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Werner Herzog: "Mis ideas son como huéspedes no invitados"

Una guía para perplejos

"El problema no es que se me ocurran ideas… es cómo contener la invasión": compartimos los puntos más altos del libro de entrevistas de Paul Cronin al cineasta alemán Herzog publicado por El cuenco de plata.

Por Paul Cronin. Traducción de Elena ArguedasFuente foto Welt

 

 

 

 

Esta edición actualizada y revisada en profundidad del clásico Herzog por Herzog presenta una serie completamente nueva de entrevistas en el aclamado director habla de su carrera, desde sus inicios hasta sus producciones más recientes. Publicó El cuenco de plata, a quienes agradecemos los siguienes extractos:

 

 

 

¿Alguna vez ha dudado de sus capacidades? 

Nunca; probablemente sea la razón por la que haya logrado hacer ciertas cosas. Soy consciente de que poseo una confianza en mí mismo casi absurda, pero ¿por qué debería dudar de mis capacidades cuando veo todas esas películas de forma tan clara ante mis ojos? Mi destino de algún modo se me manifestó desde muy joven, y lo asumí desde ese instante. Nunca hubo ninguna duda de qué debía hacer con mi vida. Nada de esto es motivo de alarde. Alguien que se dedica a la crianza de sus hijos tiene tanto valor como alguien que sigue su “destino”, sea lo que sea que signifique eso. Es un término completamente pretencioso.

La mayoría de las productoras cinematográficas tienen una vida media, que por lo común no se extiende más allá de los seis o siete años, pero la mía todavía existe cincuenta años después de que la estableciera. He perseverado, he aprendido de los esfuerzos y las derrotas y las humillaciones. El hambre que pasé de niño ayudó a definirme, lo mismo que ver a mi madre desesperada y furiosa mientras luchaba por alimentarnos. Algo aterrador que jamás olvidaré es cuando un día jugaba básquetbol en la escuela y choqué violentamente con otro jugador. Una hora después empecé a ver manchas negras y perdí la vista casi una hora. No hay nada de malo en las adversidades y los obstáculos, pero está todo mal si no se hace el intento. Pienso en el primer viaje que realicé por varios afluentes del Amazonas antes de filmar Aguirre, no tenía ni la más remota idea de qué iba a aparecer tras el siguiente recodo. Es una suerte de metáfora de mi vida, que ha sido vivida en una cuerda floja, hasta en un eslalon. No podría decir qué ha evitado que me estrelle de cabeza contra un muro de ladrillos a ciento sesenta kilómetros por hora. Me considero afortunado de haber esquivado las trampillas.

No me someto a las condiciones de nadie y jamás he sentido la necesidad de demostrar nada. No tengo el tipo de carrera en la que, una vez finalizado un proyecto, reviso la lista de best sellers del New York Times para comprar el siguiente gran éxito; tampoco me quedo esperando a que mi agente me envíe guiones. Nunca he dependido de nadie para encontrar trabajo. El problema no es que se me ocurran ideas… es cómo contener la invasión. Mis ideas son como huéspedes no invitados. No llaman a la puerta; se meten por las ventanas como ladrones que vienen a medianoche y hacen un barullo en la cocina mientras saquean la heladera. No me siento a reflexionar sobre a cuál tendría que enfrentar primero. Al que debo someter en el suelo antes que a todos los demás es a ese que me está atacando con mayor vehemencia. Con el tiempo, he desarrollado métodos para lidiar con los invasores de la manera más rápida y eficiente posible, pero los ladrones nunca dejan de llegar. Invitas a un puñado de amigos a cenar, pero la puerta se abre de golpe y cien personas se empujan para entrar. Puede que consigas librarte de ellos, pero a la vuelta de la esquina aparecen cincuenta más casi de inmediato.

Mientras estamos aquí sentados, media docena de proyectos se encuentran a la espera de que los expulse de mi casa. Me gustaría ser capaz de hacer películas tan rápido como se me ocurren y, si dispusiera de una cantidad ilimitada de dinero, podría filmar cinco largometrajes cada dos años. Nunca he tenido mucha alternativa con respecto a lo que sigue; simplemente me ocupo de la presión más grande. Básicamente padezco de visión en túnel y, cuando trabajo en un proyecto, casi no pienso en nada más. Es así desde que tengo catorce años. Hoy, cuando termino una película, siento que me saqué un gran peso de los hombros. Es un alivio, pero no necesariamente un momento feliz.

