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Luis Chaves: de lo pequeño a lo pequeño

Por Ana Wajszczuk

“Trato de no sobredimensionar mi deseo de escribir. Unos escriben, otros hacen zapatos. Después uno se muere”, le dijo el autor de Vamos a tocar el agua (Seix Barral) a la editora, poeta y periodista Ana Wajszczuk, quien lo presentó, junto a Mercedes Halfon, la semana pasada en la librería. 

Por Ana Wajszczuk. Foto Olivia Gallo.

 

 

Voy a contarles un poco de la previa. Es decir, la previa a este libro, pero también a casi toda la obra de Luis Chaves que ustedes hayan leído.

Conocí a Luis Chaves hace  exactamente veintidós años. Yo había recién aterrizado en Costa Rica -donde aún no sabía que viviría muchos años- cuando en marzo de 1998 se celebró en San José, la capital, el Festival Internacional de las Artes. Vivía a seis horas de viaje de distancia de San José, en un lugar de cuyo nombre me da pereza acordarme (acá les estoy metiendo una frase muy tica: que te dé pereza algo o alguien para decir que no te interesa, que es un plomazo), pero me moría de ganas de ir. Si podía suceder algo que me interesara en ese país, más allá de la vida en el corazón del trópico, pensé, tenía que suceder allí. Fui a entrevistar a un gran poeta costarricense, Osvaldo Sauma, que a la sazón dirigía el festival de poesía dentro del Festival de las Artes. Mi idea brillante era escribir la nota en letra de imprenta porque no tenía computadora, mandarla por fax a Página/12 y que me la publicaran, a mí que nunca había publicado nada en ningún lado. Huelga decir que eso nunca sucedió.

Pero sí sucedió otra cosa: Sauma me invitó a una soirée esa noche para los poetas invitados, en casa de una señora que amaba la poesía y de cuya casa solo recuerdo la piscina interior y las fotos de la señora que amaba la poesía junto a los Reyes de España. Fue, lo que se dice, estar en el lugar indicado en el momento justo: yo tenía veintidós años, intentaba ser poeta y de repente estaba departiendo con Blanca Varela y José Emilio Pacheco, con Gonzalo Rojas y con Jaime Sabines. Sí, todos monstruos de la poesía latinoamericana. Esa es una de las ventajas que tenía, al menos en esa época, Costa Rica: si te interesaba algo, era un mundo tan, tan pequeño que no era difícil encontrar el lugar donde la fiesta sí estaba sucediendo.

En esa fiesta también estaba Luis Chaves. Otro poeta cachorro como yo, que se paseaba por la casa de la señora que amaba la poesía con su morral cruzado, y que me regaló un ejemplar del libro que acababa de publicar y que, como buen poeta cachorro, siempre tenía a mano: Los animales que imaginamos. El libro había ganado el Premio Hispanoamericano Sor Juana Inés de la Cruz. Eso me impresionó, aunque es sabido que los premios de poesía –y los premios en general– no quieren decir nada la mayoría de las veces. También me impresionó que apenas unas birras después me ofreciera, y sonaba muy sincero, que la próxima vez que fuese a San José, si no teníamos alojamiento, mi novio de entonces y yo podíamos quedarnos en su casa. Esa noche, en mi hotelito de cuarta, leí su libro de un tirón. Y dije: bingo. Esta es la poesía que me gusta. Esto es poesía, a secas. Además de amable, Luis Chaves era un buen escritor. Un gran escritor.

El resto, como se suele decir, es historia. Con Luis Chaves nos hicimos hermanos. Me quedé en su casa del barrio de Zapote no solo la próxima vez que fui a San José, sino que por una década lo hice en cada viaje a la capital. También se quedó el que por ese entonces era mi novio, mi hermana, mis amigos y los amigos de mis amigos que venían a ese país que se estaba poniendo de moda en la Argentina en plena crisis 2001 por su facilidad para obtener la residencia, y por sus playas, su sol, su “pura vida”. 

Pero era otra cosa lo que quería contarles. Yo había llegado a Costa Rica en plena efervescencia de lo que acá se llamó “poesía de los 90”. Poetas que se hacían amigos, amigos que se volvían poetas, revistas que no duraban dos números, editoriales independientes cuando esas dos palabras juntas recién comenzaban a ser un concepto, recitales a donde llegaban cien personas que se enteraban por una gacetilla que entregábamos en mano o faxeábamos al suplemento de Clarín. Los nombres quizá –seguro- los conocen: Durand, Wittner, Alemián, Mariasch, Bejerman, Cucurto, Pavón, Desiderio, Ríos, Casas, Mallol, Iannamico, Tsé Tsé, Del Diego, Nunca nunca quisiera irme a casa, Siesta, Diario de Poesía, VOX, La novia de Tyson…son algunos que me vienen a la mente.

En fin, lo que no me esperaba era tanta sincronicidad entre lo que se escribía y se leía en Buenos Aires y lo que, en círculos quizá más reducidos pero igual de novedosos, se leía y se escribía en Costa Rica. Una manera de acercarse a la poesía que a mí me resultaba novedosa por estar tan cerca de lo cotidiano, alejada de los ornamentos y la retórica vacía. Una manera de acercarse a la poesía que iba, como alguna vez me diría Luis Chaves, “de lo pequeño a lo pequeño”. Y a la vez, decir cosas que, como toda la buena poesía, se quedaban haciendo círculos concéntricos en la mente.

