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Ficción de advertencia: literatura para leer el desastre climático

Distopías ante la realidad urgente 

El Río Paraná, el río al que le dedicaba poemas Juan L. Ortiz, se está secando. Un recorrido por algunos títulos que adelantaron y abordan, desde la ficción, el desastre ambiental. "En mis libros, que ahora suelen catalogarse como ecotopías, distopías biopolíticas o ficción especulativa, también vive la utopía", dice Claudia Aboaf.

Por Valeria Tentoni.

 

 

"Estos dos parecían dispuestos a quedarse, inmóviles, pegadas las rodillas al bote polvoriento que los separaba del río menguante, como dos viudas con un ataúd": así describe J.G. Ballard a unos de los últimos pescadores en La sequía, su novela de 1965 que Fiordo reeditó recientemente con traducción de Luis Domènech. Al protagonista, el doctor Charles Ransom, lo encontramos administrando la poca agua que le queda en un tanque secreto tras el corte de suministro público. "A lo largo del verano, Ransom había observado cómo el río iba encogiéndose, y se transformaba en un arroyo de aguas bajas".

Post apocalíptica y extraordinaria como acostumbraba a escribirlas, con sus personajes en plan de escape de la muerte del río, esta novela de Ballard está decorada con esqueletos resecos de peces, riachos que se evaporan bajo el sol y torres de madera en los jardines para esperar a las nubes en el horizonte. The Drought fue originalmente publicada en 1964 con otro título, The Burning World: y parte de un escenario dramático provocado por cambios climáticos, efecto de los desechos industriales y químicos descartados en las aguas (ahora mismo, en Chubut, una laguna se tiñó de rosa por la polución de industrias pesqueras). En la novela de Ballard, una manta de polímeros cubre el océano e impide la evaporación del agua, con eso las nubes, con las nubes las lluvias.

"Lo aterrador de Ballard es su lógica; ¿esto es ciencia ficción o historia escrita antes de su época?", se pregunta Len Deighton. Interesante tener en cuenta que entre los trabajos que hizo Ballard para ganarse la vida antes de dedicarse a escribir a tiempo completo estuvo el de subeditor de una revista científica.

Una y otra vez la ciencia ha hecho sus advertencias, pero la humanidad parece convivir con las alertas científicas como con el zumbido constante de un electrodoméstico que falla pero no tanto como para cambiarlo por uno nuevo.

Hasta que un buen día, pum: explota.

Actualmente, entre innúmeros desastres ambientales y aterradoras promesas de desastres futuros —por mucho que pobladores y activistas, docentes e investigadores se organicen en hacer llegar a los gobiernos sus informes y mensajes de drástico, argumentado y angustioso rechazo—, nos encontramos con una escena que podría bien ser la que avanzó la novela de Ballard: el Río Paraná, el río al que le dedicaba poemas Juan L. Ortiz, se está secando.

"La bajante histórica más importante de los últimos 77 años en la cuenca hídrica de los ríos Paraná, Paraguay e Iguazú", según informa la cablera oficial, Télam, obligó a declarar la emergencia hídrica del Paraná. Y Ballard no fue el único que la vio venir desde su máquina de escribir.

La literatura y sus dotaciones imaginantes son, también, una torre de madera en un jardín para mirar el horizonte. Mercedes Araujo en La hija de la cabra (Bajo La Luna, 2021) abordó a su modo una preocupación medioambiental: "Ni una palabra, ni una gota de agua. El desecamiento, la desconfianza, el ojo malo y la sed", leemos. Las novelas de Gabriela Massuh por Adriana Hidalgo también enfocan con binoculares, o tenemos el caso de Samanta Schweblin y Distancia de rescate (Random, 2014), que hicieron lo propio ante el problema de los agrotóxicos.

