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Cioran, una tristeza inagotable

Por Matías Moscardi

"Cioran escribe la primera parte de su obra rumano, su lengua materna, y la última mitad, en la lengua en la que morirá: el francés. Su primer libro, que concibe a los 22 años, puede leerse como el diario de un insomne patológico".

Por Matías Moscardi.

Hace poco le comenté a una amiga que quería escribir algo sobre la obra del filósofo rumano Emil Cioran, a lo cual respondió, en broma, que según ella, Cioran era un autor exclusivo para jóvenes que se encuentran varados en medio de ese tren fantasma conocido como «angustia adolescente». Recuerdo que, a los quince años, le escribí una carta a Ernesto Sábato. Por supuesto, jamás me respondió. Un día, muchos años después, cuando encaraba los diecinueve y estaba a punto de salir de la casa de mis padres para comenzar el primer día de clases en la Universidad de Mar del Plata –en un edificio sórdido concebido y construido por los militares como mezcla de panóptico y laberinto–, mi hermano me avisó que tenía una carta de Santos Lugares. La carta estaba mecanografiada y firmada a mano. La última línea decía: «no bajes los brazos». Puedo jactarme de haber preocupado al mismísimo Sábato. Por mi carta –exagerada y lacónica– el pobre viejo habrá pensado que podía llegar a suicidarme y que era su deber evitarlo, aunque sea ineficazmente, tarde, años después. Sin embargo, recuerdo que ese remate –cursi, trillado, vacío– me afectó. Muchas veces reconozco –en mí y en muchos otros– que el gusto por algún autor, por determinadas películas o canciones, nos avergüenza hasta un discreto disimulo o hasta una ruborosa y forzada confesión.
Cioran escribe la primera parte de su obra rumano, su lengua materna, y la última mitad, en la lengua en la que morirá: el francés. Su primer libro, que concibe a los 22 años, puede leerse como el diario de un insomne patológico. Como explica Cioran al comienzo de En las cimas de la desesperación (1934), en su juventud, el insomnio lo llevó a inusitados paseos nocturnos por la ciudad, ya que hacía cualquier cosa con total de distraerse y evitar las vueltas en la cama como un rumiante de cuatro cerebros que produce más pasto del que entra en la cabeza: «La única diferencia existente entre el paraíso y el infierno es que en el primero se puede dormir todo lo que se quiera, mientras que en el segundo no se duerme nunca», escribe en este libro.
El ser humano es, para Cioran, un animal incapacitado para el sueño: no existe en toda la naturaleza otro animal que desee dormir y no pueda concretarlo. El sueño hace olvidar el drama de la vida, sus complicaciones, sus obsesiones; cada despertar es un nuevo comienzo y una nueva esperanza. La vida conserva así una agradable discontinuidad, que da la impresión de una regeneración permanente. Los insomnios engendran, por el contrario, el sentimiento de la agonía, una tristeza incurable, la desesperación. Podríamos pensar que todo el pensamiento filosófico de Cioran está cimentado en este insomnio crónico: no poder dormir puede alterar radicalmente nuestra percepción del mundo hasta la misantropía.
Cuando leemos la obra de Cioran desde un parámetro filosófico, tenemos la sensación de que sus argumentos se construyen en una especie de región pre-teórica: todo lo que dice es absolutamente cuestionable, infundado, contradictorio y poco sólido. Escribe Borges en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»: «Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admitían la menor réplica y no causan la menor convicción». Podríamos pensar exactamente lo contrario de Cioran: convence sin argumentos, por la potencia literaria de su estilo. Esa convicción que genera como efecto de lectura –producto, quizás, del género aforístico en el que entrenó su pulso sentencioso y afirmativo– jamás tiene el estatuto de una verdad filosófica: es, más bien, una verdad literaria. En Brevario de los vencidos (1949) Cioran predica, precisamente, que «el sistema es la muerte de los filósofos, la aritmética de lo incurable» y se define a sí mismo como «un pensador de la imposibilidad». En su primer libro ya adelantaba algo de esto: «¡Sensación de la confusión absoluta! No ser ya capaz de ninguna distinción, no poder ya aclarar nada, no comprender ya nada... Esa sensación convierte al filósofo en poeta». Por eso, quizás erige, en otro momento, esta declaración de principios: «Soy la contradicción absoluta, el paroxismo de las antinomias y el límite de las tensiones; en mí todo es posible, pues soy el hombre que se reirá en el momento supremo, en la agonía final, en la hora de la última tristeza». En este sentido, me atrevería a decir que Cioran fue un poeta enorme y un filósofo mediocre. En un libro crepuscular llamado Desgarradura (1979), otra vez, se define como un «idólatra de la duda, héroe de la fluctuación». La duda: «con ella no se bromea». Pensar es, entonces, una carrera donde la meta es siempre, y fatalmente, la inseguridad misma del pensamiento.
Además de un pesimista irremediable, Cioran, como Ambrose Bierce, fue un maestro del humor negro: «Cuando un exceso de negatividad ha acabado por liquidarlo todo, ¿a quién atacar, sino a nosotros mismos? ¿De quién reírse y a quién compadecer?». De hecho, por momentos, leerlo puede desatar esa carcajada atragantada, liberadora de angustia, que aparece ante su constante refunfuño enojoso, esa risa que se nos escapa ante cierto tipo de irritación o de fastidio cómico, como cuando escribe: «No me sentiré reconciliado conmigo mismo hasta el día en que acepte la muerte como quien acepta salir a cenar: con un desagrado festivo»; o cuando se pregunta: «¿Pero existe un criterio objetivo para evaluar el sufrimiento? ¿Quién podría certificar que mi vecino sufre más que yo mismo, o que nadie ha sufrido más que el Cristo?». Por eso, Cioran propone aferrarse humorísticamente a lo absurdo y a la inutilidad absoluta, a esa nada remota e inconsistente del ser cuya ridícula ficción, sin embargo, es capaz de crear la ilusión de la vida: «Vivo porque las montañas no saben reír ni las lombrices cantar».

Melancólico, fatalista, insoportable, Cioran asume como desafío, y padece en carne propia, uno de los interrogantes más enormes de la filosofía: «Si se estableciera una clasificación de los misterios, la tristeza pertenecería a la categoría de los misterios sin límites, inagotables». Y aún así, no sucede lo que podría esperarse: defensor filosófico del suicido, Cioran muere de causas naturales en 1995. Eso por un lado. Por el otro: ¡jamás logra deprimirnos o amagarnos el día! Por el contrario, y acaso en contra de sus propias expectativas como escritor, de alguna manera, nos contagia el entusiasmo furtivo y punk que hay en esta frase: «No necesito ningún apoyo, ninguna exhortación ni ninguna compasión, pues, por muy bajo que haya caído, me siento poderoso, duro, feroz... Soy, en efecto, el único ser humano sin esperanza».

 

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