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De tumba en tumba

Por Alejandra Costamagna

“Morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches heladas”, escribió Teresa Wilms Montt. ¿Quién fue la escritora chilena, autora de esos Diarios íntimos (Alquimia) llameantes? La periodista y narradora Alejandra Costamagna y un perfil imperdible para conocerla.

Por Alejandra Costamagna.

“Casa vacía: se robaron hasta las cañerías de cobre e instalación eléctrica. No insista”, advierte el cartelito con letra manuscrita clavado en el muro. Casa vacía es blanca, estilo inglés: madera y cemento, con porche, virgencita y terreno amplio para jardín. Pero está vacía y se robaron todo. Cuatro hombres vestidos con mamelucos instalan un cartel en la entrada: publicidad a escala gigante sobre la próxima teleserie nocturna. No saben de quién fue este sitio anclado en el corazón de Viña del Mar.

No conocen a Teresa Wilms Montt.

Las escaleras que conducen al balcón son cuatro o cinco peldaños rotos. Las puertas de la despensa son palos improvisados donde pudo haber una reja. Hay candados en todas las ventanas. Hay polvo, lagartijas y arañitas costeras que trepan el damasco, el níspero, la encina. Hay frutos reventados en un colchón de hojas. Hay los últimos hilos de una enredadera que trepa los muros de esta casa vacía, blanca, estilo inglés. Y hay también el origen de una historia. Los primeros peldaños de una mujer de belleza fatal que desacató los códigos sociales de su época y pagó cara, carísima, su falta. En este esqueleto palaciego de calle Viana, casi esquina con Traslaviña, cruje un pasado que hoy se pierde en el bullicio de la modernidad.

***

Pero esa casa alguna vez estuvo llena y fue un palacio. En la mansión de Viana 301, que abarcaba una manzana completa entre jardines, bodegas y salones, echaba raíces el matrimonio Wilms Montt: Federico Guillermo Wilms Brieba, descendiente –dicen– de la realeza prusiana, y Luz Victoria Montt Montt, emparentada con cuatro presidentes de la república (Manuel Montt, Luis Montt, Pedro Montt y Ramón Barros Luco). Siete hijas, además de una tropa de institutrices, cocineros, matronas y choferes, llenaban la casa. Siete niñas de melenas doradas, ojos glaucos y facciones de muñeca alemana, nacidas entre 1892 y 1899: Luz, Teresa, María, Carolina, Carmen, Ana y Victoria Wilms Montt deslumbraban al vecindario. Tanto así que la calle Traslaviña era conocida como Tras las Wilms. Y aunque cada parto desairaba los ánimos del patriarca Wilms, que esperaba al retoño continuador del apellido, el hombre terminó por traspasar sus aspiraciones a María Teresa de las Mercedes, la segunda del tropel, nacida el viernes 8 de septiembre de 1893. Y la llamó, a falta de herederos varones, mi Tereso. De masculino tenía muy poco Teresa Wilms Montt, pero el apodo acentuó la diferencia con sus hermanas.

Más tarde ella misma acuñará otros nombres que serán seudónimos: Thérèse, Tebal, Teresa de la †. Con ellos firmará artículos de prensa, cinco libros –cuatro de prosa poética y uno de cuentos, redactados entre sus veintitrés y sus veintiséis años– y prolongados diarios, escritos desde la adolescencia, que serán rescatados a un siglo de su nacimiento en sus obras completas, Libro del camino, reunidas por la ensayista chilena Ruth González-Vergara, a cuyo trabajo corresponde hoy la mayor parte de la información biográfica disponible sobre la autora. Escudada en estos seudónimos, Wilms Montt escribirá, al principio, cosas como: “Se imagina que la muerte es un medio de transporte para alcanzar el cielo, ese cielo que desea como un enorme pastel blanco”. O: “Morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches heladas”. O, llevando la aspiración al límite: “Soñar, sin parar, encerrada entre las paredes de mármol, lisas y limpias, de una tumba”.

Pero la muerte soñada, esa cosa deliciosa, no llegará aún. No al menos en la adolescencia ni en su mundo fantasioso.

Mientras sus hermanas, auténticas criaturas de salón, jugaban a las muñecas o se alisaban el pelo con brillantina, Teresa alucinaba con los tonos violeta del cielo; pasaba horas leyendo a Flaubert, Baudelaire, Verlaine; soñaba con ser Floria Tosca, Madama Butterfly o cualquier otra heroína de Puccini; y se reía sola. Especialmente desabrida era la relación con su hermana Luz, la primogénita, la favorita de su madre, con quien compartía institutrices. El esquema era siempre igual: aplausos para Luz, reproches para Teresa. Una de estas tutoras, a quien la niña describirá como una vieja caduca, le hacía escribir cien veces el verbo obedecer. “Se pasa la vida copiando el verbo obedecer y se lo sabe de sobra gramaticalmente sin haber pensado nunca en practicarlo”, escribirá en sus primeros diarios, sin fechar, hablando de sí misma en tercera persona. La señora Wilms también la castigaba. Así recreará Teresa una escena de infancia: “¡No quiero que leas!, le grita su madre cuando la sorprende en sus escondites, haciéndole daño con los brazos y pinchándola para arrancarle el libro que hace pedazos”.