Cuando entrevistamos a la autora radicada en Berlín por esa primera novela suya, Schweblin explicó que abordó la trama del siguiente modo: "Primero tuve la inquietud, como ciudadana argentina. Intenté entender qué estaba pasando exactamente con los agroquímicos y googleé y busqué información en medios alternativos —lamentablemente, los medios oficiales no están siguiendo este tema como se debe", dijo por entonces. "Todo lo horroroso y monstruoso que se cita en el libro no es ningún recurso fantástico, sucede ahora mismo, en nuestros soñados campos argentinos". 

 

Por su parte Marcelo Carnero, que señala al propio Ballard y a Gibson como lecturas marcantes, abordó al fantasma de las lluvias desaparecidas en La edad del agua, su segunda novela por Mardulce. Hay un periodista enviado a investigar una muerte extraña a una selva hachada por la sequía. Estamos en plena guerra por los recursos naturales, hay terroristas ecológicos, persecuciones, corrupción, inventores secretos, latifundistas indolentes y un gobierno retorciendo las posibilidades de justicia hasta convertirlas en garantías para los ricos. "Nací y crecí a dos cuadras de un río muerto", explica Carnero, quien se crió en el barrio de La Boca, en Buenos Aires. ¿De ahí sacó los materiales para inventar tamaña trama? "En el conventillo en el que yo vivía, en verano era imposible tener agua. Mi madre se levantaba muy temprano para cargar bidones de plástico, jarras, botellas y todo lo que pudiera hacer de recipiente para tener agua el resto del día. No sólo para tomar. A las siete de la mañana el agua se cortaba hasta la noche. Compartíamos la pileta con otra familia y nos turnábamos para cargar bidones y hacer el poco uso de lo que saliera. El resto del día dejábamos la canilla abierta para que, cuando asomara una gota, un mínimo hilo, alguna de las dos familias la pudiera aprovechar. Recuerdo muy vívidamente el ruido que hacía la canilla un rato antes de que el agua fuera a volver, porque sonaba de una manera muy particular. No tener agua, en cualquier circunstancia, puede tornarse una pesadilla. En pleno verano, en una casa de chapa y madera en la que la temperatura era de unos quince o veinte grados por encima de la temperatura general, era un infierno", cuenta. Y sigue: "El riachuelo estaba presente en nuestra vida de muchas maneras. Aparecía como un ánima y avisaba que habría tormenta con ese olor tan particular que llevo como una marca de origen. Por otro lado, una vez por año, nos 'bendecía' con una sudestada y muchas veces destruía las pocas cosas que hubiera en las casas. Allí encuentro una matriz para el imaginario terrible o perturbador".

No es casual que su primer libro se haya llamado La boca seca: "Pienso que la relación entre la realidad y mi escritura está vencida de antemano. Nací y crecí en una realidad que se rompía a cada rato. Una realidad que se derrumbaba dejando sus peores cosas al descubierto. Mi literatura intenta ser una inversión de eso. Una pequeña venganza: mis textos como una forma de devolverle al mundo su desintegración". En La edad del agua, Carnero imagina una guerra por los recursos naturales. "Mientras estaba escribiendo el texto me preguntaba qué pasaría si pasáramos el punto de no retorno. Si entráramos en una situación que no tuviera marcha atrás. Ya lo estamos haciendo", dice. Su novela fue publicada apenas cuatro años atrás.

"Hay órdenes, como el de la naturaleza, que no se pueden volver a reinstalar, por lo menos no a corto plazo. Una vez que se rompa ese sistema, estaremos a expensas de un mundo que se va a deteriorar a velocidad luz, ya está pasando hace tiempo. Es una obviedad y, sin embargo, estamos en instancias que empiezan a ser demasiado críticas", subraya Carnero.

Un documental sobre el acuífero guaraní o las noticias en los diarios fueron, de hecho, disparadores mientras él escribía su libro: "Me interesaba pensar de qué manera una persona cualquiera, un grupo de gente común, podía reaccionar ante esa inminencia. En ese momento leí una nota sobre alguien, creo que era de Entre Ríos, que había disparado contra un avión fumigador. Cuando le preguntaron por qué había disparado, dijo que el avión pasaba y fumigaba sobre la escuela, la salita de primeros auxilios, la casa donde vivía con su compañera y sus hijos. Entonces, en un momento, frente a los casos de cáncer y envenenamiento cada vez más frecuentes, frente a que les rociaran veneno diariamente,decidió salir con su escopeta cuando el avión pasara y disparar".

