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Editorial

Un ensayo de Ludmer, a un año de su muerte

De la reedición de El cuerpo del delito

A un año del fallecimiento de la profesora, ensayista, escritora y crítica literaria argentina, Eterna Cadencia Editora reedita sus obras con nuevos prólogos, y de una de esas reediciones proviene el extracto que compartimos a continuación, para homenajearla leyéndola.

Mi tema es el delito. Pero no uso la palabra solamente en sentido jurídico, sino entre comillas, en sentido metafórico y en todos los sentidos del término, porque mi campo es la fi cción, los cuentos de delitos, sexuales, sociales, nacionales, raciales, políticos, econó- micos, religiosos, de profesiones, ofi cios y estados. El delito en la fi cción puede afectar al conjunto de diferencias porque en realidad funciona como un instrumento (teórico, si se quiere) que sirve para trazar límites, diferenciar y excluir: una línea de demarcación que cambia el estatus simbólico de un objeto, una posición o una fi gura. Si está de un lado del límite la figura puede ser sublime; si está del otro, cae y se degrada.

En el vasto mundo de los cuentos de delitos, desde fi nes del si- glo xix hasta hoy, aparece un caso específi co de relación entre cri- men y género femenino en la literatura argentina. 2 Es el cuento de las mujeres que matan hombres para ejercer una justicia que está por encima del estado, y que parece condensar todas las justicias, y me gustaría titularlo “Para una historia popular de algunas crimi- nales latinoamericanas”.

“Mujeres que matan”: no solo indica una acción femenina en delito , sino que es sobre todo una expresión que se refi ere a un tipo de mujer que produce en los hombres una muerte figurada porque tiene algo, armas. La metáfora está inscripta en la lengua: una matahombres, una killer woman . Ciertas formaciones lingüísticas con marcas de delito cons tituyen relatos e historias, y también constituyen la realidad misma: el derecho, la medicina, la vida cotidiana, el erotismo. Un tipo de delito femenino inscripto en la lengua, puesto en relato, en cadena, y en una red de correlaciones: eso es lo que trataremos de recorrer con el cuento. Las mujeres que matan hombres aparecen a fi nes de siglo xix en la literatura argentina, junto con las prostitutas y las adúlteras. Aparecen en el primer año de vida de Caras y Caretas y en el tono festivo del Buenos Aires de entonces: en París y en un juez.

 

Las mujeres que matan

En París cierta joven a un juez

de un balazo dejóle muy mal;

y como esto pasó ya una vez,

de las armas de fuego al igual,

nos demuestra que existen ¡pardiez!

señoritas de fuego central.

 

Las que matan forman parte de una constelación de nuevas representaciones femeninas pero se diferencian nítidamente de las demás. Son el revés o la contracara de las víctimas. Cuando los hombres matan mujeres en las fi cciones las acusan casi siempre de “delitos femeninos” o “delitos del sexo-cuerpo”: aborto, pros- titución, adulterio; criminalizan su sexo antes de matarlas. En ese cuento, las víctimas nunca son madres. Las que matan hombres, en cambio, se diferencian de las víctimas porque son madres o vírgenes, y tienen un “fuego central”. Ocupan una posición específi ca en la lengua, en la cultura, en la literatura y también en el cine, de modo que es posible verlas en persona. Por ejemplo, en la película de Pedro Almodóvar, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), que sintetiza bastante bien el cuento. Carmen Maura es Gloria, una mujer honesta que se diferencia de la prostituta que vive precisamente en el apartamento de al lado. Es madre y está casada. Y la primera escena de la película en el gimnasio la muestra como fuertemente sexuada, casi como sexo puro, mudo, con un desconocido. Gloria gana su dinero limpiando gimnasios y casas de otros. Tiene dos hijos varones, tiene a la sue- gra en su pequeño apartamento de la periferia de Madrid, y tiene un marido taxista afi cionado a lo alemán (ha vivido en Alemania y aparece de entrada en el taxi cantando en alemán). El marido le pega por no plancharle una camisa para ir a esperar al aeropuerto a su amiga, la alemana cantante (una nostálgica nazi que le propo- ne falsifi car las memorias de Hitler), y lo mata con un jamón. Lo mata en el momento mismo en que él muestra su parte nazi o su nostalgia franquista. La policía viene inmediatamente; Gloria confi esa su crimen al detective “de Almodóvar”, que no le cree, y por lo tanto no recibe justicia. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? : el título es de Gloria, es lo que la lleva al crimen y a la liberación de la jus- ticia estatal. Al fin, se libera también de la suegra, que vuelve a su tierra, al sur, pero despide a uno de sus hijos porque la abuela, que es Chus Lampreave, se lo lleva.

