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Ficción hispanoamericana

Aparato avisador

Uno de los cuentos de la antología Bogotá39

Un cuento de la peruana Claudia Ulloa Donoso, una de las seleccionadas por el Hay Festival en su selección Bogotá39, incluído en la antología que en Argentina publicó Sigilo. Ulloa Donoso es también autora de los libros El pez que aprendió a caminar, Pajarito y Séptima madrugada. 

© Claudia Ulloa Donoso, Hay Festival of Literature and the Arts Limited y Sigilo, 2018

 

El mejor lugar para esperar el embarque era el baño. Escogió uno al azar y se encerró. Se sentó sobre la tapa del váter y se entretuvo escuchando las descargas automáticas del inodoro, torrentes de aguas y desagües, la fonética de alguna arcada y trozos de mierda zambulléndose. Esos ruidos le resultaban más apacibles que el enjambre sonoro de los pasillos y las salas de espera del aeropuerto. 

Del mismo modo que los sonidos de la naturaleza le traían sosiego, los ruidos del cuerpo también distendían su ánimo y le daban una sensación primitiva de seguridad. Más allá de reconocer esos ruidos como propios y familiares, sabía que quienquiera que se encontrase evacuando el cuerpo no era otra cosa que un ser vulnerable e inofensivo. 

Alguien tocó la puerta con vehemencia. El miedo ante la invasión hizo que abandonara el baño de inmediato. Cuando Ella se encerraba en el baño de casa, Él también golpeaba la puerta. Sus nudillos se estrellaban contra la madera y dejaban esquirlas que luego se podían respirar. Apenas Ella destrababa el pestillo, Él tiraba de la puerta dejándole una cachetada de aire que escocía. 

Cuando Él entraba, Ella retenía en sus pulmones ese aire doméstico infestado de pelusas y astillas y se acercaba al lavamanos para seguir el ritual. Se concentraba en la espuma del jabón entre sus dedos y fingía estar liberándose de los gérmenes que la orina o mierda imaginarias le habrían dejado en la piel. Abandonaba el cuarto de baño y cuando Él cerraba la puerta, Ella espiraba. Enseguida llegaban los ruidos que salían del cuerpo de Él.

Atravesó los pasillos del aeropuerto obedeciendo a sus glándulas, al olor ácido emanando de sus axilas y al sudor meloso de sus manos. En cada paso, el corazón le golpeaba el pecho desde dentro como un no nacido pateando las entrañas de una mujer preñada. 

Tenía sed. El cuerpo se le iba cerrando como un molusco. Sus vísceras cubiertas de membranas perladas y sus órganos del color del coral se aplastaban entre ellos y le quitaban el aire. Las manos le empezaron a temblar. Entró a una cafetería y quiso beber una cerveza, pero era la hora del desayuno. Nuevamente tuvo que fingir. Fingió tener hambre. Ordenó un desayuno inglés. Cuando estuviera listo, pediría una cerveza o quizás dos.

El cajero le tomó la orden y la invitó a esperar en el comedor. Además del recibo, le entregó un artilugio que le avisaría cuando su pedido estuviera listo. En la mesa, notó que el temblor de sus manos se había intensificado. Tomó el pequeño artefacto que había recibido en la caja y empezó a manosearlo para apaciguar la tensión de sus nervios. En medio de ese ejercicio se preguntó cómo se llamaría el aparato. 

El objeto era un disco de plástico de dos tipos. La base era dura, compacta y de color negro y estaba cubierta por otro plástico más fino y casi transparente. Ella lo acercó a la altura de sus ojos y distinguió las perlas de vidrio unidas por filamentos metálicos que había detrás. El aparato se parecía a las pastillas negras de caucho que se usan en el hockey. Pensó en Él. Una vez Él le había dicho que debería enriquecer su vocabulario y que ese disco se llamaba puck. También le había enseñado a pronunciar esta nueva palabra. Puck as fuck. Él le repetía la retahíla de palabras puck fuck puck fuck mientras movía la cabeza de un lado al otro. 

El aparato se iluminó, sonó y vibró al mismo tiempo. Todo ese barullo viajando desde su tacto a su cerebro la descompuso. A pesar del temblor y el desconcierto, logró atravesar el laberinto de mesas y gente de la cafetería. A pocos metros del mostrador, el aparato dejó de chillar. Con un poco más de calma, Ella recogió su desayuno y no olvidó pedir las cervezas. 

Mordisqueó las salchichas y se embutió un par de cucharadas de frijoles antes de recibir los borbotones de cerveza que resbalarían por su esófago. El alcohol se le empozaba en el cuerpo y el temblor de sus manos iba cesando en cada trago. A ratos picoteaba un poco de comida y jugaba con los cubiertos y vasos. En ese traqueteo notó que el aparato había regresado con ella en su bandeja. Otra vez pensó en Él. Colocó el aparato sobre la mesa y le clavó un cuchillo logrando quebrar una parte del plástico transparente que lo cubría.