Excepto en los sueños, leyendo o sentada al piano, Teresa no lo pasaba bien en aquellos años. Sus cercanos le parecían odiosos: “Entiende que su madre no dice siempre la verdad, que su padre no tiene voluntad, que su abuela es maniática y que los amigos que frecuentan su casa no son sinceros”, apuntará en sus diarios. Y la conclusión cabrá en una línea: “Teresa no es feliz”. Pero más tarde, ya lejos del palacete de la calle Viana, con veintidós años, marido, dos hijas y la ilusión de que su infancia es una historia cerrada, escribirá: “Hay dos seres en mí, eso sólo yo lo sé… Para vivir en este mundo conviene mostrar sólo el que me conocen”.

No sabrá la muchacha, entonces, que la historia recién comienza.

***

Más que la historia, esta es quizás la leyenda operística de Teresa Wilms Montt. Basta ensayar la sinopsis: niña de alcurnia, romántica, jaquecosa, lectora activa, incomprendida por su familia, rechazada por su madre. Jovencita de mente abierta, trilingüe, casada a los diecisiete años sin consentimiento de sus padres, linda a rabiar, maltratada por su marido. Muchacha de ideas claras, simpatizante del anarquismo, madre joven, sin espíritu práctico, histriónica, seductora, bohemia, infiel. Esposa acusada de adulterio, encerrada en un convento por ocho meses, separada de sus hijas, ignorada por sus padres, escritora de diarios febriles, fumadora, enamorada de quien no debe, adicta a los somníferos, al opio, suicida frustrada que ruega ver a sus hijas. Mujer que huye del convento y del país con un poeta de alcurnia, bella a morir, aficionada al canto, sola entre hombres, escritora admirada por los círculos intelectuales bonaerenses, amante de un poeta suicida, quebrada de amor. Escritora que huye del continente, que intenta arrojarse al mar, que pide el divorcio, que establece relaciones con la bohemia y el vanguardismo europeos, que clama ver a sus hijas, que se apaga. Chilena sin familia en Europa. Mujer que busca la muerte y la encuentra al tercer intento, en un frasquito de Veronal, en París.

“Sus libros son el más fiel espejo del hastío de su vida desolada (…). En sus páginas está la historia de su alma desnuda”. Así es descrita su obra en el prólogo anónimo de Lo que no se ha dicho, recopilación póstuma de sus textos, que incluye una entrevista hecha por la escritora chilena Sara Hübner en París, en 1920. El libro es un homenaje, pero un homenaje extraño. La escritura de Wilms es catalogada en el mismo prólogo como “una queja repetida en la misma cuerda, el soliloquio monocorde de un alma enferma de tristeza, ahogada por la melancolía”. Muy distinto será el juicio de Ruth González-Vergara que, además de publicar las obras completas de Wilms Montt, escribió una documentada biografía (Un canto de libertad) y guarda hoy, con autorización de la familia, varios manuscritos inéditos. En clave teórica, González-Vergara sintetiza el aporte de la autora: “Teresa rupturó esta ley mayestática de casta: invadió el espacio abierto, civil, de dominio masculino y lo hizo suyo”.

¿Y cómo lo hizo? ¿Cómo escribe, en realidad, Teresa Wilms Montt? Así, por ejemplo, en el libro Los tres cantos, de 1917: “Mi alma es un palacio de piedra donde habitan los ausentes, trayéndome la sombra de sus cuerpos para alivio y compañía de mi vida. / Mi alma es un campo devastado donde el rayo quemó hasta las raíces, y donde no puede florecer ni el cardo. / Mi alma es una huérfana loca que anda de tumba en tumba, buscando el amor de los muertos”. O así en 1918 (En la quietud del mármol): “Mis manos pordioseras de caricias tratan de arrancar de tu ataúd una ternura”. O así en 1921, en los diarios íntimos, a pocos días del desenlace: “Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había”.

Teresa Wilms Montt escribe a veces enmascarada, a veces a capela, sobre sí misma. Sobre penitencias, sobre la felicidad esquiva, sobre muertos y amantes, sobre cunas como féretros, sobre claustros, sobre gente malquerida, sobre divorcio, sobre ojos sin luz propia, sobre ojos de jirafa mansa, sobre manchas y deshonras, sobre fosas, sobre culpas, sobre lobos que comen corazones, sobre huidas y baúles, sobre opio, sobre morfina, sobre abejas lujuriosas, sobre lirismos mal vistos, sobre amores arrancados en capullo, sobre amor, amor, amor hasta el hostigamiento; sobre muerte, muerte, muerte hasta la muerte.

La escritura de Teresa Wilms Montt es el coro de su leyenda.

***

Pero la leyenda de la escritora es también, necesariamente, la historia de Gustavo Balmaceda Valdés, su marido. Niño de familia aristocrática, nacido en 1885, huérfano temprano de madre, denostado por su padre, incomprendido por su madrastra. Sobrino de un presidente suicida (José Manuel Balmaceda), consanguíneo de diputados, políticos, diplomáticos. Alto, ojos azules, buena facha. Jovencito rebelde, internado en colegio de curas, visto por su familia como un inepto incapaz de conseguir algo más que un empleo administrativo. Cazador de zorros, fanático de la ópera, lector tardío. Marido obsesionado con el qué dirán, celoso, impulsivo. Autor y protagonista de una novela en clave (Desde lo alto): Mariano Echagüe, casado con Ester Krause, en su martirológica ficción.

