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"Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía"

Lucas Soares y su último libro 

"La poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin", dice el poeta, autor de La médium (Mansalva) donde regresa a la figura de su padre, Norberto Soares, en clave de prosa poética y de ficción autobiográfica, de "novela poética estallada", dice. Y también: "La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo". 

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

 

“Primer piso en ochava de un edificio en Avenida del Libertador. Allí se mudó mi padre cuando se separó de mi madre. Yo tenía cuatro años y el único recuerdo que tengo de ese departamento se desprende de una foto en blanco y negro, en donde estoy a upa suyo tecleando una Olivetti”, escribe Lucas Soares en su último libro, La médium, publicado por Mansalva. Dividido en dos secciones, el tomo rodea la figura del escritor y periodista Norberto Soares (1944-1999), cuyo único libro, los cuentos de Gente que baila, fue rescatado por Ricardo Piglia en la “Serie del recienvenido” del Fondo de Cultura Económica. En su prólogo, Piglia escribía: "Estaba siempre anunciando libros que nunca escribía; los contaba a la perfección -y recitaba sus mejores páginas- en los bares, donde bebía hasta la madrugada, o en caminatas nocturnas por las calles vacías. (...) Un autor que durante años anunció a sus incrédulos amigos literatos su decisión de escribir el mejor libro posible y que al final -hecho heroico- logró escribir un libro mejor que el que había imaginado para ellos".

Por su parte Lucas, nacido en Buenos Aires en 1974, es además de poeta Doctor en Filosofía, investigador, docente y director de la colección “La revuelta filosófica” de Editorial Galerna. Es autor de libros como El sueño de las puertas, La sorda y el pudor y Un drama eléctrico. Publicó el primero, El río ebrio, en 2005, y allí también se aventuraba hacia la memoria de aquellos días en los cafés de Buenos Aires esperando que su padre terminase de cenar con, por ejemplo, Miguel Briante, o a las escenas en el edificio de Caballito en que también vivía María Moreno con su familia. La autora de A tontas y a locas retrató a su padre en Black Out, y fue en aquella “condición de testigo ocular” de su infancia que Lucas la convocó para la contratapa. Allí Moreno dice: “La médium es menos un personaje que la metáfora del salto al vacío”.

 

 

El libro está dividido en dos partes, y en la primera nos deja con ganas de leerte más en prosa. ¿Cómo pensaste esa incursión?

Bueno, es un poco la clave de la poesía: te deja siempre con la sensación de completar los versos que faltan, la historia que falta. Cuando escribía tenía la sensación de que todos esos textos de la primera parte, e incluso de la segunda, se podían seguir prolongando, pero me gustaba esa cosa abortiva, que te deja con una resonancia. Tiene que ver también con la idea de médium, con toda esa cosa espiritista que aparece en la segunda parte. Los blancos que quedan son los mismos que te deja el trabajo espiritista con una médium.

¿Cómo pensaste al misterio, a lo fantasmático, siendo vos también alguien que viene de la filosofía?

En el caso de la médium juega la idea de retorno, en esa segunda parte se convoca a todas esas figuras que aparecen en la primera desde un movimiento más oracular, con la figura del magnetismo, del sonambulismo, del contacto, de los polos que se atraen y repelen: toda la cuestión del espiritismo mediático me interesa para pensar también la poesía, el alcohol. Son cuestiones que se me fueron aglutinando a partir de la figura de mi viejo, dialogando un poco con Black out de María Moreno, con esa versión, que obviamente es distinta porque esa es la versión de una amiga contemporánea, y esta es la versión de su hijo, que un poco sufre con esa figura alcoholizada y bloqueada creativamente.

¿Cómo te llevás con esa versión? ¿Creés que la escritura es una traición a los hechos?

Justamente ahí, en esa traición, aparece una verdad. Que es la verdad que a veces más duele. La experiencia de lectura de ese capítulo de Black out dedicado a mi viejo me dejó pensando: no importa si esto fue verdaderamente así, esto me duele más que si hubiera sido así. La versión ficcional, porque hay una subjetivación de todos esos acontecimientos, me hizo sentir que conozco mejor a ese personaje que fue mi padre a partir de ese libro que de, quizás, cartas que me escribía él, fotos que veo de él, testimonios de otras personas sobre él. Cuando todo este lenguaje se desempolva yo siento que paso a conocer más a ese personaje que fue mi padre. Siento que llego a conocer un poco más de esas capas geológicas que son nuestros padres, y también de mi propia experiencia como hijo suyo.