 

 

Otra autora argentina que trabajó estos temas es Claudia Aboaf. Su trilogía del agua comienza con Pichonas, por Notanpuän, y continúa en ediciones de Alfaguara con El Rey del Agua y El ojo y la flor, de 2019. Allí Aboaf imagina también un futuro de horror para el agua, autopistas fluviales y dragados, escasez de agua dulce, suministros con cupos y exportación del tesoro líquido a países del "primer mundo" (hora de entrecomillar esa violencia). Cuando las escribió, dice, "los signos del desastre ya estaban ahí. Pero ahora me estallan los ojos ante las fotos de lo real".

"El imaginario se fue construyendo cuando vine a vivir a Tigre, hace ya diez años. Aunque Pichonas fue escrita un año antes de esta mudanza. Al llegar al delta del Paraná, nació en mí el sentimiento de río parafraseando a Quiroga cuando alcanzó las cataratas y esa emoción “de catarata” lo arrojó a la escritura fantástica. Una vez aquí, comencé a remar, luego a navegar más allá de la primera y la segunda sección de la isla buscando los mejores ríos para nadar. Todo aquí explotaba de belleza. Pero, enamorada, me faltaba descubrir la parte oculta del río que no era más que el desastre nuestro", narra. Y ya en la segunda novela, El rey del Agua, la prespectiva cambia: "El Delta fue el Territorio Líquido donde se explotaba el nuevo oro: el agua que comenzaba a escasear".

"Susan Sontag señala que el verdadero tema de la literatura de anticipación es la catástrofe. Por eso, más que profética, esta trilogía podría funcionar como un faro de advertencia", apunta Aboaf. Entre sus lecturas de influencia, como Carnero, también lista a Ballard, pero el de El mundo sumergido, a Stapeldon con El hacedor de estrellas y "más que ninguno", a Los Desposeídos de Ursula K. Le Guin.

"Los signos del desastre están para que quien quiera verlos. El negacionismo del colapso ambiental es fenomenal. Hemos sobrepasado todas las alertas y la pandemia, las sequias, los deslaves y los incendios son síntomas del mundo roto", dice la escritora. "El Paraná vacío luego de un año de sostenerlo sin agua en mi imaginario me parte la cabeza. En mis libros, que ahora suelen catalogarse como ecotopías, distopías biopolíticas, ficción especulativa, también vive la utopía. Después de todo, imaginar utopías es una necesidad muy humana".

 

 

Sólo el 2,5% de la superficie total mundial del agua es dulce. ¿De quién es? ¿A quién le pertenece? Ante la reciente noticia de que el agua cotiza en Wall Street, Aboaf se organizó junto a otras escritoras como Gabriela Cabezón Cámara, Gabriela Massuh y Maristella Svampa para juntar firmas con el Pacto Ecosocial del Sur bajo el lema "No hay cultura sin mundo"

Con adhesiones de escritores y escritoras como Rubén Szuchmacher, Luisa Valenzuela, Noe Jitrik, Mempo Giardinelli, Daniel Link, Sergio Chejfec, María Sonia Cristoff, Mercedes Araujo o Graciela Speranza, promueven la sanción de dos leyes con proyectos en estado parlamentario: la Ley de acceso al agua potable como derecho humano fundamental (P2020/2641) y la Ley de reconocimiento de los derechos de la naturaleza (P2020/6118). Las leyes medioambientales, la movilización y los debates que propulsan, funcionarían como compromisos de presión pública a la espera de gestiones reales y concretas.

"Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo". Ahí tenemos al precioso Artículo 41 de nuestra Constitución Nacional, como los esqueletos petrificados de los peces que cuelgan de la novela de Ballard. Si seguimos así, del río quizás nos queden solamente los poemas de Juanele.

 

 

 

   

 

 

 

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