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Entrevistas

"No concibo la idea de escribir con sufrimiento"

Jorge Fondebrider

Lector infatigable, se refiere en esta entrevista a sus traducciones de Perec, London y Flaubert, entre otras, y a su poesía, reunida recientemente en La extraña trayectoria de la luz (Bajo la luna). Además, deja un duro diagnóstico del campo literario local: "Me parece que esta época es bastante más iletrada que otras épocas".

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

Poeta, traductor, ensayista y periodista cultural, Jorge Fondebrider es, ante todo, un lector infatigable. “Antólogo entusiasta” ―según lo define Fabio Morábito en el prólogo a La extraña trayectoria de la luz (Bajo la luna)― es responsable de panoramas de poesía contemporánea de Francia e Irlanda, y también de Argentina. Se desempeñó durante una década en el Diario de Poesía, entre otros medios, y es uno de los fundadores del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Suyas son versiones de obras de Claire Keegan, Georges Perec, Patricia Highsmith o Guillaume Apollinaire. Entre sus últimos trabajos se cuentan la versión anotada de Madame Bovary de Flaubert y los Once cuentos de Klondike de Jack London, ambos por Eterna Cadencia editora.

Lee, investiga, traduce, sistematiza, comparte: un estricto sentido de la justicia guía los esfuerzos de esta biblioteca humana viviente. Y es grande la curiosidad que lo asiste en esos esfuerzos, una especie de fuego, aunque sepa también que todos vamos, por mera estupidez, hacia un mundo sin tigres, aunque “el periodismo, las letras y el arte en general” estén ahí, aquí. “Uno debiera, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar determinado a cambiarlas” tomó, no en vano, de Fitzgerald para un epígrafe.  

Hijo de una madre lectora que le empezó a regalar libros de chico y de un padre atento, a cargo de las provisiones musicales, Fondebrider jamás estudió las lenguas de las que traduce. Simplemente, un buen día, escuchando a los Beatles, comenzó.

 

―¿Cómo arrancaste a traducir?

―A mí me empezó a interesar la lengua en la medida en que me empezó a interesar la música. Arranqué traduciendo los temas de los Beatles, con un diccionario y preguntándole a amigos que sabían un poco más. A medida que fue pasando el tiempo pasé de los Beatles a Bob Dylan. Cuando yo era adolescente había una antología muy buena, de Marcelo Covian, que se llamaba Poesía Norteamericana. De Ezra Pound a Bob Dylan. Yo la compré por Bob Dylan y con el tiempo me fui quedando con Pound.

―¿Y qué pensás del Nobel a Dylan?

―Estoy contentísimo. Estuve en Irlanda y en Gran Bretaña en noviembre, y todos los anglosajones están muy sorprendidos por el escándalo que significa en el mundo latino el hecho de que a Dylan le hayan dado el Nobel. Las canciones de Dylan abrevan en una tradición muy muy antigua, la remozan y por momentos permiten acercarte al poema lírico, a la canción que funciona como short story, etcétera; para ellos, las fuentes son perfectamente identificables, y lo ven como una puesta en vida de una tradición que en otras circunstancias estaría muerta, y una tradición muy literaria.

―Y además que aquella antología, ¿en la escuela ya leías mucho?

―Tuve la suerte de que hubiera un buen bibliotecario en mi escuela. Yo tenía trece o catorce y él, cuando vio que me gustaba la poesía, me daba cosas para leer. Así fue que leí toda la Colección Fabril de poesía; [Eugenio] Montale, [Giuseppe] Ungaretti, todos esos tipos, justamente, por este bibliotecario. Hasta los veinte años mi relación con la poesía en lengua castellana fue muy débil, en principio porque los españoles nunca me interesaron ni me gustaron, y por otro lado porque lo que me llegaba de poesía argentina no era lo más interesante. Tuve un shock muy fuerte por entonces, después de haber estado viviendo casi un año y medio en París, cuando se me acabaron los libros que leer. Recurrí a la biblioteca de un conocido argentino, y ahí había González Tuñón, Roberto Arlt... Yo ya venía leyendo a Borges, y González Tuñón me lo potenció. Después pasé a [Juan] Gelman, que era una presencia muy fuerte para toda la gente de mi edad. Y el segundo impacto gigantesco que tuve, que realmente me dejó turulato, fue una vez en una librería de viejo: encontré un libro de [Joaquín] Giannuzzi, Señales de una causa personal. A la vuelta del colectivo me puse a leer ese libro y me volvió completamente loco. Todo lo que yo admiraba en poetas como T. S. Eliot o Montale se había podido hacer en castellano, un poeta que hablaba mi mismo castellano. El impacto fue tan grande que llegué a mi casa, lo busqué a Giannuzzi en la guía de teléfonos y le dije: "Mire, discúlpeme, yo acabo de comprar un libro suyo, me gustó mucho, me gustaría conocerlo, ¿puedo ir a su casa?". Me citó al domingo siguiente, y a partir de eso fui todos los domingos a grabarlo, con la idea de pensar en un libro de conversaciones. Le pregunté con toda la ingenuidad del mundo todas las cosas que quería saber. Fue un decurso muy interesante. Yo venía ya escribiendo, en ese entonces estaba en la facultad, estudiaba Letras.