Cosas así escribe Gustavo-Mariano sobre Teresa-Ester en Desde lo alto: “En aquella alma desconcertada, pervertida por lecturas absorbidas sin disciplina y a destajo, se había producido una aridez muy poco femenina, un ateísmo de esos desoladores y aplastantes”. Y pronto, frente al embarazo de su mujer, dispara: “Pero lo más triste era que hasta los instintos maternos aparecían en Ester como atrofiados. Jamás la vio Mariano preocupada de los menesteres propios de su estado. El ajuar del hijo, esa cosa que absorbe todas las facultades de la futura madre, no logró sustraerla a sus lecturas ni a sus distracciones sociales. ¡Cómo habría gozado él si al volver por la tarde hubiese encontrado a su esposa, como entre espumas, en medio de esa lencería delicada!”.

Y tal como la señora Montt castigaba a su hija al verla leyendo, Balmaceda le prohíbe a Teresa Wilms ciertas lecturas. Una tarde la encuentra hojeando Los civilizados de Claude Farrere, novela de moda por aquellos días, Premio Goncourt 1905, donde figuran frases como: “Hay que parecer sabios de día y locos de noche”. Y esta es su reacción: “Mariano, en cualquiera otra ocasión, se habría detenido a observar a su mujer que no eran las obras de ese novelista las que, con mayor propiedad, debían estar en sus manos. Pero (…) harto de grescas domésticas, tomó su sombrero, se caló el sobretodo y salió, ansioso como nunca de respirar el aire de la calle”.

Luego de esta escena, el narrador detalla las aventuras con Nubia, su amante, “una criatura divina, inteligente y sensitiva”. El hombre dice sentirse “en la necesidad de buscar y saborear emociones violentas”. Pero sigue vigilando a su esposa, cada vez más indignado: “Esther, que poco a poco iba abandonando su actitud pasiva para volver a las volubilidades imperiosas que eran el fondo de su naturaleza femenina, había vuelto también a sus devaneos literarios. Tornaba a devorarse sin selección alguna cuanto volumen pillaba a mano. Pero ya no se contentaba con leer, sino que ahora escribía”.

Es 1917 cuando Balmaceda publica Desde lo alto. Pero antes hubo días felices.

***

La acción comienza una noche de 1909, en el palacete de Viña del Mar. José Ramón Balmaceda y Sara Valdés Eastman, padre y madrastra de Gustavo, son invitados a una recepción de los Wilms-Brieba. El muchacho, de veintitrés años, suele compartir trasnoches con su primo Vicente Balmaceda Zañartu y está desilusionado de la vida. Ese día, para salir de la rutina, decide acompañar a su familia. Y entonces ocurre: “Llegó de lo alto el gorjeo de una voz femenina que insinuaba una romanza sentimental. Mariano, lírico empedernido, se quedó escuchando con secreto interés”, escribirá Balmaceda en su novela. Quien canta es la niña Teresa y lo que entona es La bohème de Puccini. Al rato, Gustavo y la muchacha hablan de ópera, de la tristeza provinciana de Viña, de las incomprensiones familiares, de la orfandad. Teresa escucha a este hombre atormentado y ya lo quiere. Tiene dieciséis años y le parece que esto es el cielo. Al día siguiente le lleva una flor. Ella a él; no él a ella. Y no cualquier flor: un pensamiento. Lo demás viene solo: el noviazgo, las promesas, soy tuya, soy tuyo, la idea de casarse, la oposición de las familias.

Para los Balmaceda-Valdés la muchachita es hija de un extranjero arribista, por más que la madre sea sobrina del mismísimo presidente de la república, Pedro Montt. Y para los Wilms-Montt este tipo es, como lo relata Ruth González-Vergara en Un canto de libertad, “un fracasado y oscuro funcionario, pariente de un suicidado”. Gustavo Balmaceda en Desde lo alto, sin embargo, difiere. Según él, sus futuros suegros pronostican al joven una vida “de descalabros y sin sabores” al lado de esta niña que definen como “un pequeño monstruo de sensualidad, pervertida y falaz”. Balmaceda reproduce, incluso, una supuesta discusión entre Teresa y su madre, que culmina cuando la señora Montt vocifera: “¿Tú me lo dices a mí, tú, a quien he tenido que arrancar de los brazos de tu profesor de piano?”.

Como sea, los enamorados se rebelan: el 12 de diciembre de 1910, en Viña del Mar, Gustavo Balmaceda y Teresa Wilms son declarados marido y mujer. En la ceremonia participan solo los parientes del novio. El señor Wilms y la señora Montt han advertido a la niña que una vez casada se olvide de ellos. Que no entra más a la casa de Viana. Y así será. Esa misma tarde los recién casados viajan de luna de miel a Santiago. Y a los pocos días arranca el conflicto. La desenvoltura de Teresa se estrella con los celos de Gustavo. Él tiene otra idea del matrimonio. Le molestan la actitud indócil de su esposa, sus modales relajados. ¿Una mujer hablando fuerte, bebiendo en público, tomando la iniciativa? ¿Qué es esto?, se pregunta.

