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Cuando una biblioteca se fusiona con otra

Por Cristian Vázquez

"Ordenar la biblioteca propicia su depuración: decidir qué libros se van y cuáles se quedan. Las mudanzas también. Cuando uno tiene que guardar toda su vida en cajas, y más aún si tiene que mandar esas cajas a diez mil kilómetros de distancia, evalúa con atención qué cosas merecen realmente ese sacrificio y cuáles no". Uno de los ensayos que componen Contra la arrogancia de los que leen (Trama editorial).

Por Cristian Vázquez.

 

Se han escrito infinidad de textos con consejos y recomendaciones acerca de cómo ordenar la biblioteca. Casi siempre se habla de las diversas categorías en función de las cuales se pueden organizar los libros: orden alfabético o cronológico, géneros, temáticas, procedencia, la relevancia que el dueño de la biblioteca les dé, incluso el color de los lomos y las portadas. Ordenar la biblioteca es también establecer un canon o, mejor, trasladar al universo material el canon que cada lector ha forjado ya para sí mismo a través de sus lecturas.

Es una tarea que los bibliófilos, por lo general, encaran con frecuencia y con placer. Por motivos variados: para subsanar los desarreglos derivados de las consultas, para limpiar el polvo cruel que llega a todos los rincones, por la convicción de que el orden anterior ha caducado y es necesario instaurar uno distinto, para incorporar los libros nuevos que han llegado a la casa y se han ido apilando en sitios inadecuados...

Una de esas situaciones en que hay que incorporar libros nuevos es particular, porque no se trata de volúmenes que han llegado uno a uno, en esa suerte de goteo constante que el lector genera comprando libros aquí y allá. Son libros que llegan todos juntos porque ya estaban todos juntos: ya conformaban una biblioteca. Son los casos en los que una biblioteca se fusiona con otra.

El escritor argentino Pedro Mairal contó en un artículo en la revista Orsai («The end», Orsai, nº16, 2014) que se pasó años sin poder ordenar su biblioteca y que, cuando por fin lo hizo, le costó «muchísimo trabajo, no físico, sino mental». «Supongo que no quería tomar decisiones –agrega–: qué libros se iban, qué libros se quedaban. Eso te obliga a definirte, definir una estética, un canon personal».

Y a eso se añadía la obligación de sumar otra biblioteca a la suya:

También estaban los libros de poesía que me dejó el que fue mi maestro. Los tenía en unas cajas sin animarme a mirarlos mucho. No podía. Porque eso implicaba aceptar plenamente que él ya no está [...] Tuve que encontrar la calma, el tiempo, las ganas. Aceptar que la gente se muere y dejar que pase el tiempo para poder reencontrarme con sus palabras, sus libros, su lectura. Sumar sus libros de poesía a los míos terminó siendo una gran felicidad [...] Fue como agregarle parte de su memoria a mi cabeza, sumar espacio. Algo se despejó. Esos libros que Grillo [apodo de Félix della Paolera] leyó y que voy leyendo de a poco, incorporándolos. Saber que están ahí en los estantes sus libros barajados con los míos.

En general, una biblioteca se fusiona con otra cuando es recibida en calidad de regalo o de herencia, como le pasó a Mairal. A mí me tocó hacerlo en una situación distinta. Cuando hace una década dejé de vivir en Argentina para radicarme en Madrid, todos mis libros –salvo tres o cuatro que me llevé conmigo– quedaron en la casa de mis padres. Fueron una parte del desarraigo. Mil veces los añoré, los necesité, lamenté no tenerlos conmigo; pero siempre con la tranquilidad de saber que allá estaban, aunque fuera a diez mil kilómetros de distancia, esperándome. En España, poco a poco, fruto de esa suerte de goteo constante, fue cobrando forma otra biblioteca. Siete años después me mudé a Buenos Aires, y ese fue el momento de que mis dos bibliotecas se fusionaran, pasaran a ser una sola.

Fue una situación jubilosa. Ordenar, unir, intercalar unos y otros libros, dar a cada uno su lugar, representó la reunión de dos etapas de una vida; un conjunto de objetos que al mismo tiempo es un lugar: la biblioteca, y que configura una especie de mapa de la persona que soy. Libros que habían pasado años juntos, pegados uno al otro, se separaron con gusto al descubrir al hermano desconocido, ese que, lo supieron nada más verlo, debía acomodarse entre ellos. Libros que andaban sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse. Fue un placer casi físico el que sentí cuando los vi reunidos, barajados, los de acá y los de allá, mezclados como siempre lo habían estado en el esquema mental de mis lecturas, felices de estar por fin donde tenían que estar.

Me lo planteé al preparar la mudanza de Madrid a Buenos Aires. Pero entonces me di cuenta de que mi biblioteca ya estaba depurada, que la había ido limpiando por etapas, desprendiéndome de los libros que no eran para mí. Comprendí que en esos años había incorporado una de las mayores enseñanzas de vivir en otra parte: conviene ir por la vida ligero de equipaje. Por eso todos los libros que seguían conmigo al momento de la mudanza cruzaron el Atlántico. De donde se fueron unos cuantos, y se siguen yendo, es de la biblioteca anterior. El paso del tiempo nos aleja de autores y lecturas: de pronto uno sabe –del modo siempre un poco misterioso en que se saben estas cosas– que a ciertas páginas ya no volverá. Los años también enseñan a valorar cada vez más la calidad por sobre la cantidad. Y además uno es consciente de que el espacio físico en su casa es limitado, y tiene claro que el goteo constante de nuevos libros no cesará...

En un muy breve cuento de Enrique Anderson Imbert, titulado «El crimen perfecto», el narrador confiesa haber matado a un hombre y haber enterrado el cadáver en un lugar donde creyó que a nadie se le ocurriría buscarlo: el cementerio de monjas de un convento abandonado. Pero comete un error. Olvida que el muerto ha sido «un furibundo ateo». Por la noche, las monjas muertas, «horrorizadas por el compañero de sepulcro», deciden mudarse: con sus lápidas a cuestas, cruzan el río junto al cual yacían e instalan el cementerio en la otra orilla. Ante el extraño cambio de lugar, la policía revisa el terreno original del camposanto y descubre la tierra recién removida. El relato termina con la frase: «El resto ya lo sabe usted, señor juez».

Me gusta pensar que los libros son un poco como las monjas de ese cementerio, o como las células de un organismo vivo. Se horrorizan cuando se ven entre vecinos inapropiados. Mucho más si estos vienen en grupo y ya eran vecinos en otro barrio. No sé de ninguna biblioteca que se haya mudado por sus propios medios al otro lado de un río, pero se me hace que ahí, en la intimidad de los anaqueles, los desprecian, les hacen el vacío, bullying, a la larga terminan echándolos. Se quedan los que se tienen que quedar. Y casi que se acomodan solos, como los melones –según el refrán– cuando el carro se pone en movimiento. Entonces el dueño de la biblioteca, el lector, se da cuenta: los ve a gusto, felices, en buena compañía. Y se siente exactamente igual.

 

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