―¿Cómo fue tu paso por Diario de Poesía?

―Estuve ahí desde 1986 hasta 1996, compartiendo equipo de redacción con autores como Diana Bellessi, Elvio Gandolfo, Daniel García Helder, Martín Prieto, Daniel Freidemberg, Daniel Samoilovich, Jorge Aulicino, Mirta Rosemberg… Un grupo de gente muy muy distinta. Para que algo se publicara, tenía que haber lo que llamábamos “tres votos de pasión”; o sea, tres personas que apasionadamente fueran a defender la publicación de algo. Y así muchas veces se publicaban cosas solamente con tres votos, frente al disenso de los demás. Yo siempre pensé ―y lo pienso todavía― que el ambiente de la literatura en Argentina, y de la poesía en particular, es muy de cabotaje. Vale decir, muy de mirarse el ombligo y de no tener en claro otras cosas que están pasando en otros lugares, donde están resolviendo los problemas que supuestamente nosotros queremos resolver, o que ya los hayan resuelto. Por eso, lo que más me interesaba en el Diario de Poesía era la política de traducción, luego además revisar determinado tipo de supuestos referidos a la historia y a la tradición de la poesía argentina. También me interesaban los márgenes de la poesía.

―Decís que no leés novelas, ¿no?

―Yo no soy lector de novelas, dejé de leerlas, pero sí me interesan aquellos escritores, narradores, que por cuestiones de estilo podrían ser adscribibles al mundo de la poesía. Si la poesía es la parte donde las palabras se cargan con mayor sentido, los estilistas serían los escritores que de alguna manera buscan poder decir con palabras lo que no se puede decir de ninguna otra manera más que con palabras. Mi ejemplo siempre es el mismo, y es una de las razones por las cuales yo decidí ser escritor a los 15 años: leí El gran Gatsby, y en una parte decía que las fiestas de Gatsby eran tan suntuosas que hasta la luna parecía salida de la canasta de un proveedor. Yo había visto la película. Necesitaban hacer una fiesta con cientos de extras, con lentejuelas, orquestas tocando charleston, gente bailando, etcétera, etcétera. Todo eso, Fitzgerald lo había podido resumir en una frase de tres renglones. Bueno, eso es lo que yo busco en un escritor, en líneas generales, e incluso en los pocos narradores que leo.

―¿Por qué preferís leer cuento a novela? ¿Es el género, el problema?

―Es el género. Desde el punto de vista formal, yo tengo la sensación de que la novela se agotó como género. Después de Joyce, lo que puede llegar a haber es cierto tipo de cosa que se desgrane, como podría ser Faulkner o Gertrude Stein, Virginia Woolf, para nombrar a alguien. Después, hay novelistas que escribieron libros que son notables por alguna razón; qué se yo, durante muchísimo tiempo admiré El cuarteto de Alejandría de Durrell. Para mí es una de las grandes obras del Siglo xx. Pero tengo la sensación de que la novela peca de falta de esencialidad, algo que tiene la poesía y que tienen los cuentos. Siempre la novela tiene ripios. Y luego, la naturaleza de las historias: yo encuentro en la no ficción historias mucho más maravillosas que en la ficción. Porque son más inverosímiles, porque son más fascinantes. Que yo no lea novela no significa que no lea prosa: leo muchísima prosa, más que poesía, lo que pasa es que la encuentro en la historia, en el ensayo.

―¿Cómo se arma la lista de autores que traducís?