Pero lo deleita lidiar con esos “ladrones”.

Me alegra quitármelos de encima después de hacer una película o escribir un libro. Las ideas son huéspedes no invitados, pero eso no significa que no sean bienvenidos. Como soldado que mantiene una posición que los otros abandonaron hace mucho, siempre he aceptado los desafíos y estoy preparado para lo peor. Téngase por seguro que nunca me habré de batir en retirada como un cobarde. Seguiré mientras tenga aliento.

Jamás ha empezado una película que no terminara. También da la impresión de que hay muy pocos guiones sin producir en los cajones de su escritorio. 

Nadie se ha quedado sin dormir por el hecho de que haya escrito un pequeño manojo de guiones que todavía no he realizado. Hay demasiadas ideas nuevas con las que pasar el tiempo como para que sienta lástima por mí mismo. Un guión mío que no se produjo trata sobre la historia de la conquista de México, desde la llegada de Cortés a Veracruz hasta la caída de la ciudad de Tenochtitlán, vista a través de los ojos de los aztecas, quienes deben haber sentido que desembarcaron extraterrestres en sus costas. Sólo existen tres o cuatro relatos en la historia de la humanidad que poseen la misma profundidad, calibre, magnitud y tragedia. Juana de Arco, Gengis Kan, Akenatón y Jesucristo son los ejemplos más obvios. Cuando comencé a trabajar en el proyecto, mi idea era reconstruir Tenochtitlán, lo cual hubiera entrañado la edificación de sets cinco veces más grandes que los de Cleopatra. Aun con los efectos digitales computarizados, esas pirámides, palacios y veinte mil extras costarían una fortuna. Las reglas del juego son sencillas: si una de mis películas lograra ser un éxito de taquilla y recaudara al menos doscientos cincuenta millones de dólares, cabría la posibilidad de que el proyecto azteca pudiera financiarse. Mientras investigaba, estudié las fuentes primarias, como las demandas judiciales entabladas contra Cortés después de la conquista. Quería hacer la película en castellano y náhuatl clásico –que incluso empecé a aprender–, a pesar de que, en aquella época, era impensable filmar una película de ese tipo en otro idioma que no fuera inglés.

¿Alguna vez ha tomado vacaciones?

Jamás se me ocurriría. Quizás debería desaparecer un rato, aunque a esta altura no siento nada de estrés. Trabajo continua y metódicamente, con gran concentración. No hay nada frenético en el modo en que realizo mi labor; no soy ningún adicto al trabajo. Las vacaciones son necesarias en el caso de aquellas personas cuyos trabajos implican una rutina diaria sin variaciones, pero para mí todo es constantemente fresco y novedoso. Amo lo que hago, y mi vida se siente como una larga vacación.

No es fácil sobrevivir en este negocio. Luego de mis primeros diez años de hacer películas –durante los cuales tuve algo de impacto, pero sólo entre públicos pequeños–, me sentía agotado. Allí fue cuando me ayudó Lotte Eisner: señaló los deberes que me correspondían y, así, me infundió valor para la siguiente década. No hace mucho miré El enigma de Kaspar Hauser por primera vez en mucho tiempo, y retrocedí a aquellos años iniciales en Alemania. Vi a Hombre de También los enanos empezaron pequeños y a Bruno y a Walter Steiner, y recordé que, cuando hice el film, estaba convencido de que sería el último. No era que estuviera desanimado o pensara que no iba a poder continuar, sino que estaba seguro de que no iba a vivir mucho más allá de los treinta y dos años. Pensaba que una metafórica bala perdida me iba a alcanzar, que mi vida no iba a ser longeva. Me acuerdo de estar convencido de eso a los veinticuatro años, y de sentir que cada película era la última. Sabía que tenía que ser cuidadoso con respecto a cómo usaba mi tiempo, que no podía perder ni un solo segundo ni permitirme el lujo de temerle a nada ni a nadie. El miedo ya no existe para mí. El hombre que me asuste todavía está por nacer.

¿Nada lo atemoriza? 