Tu mamá psicoanalista, seguramente había otra biblioteca en su casa, ¿a quién seguías para leer?

La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo. Y también por otro lado: él iba todo el tiempo a comer afuera a los restaurantes del bajo, y yo lo acompañaba con mis cuadernos para dibujar y sus amigos eran Antonio Dal Masetto, Briante. Obviamente me aburría, porque tomaban y las cenas eran larguísimas, pero ese fue un poco mi mundo, estaba metido ahí. Vivía entre escritores. Y veía el alcohol, imágenes que quedaron en El río ebrio, de llenarle el vaso de vino con agua a mi papá para que nos fuéramos más rápido. El alcohol a mí también se me presenta como un obstáculo en mi relación con él. El alcohol fue su médium, la escritura fue su médium...

¿Pero médium entre qué y qué?

Un médium quizás para sintonizar más consigo mismo, con su dolor. Si hay algo que nunca pude, que es el gran innombrable, en el fondo estos dos libros diría que son como maneras de tratar de entender cuál era su dolor, su dolor con mayúscula, su dolor existencial, que yo creo que pasaba por ciertas expectativas respecto de su escritura. Por eso quizás en mi caso sí hay un trabajo súper obsesivo libro por libro pero, por suerte, porque vi lo que es el tormento del escritor autoexigente, del escritor bloqueado, a mí siempre me funcionó lo contrario. Para mí la escritura es un aprendizaje, es un proceso. Qué se yo, este es el libro que salió ahora, mañana saldrá otro, quizás alguno mejor, no sé. Yo no lo puedo determinar.

¿No tenés ese nivel de autoexigencia?

No, para nada. Esa expectativa respecto de su escritura, esa cosa de creer que se puede alcanzar cierto nivel de perfección, también tenía que ver con que fue un crítico literario importante en la época de los suplementos culturales de los años 60. Él hizo la primera reseña de La obsesión del espacio de Zelarayán, por ejemplo.

¿No están compiladas esas notas?

En un momento lo pensamos con Nurit Kasztelan, de Editorial Excursiones, y fuimos a recolectar notas; algunas no se firmaban, pero yo reconocía su escritura. Él ponía la vara muy alta como crítico, y a su vez se aplicaba esa vara a sí mismo.

"Clareada por la nervadura de un relámpago, una familia separaba de la basura el libro de los Testigos". ¿Reconocés en el estilo de esa línea tuya algo de tu papá? Al menos de la exigencia.  

Bueno, sí, hay mucha corrección, mucho de podar y podar.

¿Y cuándo dejás de corregir?

Cuando siento que ya no hay nada más para sacar. O sea, siempre es sacar, sacar, sacar, hasta que queda algo. Ese pulido viene un poco de él, pero en su caso era algo paralizante. Como ideal, en cuanto a la transmisión de saberes literarios, saberes de escritura que te puede dar un padre escritor, es algo que a mí me caló. Hay en él una cosa barroca, él tiene cierto goce con la adjetivación, que yo no siento que lo tenga, pero sí esa cosa más de orfebre, de tratar de llegar al núcleo duro de la frase, eso es algo que evidentemente me quedó de él. Yo le daba los textos y él me los devolvía híper corregidos, pero también lo vi en cómo él corregía sus propios textos. Él estaba muchísimo tiempo con cada cuento. Toda esa meticulosidad también era un sufrimiento, tenía un costo.

Además lo leíste a tu papá, y debés haber leído cosas que no están publicadas, ¿no?

Sí, sí, claro, y están los cuadernos, que los tiene María.

¿Pensaste a La médium como a un libro de poesía? ¿Trabajaste con los mismos acordes, digamos, que usaste en tus otros libros?

De todos mis libros, este es el que más me costó en cuanto a la caja, a encontrar la estructura. Pasó por muchas estructuras, de hecho. Acá sentí que podía haber una tensión entre la prosa y el verso, que no necesariamente funciona como un mecanismo de réplica de una parte hacia la otra. Esa cosa, como decía, medio abortiva de los relatos se vuelve más aireada en la segunda parte, hay más aire todavía. No quería perder esa dimensión poética: hay un coqueteo con la narrativa, pero mi lugar no es ese. Siento que mi lugar está más del otro lado, pero me animé a apoyarme en esa pata. Si iba a haber prosa, yo sentía que tenía que ser prosa poética. Una prosa que tenga rasgos de la poesía.

Algunos de tus libros de poesía, a la vez, son muy narrativos, como La sorda y el pudor, ¿lo ves así?