―A esta altura del partido me puedo dar el lujo de elegir qué quiero traducir. Mi corazón va muy cerca de los irlandeses, porque los tipos tienen una fuerza, son estilistas. Fui muchas veces a Irlanda. A mí me interesan los márgenes de la lengua, pero no por el aspecto marginal, sino justamente por la libertad que permite el hecho de no estar dentro de un mainstream que te obligue a decir las cosas de una manera. En ese sentido, encontré que buena parte de los escritores más interesantes de lengua inglesa en la actualidad corresponden a países que no son centrales. Irlanda, Gales, Escocia. Conozco menos esas literaturas, las de Sudáfrica y Australia y Nueva Zelanda, pero sospecho que ahí debe haber mucho. Mi descubrimiento paralelo, en relación a ese tipo de literatura, es que nosotros en castellano conocemos menos del 10% de lo que existe. Hay autores gigantescos que no fueron leídos, o que fueron mal leídos.

―Hay un poema en La extraña trayectoria de la luz, cito: “A mí me toca el dedo levantado / los golpes con el puño, el malhumor”. ¿Creés que es una posición que te permite pensar? ¿Hay una idea de la ira como algo productivo?

―A mí me resulta muy productivo. Por otro lado, no estoy aplicando a los demás categorías distintas de las que me estoy aplicando a mí mismo. Yo escribo poesía todo el año, pero cada año me deja uno o dos poemas. Publico un libro cada 10 años. Primero, porque no es necesario más. Segundo, porque a mí me hace feliz leer poesía, y me importa tres pepinos quién la escribió, si la escribí yo o la escribió otro. Tercero: no me creo absolutamente nada, pero como no me creo absolutamente nada tampoco le creo a nadie. A mí me resulta muy productivo tratar de desarrollar un pensamiento crítico, y tratar de darle coherencia para explicarme, y en última instancia para explicar, de dónde vienen mis intereses y mis rechazos. Hay demasiados farsantes. Demasiado ruido, un ruido que en última instancia no significa nada. A mí no me interesa la agenda que me fija el consenso: a mí me interesa la agenda que me fijo yo mismo. Tengo la sensación de que es un medio increíblemente provinciano, de gente que se inventa reputaciones antes de tener obras que la justifiquen. Paralelamente, pienso que hay muy buenos poetas en Argentina, pero no son los que aparecen en las lecturas, los que los lee todo el mundo. Si hay algo en lo que yo fui coherente es en tratar de leer sistemáticamente todo aquello que falta, de atrás para adelante, y no creerme las listas.

―¿Por qué creés que se le da importancia a alguien? Sí, está Bourdieu explicándolo, pero la pregunta es específicamente por el caso argentino. Lo pregunto porque parece ser algo que te preocupa y te enfurece.

―Me preocupa de una manera muy ingenua, termino creyendo que deberíamos apelar a algo que se llame justicia, de alguna forma. Hay gente que de pronto vos tenés la sensación de que tiene un talento muy particular y que no necesariamente tiene la personalidad que funciona para todo eso. Una vez hablábamos de esto con Beatriz Sarlo y me decía: leé a Weber y el tema del carisma. Un tipo como Giannuzzi era absolutamente intratable; él, su persona, no estaba a la altura de su poesía. Era un tipo depresivo, te lo encontrabas y le decías: “¿Qué tal, Joaquín, cómo anda?” Te respondía: “Decayendo, decayendo”. Una caricatura, directamente. Fabián Casas es un nieto de Giannuzzi, pero es carismático, vende muchísimos más libros, y llega a muchísima más gente que Giannuzzi. No le voy a reprochar nada a Fabián, porque me parece que está bien lo que él hace, creo que es un tipo honesto y que tiene cierto talento, con lo cual me parece muy bien que lo disfrute. Pero hay una injusticia de base en que una parte de lo que Fabián está haciendo ya está prefigurado en Giannuzzi con mucha más profundidad, y Giannuzzi nunca va a tener el número de lectores de Fabián. Es muy amargo ver que el tiempo deja en el olvido de una manera francamente injusta a gente que es muy importante. La gente suele ser muy perezosa. Los nombres que figuran son los que tienen prácticamente todo. La jetoneada es la que en última instancia ayuda. Y nadie quiere saber demasiado: me parece que esta época es bastante más iletrada que otras épocas, y que la cultura general, para decirlo de alguna manera, es muy débil. El periodismo cultural es una especie en decadencia. Cada vez hay menos espacios, y cada vez hay gente más joven. A la gente más joven, en líneas generales, le hace falta una memoria. Si el periodismo cultural queda en manos de pibes bien intencionados pero no tienen la curiosidad de imaginarse que el mundo existía antes de que ellos empezaran a leer, estamos jodidos. Y eso es en buena medida lo que pasa. Cada vez son más los novelistas jóvenes, los poetas jóvenes, los cuentistas jóvenes que están en circulación, como si la juventud fuese algún valor distinto de lo que fue hasta ahora. Ser joven no es una virtud, es algo que te pasa y después te deja de pasar. Eso no va ligado a la calidad de lo que vayas a escribir. Antes, un suplemento cultural te servía como guía o referencia. Hoy se siguen agendas que son agendas comerciales.