Esto es, por ejemplo, lo que ocurre el 31 de diciembre de 1910. El matrimonio asiste a una cena en el Club Santiago, y de pronto ella decide cantar una romanza al piano. Aplausos, piropos: es la reina de la noche. Amparado en su álter ego, Gustavo escribirá: “Mariano había sufrido. Se hubiera dicho que presentía ya las amarguras que, como frutos malsanos, iba a serle dado recoger de esa hora en adelante en los estrados sociales”. Y muy pronto el conflicto se transforma en crisis: el esposo sale de madrugada, tiene aventuras sexuales que define como “pecadillos”, intenta dominar a la esposa. La esposa recibe sermones, alza la voz, no piensa obedecer. El esposo cree ver amantes de la esposa en todos los rincones. La esposa recibe golpes. Él se justifica: “Se limitó a tomar a su mujer de las muñecas y lanzarla con indignación lejos de sí”. Ella aguanta, aguanta: explota. La esposa, sí, tendrá un amante.

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En los diarios de Teresa, Gustavo es “un canalla”, “el terrible lobo”, “un indigno cobarde”, “el puerco de G.”. En la novela de Gustavo, Teresa es “una pervertida”, “aquel bibelot tan bonito como falto de sesos”, “la histérica neurótica”, “una demimondaine”. Y Vicente Balmaceda Zañartu, el primo de Gustavo, ocupa un lugar primordial en las páginas de ambos. En las del hombre es “aquel truhán”, “el terrible Fico”, “el brillante calavera”. En las de la mujer, en cambio, es Jean, Vicho, “mi amante ídolo”.

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Los celos del marido se disparan un verano de 1911, aunque aún sin motivos, cuando el matrimonio visita a Vicente Balmaceda Zañartu en su hacienda de la costa central. Es ahí donde el hombre cree ver señales peligrosas entre su mujer y su primo, que se miran mucho, se ríen, coquetean. Tanto así que adelanta el regreso y viaja a Viña para entrevistarse con su suegro. Guillermo Wilms, que hace rato ha olvidado a mi Tereso, apenas escucha los alegatos del yerno: “No me ofrece ya garantía alguna de fidelidad”, se queja Gustavo. “No puedo seguir poniendo mi dignidad en manos tan frágiles e inconscientes, y es indispensable buscar algún arbitrio que ponga término honorable a una situación tan escabrosa”. La respuesta del patriarca Wilms, que treinta años más tarde morirá por demencia senil, es redonda: “Bótela usted a la calle si no puede hacer otra cosa”.

Gustavo no la bota a la calle, pero lo piensa. “Él la encerraría, la recluiría para siempre”, escribe. Ni el nacimiento de su hija Elisa, el 25 de septiembre de 1911, apacigua sus celos. El sueldo que recibe como empleado del Servicio de Impuestos del Estado se vuelve insuficiente, y entonces pide un traslado a alguna ciudad más llevadera. A ver si ahora, con menos estímulos sociales, logra domar a Teresa. El destino es Valdivia. Y el destino es también el deseo de Wilms Montt, a los dieciocho años, de ser escritora y firmar Thérèse. Balmaceda no lo puede creer: “A aquella altura de su vida fue cuando Ester, primero como en broma, consultando a su marido, y luego con todo desenfado, intercaló una h entre las letras de su nombre y se firmó Esther”. Y, en el colmo de la angustia, la acusa de una infamia mayor e inventa una escena de prostitución. “Esther lo había traicionado, y no a la manera vulgar, cediendo a la seducción de un amante, dejándose llevar acaso por la sugestión malsana de cierta literatura que dignificaba el adulterio, no, sino acudiendo a la venta”, fantasea el marido. Y convoca a un consejo familiar en la casa de los Balmaceda en Santiago, para ver si ahora lo escuchan.

Pero no. Nadie le cree, nadie le hace caso. “Demasiada tragedia en la familia, hijo: todavía hay quienes pretenden enrostrarnos el suicidio histórico de tu pobre tío”, argumenta el padre, refiriéndose a la muerte del presidente Balmaceda, ocurrida en un lejano 1891. El marido en celo piensa, sin embargo, que la tragedia no es demasiada todavía. Que ya van a ver lo que es tragedia. Y pide un nuevo traslado, lejos, lo más lejos posible.

***

A mediados de 1912, Gustavo y Teresa se mudan a Iquique, mil ochocientos kilómetros al norte de la capital. Viajan con Elisa y la criada Rosa Montes, la mama Rosa. Ya en el puerto salitrero, Wilms Montt hace amistad con el poeta y dramaturgo Víctor Domingo Silva, quien más tarde será Premio Nacional de Literatura. Y tal como lo fue en Santiago y Valdivia –tal como lo será en todas partes– la mujer es la estrella de las tertulias y las reuniones sociales iquiqueñas. En un raro gesto contra la autonomía que busca, firma ahora como Tebal (Te de Teresa, bal de Balmaceda) y publica artículos en la prensa local. El 2 de noviembre de 1913 nace, sietemesina, la segunda hija del matrimonio: Sylvia. Pero eso no altera la rutina de la escritora que, a los diecinueve años, cree haber encontrado un equilibrio perfecto: “Vivíamos en un hotel de mala muerte, pero el mejor del puerto, rodeados de toda clase de hombres extranjeros y chilenos, comerciantes, médicos, periodistas, literatos, poetas, etc. Una vie de bohème, más o menos. La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir”, anotará en sus diarios. “Yo era la única de sexo femenino en aquellas reuniones (…), abusaba del licor, de los cigarrillos, del éter (…). Me gastaba ideas anarquistas y hablaba con el mayor desparpajo de la religión –en contra– y participaba de las ideas de la masonería”.