Él era inglés London bridge is falling down como las pintas de cerveza que acababa de beber, como el desayuno que dejó a medias en la cafetería, como la caza de ciervo, como el cricket y el rugby y como el idioma que le había enseñado a pronunciar. Puck, fuck, suck, buck, chuck, ruck, luck, my fair lady. Conocía todas estas palabras ajenas que empezaron a sonar en su cabeza como una marcha que marcaba el ritmo de sus pasos hacia la zona de embarque. 

Pasó los controles de seguridad y fijó la vista en las pantallas luminosas que mostraban los destinos. Se alegró al reconocer el suyo brillando en amarillo. Mientras acomodaba las cosas que llevaba en su bolso y se ajustaba la chaqueta, un guardia de seguridad la detuvo. Random check

El Guardia empuñó un detector de metales y Ella cerró los ojos. Detrás de sus párpados se dibujó el bate plano del cricket mientras el Guardia deslizaba el detector de metales sobre los contornos de su silueta. A la altura de sus rodillas, una alarma sonó. Ella sacó del bolsillo de su chaqueta el aparatito que le habían entregado en el restaurante y se lo mostró al Guardia. What is this? La palma de su mano sostenía un objeto de filamentos metálicos estrujados cubiertos por trozos de plástico quiñados y a punto de desprenderse. Algunos restos de migas y pelusas envolvían al aparato desactivado.

La visión del objeto descompuesto sobre su tacto la aterró tanto como cuando este chillaba, vibraba y emitía luz. El temblor volvió a sus manos. El Guardia la tomó de un brazo y Ella se dejó. Please follow me. Durante el trayecto por los pasadizos del aeropuerto, las posturas de ambos cuerpos se adaptaron de tal forma que guardia y detenida parecían una pareja andando del brazo por una alameda. A pesar de que la detención fue delicada, Ella estalló en llanto.

En la habitación de seguridad Ella confesó que había bebido alcohol con el estómago vacío, que había destruido el aparatito del restaurante y que no tenía ninguna intención de alarmar a nadie. Después de los interrogatorios y las disculpas, le llegó la calma conocida del encierro y de la soledad custodiada. Dio un sorbo al té que le habían servido y se quemó la boca. Una ampolla se le iba formando en el cielo del paladar mientras un altavoz que no alcanzó a oír anunciaba la partida de su vuelo y su destino.

El Guardia abrió la puerta de la habitación, le entregó el bolso que le había sido retenido y le dijo que todo estaba en orden. Ella deseó que el Guardia la escoltara hacia alguna salida, pero permaneció quieto. Quiso dar un paso, pero la rigidez de su cuerpo la mantuvo estática. Entonces apareció Él.

La rodeó con sus brazos y la apretó contra su cuerpo. Ella tuvo tiempo de girar la cabeza hacia un lado para evitar ahogarse en su pecho. Solo le quedaron libres la boca, la nariz, los ojos y la oreja izquierda. Sus sentidos procuraban no apartarse del Guardia, que acomodaba algunos papeles y recogía la taza vacía. Esperó durante algunos latidos y de pronto Él hundió la boca sobre la mollera de Ella que parecía tan blanda como la de un bebé. El cuero cabelludo cedió ante labios, lengua y dientes que la besaban y mordían, pronunciando al mismo tiempo alguna frase tirante entre las raíces de su pelo. Don’t cry

Las vibraciones de las palabras le atravesaban las cisuras craneales y se transformaban en un eco difuso y torácico que percibía en su oído aprisionado. Don’t try. Don’t cry. Try. Cry. Try. Ella no logró descifrar lo que Él le decía en su idioma. 

Sus cuerpos se unían como la cópula de dos caracoles. Cuando el Guardia se aproximó hacia la pareja, Ella logró despegarse ligeramente, estiró el cuello y alcanzó a exhalar dos palabras. Excuse me. El Guardia se detuvo. Él hinchó el pecho hasta pegarse a los bordes del cuerpo de Ella. El esternón del macho llegó a rozar la yugular de la hembra. A pesar de la turbación, Ella atinó a preguntar cómo se llamaba el aparato que antes había desmantelado.

Pager, dijeron ambos hombres con voz unísona. 

Los brazos de la pareja se desenmarañaron. Ella bajó la mirada y observó las cuatro botas negras y brillantes de los hombres, puestas como espejos enfrentados. Le pareció ver su rostro reflejado infinitamente sobre el charol de esos zapatos.

 

 

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