Siempre me interesa la novela poética estallada, eso. Esquirlas de una novela que pudo ser. Esa es la sensación que tengo siempre. No me sale, por ahora, trabajar en el formato grandilocuente de la novela, pero sí me interesa la estructura narrativa novelada en la poesía. Y también me gusta para leer. Mis poemas sueltos no funcionan, yo siento que funcionan en una estructura. Hay otro tipo de poesía que funciona de modo autónomo, pero a mí me interesan esos que hacen sistema -sin terminar de hacerlo, porque el sistema da una idea de cosa cerrada-. Me interesa eso que entra dentro de una estructura más narrativa. En algunos de mis libros eso se nota más, como en La sorda y el pudor. Cada vez se va profundizando más lo narrativo, pero todavía dentro de la estructura poética.

¿Y por qué no intentás la novela?

En un momento siento que ya está, y eso quizás para un narrador es el comienzo del relato mientras que yo en esos quizás treinta renglones ya dije todo lo que tenía que decir. Y no puedo seguir tirando de la cuerda. Por ahora siento que hay un formateo poético que no me hace seguir: yo podría seguir, pero no me sale. Siento que sería artificial. Pero sí quería trabajar en esta cosa más anfibia, me interesan un montón de recursos de la narrativa. Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía, y de la poesía en la narrativa. Me encanta el género híbrido, es lo que más leo.

¿Qué libro tenías presente como antecedentes, si alguno, en La médium?

Libros como Crónicas de motel, de Sam Sheppard, que es como una especie de diario y fue la primera vez que yo vi esa especie de copertenencia entre el verso y a prosa, con poemas que tienen que ver con lo que aparece en la prosa. Mientras estaba escribiendo esto leía muchos relatos de infancia, como Infancia en Berlín de Benjamin, y también muchos libros sobre espiritismo, sobre todo para tomar significantes. Me interesaba ver qué aspectos de médium podía haber en la figura de mi viejo, tiene que ver con eso; con el sonambulismo, con las llamadas a mujeres a la medianoche, cierta cuestión de la figura fantasmática del padre, el magnetismo. Y la cuestión de la escritura en diferido.

Ricardo Piglia lo retrata en el prólogo a Gente que baila como alguien que le contaba sus libros a sus amigos en bares pero que tardó mucho en publicar.

Sí, María Moreno también lo retrata así, él publica su primer libro a los cincuenta después de haberle prometido a mil amigos del ambiente crítico literario que tenía el libro guardado. Y cuando publica su libro ya es un tipo grande, no era ni la joven promesa ni el escritor consagrado, ¿cómo ubicar hoy la figura del escritor al ser mucho más importante que la obra?

Y cómo pensar a la obra. Quizás Piglia habilita en ese prólogo el pensarla de un modo extendido. Esas conversaciones, ¿eran ya obra? Quizás él escribía todo el tiempo, pero de otra manera. En tu libro vos acercás la idea de que quizás también escribiera en esos llamados a mujeres, ¿no?

Sí, pensar en una escritura oral... A mí eso me impactó siempre. Lo que me pasó con el libro de María Moreno fue quedar ante la verdad de la ficción: esa verdad que a veces es mucho más dura que el relato fidedigno, exhaustivo, porque no existe ese relato. Ella trabaja una versión, pero una versión que a mí me pega. Y mi versión es la de sufrir por el sufrimiento de tu padre bloqueado durante décadas, décadas hablando sobre la traba que le produjo el primer y único libro. Estuvo la trabazón para llegar a publicarlo, un libro que tenía híper pulido desde los treinta y pico, y el bloqueo posterior. Yo vivo todo eso, toda esa degradación sobre todo para una figura para quien la cosa es "la escritura o la vida"; él es esa figura de escritor para la cual es disyuntivo, es la escritura o la vida. Si la escritura no funciona, la vida se deprecia, se estanca. La vida se estanca porque la escritura no progresa, y ahí la muleta del alcohol. Bueno, todo eso yo lo veo y lo proceso y lo simbolizo, de alguna manera.

¿Cómo fue para vos empezar a escribir viendo todas estas secuencias con tu papá? ¿Cómo procesaste la figura del escritor?