Esa satisfacción, sin embargo, es una cuenta regresiva. Gustavo también participa en política y adhiere a la campaña senatorial de Arturo Alessandri Palma, futuro presidente del país. Y contra toda lógica, invita a su primo a trabajar por el candidato en la zona. Vicente Balmaceda Zañartu –que entonces tiene veintinueve años y morirá de sífilis antes de llegar a los cincuenta– atraca en Iquique con la comitiva alessandrista el 28 de febrero de 1915. Viene radiante. Teresa lo ve radiante: entonces empieza el romance. “Recuerdo un paseo que hicimos al cementerio de Iquique con mi Jean”, hará memoria Wilms Montt, unos meses más tarde. “En la muralla de una tumba había una enredadera en flor, y él me regaló una de ellas. Flor de tumba, así ha sido mi amor por él”. No sabe la mujer, en aquel momento, que así serán todos sus amores.

En mayo de ese mismo año Gustavo envía a Teresa con sus hijas y la mama Rosa a Santiago. Sospecha que el desenlace está cerca; solo le falta el remate. Deja pasar unos meses, vuelve a la capital y así lo hace: “Entró al escritorio y encendió la luz. Destacóse ante sus ojos la caja de fierro que tantos días atrás había observado con la misma angustia del que está frente a su tumba (…). Lo que estaba haciendo era, sin duda, una violación, y eso era horrible, indigno (…). ¿Violación? Y lo que había allí dentro, ¿qué era entonces?”. Lo que hay allí dentro son las cartas entre su primo y su mujer; “mi Jean”, “mi amor”, “mi Tejita”. Lo que hay allí dentro es la prueba que necesita el hombre rabioso, caliente, deshonrado para convocar de urgencia al tribunal familiar y, ahora sí, encerrar a la esposa adúltera. Por primera y última vez a Gustavo Balmaceda, que morirá en Oruro nueve años más tarde, le hacen caso.

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El lunes 18 de octubre de 1915, a las siete de la mañana, Teresa Wilms ingresa al convento de la Preciosa Sangre, ubicado en Compañía 2226, en el aristocrático barrio Brasil de Santiago. “No era extraño ver convertidos estos sagrados recintos en prisiones de las díscolas hijas de la sociedad chilena a principios de siglo”, apuntará Ruth González-Vergara en la biografía de la autora. El convento, entonces, cuenta con una sección para las mujeres locas y otra para recluidas por castigos morales. Teresa hubiera preferido estar loca, pero a sus veintidós años está más cuerda que nunca. A veces recibe las visitas de algún pariente lejano (nunca las hermanas, nunca los padres) o de sus amigos Paul Garnery, Sara Hübner o Vicente Huidobro.

A Teresa la animan estas visitas, pero su cabeza todavía está en otra parte. Durante los primeros meses de reclusión intenta gestionar el divorcio, ver a sus hijas que ahora viven con los abuelos Balmaceda y la mama Rosa, hablar con sus padres, suicidarse con morfina. Todo fallido. Solo logra escribir hasta el desgarro. Los diarios de esta etapa están dedicados casi por completo, con apodos y licencias poéticas, a Vicente Balmaceda Zañartu: “Tengo miedo, Jean, que esta nueva felicidad sea también muy corta”, escribe al inicio. Y al final: “Toda el alma, toda, toda te entrega en un beso tu quiltrilla huacha”. Pero deja ver que el amante no es tan distinto al marido. Que el amante tampoco tolera sus lirismos. Ella trata de no tomárselo en serio. Le dice: “Creo, Vichito mío, que si no fuera por mis rarezas, tú no te habrías enamorado de mí”. Y luego: “La Thérèse será Tejita hasta que se muera y tú serás un Tejo leso si no me quieres así”.

Está claro que Balmaceda Zañartu, Tejo leso, no la quiere así. Y Tejita finalmente renuncia. Al octavo mes de reclusión acepta una idea de Huidobro –que la admira como escritora aún inédita, que adora sus lirismos– y huye del convento disfrazada de viuda. Huidobro y Wilms Montt han nacido el mismo año, son hijos de la aristocracia, hablan varios idiomas, adoran París. Y en junio de 1916 toman el tren en la Estación Mapocho y desembarcan en Retiro, Buenos Aires. El poeta dictará una charla en el Ateneo Hispano el primero de julio, y en agosto regresará a Chile para embarcarse a Europa con su esposa, Manuela Portales Bello. Teresa, en cambio, nunca más pisará tierra chilena. La última mención que hace Gustavo Balmaceda de su mujer en Desde lo alto alude precisamente a este acontecimiento: “Su primera salida fue para escapar al extranjero. Un pobre diablo de poeta que debió encontrar en el camino de su desesperada fuga, quedó prendido entre sus redes y abandonó también su hogar, donde gemía una madre y una santa esposa”.

