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La escritura funda siempre una revolución

Jorge Consiglio sobre el libro de Eugenia Almeida

"Eugenia consigue poner la escritura en escena, interpelarla desde el riñón de su propia sustancia, exponerla a la intermitencia, en suma, dar cuenta del centelleo que la vuelve ambigua". El texto leído en la presentación de Inundación, de Eugenia Almeida en la Feria de Guadalajara, México.

Por Jorge Consiglio.

 

Es un orgullo y una inmensa alegría estar hoy presentando Inundación, de Eugenia Almeida. Y esto que siento tiene que ver con tres motivos igual de importantes. El primero es por quiero a Eugenia y me parece una persona genuina como pocas. Es dueña de esas honestidades cabales tan difíciles de encontrar en nuestra especie. El segundo es porque su ficción refleja —de una manera elíptica, nunca inmediata— este ingrediente auténtico que la caracteriza a ella. Y el tercero se relaciona directamente con Inundación. Creo que este libro está destinado a ser un clásico. Pero no en el sentido inmediato del término. Me refiero a la fijeza —sujeción, adherencia— que remite el término “clásico”. A esa cosa inerte de los clásicos, fosilizada, muerta. Inundación está destinado a ser un clásico de otro orden. Un clásico como Secretos de belleza, de Jean Cocteau o Escribir de Marguerite Duras. Textos que son inaprensibles, textos que parecen no tener fin en virtud de la porosidad que los conforma. Porque tanto Inundación como Secretos de belleza y Escribir son libros confeccionados a partir de hiatos. Estos hiatos —estas interrupciones aéreas, podríamos decir— son las que abren su lectura, las que los vuelven textos connotativos por excelencia.

Inundación está escrita a partir del silencio. Quiero decir: el silencio es clave en su dicción. Con su acústica, con la acústica del silencio, que es ni más ni menos que el peso de la incertidumbre, se diseña la lengua personal de Almeida, ese idioma dentro del idioma que ella fabrica para favorecer la expresión. En Inundación, hay que decirlo, se rescata al mundo de la tautología a golpes de sintaxis. Ese es el gesto. En este libro, cada hallazgo —desde una moneda hasta un olvido— se brinda como una ofrenda. Y creo que, justamente, entre los pliegues de esa entrega se cifra el carácter celebratorio que lo recorre desde la primera hasta la última entrada. Entender esta seña es importante para leerlo. Porque en este libro el lenguaje se mira al espejo. Pero, quizás uno de los aspectos que lo vuelva más bello, es que este ejercicio de refracción no busca el respaldo del sustantivo, de su poder cancelatorio; en otras palabras, no busca la definición ni el dictamen, sino que se abandona al merodeo siempre zigzagueante de la deriva. Justamente, en la primera entrada el narrador plantea: “Un dejarse estar en los efectos, en los ecos, / en la voluntad de ser permeable a lo que pasa”.

Mil mesetas, de Deleuze y Guattari es un libro plagado de oraciones poderosas. Hay una que dice: “No hay ninguna diferencia entre aquello de lo que un libro habla y cómo está hecho”. Y esta idea es muy aplicable a Inundación, porque en este texto se habla de la escritura y la escritura, como es sabido, es un ademán de máxima libertad. Está confeccionada a partir de la inestabilidad, a partir del movimiento, de la más rotunda circulación, del tráfico, del flujo. Inundación narra la incertidumbre a fuerza de incertidumbre. Enhebra a la perfección la materia narrativa (aquello que el texto enfoca) con la sustancia de la que se vale la voz que enuncia. Hay una relación nutritiva, íntima, entre fondo y forma. El lector queda feliz con ese encuentro.

Inundación apuesta al desborde desde el título. No hay manera de pronunciarse sobre la escritura sino es a partir del desenfreno. Ese salirse de cauce, descarriarse, callejear —es una palabra que disfruto—, (esa) es la estrategia. Hay una dialéctica entre extravío y hallazgo. Solamente el que se pierde, el que tiene la voluntad y la entereza para hacer de la desorientación un método, accede al encuentro. Por eso en este libro se recorren todos los caminos. Es necesario perder el paso, descuidarse, entregarse (y aquí está presente otra vez la idea de ofrenda) a la travesía. El relato, entonces, se torna cimbreante. Hay momentos, en que se transforma en un poema, en otros, se argumenta desde la perspectiva del ensayo, en otros, la enumeración es el recurso, y, en otros, se busca la nitidez de una biografía. En este último punto, el recurso es la economía extrema. Al igual que en los relatos de Historia universal de la infamia, de Borges, Almeida usa para componer estas microhistorias dos procedimientos: la brusca solución de continuidad y la reducción de la vida entera de un personaje a dos o tres escenas. El efecto es contundente: el relato se abre, dispara su profusión de sentidos, se escapa de la estrechez de su propio significado.

En general, en la obra de Eugenia (en sus tres novelas y en el libro de poesía) hay un trabajo con el sonido, pero muy en particular se da esto en Inundación. La música de este libro —su sintaxis— tiene relación directa con la síncopa, hay una contracción rítmica que desplaza el acento natural del lenguaje; de este modo, el tempo de esta escritura nunca es débil, siempre resulta contundente y vertiginoso. Mediante este sonido, las palabras, sin abandonar del todo su significado de diccionario, expanden su radio de alcance o, más precisamente, su marco de representación. Se explayan, buscan la proliferación. El detalle que nombro, en este libro, a mi entender, está al servicio de un vitalismo que lo agita como un nervio: el texto está rabiosamente vivo. Me refiero que tanto el ritmo de la escritura, su sistema nervioso, digamos, como su tono, esa química, esa densidad que permea las voces, hace que el texto viboree, se agité, esté constantemente al límite de sí mismo. De esta forma, Eugenia consigue poner la escritura en escena, interpelarla desde el riñón de su propia sustancia, exponerla a la intermitencia, en suma, dar cuenta del centelleo que la vuelve ambigua.

El vínculo que establecerá Inundación con el lector será del orden del deseo. Barthes dice “La escritura es eso: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra”. Algo de esto ocurre cuando se lee el libro de Eugenia Almeida. Y para que el deseo ocurra, se tiene que dar el visaje, la opacidad, la dinámica de la aparición-desaparición. Estas cuestiones —de manera explícita o implícita— son parte de la poética de Eugenia. La señal más clara de Almeida parece ser la de desarticular —en el marco de la escritura, pero también fuera de ella— las percepciones naturalizadas por los hábitos sociales y culturales. La escritura, parece decir el texto, funda siempre una revolución. Indefectiblemente. Así de simple: conspira, subvierte el orden, se revela contra las estructuras fosilizadas. Rebulle, esa es su condición. Repito: la escritura rebulle.

Para cerrar quiero leer un fragmento de Inundación. Mi intención es darles una muestra de este libro del que, estoy convencido, van a disfrutar desde la primera oración hasta la última: “Escribir es estar en actitud de búsqueda sin orientarse a ningún objetivo. Estar despiertos, alertas, abiertos. ¿A qué? A todo. Ser sismógrafos de los más mínimos movimientos. Actitud de entomólogos al entrar a territorio nuevo: poner en suspenso las estructuras perceptivas que dominan la mirada. Moverse en el paisaje como un médium que gira sobre sí mismo, los ojos cerrados, las manos extendidas, tratando de reconocer cuál es la voz que va a abrirse paso hasta alcanzar su escucha”.

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