Hace unos años, viajaba en un avión que tuvo que aterrizar de emergencia. Nos ordenaron que nos agacháramos y apoyásemos la cara contra las rodillas. Me negué rotundamente. El copiloto salió de su cabina y me ordenó que adoptara esa postura poco digna. “Si todos vamos a perecer”, le dije, “quiero ver lo que se me viene encima. Si sobrevivimos, también lo quiero ver. No represento ningún peligro para nadie si me siento erguido”. Al final, el tren de aterrizaje se desplegó correctamente y tuvimos un aterrizaje seguro, pero me prohibieron volar con ellos de por vida. Me complace contar que la aerolínea quebró un par de años después. Tener miedo o no tenerlo solamente depende de la forma en que elegimos lidiar con nuestra propia mortalidad. Una vez que nos reconciliamos con ella, deja de ser un tema. Cuando hice Fitzcarraldo, era un capitán listo para hundirse con su barco. La muerte nunca me ha impresionado.

Curiosamente, algo que sí me preocupa –y que me ha preocupado por años– son las primeras horas de rodaje de una película nueva. Sucede lo mismo todas las veces: llego al set y echo una mirada alrededor. Me veo rodeado de un grupo de personas excepcionalmente competentes, y deseo con todas mis fuerzas que una de ellas se haga cargo. Me pregunto quién va a hacer de verdad ese film, y luego me doy cuenta enseguida de que no hay escapatoria. Esa persona soy yo. Es como cuando un chico entra en el salón de clases y todos sus amigos saben que el maestro lo va a retar. Con los años, he afrontado esa sensación con un ritual primitivo. Como una especie de protección, el asistente de cámara coloca un brillante pedazo amarillo de la cinta que usan los iluministas sobre mi corazón y a lo largo de mi espalda, como si, a partir de ese momento, fuera plenamente visible que soy la persona al mando. Ese escudo protector me ayuda a sentirme más cómodo y a sobrellevar la primera hora.

¿Alguna vez siente dolor?

Qué pregunta más ridícula. Por supuesto que siento dolor. Solamente no armo un escándalo al respecto.

 

(...)

 

¿Alguna vez filmaría un anuncio para la televisión?

Preferiría ser taxista. No quiero convertirlo en un asunto moral, así que permítanme recordarles lo que dije antes sobre la televisión y sobre cómo el mundo del consumismo fragmenta nuestro don de la narración. He rechazado una gran cantidad de ofertas para dirigir anuncios televisivos a lo largo de los años, aunque sí hice una película que se llama De un segundo a otro, que forma parte de la campaña “Puede esperar” de AT&T, en contra de conducir y enviar mensajes de texto al mismo tiempo. Me explicaron que, debido a mis películas sobre el corredor de la muerte, y porque querían encontrar a alguien que fuera capaz de investigar las profundidades emocionales de una manera cruda y directa, pensaron en mí. Lo que me propusieron de inmediato me resonó. Desde el inicio, supe que mostrar automóviles destrozados y cuerpos mutilados no era la forma en que se debía encarar la película. Lo que quería hacer, en cambio, era revelar las consecuencias internas de los siniestros. También era importante que quedara claro que tanto las víctimas como los infractores sufrían de heridas profundas y persistentes.

AT&T quería cuatro spots de treinta y cuatro segundos de duración. Sabía que los momentos de gran sufrimiento, de silencio, iban a ser de vital importancia, y que iba a necesitar más tiempo para contar las historias adecuadamente. Los espectadores tenían que llegar a conocer a las personas de la vida real que estuvieron involucradas en esos eventos, cosa que no se podía lograr en tan sólo treinta segundos. Le expliqué a AT&T que, además de filmar los cuatro anuncios, haría una película más larga, sin cobrar dinero adicional y dentro del mismo lapso de tiempo. No recibieron esta información de muy buena gana, pero tomé la iniciativa de todos modos. De un segundo a otro se compone de cuatro historias distintas; cada una trata sobre cómo un suceso devastador invade a una familia. En un instante, se aniquilan o cambian irrevocablemente vidas enteras y, en el caso de los conductores que provocan los accidentes, cargarán para siempre con un profundo sentimiento de culpa que impregnará cada una de sus acciones… cada sueño y pesadilla. El film es más un anuncio de servicio público que un spot publicitario propiamente dicho, y no tiene nada que ver con el consumismo. Toda la campaña de AT&T en realidad giraba en torno a disuadir a las personas de utilizar en exceso un producto, no estaban tratando de venderle nada a la audiencia. Trataba sobre generar una mayor conciencia y, tres semanas después de que se estrenara la película, más de dos millones de personas la habían visto en Internet; también se proyectó en miles de secundarios y cientos de organizaciones de seguridad y entidades gubernamentales a lo largo y ancho de los Estados Unidos, lo cual significa que millones de personas la miraron en un período muy corto.