***

“–¿Qué hubiera usted querido ser?

–Lo que soy –responde Teresa Wilms a Sara Hübner en la entrevista publicada en Lo que no se ha dicho–. De cualquier otro modo me habría aburrido más”.

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Si antes fue un convento en Santiago, ahora será el Plaza Hotel en Buenos Aires. Si antes fue cien veces obedecer, ahora serán bombones en la confitería Richmond, tertulias en el café Tortoni, libros en El Ateneo, ópera en el Teatro Colón. Teresa está decidida a hacerse un nombre en las letras y así lo hace: camina por calle Florida, con su sombrerito y su bastón de caña, hasta el edificio de la revista Nosotros, donde colaboran Huidobro, Unamuno, Azorín, Valle-Inclán y otros consagrados. Y pide una reunión con Alfredo Bianchi y Roberto Giusti, los directores. A la semana siguiente ya es colaboradora remunerada de Nosotros, y conoce a Antonio Mercatali y Balder Moen, que pronto serán sus editores literarios, y hace amistad con intelectuales y artistas, y se muda a una pensión en Charcas 889, y da clases de idiomas, y canta arias de Puccini y recita sus poemas, y ahora más que nunca la noche es para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir.

“Teresita fue popular en Buenos Aires”, recordará el escritor Joaquín Edwards Bello, amigo de Wilms Montt, en la revista chilena Sucesos, en 1921. “Todos querían conocer a esa joven fría como los arcángeles y los nihilistas, hermosa y fuerte, con ojos maravillosos pero un poco indiferentes al amor”. Pero se equivocará Edwards Bello: esos ojos glaucos, que le parecen tan fríos, encubren un chispazo. Un fuego que por esos días se llama Horacio Ramos Mejía. Es un poeta argentino de veinte años, hijo de familia aristocrática, ultrasensible, que asiste a las tertulias de la revista Nosotros y admira y endiosa y muere por esta chilena de veinticuatro años que rehúsa el compromiso. Que lo quiere, sí, pero como amante. Que rechaza sus sueños de matrimonio, de hacer una familia. Que le pide que la entienda, por favor, que tiene un pasado deshonroso. Que las hijas, que la edad, que imposible. Que lo apoda Anuarí. Mi Anuarí, mi adorado Anuarí, pero sin compromisos, mi amor.

El debut literario de Wilms Montt ocurre en el otoño de 1917, y se llama Inquietudes sentimentales. Muy pronto, en primavera, aparece Los tres cantos. La autora, que ha firmado estos dos libros de prosa poética como Thérèse Wilms Montt, ve cómo las ediciones se agotan de inmediato y la crítica aplaude: “Prosa armónica, rotunda, sonora, coloreada, de bien cortados períodos”, “mezcla de erotismo y espiritualismo”, “muestra de temperamento excepcional”. Y este es su temperamento en palabras: “Nada tengo, nada quiero; mi cabeza dolorida, enferma del extraño mal, se abandona sobre la mesa, pesada como block de mármol”. Y esta su prosa rotunda: “No soy feliz ni podría serlo; porque, entonces, no sería hermana de los miserables: porque no tendría el alma ilimitada de indulgencia”. Y esta su tétrica proyección del erotismo: “Seré la novia casta que os dé toda la intensidad de su virgen dolor entre lápidas y piedras (…). ¡Muertos míos, muertos míos! Las ondas de mi mar interior se llenan, preñadas de dulzuras al borde de vuestros lechos”.

La chilena da entrevistas, recita en público, se siente cómoda en Argentina. A excepción de sus hijas, no extraña nada de su tierra natal. “Aquí, en el país de ustedes, hay cultura, amor a lo bello, artistas de verdad, hay independencia individual, cada uno vive como se le ocurre o puede, en cambio allá en Chile… la Iglesia domina aún, la separación entre la sociedad es profunda”, dice cuando la entrevistan en la revista argentina Fray Mocho. No sabe, no tiene cómo saber, que esa frase acuñada en sus diarios volverá una y otra vez: “Teresa no es feliz”.

***

“–¿ Ha amado usted mucho?

–No he amado nunca.

–Teresa, ¿por qué miente usted?

–No miento. ¡Pero sí! Espérese… He amado a ese hombre, después que se mató por mí. Me señala un retrato colocado entre los de sus hijas, junto al velador”.

Así reproducirá Hübner las palabras de la escritora.

***

El enamorado Anuarí no entiende las razones de Wilms Montt, el rechazo. Y al mediodía del 26 de agosto de 1917 se corta las venas en su casa de Ayacucho 1022. Teresa está con él y no puede hacer nada: lo ve morir en sus brazos, desangrado.

