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Antiteoría rápida de la contracultura

Por Osvaldo Baigorria

"Dos tendencias. Una actitud que hace obra y cuyos productos siempre pueden ser mercantilizados, y otra que critica, desmonta, destruye. Estoy simplificando… Quizá hubo tantas contraculturas como 'contraculturalistas'". Un extracto de la novedad de Caja Negra editora del escritor, periodista y profesor universitario nacido en Buenos Aires: Postales de la contractultura

Por Osvaldo Baigorria.

 

Aquí de pronto me frena una duda. Estoy demasiado cerca del objeto. Creo que esto es evidente: nunca he sido un teórico de la contracultura, más bien un práctico, y en eso a medias. Me rio cada tanto al escuchar o leer que algunos refieren a “teóricos de la contracultura”. La contracultura no podía tener teóricos porque implicaba estar en contra de los especialistas en general, de los expertos, de los profesionales del pensamiento, de los que se ponen a organizar el mundo. Suponía rechazar la tecnocracia, el gobierno de los técnicos, el imperativo cultural dominante en la sociedad industrial-capitalista avanzada, con su sistema de consumo extendido, su poder absorbente y totalitario. Ese rechazo incluía a los políticos como elite profesionalizada, a la política entendida como juego de poder entre jerarquías y espacios institucionales. Y en cuanto a los intelectuales… bueno, había autores que circulaban con mayor o menor influencia entre las elites más educadas o leídas: Herbert Marcuse y su hombre unidimensional, Gregory Bateson y su ecología de la mente, entre otros. Después venían los difusores/propagandistas/militantes como Theodore Roszak, Timothy Leary, Ken Kesey, Terence McKenna, etc. Y escritores de ficción como Carlos Castaneda o Ernest Callenbach, entre tantos ecos que décadas atrás eran letras, letanías, frases y decires. Pero en general, en lo contra-teórico, en lo contra-intelectual radicaba la propia “contra” de lo contracultural.

Debería notarse una diferencia entre lo “contra” y lo “antiintelectual”. Con esto último quiero referir a ese antiintelectualismo que supone desdeñar toda crítica como “negativa” y que se parece demasiado al macartismo. La burla neoconservadora del siglo XXI hacia las tradiciones contestatarias del siglo anterior abreva en ese prejuicio. Para colmo, como nadie tiene propiedad sobre las palabras, hoy cualquier payaso puede colgarse una etiqueta contracultural aunque esté dentro o próximo a los centros mismos del poder. Ya es un hábito el secuestro de términos en uso para derivarlos a favor de quienes dominan. No debería sorprender el uso de léxico antisistema para sostener al sistema, pero aburre escuchar que un político es “transgresor” porque anda sin corbata, se tiñe el pelo o usa ropa con colores llamativos. Apariencias.

Cierto es que en el pensamiento crítico se suele abusar de una jerga críptica, incomprensible para much@s. Se entiende la desconfianza hacia lo que no se entiende. Por ejemplo, los textos situacionistas eran demasiado para esa contracultura práctica, de manual de pionero y de música folk norteamericana. Había una ingenuidad que se parecía demasiado a la banalidad de base entre esos gringos que quizá para proteger su optimismo detestaban las críticas más elaboradas. Ni hablar de que se pusieran a leer a los profesores marxistas clásicos. La praxis contra la teoría era ya una marca registrada desde los años 60.

Hecha esta aclaración, debo admitir que me he movido siempre entre dos vertientes anímicas, dos temperamentos en juego, dos condiciones que polarizan la “contra”. Una es utópico-pragmática, cooperativa, organizativa, que aun con todo su idealismo y candor puede ser constructora de comunidad. Otra es más performática, individualista y desmitificante. Stewart Brandt, con su Whole Earth Catalogue que ofrecía servicios y herramientas para la autosuficiencia comunitaria desde California hacia toda América del Norte, sería ejemplo de la primera vertiente, por lo menos hasta los años 80: una postura emprendedora que puede caer fácilmente –como ha ocurrido– en la integración a un mercado capitalista expandido a través de nuevas elites tecnocráticas y nuevas comunidades de negocios. Abbie Hoffman, con su radicalización y sus gestos de desmesura y teatralidad subversiva, sería de la otra vertiente: no transar, demoler toda ilusión negociadora, pelear hasta el fin, si es necesario, como rata acorralada (ya volveré sobre este caso cuando me refiera a la Ciudad). Dos tendencias. Una actitud que hace obra y cuyos productos siempre pueden ser mercantilizados, y otra que critica, desmonta, destruye. Estoy simplificando… Quizá hubo tantas contraculturas como “contraculturalistas”.

 

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