Hubo una respuesta inmediata al film; me llegaron cientos de correos electrónicos de niños y sus padres. Una chica adolescente me dijo que sentó a su madre y le dijo: “Envías mensajes de texto cuando me llevas a la escuela. Eso no volverá a pasar”. En aquella época, la tendencia era estremecedora: ocurrían millones de accidentes todos los años a causa del uso de celulares, comparado con casi ninguno sólo unos años antes. Me enteré de casos sobrecogedores, como el de un joven que mató a un niño porque estaba mensajeando a su novia, que estaba sentada en el asiento de al lado en el mismo auto. Es un fenómeno que representa un cambio profundo en nuestra civilización. Aprecio lo que dice el cowboy al final del film: “¿Por qué simplemente no hablan entre sí?”. Algo que me sorprendió cuando hice la película fue que había una falta casi total de legislación en los Estados Unidos relacionada con enviar mensajes de texto y conducir; no existían leyes pertinentes en muchos de los estados. Si atropellabas a alguien porque estabas enviando un mensaje, lo único que tenías que temer era una multa. Imagínense: ¡lo mismo que por estacionar mal!

Dicho como un auténtico abuelo. 

El objetivo de De un segundo a otro era sencillo: concientizar sobre las consecuencias de nuestras acciones. Esto presupone que la mejor evidencia de la eficacia de la película se correlacionaría con una disminución perceptible de incidentes fatales en las carreteras. Muchísimas personas me dijeron que ayudaría a salvar vidas, pero no he revisado las estadísticas. Sólo puedo decir que, si se produce un accidente menos porque alguien miró la película, toda la iniciativa habrá valido el esfuerzo. Aquí surge una pregunta filosófica interesante. Es posible cuantificar determinados eventos –como la cantidad de accidentes y muertes que acontecen todos los años–, pero ¿cómo se cuantifica lo que no ha sucedido? ¿Cómo podemos cuantificar el número de personas que no envían mensajes de texto mientras manejan? ¿Cuántas maravillosas esposas nunca conocimos porque abandonaron la plaza quince segundos antes de que llegáramos?

La revista Time lo incluyó en la lista de las cien personas más influyentes del mundo en 2009.

Nunca he ambicionado nada, trátese de una carrera, estatus social, riqueza o fama; jamás me ha impresionado particularmente nada de eso. De hecho, la idea misma de la ambición me resulta totalmente ajena. Siempre ha estado visiblemente ausente de mis pensamientos y acciones. Nunca me describiría a mí mismo como alguien influyente, y en verdad me sorprendí cuando la revista me dijo que me iba a incluir en la lista. Enseguida les escribí para decirles que no pertenecía allí, que prefería que me contaran entre los trecientos espartanos anónimos, aquellos soldados de a pie que pelearon y murieron junto a Leónidas en la batalla de las Termópilas contra los persas. Sin embargo, quisiera decir una cosa. Cuando hablábamos de la Rogue Film School, mencioné cómo, a lo largo de los años, se hizo patente que los jóvenes me ven como una especie de alternativa a un tipo de cine, que he desarrollado herramientas para hacer frente a los obstáculos que todos nos topamos al hacer películas, que me he convertido en una suerte de faro que desde lo lejos le brinda a la gente un sentido de dirección. Reconocen que, contra todo pronóstico, he logrado hacer película tras película a pesar de las restricciones de la industria. Según parece, soy una luz de esperanza para la gente joven. Siempre que presento alguna de mis películas, una multitud de personas me quiere hablar; ha sido así dondequiera que vaya por casi cuarenta años. Un chico o una chica podrían contarme que renunciaron a sus empleos o abandonaron sus estudios y empezaron a hacer sus propias películas después de ver una mía. En lo que a eso se refiere, que yo aparezca en la lista de la revista Time no resulta completamente grotesco.   