Eso y mucho más encontré en Los Animales que imaginamos, el primer poemario oficial de Luis Chaves. Digo oficial porque existe otro, previo, cuando Luis Chaves se debatía entre seguir la carrera de economista agrícola o mandar todo al diablo y dedicarse a lo que realmente quería hacer: leer y escribir, pero ese, de cuyo nombre no quiero acordarme, nunca quiso que lo leyera, aunque con el tiempo reconoció que publicar ese libro significó asumir su interés por la literatura como algo mas allá de un pasatiempo.

En ese segundo libro, entonces, encontré versos como estos: (…) es cierto que todo muere o acaba o lo acabamos/ Pero igual no se puede negar/que la belleza es insistente como la hierba/ y crece donde menos se la espera”. Y encontré algo que Luis Chaves sigue teniendo: un microscopio de cristal tan potente como delicado a través del cual mirar al mundo y devolverlo a la mirada de quien lo lee completamente, minuciosamente renovado.

A veces existen cosas nuevas bajo el sol. La mirada de Luis Chaves lo era. También su actitud: nunca le importó absolutamente nada lo que los demás pensaran de él, ni de su poesía. No le parecía para nada, como a tantos supuestos poetas que conocimos en esos años donde empezamos a viajar a festivales o a hacer nuestros propios recitales de poesía, que escribir fuera algo elevado y sublime. No le interesaba que lo publicaran o que lo invitaran a ningún lado (bueno, tal vez sí, si había cerveza). “Trato de no sobredimensionar mi deseo de escribir. Unos escriben, otros hacen zapatos. Después uno se muere”, me dijo una vez. Esa combinación de talento y total indiferencia por lo que ese talento provoca en otros es una combinación tan punk como atractiva. No sé si conozco más personas con ese talante.

Y por eso mismo quizá, todas esas cosas empezaron a pasarle sin que él las buscara activamente: viajes, publicaciones, premios, más libros. De Santiago de Chile a Oaxaca, de Casa de América en Madrid a Buenos Aires. Después de ese libro, vino Historias Polaroid, un poemario de spleen urbano y nocturno con imágenes que todavía tengo en mi mente como si las hubiera vivido. O quizá sí las viví, pero no de la manera en que él las recrea, que es infinitamente más interesante. Y luego Chan Marshall, que ganó el premio Fray Luis de León en España, lo cual llevó a su publicación por la prestigiosa editorial Visor y que lo vino a consolidar como una voz de primera línea entre su generación en toda Hispanoamérica.

En el medio, juntos, creamos la revista de poesía Los Amigos de lo Ajeno, donde publicamos por un tiempo toda la nueva poesía que nos interesaba, una gran excusa para hacer presentaciones con muchos amigos, mucha cerveza y mucha resaca al otro día. Entre la revista y la biblioteca de Luis, hice mi máster privado en poesía hispanoamericana. Y también mundial: creo que ahí es donde leí por primera vez al nicaragüense Joaquín Pasos, pero también a Pessoa o a Szymborska. 

La poesía de Luis Chaves entró con Chan Marshall de lleno en el desencanto –amoroso y existencial- donde  “no hay razón para nada/ un día algo está sano/ la mañana siguiente lo arrancan de raíz”. Una voz insistiendo que en la experiencia moderna lo que ves, es lo que hay: la mujer que pasa la ropa de una maleta a otra, el tetrabrick junto a la estatua del héroe nacional, los restos de la cena en el wok como testigos del fin del amorla ciudad como “una constelación administrativa/ que de noche disimula el subdesarrollo”. Momentos de contacto que su microscopio identifica para extraer de ellos belleza pura, demoledora, música de fondo para el soundtrack de su época.

Después, con el nuevo siglo ya instalado empieza la era Luis Chaves que ustedes seguro conocen, así que voy a acelerar: primero vino Asfalto. Un road poem -una nouvelle exquisita sobre una pareja que se separa mientras viaja por las rutas ticas -un país menos apto para lo road algo que no se qué-, Monumentos ecuestres y La máquina de hacer niebla. También los apuntes en prosa del Mundial 2010, los artículos periodísticos de 300 páginas: Luis Chaves puede escribir en diferentes formatos, pero siempre, más o menos cerca de la superficie, está escribiendo poesía. Y también vinieron otras versiones más ajustadas o más expandidas de sus poemarios que se publicaron en diversos países. Si no lo hicieron aún, pueden leer mucho de eso en Falso documental, el libro que publicó Seix Barral que reúne su poesía escrita entre 1997 y 2016.

Antes de cerrar estos apuntes para una pequeña biografía personal de Luis Chaves, quisiera decirles algo más. Ahora que releía Vamos a tocar el agua, esta danza de cuatro estaciones de una familia latinoamericana que vuelve a hacerme pensar en la imagen del microscopio mirando de lo cotidiano lo que nunca vemos; ahora que ambos vivimos en continentes distintos cuando durante tanto tiempo vivimos, aquí en Buenos Aires o allá en Costa Rica, en el mismo; ahora que miro a Ari, su hija mayor, y me acuerdo exacto el momento en que me contó por teléfono que iba a nacer; en suma, ahora que caigo en la cuenta de todo el tiempo que pasó, de toda el agua que tocamos, de todo lo que tuve el privilegio de compartir y de leer y de aprender junto a mi hermano mayor aquí sentado, lo que quiero decir es muy simple: léanlo, aprovechen, miren ustedes también las cosas de otro modo.

 

 

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