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Editorial

50 años sin Adorno: "Su figura es neta e indiscutible"

Por Mariana Dimópulos

"Conmemorar los años de la ausencia de alguien es, por supuesto, una invitación a conjurar su presencia. En el caso de los autores, y entre ellos los filósofos, esa relación entre vida y muerte, presencia-ausencia, es dialéctica gracias a los textos y a la idea de posteridad", leyó la autora de Carrusel Benjamin en la presentación de Sobre la teoría de la historia y de la libertad.

Por Mariana Dimópulos.

 

Conmemorar los años de la ausencia de alguien es, por supuesto, una invitación a conjurar su presencia. En el caso de los autores, y entre ellos los filósofos, esa relación entre vida y muerte, presencia-ausencia, es dialéctica gracias a los textos y a la idea de posteridad. Que pueda pensarse dialécticamente viene muy a cuento de esta celebración de hoy.

Conjurar una presencia es operar una actualización. En el caso de Adorno, quien murió hace 50 años, esta actualización resulta necesaria y no a la vez. Por un lado, su figura es neta e indiscutible. Los aquí reunidos somos parte del eslabón de esa continuidad de su obra, en nuestro caso en lengua castellana. En Alemania, por estos días se recuperan sus reflexiones sobre los neofascismos y los movimientos radicales de derecha. Sin embargo, por otro lado, el tipo de discurso filosófico por el que Adorno abogó está en pleno retroceso, mucho más en su país de origen que en estas nuestras latitudes. Con todo, un retroceso innegable, y en varios planos, también el político, está sin dudas en marcha.

Desde el comienzo de la publicación de sus clases se hizo visible un rasgo de la evaluación de Adorno de su propio tiempo, tanto como acerca del futuro de la filosofía. Hoy, en nuestro presente, su diagnóstico es doblemente válido. Recordemos que desde el famoso discurso inaugural llamado Actualidad de la Filosofía, de 1931, Adorno había establecido dos frentes de batalla (creo adecuada la imagen bélica) para la filosofía dialéctica: la fenomenología (es decir, la filosofía de Husserl y por añadidura la de Heidegger) y el cientificismo. Por entonces, ya contraponía a estos dos un proyecto materialista, con un eco claro en la incipiente filosofía de Walter Benjamin y un pie en las premisas de la teoría crítica formuladas por Max Horkheimer. Ya entonces, la convivencia entre filosofía y sociología era parte fundamental de un programa interdisciplinario de pensamiento.

Esa batalla de doble frente se libró en buena parte -si no en la mayoría- de sus escritos, de las más diversas maneras, puesto que Adorno concebía su trabajo filosófico dentro de la tradición polemista que él gustaba vincular, por ejemplo, con el vienés Karl Kraus, pero que se liga también y claramente con Marx. Uno de sus últimos escritos publicados en vida, La querella del positivismo en la sociología alemana, vuelve a los mismos temas de 1931, treinta y ocho años más tarde. Pero para entonces, 1969, la enmienda de la dialéctica ha quedado fortalecida en una teoría de la negatividad. No había cambiado de ese programa originario ni la idea radical de crítica ni la idea de la interpretación de un mundo sin sentido, pero con significaciones breves, puestas a la vista por obra de una micrología.

Tras el exilio primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos, la batalla contra el cientificismo fue tomando otros carices, perfeccionándose. En sus clases de los años cincuenta y sesenta, Adorno amplía su denuncia a lo que pasará a llamar el positivismo, el logicismo, las nuevas formas del empirismo; hoy buena parte de eso quedaría englobado en lo que se conoce, para bien o para mal, como filosofía analítica.

Hace unos pocos años, en la prensa alemana se desató una querella menos específica pero tan sugestiva como la que había mantenido Adorno en los años sesenta dentro de la sociología. Un filósofo ligado a la tradición del romanticismo alemán, Manfred Frank, publicó un artículo sobre la situación del pensamiento alemán con una frase elocuente, que no por nada los editores del diario eligieron como título: Hegel ya no vive más aquí. La denuncia consideraba que en la enseñanza alemana, sin desligarla de la evolución del pensamiento, la historia de la filosofía estaba quedando relegada a un último lugar. Para estudiar a Hegel, había que mudarse a China o a Brasil. En este curioso reparto de la división del trabajo filosófico, Alemania quedaba como tierra arrasada por la filosofía analítica (y las tradicionales periferias como lugares museísticos de conservación). En buena parte, aunque no es sabio hacer de esto una generalización sin distinciones, se cumplía lo que Adorno había estado “denunciando” al interior de la sociología, pero con un espíritu claramente epistemológico. Es decir, la necesidad de cuestionarnos sobre qué nos preguntamos y cómo lo hacemos, si el cientificismo, si los cantos por la autenticidad constituyen un válido horizonte del pensamiento. El artículo de Frank, publicado en un destacado diario alemán, fue respondido por un representante de la nueva generación de filósofos. Este joven representante abogaba para esas fechas, 2015, por una separación tajante entre historia de la filosofía y pensamiento actual, claro, independiente. Una filosofía, decía, debía ser sistemática. Ya sabemos lo que pensaba Adorno sobre los sistemas filosóficos, incluido el de Hegel. El lema del joven filósofo defensor de esta supuesta filosofía actual era: “pensar con propias palabras”. En 2015, la querella fue temporalmente resuelta por un tercero, que la dirimió con un sospechoso democratismo (hay de todo en la filosofía alemana), pero recordando que las “propias palabras” de esta nueva filosofía no eran ni tan propias ni tan claras, y que la separación tajante entre historia y filosofía propiamente dicha resulta falsa. El asunto, por supuesto, suponía tensiones propias dentro de la asignación de cátedras en el mundo académico alemán, que aquí no nos interesan.