(...)

¿Ha sufrido de grandes desilusiones en el transcurso de su carrera? 

La verdad es que no. Me va bien. Cuando estás en Siberia y te subes a tu auto por la mañana, es necesario calentar el motor. Una vez que se calienta, funciona de lo más bien. Desde hace años, habiendo aprendido a lidiar con los desastres y las pruebas, entré muy en calor. Jamás me verán pasar el rato lamiéndome las heridas.

Nunca me siento a escribir un guión sobre algo que me interese para luego sentirme desligado de lo que acabo de escribir, como si me hubiese sacado un peso de encima. Para mí, esos dos procedimientos –sentir fascinación por algo y después convertirlo en una película– son simultáneos y se vinculan inextricablemente. Quizás no sienta tan cercanas a un par de mis películas, comparadas con las otras, pero en verdad me gustan todas, tal vez a excepción de las primeras dos. Hay algo que está fundamentalmente mal en que un director diga que no le gusta su última película. Me dan ganas de agarrarlo del cuello y preguntar: “¿Entonces por qué la hizo en primer lugar? ¿Por qué no dejó el proyecto cuando se dio cuenta de que iba contra sus instintos?”. Amo a mis películas como amo a mis hijos. Soy como un miembro de una tribu africana que sólo necesita echar una mirada a su manada de ganado para saber si falta alguno, o como una madre de seis hijos que, un segundo después de entrar en una habitación, puede distinguir si se encuentran todos en el lugar. Ni siquiera tiene que contarlos.

De joven, me percaté de algo que los cineastas deben aprender lo antes posible: no existen las películas perfectas. Independientemente del tiempo que se le dedique a esta escena o a aquel encuadre, hay que aceptar que la obra puede tener defectos. Como director de cine, hay que aprender a vivir con esto, incluso si esos desperfectos se amplifican mil veces cuando se proyecta la película ante un público. Un film nuevo es como un nene que necesita ayuda para dar sus primeros pasos. Los niños jamás son perfectos; puede que uno renguee, otro podría tartamudear. Todos poseen sus debilidades y fortalezas. A decir verdad, amo a las películas más defectuosas mucho más que a las otras porque requieren de mi apoyo constante y las tengo que proteger del mundo. No importa que cada una de mis películas presente algún tipo de deficiencia; lo importante es que están todas vivas. Como los chicos, las películas crecen, encuentran una vida propia y aprenden a valerse por sí mismas. En un momento determinado, hay que desencadenar el bote, darle una patadita suave y dejar que flote hasta el medio del lago. Todas mis películas han desarrollado su propia relación con los espectadores, hasta el par que exigen el mismo esfuerzo que el que le demanda una montaña a un escalador. En la cima nos sentamos a disfrutar, con un placer ebrio, de la vista de un paisaje que rara vez vemos.

Como se habrá podido adivinar, miro mi profesión con algunas sospechas. Es posible que el cine nos proporcione un mayor conocimiento de nuestras vidas y que cambie nuestra perspectiva de las cosas, pero tiene mucho de absurdo. Desde cierto punto de vista, el cine no es más que una proyección de luz, una ilusión. Es absolutamente inmaterial. Y, por supuesto, la producción cinematográfica nos puede convertir con facilidad en payasos. Las carreras de muchos directores han terminado mal, hasta las de los más poderosos y fuertes entre nosotros; a la larga, los animales más feroces se pusieron de rodillas, incluso aquellos que tenían una verdadera visión, que no temían desviarse de las modas del día. Sólo hay que ver lo que les pasó a Orson Welles y a Buster Keaton. Ambos estaban hechos unos toros; ambos se fueron apagando hasta derrumbarse. Son los ejemplos más aleccionadores. John Huston –que de joven había sido un boxeador amateur de categoría y que literalmente murió en el set cuando tenía más de ochenta años– es una excepción de la regla.