No son días los que siguen a la muerte del amante. Son, para Teresa, manchones de invierno en el Cementerio de la Recoleta. Son pasar las horas entre lápidas y escritura: “De la vida a tu tumba, de tu tumba a la vida, ése es mi destino”. Son páginas borroneadas que luego cuajarán como ofrendas. Son, por ahora, abandonar Argentina, huir del luto y partir a Nueva York para servir como voluntaria en la Cruz Roja. La madrugada del 13 de diciembre de 1917, la escritora se embarca en el buque Vestris con un baulito, algunos ejemplares de sus obras publicadas y la idea de ser distinta al mundo que la rodea. Una vez a bordo anota: “Viajar, he aquí el sueño de tantos burgueses panzudos. No saben que para estarse treinta días en el mar hay que tener en la sangre infinito y ellos sólo tienen glóbulos rojos. Yo soy comadre del lucero del alba”.

Hay momentos buenos en aquel viaje, como el banquete en su honor que organiza la tripulación. Pero hay momentos trágicos, como su intento fallido de arrojarse al mar: un pasajero la detiene y ella le explica que solo “quería descansar”. Y hay, al final, momentos de absurdo: “Estoy detenida por graves sospechas de espionaje al servicio teutónico”, escribe en sus diarios el 4 de enero de 1918, recién arribada a Nueva York. El apellido, los ojos verde azulados, el pelo rubio: a los guardias norteamericanos les parece que es una espía alemana. Y aunque dos días después es liberada, a la chilena ya no le interesa seguir en ese país ni alistarse en la Cruz Roja. Entonces cambia América por Europa y se embarca otra vez.

***

“Mi destino es errar”, escribe por esos días. Pero su destino es también la bohemia y la intelectualidad de los años veinte en Madrid y París. A comienzos de 1918 se instala en una pensión madrileña. En la mesa de noche guarda una foto de sus hijas Elisa y Sylvia, como un amuleto. Ahora, con otros aires, la noche vuelve a ser para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir. Entre tertulias y cafés literarios, se reencuentra con Vicente Huidobro y Joaquín Edwards Bello. Y hace amistad con escritores, dramaturgos y pintores españoles. Entre los más cercanos están Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Benavente, Julio Romero de Torres y Ramón del Valle-Inclán. Sobre todo Valle-Inclán, con quien visita Toledo y Ávila. En mayo de 1918, ya asumida como Thérèse Wilms Montt, publica En la quietud del mármol, su tercer libro, con un prólogo del crítico guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Y pocos meses más tarde viene Anuarí, prologado por Valle-Inclán, quien se pregunta “de qué mundo remoto nos llega esta voz extraña, cargada de siglos y de juventud”.

Esta voz extraña de Wilms Montt llega, quizás, del mundo remoto del amante inmolado. Con él habla en estas páginas: “Viniste a mí; yo no te esperaba”, dice. Y luego: “Insulto al miserable destino que ha arrancado todos mis amores en capullo”. Y al final: “Soy una niña vieja, Anuarí”. Y la herida, esa al menos, se va cerrando. A pesar del luto, a pesar del tormento de no ver a sus hijas, a pesar de los recuerdos del claustro, de la indiferencia de sus padres, de la hondura de sus escritos, es posible que estos sean los mejores años de la escritora. Los más libres al menos.

Con sus nuevos camaradas, la mujer no se avergüenza del fracaso conyugal ni de la impericia doméstica. Joaquín Edwards Bello recreará en una crónica de 1924, publicada en el diario chileno La Nación, una escena puntual en la que Valle-Inclán, Wilms Montt y otros amigos se juntan a cenar. “Esa noche se trataba de una cazuela chilena que prepararía Teresa en casa de un pintor conocido. Recorrimos muchas tiendas de aves, de vinos y verduras y llegamos a casa del pintor a las diez”, relata el cronista. Y acto seguido refiere la singular solución de la cocinera para ablandar al animal: “A las once, Teresa mandó poner bicarbonato, porque la gallina parecía de fierro; además había echado un huevo y, todo junto, se pegó”. Los comensales terminan cenando en un restaurante y Teresa canta para ellos La bohème. La misma Bohème que tarareaba en el palacete de Viña del Mar. La misma de Iquique y Buenos Aires. La bohème de Wilms Montt.

***

En 1919 la escritora vuelve a Argentina para publicar su quinto y último libro, Cuentos para los hombres que todavía son niños. Es un volumen de relatos que firma como Teresa de la †, quizás haciéndose cargo de una cruz imaginaria. Una rúbrica que será también su último seudónimo. Allí escribe, por ejemplo, una versión de Caperucita roja en la que la niña se enamora del lobo. Y el desenlace no es, no puede ser, auspicioso: “Desde entonces todas las mujeres llevamos el corazón cubierto por una caperucita roja de nuestra sangre. Porque todas hemos sido heridas por el lobo de ojos brillantes, de gestos graciosos, de palabras melifluas”.

La obra recibe buenas críticas y Teresa tiene la posibilidad de quedarse en Buenos Aires. Pero la ausencia de Anuarí le pesa demasiado y regresa a Europa a bordo del transatlántico Daryo. Después de un paso por Londres y Liverpool, se establece otra vez en Madrid. Y algo cambia su rutina de golpe: Rosa Montes, la criada de Iquique, le hace saber que José Ramón Balmaceda, para quien aún trabaja, asumirá una misión diplomática y se trasladará a Francia con toda la familia. Y toda la familia para Teresa tiene dos nombres: Elisa y Sylvia, sus hijas. Sin dudarlo, arma el baúl y toma el tren a París.

