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Marina Yuszczuk: "Lo que me interesa cuando escribo es la experiencia, que es lo más cercano que tengo"

Por Ivana Romero

Poeta, narradora, editora en Rosa Iceberg, La inocencia (Ivan Rosado) es su primera novela, parte de su obra en ficción que incluye los cuentos de Los arreglos. "En el fondo siempre estoy buscando que eso que escribo no sea cien por ciento literatura", responde en esta entrevista.

Por Ivana Romero. Foto de Anita Bugni.

 

“No sé cómo escribir esto, voy a empezar y punto. Todos los cuentos de iniciación que escriben las chicas se parecen, hay un momento en que se descubre algo desconocido, se intuye que eso tiene que ver con el mal, se reciben como un eco de la prohibición de los adultos”, apunta Marina Yuszczuk apenas se abre su novela La inocencia. Y agrega: “Las cosas que se hacen a espaldas de otros siempre parecen una transgresión, tal vez son solamente un secreto”.

En la mesa del bar de San Telmo, Buenos Aires, donde nos encontramos (Marina vivió un tiempo largo aquí, antes de mudarse a Parque Patricios) descansa un ejemplar de esta novela editada por Iván Rosado, con una portada perturbadora en su simpleza aparente. Se trata de una tinta china sobre fondo color madera hecha por Máximo Pedraza; unos cuantos trazos negros que dibujan a una niña o una mujer con dos trenzas y un borrón inquietante en la mirada. La inocencia intenta, justamente, señalar de qué está hecho ese borrón. Y qué hay más allá. La protagonista de esta novela autobiográfica, sin embargo, no intenta develar el secreto de manera detectivesca sino sumergiéndose en su propia sombra. Atravesar lo ominoso pareciera ser la única forma de acercarse a lo verdadero. Lo interesante es el procedimiento: Yuszczuk hace este tránsito a través de la escritura que, se sabe, es puro artificio.

 

En el comienzo de La inocencia, la niña protagonista sigue a su madre, que se convierte a una religión ortodoxa. Las dos continúan ahí durante años, compartiendo una complicidad, un secreto a medias que el resto de la familia soporta como puede. Pero mientras tanto, la protagonista crece. Y ese mundo de la religión que pareciera protegerla de todos los males, comienza a mostrar sus grietas.

Wow, contado así parece una gran novela de suspenso. La verdad es que yo sabía que tenía una buena historia para contar en términos literarios. Pero lo que me interesa cuando escribo es la experiencia, que es lo más cercano que tengo. Y la forma. Es decir, no me trazo un plan y digo “voy a ir de acá hasta acá y después esto”. A la vez, no hubiese podido llegar a escribir un texto tan extenso –al menos para lo que yo acostumbro– sin textos previos, más cortos pero donde en definitiva, la búsqueda es la misma: qué decir, cómo decirlo y cómo averiguar todo eso en el transcurso mismo de la escritura.

La inocencia se publicó en paralelo a los cuentos de Los arreglos, editado por Rosa Iceberg. ¿Fueron escritos en el mismo momento?

No, Los arreglos es anterior. A la vez, antes había publicado Lo que la gente hace, unos poemas en prosa con cuatro cuentos cortos, editados por Blatt & Ríos. Por entonces no había leído a Lydia Davis pero cuando lo hice, me di cuenta de que ella pensaba los relatos como si fueran poemas largos, con personajes. Davis tiene muchos textos que no terminan de ser narrativos, parecen estar escritos en un espacio de libertad total. Me sentí muy identificada. Ahora estoy leyendo un libro de Cecilia Pavón, que surgió de un blog y reúne fragmentos de diario íntimo, poemas en prosa o poemas en verso. Y sí, ahí, en todo eso que no parece ser literario, hay algo que me interesa mucho por su cuota de verdad y libertad. A la vez, lo que me importa, más que lo voy a contar, es la forma. Quizás porque empecé siendo poeta, como podés ver en Madre soltera o La ola de frío polar. Yo entro a la literatura de una manera diferente.

¿En qué sentido?

En que en el fondo siempre estoy buscando que eso que escribo no sea cien por ciento literatura. Por eso me interesan los diarios íntimos como género, donde puede entrar cualquier cosa. Puede haber cambios de registro, de tonos, primera persona, tercera… Es lo que hace Davis, Pavón y también Inés Acevedo, por nombrarte escritoras a las que estoy leyendo. Y María Gainza. Su libro El nervio óptico, que acaba de ser reeditado, me encantó porque tiene un borde en lo autobiográfico y otro en el mundo del arte. En ese cruce inventa una forma particular de narrar, llena de erudición pero también de una sensibilidad puesta en primera persona. Eso hace únicos a sus textos.

¿Cómo surgió entonces la escritura de La inocencia?