Se da un poco algo de la imitación, de la mímesis con tu padre. Vos te criás en un ámbito de redacciones, de ir a buscarlo a Revista Acción, llegar a una redacción en la que había miles de libros para reseñar, toda una biblioteca llena de libros con sello de servicio de prensa. La figura de los libros estaba siempre. La escritura empieza en el formato poético a mis quince, y después fue no querer hacer una carrera en relación a eso y elegir Filosofía porque justamente me parecía un registro que tiene sus propias leyes. Se toca y no se toca, es complementario en un punto. Y en el caso de la relación con la escritura, diría que fue desde los quince y no paró. Hubo en el medio tres o cuatro libros que no me gustaban.

¿Los publicaste?

No, no, por suerte. Mi primer libro publicado fue a los treinta y uno, paradójicamente fue un libro sobre él. Su muerte había pasado hacía siete u ocho años y fue un libro que decantó como un libro, tal cual. Fue la sensación de haber encontrado una voz: me guste o no, le guste a alguien o no, yo sentí que ahí había algo auténtico. En los otros había una voz totalmente impersonal, esa forma de escribir que a veces uno tiene cuando empieza, que es la de escribir como se debería escribir.

¿Alguien llegó a leer esos libros que no publicaste?

Los leía él, llegó a leerlos. Era muy generoso. A diferencia de muchas figuras intelectuales, él era un tipo que te estimulaba. Pero sí, de alguna manera me advertía que todavía había en esos libros una cosa medio artificial, que no había una voz personal. No eran publicables. El río ebrio, como Mudanza, es regresar un poco a la novela familiar; hay algo de la novela familiar, de la figura del padre, que cada tanto me agarra. Se vuelven una especie de docuficción, o de autoficción si querés, y esa también fue la idea con este libro, en formato de prosa poética. Pero fue volver desde otro lugar, completamente diferente al de El río ebrio y al de Mudanza.

¿Sentís que la escritura te convierte a vos en médium de ciertas cosas?

Sí, para mí la poesía es un médium. Vos sos hablado por muchas voces. Quizás el trabajo más apolíneo es el de ordenamiento de esas voces, de encontrar una estructura para que no se caotice, encontrarles cierto cauce. A mí la cuestión formal me re interesa, más que nada desde el punto de vista de estos recursos de la narrativa. No me interesa la poesía conceptual, no me interesa la poesía metafísica, no me interesa la poesía filosófica, no la puedo ni leer, no me gusta cuando se cruzan. Son dos registros que para mí tienen sus reglas, sus juegos de lenguaje completamente distintos, que a veces se tocan -de hecho, ese punto de contacto es el que más me interesa-, pero en una cosa más ensayística, no en lo poético, no. Lo más filosófico que yo puedo ver en el trabajo es la necesidad de que haya una estructura conceptual fuerte que recepte todos estos poemas.

Hablaste de la cualidad de médium de la poesía, ¿qué poder le asignarías a la poesía como procedimiento? Muchos poetas se han referido a lo largo de la historia, por ejemplo, a su poder oracular.

No lo pienso conceptualmente, no podría justificar por qué, pero sí es un tipo de habla, de aparecer que es completamente oracular. Me encanta el estado de inseguridad en el que me deja. Yo trabajo enseñando muchas veces sistemas de pensamiento donde de alguna manera se trata de que ciertas cosas cierren, o, si sos más nietzscheano, de respetar que las cosas no cierren, pero explico por qué no cierran. Para mí, justamente, la poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin. De intemperie y de no explicación de esa intemperie: no hay ningún tipo de apoyo, el único apoyo que tenés es este balbuceo que sale y que nunca termina de hacer sentido, ni siquiera para vos como autor.

¿Qué dirías es lo poético en lo poético?

Hay algo del orden más espiritista, cierta escucha que se forma en vos por la cual podés captar esas resonancias. No sé de dónde viene. Es algo auditivo, hay algo de locura, de oír voces; por suerte esas voces no te toman. Pero hay algo de la línea de la poesía como locura, en el sentido del poeta como poseído, esa línea más griega que después retoma el romanticismo, es una línea que está. Después está la línea de Valéry, Poe, el poema con una factura racional, planeada, programada. Para mí las dos son válidas. Siento que trabajo con las dos. Pero la materia prima, cómo llega, es algo de escuchar voces.

Hay muchos poetas extraordinarios que incursionaron en la narrativa con resultados también extraordinarios, por ejemplo Philip Larkin, ¿te interesa? ¿Sos lector de esos cruces?

Bueno, ese pasaje generalmente es bueno, de la poesía a la narrativa. Muchas veces lo lleva a una narrativa muy poética, muy condensada; a veces no siento que funcione a la inversa, venís del palo de la narrativa y pasás a la poesía. Pero siempre hay excepciones.

 

 

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