Es 1920 y se instala en el céntrico hotel Daunou. Antes de la llegada de las niñas, establece vínculos con André Breton, Paul Éluard, Max Ernst. También están Huidobro y Edwards Bello, con quienes mantiene lazos cercanos. Ella sigue el pulso de la noche parisina, pero su cabeza está anclada en la reunión con sus hijas. Han pasado cinco años desde el último encuentro. Ruth González-Vergara conversó con Elisa y Sylvia Balmaceda Wilms entre 1989 y 1992, y reproduce estos diálogos en Un canto de libertad. Hoy ambas están muertas, pero entonces rondaban los noventa años y recordaban perfectamente la primera cita con su madre en París.

Dice Elisa, la mayor: “Nosotras éramos dos niñitas que no sabíamos que teníamos una madre (…). No teníamos ningún contacto con mi mamá Teresa. Y mediante esas almas caritativas de mi mama Rosa y algunos criados de los Balmaceda pudimos encontrarnos con ella en los jardines. Fue un verdadero complot. Estábamos sentadas entre flores, en el Trocadero, cuando apareció nuestra madre, con una capa y un sombrerito con un alfiler, que casi se le caía. La vi muy hermosa. Se me cerró todo: el estómago, el esófago porque era una emoción biológica, era la emoción total”.

Dice Sylvia, la menor: “La primera vez que la vi, en París, fue una impresión muy grande. Yo tenía seis o siete años. Con mi hermana y mi mamita íbamos por Les Champs Elysées cuando se detuvo un taxi y nos hizo señas una mujer con una capelina negra. Nos acercamos. Yo la quedé mirando abismada de su belleza (…). No sabía que era mi madre. Se acercó para abrazarme y me dijo: ¡Mi amor, yo soy tu mamá!”. Después de varias gestiones diplomáticas, las visitas son oficializadas y Teresa puede ver a sus hijas jueves y domingos. Las recibe en su pequeño departamento de la avenida Montaigne, número 6, en el barrio de Champs Elysées. Wilms Montt, que se ha teñido el pelo de negro y se siente vieja a los veintisiete años, hace planes. Confía en que saldrá el divorcio y se irá con las niñas y la mama Rosa a Suiza, a empezar de nuevo. Llega a tener como pretendiente al adinerado André Citroën, fundador de la industria automotora francesa, con quien está dispuesta a formar una familia si es necesario. Por momentos piensa que eso es el cielo. Vive todo ese año dedicada a Elisa y Sylvia. Las llena de regalos: desde flores y muñecas hasta una tortuga, que las niñas bautizan Teresina. Pero esto no es el cielo; nunca lo fue.

En octubre de 1921 la familia Balmaceda regresa a Chile y Teresa pierde a sus hijas, por segunda vez y para siempre. Aunque tiene algunos proyectos, como reeditar la revista La Guirlande bajo su dirección y publicar en francés, todo ahora le parece vacío. En noviembre apenas tiene ánimo para escribir en su diario: “Quiero reposar en la tierra solamente envuelta en una sábana o si es posible en un pedazo de tierra de la fosa común”. En diciembre deja de escribir, se borra. Fuma como bestia, no sale de la cama, se enclaustra en la avenida Montaigne. “En la cabeza de la Nada se ha suicidado una idea”, ha escrito alguna vez. “Sólo existe una verdad tan grande como el sol: la muerte”, insiste. “Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas”, remata. Y el jueves 21 de diciembre de 1921 lo hace: se apaga sola, gota a gota, mientras el narcótico fluye suave y tembloroso por su sangre. La portera del edificio la encuentra al otro día en la cama, inconsciente, y la lleva de urgencia al hospital Laënnec de la calle Sévres. Dos días agoniza en la sala 18 del sanatorio, hasta que el sábado 24 de diciembre deja de respirar.

Se acaban Tejita, Tebal, Thérèse, Teresa de la †, Teresa Wilms Montt.

“En la noche de Pascua de Jesús del año 1921, cuando el Père Noël traía a la tierra los más hermosos juguetes del cielo, se llevó al cielo el más hermoso juguete de la tierra”, escribirá Vicente Huidobro en un homenaje póstumo, reproducido en 1976 en sus Obras completas. “Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de educación, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia”.

La mujer que escribió siempre a contrapelo, que odiaba el verbo obedecer y alucinaba con el violeta del cielo; la mujer que veía su alma como “un palacio de piedra donde habitan los ausentes”; la escritora que habló de amores arrancados en capullo y cunas como féretros, es enterrada el 30 de diciembre de 1921 en el Cementerio de Père-Lachaise. A pocos metros de Oscar Wilde, no muy lejos de Edith Piaf y Molière. A un costado de los amantes Eloísa y Abelardo, en la división 82 del antiguo camposanto. Es una tumba gris, de paredes lisas y limpias, como todas las tumbas, con una inscripción de honor en letra firme: “Teresa Wilms Montt: Egregia Escritora Chilena”. En el corazón de París, a más de diez mil kilómetros de esa casa blanca, estilo inglés, vacía, de su Viña natal.

 

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