Sabía que yo tenía un conocimiento profundo de algo que mucha gente conoce por arriba. Me refiero a los testigos de Jehová, una religión a la que pertenecí un largo tiempo. Y también, un mundo cerrado y particular, tan demencial como cualquier espacio fundamentalista. Todos creemos algo. Pero hay gente que lo lleva a una zona radical. Sin embargo, es muy posible que esa creencia se derrumbe. Cuando hablo de “creencia” no me refiero solo a lo religioso sino a experiencias de todo tipo, incluso amorosas o políticas. Así que empecé por ahí, por ver cómo esa creencia emergía y se derrumbaba, y por la idea de hablar de sexo.

Qué dupla original.

Es que sobre el sexo aún pesa la prohibición. Hay muy poco escrito en torno al sexo, filtrado por muchos convencionalismos. ¿Por qué nadie quiere hablar? Si bien escribí la novela cuando el feminismo aún no tenía la magnitud gozosa y vertiginosa que tiene ahora, ya había algo en el aire y muchas estábamos revisando los mandatos. Crecí en los noventa. Encontraba algo común con amigas y es que si bien ellas no estaban en una religión, las prohibiciones eran las mismas para todas. Nuestra educación sexual empezaba con la violación. Los discursos sobre sexualidad, aún menguados, aparecían alertando sobre la posibilidad de que te violen. Y por otro lado, que quedes embarazada. Entre esas dos paredes teníamos que tratar de encontrar un lugar de libertad y experimentación.

La protagonista y su familia se mudan a Bahía Blanca. Pero cuando es adolescente, ella logra venir de vez en cuando a Buenos Aires, que representa el espacio de liberación.

Sí, pero aún muy permeado por la idea de que “los varones te quieren coger y vos vas a tener que tener cuidado”. Se suponía que había que actuar en función del mandato del varón. Así que acceder a la vida sexual era atravesar una selva, en una ciudad pequeña o en una grande. En mi caso, sexualidad y religión estaban absolutamente mezcladas.

En cierto momento, en la casa de esa chica el padre descubre mails que dan cuenta de que ella tiene sexo con alguien. Y la madre decide denunciarla delante de las autoridades religiosas porque lo que la hija hace es pecaminoso.

Ahí hay varias cosas. Por un lado, mi madre y yo siempre tuvimos un vínculo de una cercanía rara porque si bien compartíamos lo religioso, manteníamos otras distancias. Pero nos protegíamos en todo ese asunto de sostener la fe aunque a mi padre no le gustara nada. Así que fue muy fuerte cuando mi madre decide denunciarme puertas afuera mientras mi padre me denunciaba puertas adentro. En la comunidad religiosa, unos cuantos ancianos hicieron una suerte de juicio y me dijeron que Dios me perdonaba. Pero a mí ya no me importaba y finalmente me fui para no volver. Es increíble cómo una chica joven puede bancarse el enfrentamiento con varones grandes, que no son sus padres pero son figuras de autoridad, delante de quienes tiene que dar cuenta de su sexualidad como si fuera la policía. El año pasado hablando con Anahí Berneri sobre su película Alanis, nos detuvimos en una escena donde a Sofía Gala, que hace de prostituta, la interroga la policía. Y yo pensaba cómo se repite eso en la vida las mujeres. La mujer frente al tribunal es un tópico común. Muchas mujeres tuvimos esa experiencia de tener que dar cuenta de nuestra intimidad frente a nuestra familia, autoridades religiosas o jurídicas y es espantoso. Y que una sea adolescente solo hace que el entorno se ponga más a la defensiva.

¿Por qué?

Porque la adolescencia parece inentendible, peligrosa. Y lo cierto es que las adolescentes nos poníamos en situación de peligro porque necesitábamos averiguar. Nosotras queríamos, y queremos, todo: hacer cosas, experimentar con nuestro cuerpo, con otros cuerpos. El deseo de las mujeres siempre parece estar tapado y siendo centro de la escena al mismo tiempo: cuando somos adolescentes y adultas, cuando somos madres. Y cuando somos viejas. No nos dejan tranquilas. De todos modos creo que algo de eso viene cambiando a partir del modo en que hemos salido a la calle en el marco del #NiUnaMenos o para reclamar la legalización del aborto.

El libro continúa con el tema de la maternidad. Pero tampoco ése es un espacio seguro.

Yo parí en casa y un parto en casa no está regulado, está en disputa, todavía no saben si lo van a reglamentar o no. La vida sexual de una mujer no es solo el coito, el aborto también lo es, la maternidad también lo es. De hecho, en algún momento de La inocencia me pregunto si quiero un segundo hijo y todo el dispositivo de control en torno a esa decisión se pone en marcha una vez más. Pero es secreto. Las mujeres salen a la calle pero la literatura sigue invisibilizando el deseo de las mujeres que escriben.

 

 

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