que describe mi colega del Delta en su prólogo. O sea: me gusta mucho el cine, me gusta contar películas y que me las cuenten y me gusta que me haga pensar en cómo se narra según el soporte. Al mismo tiempo, eso, una manía técnica (o metafísica, según se mire), me daba la posibilidad, pensando en que en la adolescencia me di el gusto de un cine y entrar en otro (en la calle Lavalle) a ver algo totalmente diferente, o de ir a una sesión de tres pelis seguidas en el cine Cataluña (antes de ser el Cosmos), de reunir bajo una artimaña baratamente conceptual historias muy variadas y escritas de maneras diferentes. Es decir: pude pasarme cinco años escribiendo cuentos, cada vez con un procedimiento diferente. Las restricciones eran del orden del respeto, o digamos la honestidad ingenua: no abusar de las opiniones del narrador, no interpretar, no traspasar los límites de la apariencia, ceñirse a la acción dramática y a la descripción. Como se trataba de contar las historias, eliminé desde el principio toda alusión del estilo guión: primer plano de... panorámica... se oye un chirrido; alguien arrastra una silla fuera de campo, Carlota (en voz baja)..., ya me entendés. Nada de eso. Lo curioso es que cuando ya había escrito muchos me propusieron escribir un guión, fui tan tonto como para olvidar todo lo que se sabe sobre las muchas historias desgraciadas de narradores con el cine y con muchas penas confirmé que para no soy muy eficiente para contar por imágenes, al menos según los cánones del cine por así decir explícito, o enemigo de las elipsis.

 

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