Una serie de cuentos como este ocurre en la literatura argentina entre los dos fines de siglo, entre dos modernizaciones por globalización. Con ellos puede trazarse una cadena, histórica y cambiante, de mujeres que matan.

La primera es Clara, una bella travesti, falsa estudiante de Medicina, madre soltera y asesina serial, que funda el relato policial en la Argentina: el cuento (que ya contamos en la frontera ) es “La bolsa de huesos” de Eduardo Holmberg, de 1896.

Pero podríamos titularlo “Crímenes en la Facultad de Medicina”, porque Clara ataca la ciencia médica en su raíz matando estudiantes de Medicina con una droga peruana desconocida que produce éxtasis y muerte, y después de matarlos les saca una costilla. Firma los crímenes como mujer: la costilla, el éxtasis y la muerte sinte tizan la justicia d el sexo. Los seduce y los mata con el veneno peruano porque el primero no cumplió su palabra de casarse cuando tuvo un hijo suyo. El narrador es un hombre de ciencia, médico e investigador naturalista que se burla de sí mismo como escritor, porque dice que publicó “La bota fuerte y el chiripá como factores de progreso”, y también una disertación sobre la mentalidad del cangrejo, cuyo último capítulo se titula “El cangrejo en administración y en política”. Este científi co se ha convertido ahora en detective, dice, porque quiere escribir una novela y también mostrar las ventajas de la medicina legal, de la frenología y del análisis de la escritura, para el descubrimiento de la verdad. Quiere demostrar, en la literatura, que la ciencia puede conquistar todos los terrenos.

Se vale de un retrato o identikit masculino, pasado por un taller de fotografía, pero pronto descubre (siguiendo las bolsas de huesos que este estudiante va dejando a su paso) los signos femeninos del asesino, las huellas que deja el género: el perfume (“una reminiscen- cia de perfume; algo sutil, como fantasma de una delicia, un perfume aristocrático, más tenue que un rayo de luna”, p. 187); la letra (“un final de carta, de la que solo quedaban algunas palabras, y de ésas una mina, un tesoro, una revelación, ¡un nombre!”, p. 211): otra vez la fi rma de mujer, “Clara”. La descubre precisamente llamándola “Clara”, después del último crimen, en el velorio de la víctima sin costilla. Ella, nombrada y descubierta, se rinde. El doctor la acompaña a su casa y la ve, como si estuviera en un camarín de tea- tro, cuando sale de la habitación contigua o del biombo después de quitarse la ropa de hombre, como él le ordenó, y soltarse el pelo:

 

Sentí que todas las inserciones musculares parecían desprenderse de sus respectivos asientos... ¡Qué soberana belleza vieron mis ojos asombrados! (p. 223)

 

Se rinde ante la bella que mata y justifi ca a “aquel personaje de Hoffmann que vendió su refl ejo una noche de San Silvestre” (p. 223). Y entonces le aplica lo que él mismo llama una “ justicia literaria”: que tome porción doble del veneno peruano. Le aplica una justicia que está más allá de la del estado; le ordena que se mate para salvarla de “la garra policial” (p. 231).

El detective narra el caso conversando con su colaborador, el frenólogo Manuel de Oliveira Cézar, que lo acusa de haber come- tido un delito ordenando el suicidio, pero él alega que “el secreto médico se sobrepone a las demás leyes sociales” y que se dedicará a escribir la novela (p. 231). Con esto cierra el caso de la “ justicia literaria”. Después, medicaliza la mente de Clara: dice que era una infeliz neurótica, una histérica (“las neurosis no tienen explica- ción, ni tienen principio ni fi n; son como la eternidad y el infinito; y si a todo trance quieres limitarlas, imagínate que comienzan con la permutación de un complejo indefi nible, se desarrollan sin conocimiento de su origen y terminan cuando terminan, porque sí”, p. 228). Y al fi n la redime como madre, porque murió, en éxta- sis, apretando con la mano izquierda un relicario de rubíes que él creía contenía la droga, pero que, según se vio después, escondía la foto de su hijo. (Muerta, volvió a producir éxtasis en la policía y en el periodismo en varias lenguas del Buenos Aires de entonces).

Clara, la primera asesina del género policial en la Argentina, es a la vez una paciente de Charcot y una bella Circe vengativa que sabe medicina. Encarna mejor que nadie la modernidad de fin de siglo en la literatura científica del relato policial: mata hombres de ciencia cuando se saca la ropa de hombre, y no recibe justicia del estado, en el momento mismo en que aparecen las primeras mujeres en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, es decir las primeras médicas, que fueron también las primeras feministas argentinas.

 

 

 

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