―¿Cómo creés que sería tu escritura sin toda esta máquina de lectura, sin estas posiciones? ¿Hay algo en lo que te entorpezca la escritura?

―No, no entorpece, porque yo ya sé que no quiero decir cualquier cosa. Que cuando digo algo, quiero que refleje cuestiones que me resulten urgentes, aunque sea en términos triviales. Yo, en general, no me siento a escribir, sino que escribo a partir de un fogonazo, de una imagen. Escucho un sonido, tengo una frase. Generalmente, en situaciones de tránsito. Cuando me voy de viaje estoy con la cabeza muy propicia. La música también me ayuda muchísimo, que es mi otra pasión. Respecto de eso, siempre estoy tratando de medirme con poetas que me importan, que no son siempre los mismos, sino que depende de lo que esté haciendo. Aprendí mucho no solamente de poetas en lengua castellana, sino también en otras lenguas, fundamentalmente de lengua inglesa. En caso de la lengua francesa, de Flaubert y de Perec, que son mis dos escritores de lengua francesa favoritos, y a los que más traduje. Pero nada de eso está presente de una manera traumática: yo escribo feliz. No concibo la idea de escribir con sufrimiento. Nadie te obliga, no es necesario.

―Tus traducciones están anotadas con abundancia, ¿por qué tomás ese camino?

―Porque es la forma en que me gusta leer, también. En el caso de Madame Bovary hay una excepcionalidad. Siendo mi traducción la número 67 en castellano de ese libro, tenía que tener un valor agregado. Parte del valor agregado era lo que se podría juzgar como la calidad de la traducción, pero no me pareció fuera suficiente como para justificarla. Decidí entonces hacer una edición anotada. Dentro de la edición anotada me parecía que había tres elementos que privilegiar: uno, reponer para un lector del Siglo XXI lo que desde el punto de vista de la cultura francesa no era necesario explicar en el momento en que sucedía. Segundo: yo siempre le atribuyo, sobre todo a los autores inteligentes, mucha importancia a lo que tengan para decir de lo que hicieron. Y ya que Flaubert tiene una correspondencia tan gigantesca y escribió tanto sobre Madame Bovary, me pareció interesante reponer eso. Y la tercera cosa es que es uno de los libros más leídos y comentados a lo largo de la historia. Traté de ver un poco qué era lo que había dicho la gente a partir de ese libro, y buscando eso encontré algunas claves de traducción. Si no te interesan las notas, no las leas; pero si las notas están ahí pueden servirte de algo más. A mí generalmente no me molestan las notas. Al contrario, me enriquecen la lectura.

―Hay lectores que las saltean.

―A mí no me interesa ese tipo de lector. No escribo para ellos. Mientras los editores me dejen hacer eso, voy a estar muy feliz.

―Es una especie de militancia, en tu caso, recomendar lecturas, hacer conocidos autores ignotos, difundir obras, ¿lo ves así?

―¿Qué otra te queda? Si vos no crees en dios, si vos no crees en la política y no tenés ningún absoluto demasiado claro… Lo más parecido a un absoluto que yo tengo son las palabras. Y, dentro de las palabras, me parece que la literatura ocupa un lugar muy importante. No son para que me las coma yo solo, hay que tener alguien con quien hablar. Y por otro lado, yo vi muy claramente en mi caso todas las funciones que cumple la literatura. En épocas muy tristes de mi vida, los cuentos de Cortázar me permitían sentirme mejor. Los libros te acompañan, te consuelan, por momentos tenés la sensación de que estás frente a la belleza casi como una epifanía, un descubrimiento súbito, que dura lo que dura la felicidad. Es una cosa muy concreta, no es para nada abstracta la literatura para mí. Y no es para nada abstracta la posibilidad de compartir un bien, y la literatura yo creo es un bien.

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