Por muy alertas que estemos, la industria cinematográfica tiene algo destructivo y decepcionante. Son pocos los cineastas que se jubilan por voluntad propia, pero en el momento en que sienta que me estoy convirtiendo en una vergüenza, me marcharé. No quiero ser como esos deportistas avejentados que hace años tendrían que haber puesto fin a sus carreras. En lo que concierne a la profesión, Buñuel es un ejemplo interesante. Realizó películas surrealistas en Francia, luego viajó a España y a los Estados Unidos, después a México –donde hizo Los olvidados, una excelente película– y, de allí, de nuevo a Francia, donde filmó un puñado de largometrajes muy distintos de todo lo que había hecho anteriormente. A pesar de lo diferentes que son, todas y cada una de las películas de Buñuel son reconocibles: son obra de él. Nunca dejó de abrirse a nuevas experiencias e ideas. Lo respeto mucho por eso. Su visión permaneció constante. Si uno mira las películas de Buñuel de la primera a la última, contempla la evolución de una vida.

Si un director no cuenta con otros tipos de apoyo, se puede venir abajo fácilmente. Cuando alguien sabe ordeñar una vaca, un aire sólido lo acompaña. Un agricultor que cultiva papas o cría ovejas jamás será ridículo; tampoco lo será el ganadero o el cocinero capaz de alimentar a una mesa llena de invitados hambrientos. El hombre de ochenta años que me trajo una botella de vino de su viñedo antes del estreno de mi primera ópera en Bolonia jamás podrá ser una vergüenza, pero el productor de cine que asiste a la alfombra roja cada vez que puede, y mantiene pulidos sus premios, siempre quedará como un tonto. He visto fotógrafos y chelistas de noventa años que siguen siendo dignos, pero nunca cineastas. Mi forma de lidiar con lo inevitable es salirme de mi trabajo cada vez que puedo. Viajo a pie, monto óperas, crío hijos, cocino, escribo. Me concentro en cosas que me dan una independencia más allá del mundo del cine.

¿Cocina? 

Preparo bien la carne –el bife y la carne de venado–, pero soy pésimo para la sopa y lo dulce. Un hombre debería preparar una comida decente como mínimo una vez por semana. Estoy convencido de que es la única alternativa real al cine. Una vez me preguntaron si cuando hacía cine era que me sentía más vivo. “No”, dije sin titubear: “Cuando me estoy comiendo un bife”.

A medida que envejece, ¿resulta más difícil ejercer la disciplina necesaria?

En realidad siempre he sido un vago y un perezoso. Ayer me senté a reescribir un guión en el que he estado trabajando desde hace tiempo. Tendría que haberlo hecho hace un par de días, pero me enganché a los partidos de fútbol de Europa que hago que me transmitan en la sala. El único motivo por el que volví a escribir el guión ayer es que la persona que está produciendo la película iba a llegar a la casa justo después del almuerzo. A las once de la mañana, apagué de mala gana el televisor, dejé de trastear con Dios sabe qué, y me senté a la computadora porque no podía posponerlo más tiempo. Trabajo mejor bajo presión, con el barro hasta las rodillas. Me ayuda a concentrarme. La verdad es que nunca me he guiado con la suerte de disciplina estricta que veo en algunas personas, aquellas que se levantan a las cinco de la mañana y salen a correr por una hora. Mis prioridades están en otra parte. Soy capaz de reorganizar mi día entero para comer bien con mis amigos.

¿Algún consejo final? 

Una vez vi una película que celebraba la vida de Katharine Hepburn, que me gusta como actriz. Era una especie de homenaje, pero, lamentablemente, resulta que sus emociones se parecían al helado de vainilla. Al final, aparece sentada sobre una piedra frente al océano y alguien fuera de cámara le pregunta: “Señorita Hepburn, ¿qué le gustaría decirles a las generaciones más jóvenes?”. Ella traga saliva, las lágrimas empiezan a manar. Se toma todo el tiempo del mundo, como si estuviera pensando profundamente en el asunto. Después mira directamente a la cámara y proclama: “Escuchen la Canción de la Vida”. Sentí tanta vergüenza ajena que me dolió, y todavía me escoce de sólo acordarme. Realmente no podría ser peor. Oír esas palabras fue un golpe tan fuerte que lo incluí en la Declaración de Minnesota, artículo diez, que repito aquí y ahora para ustedes. Los miro directamente a los ojos y les digo: “Jamás escuchen la Canción de la Vida”.

 

 

 

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