Pero me recordaron las advertencias que Adorno había comenzado a lanzar durante sus clases, por ejemplo en 1959 en las Lecciones de Introducción a la dialéctica, o en 1961 en las dedicadas a la Ontología. Imaginaba por entonces que su propia filosofía podía ser, al menos, un palo en la rueda de este devenir, en su visión inexorable para Alemania.

Encontramos un pasaje elocuente en sus clases Ontología y dialéctica:

Hay que tener presente que este desarrollo positivista tiene una fuerza indescriptible, una fuerza mucho más grande de lo que en general se tiene presente en Alemania y en la conciencia alemana, a pesar de que me permito hacer la profecía de que en poco tiempo esto será diferente. Considero un rasgo inherente a aquello que gusta denominarse integración de Occidente el hecho de que en poco tiempo el positivismo también se propagará en Alemania y festejará sus triunfos de un modo muy similar a como lo hizo ya en los países occidentales. Pero esto sólo dicho al pasar. Estaría muy contento si mis reflexiones pudieran contribuir por lo menos a poner algunos palos en la rueda, a pesar de que seguro habrá demasiadas cátedras de filosofía analítica como para que estos palos aguanten lo suficiente. Pero sea como sea que uno tome esto, en el intento de retener aquello olvidado, aquello reprimido por el positivismo con un poder infinito, esto es, la autonomía del concepto, es de todos modos aislado en una filosofía como la de Heidegger y también enajenado de sus mediaciones a través del ente, como en el positivismo el ente es enajenado de su mediación hacia el concepto.

El sueño de la unívoca objetividad dada, el de lo nuevo de las palabras limpias de pasado, el de la claridad y la actualidad va unido con el de la ahistoricidad. Que la historia habría terminado ya lo dijeron algunos; que la filosofía pueda pensarse sin historia y sin conceptos parece el corolario de esta idea.

Al certero y consistente análisis sobre la actualidad de la filosofía en 1931 Adorno fue enormemente fiel. Mantuvo y amplió la posición de la teoría crítica, anticapitalista y antiburguesa desde sus orígenes, y sostuvo la práctica de interpretación que negaba la existencia de un sentido del mundo (pues sentido sería justificación del todo y afirmación de la existencia de ese todo) y buscaba formas minúsculas de la significación, a través de una micrología. Uno el programa de Horkheimer, otro el de Benjamin. En cierto modo, su tarea fue perfeccionarlos en un único programa por medio de una reinstauración de la dialéctica. Esta reinstauración no podía darse sin más; tenía negado el todo y el sentido como afirmación. Debía ser crítica y no afirmativa, a diferencia de la de Hegel. Debía, por supuesto, desconocer la prohibición del principio de no contradicción tanto como las leyes hermenéuticas. Debía evitar el subjetivismo tan presente en la fenomenología como en el positivismo. Debía evitar convertirse en un mero método, tanto como evitar caer en los falsos encantos de los hechos y lo dado. Debía ser materialista, crítica y especulativa. Los hombres y la naturaleza, el mundo, eran producto de la historia de esos hombres, según la ley de Marx. Tal como él mismo la denominó años más tarde, en suma, la dialéctica debía ser negativa.

Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Adorno. Una actualización, por supuesto, no es lo mismo que la actualidad. Supone que algo está latente, que viene del pasado, que necesita una nueva mediación. La historia es lo que hacemos con el pasado que decimos nuestro. De los diagnósticos de Adorno y de su programa para la filosofía, mucho ha sido incorporado a la práctica filosófica.

Sin embargo, que los datos no están desnudos ante nosotros, que la mala abstracción cunde en la teoría, que la ilusión de lo nuevo ha cooptado los saberes y su reproducción, que lo que haga la lengua con el concepto y lo que haga la filosofía con el sentido resultan puntos fundamentales, que el sentido común es menos confiable de lo que se cree, que lo común entre los hombres es un trabajo y que ese trabajo, hay que aceptarlo, está atravesado -ya lo había visto Kant- por el antagonismo. Todos estos principios de la dialéctica negativa siguen vigentes hoy, como batalla y como reclamo. Antes, como ahora, por la contradicción reinante y por la urgencia del presente. 

 

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