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El habla de la tribu

Por Cristian De Nápoli

"Lo verdaderamente nuevo lo es porque en algún punto traiciona la necesidad de lo nuevo". Leé una de las piezas que integran En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros (Añosluz Editora). 

Por Cristian De Nápoli.

 

 

 

Yo no sé de dónde sacan los estudiantes extranjeros de intercambio (¿las sacarán de la Lonely Planet?) esas palabras como “pebete” o “cameruza”. Pero los veo y los escucho, jóvenes franceses, alemanes, mientras caminan por San Telmo y derrochan léxico con esa habilidad indiscutible que parecen tener para hallar gemas de nuestra oralidad y no solo gemas, ¡también yemas!, ¡y de huevos que no se usaban desde hace treinta años! Y encima el modo en que las pronuncian, con una frescura, como mintiéndonos que las acabaron de encontrar en la calle, de pasada, después de haberse tomado un “feca”. Igual reconozco que me gusta –porque también es juvenil– esa vieja juventud de los jóvenes. Porque además no sé si los lingüistas repararon en esto, pero la gente joven en general, y no hablo ya de los extranjeros, son a la vez los dueños del habla de la tribu y los que más la “traicionan”, usando muchas veces palabras de una coloquialidad ampulosa, casi que enciclopédica, que dejó hace décadas de encontrarse en la calle. Este es un hecho interesantísimo, y que hace pensar que lo verdaderamente nuevo lo es porque en algún punto traiciona la necesidad de lo nuevo. Se ve que el habla de la tribu incluye la licencia para homenajear cada tanto, y sin mucha efusión, a otros lenguajes tribales más o menos pasados. A veces lo hacen con efusión y alto orgullo –pienso no solo en palabras rescatadas sino en símbolos, como hoy el pañuelo.

Por otro lado están esas personas que son las más ajenas a todo lo que tenga que ver con la juventud: los que se hacen los jóvenes. Si lo normal es que los pibes de repente se permitan homenajear el habla de sus mayores, si se les ocurre rescatar alguna que otra palabra con fama de sucia y que no se usaba desde la década del ochenta, lo que hacen estos otros es lo opuesto: agasajan a los jóvenes (como si nunca hubiesen sido invitados a esa fiesta) dedicándose minuciosamente a borrar todo viejismo (hay que tener el corazón muy viejo para dedicarse a eso) y atiborrándose de giros y grafías de lenguaje actual. Salvo en los libros que la simplifican, el habla de la tribu es un palimpsesto complejo, por eso si algo delata la decadencia de un escritor es su ansiedad por estar al día en la lengua, su esfuerzo por ser sincrónico de algo que está demasiado vivo para quererse solo en presente. Un gesto deschava a los juvenilistas: muchas veces hablan de la necesidad de “rescatar” el habla de la tribu. Pero lo que ellos rescatan no está en peligro; es más, está bárbaro de salud. Lo que no quita que a estos cronistas barriales y narradores rescatistas les vaya muy bien. Sus libros suelen tener buena llegada en docentes que no saben cómo comunicarse con sus alumnos.

En fin, los jóvenes hablan como jóvenes y a veces mechan en su hablar cosas muy viejas, porque les queda bien o porque les hace bien. Cuando buscan sacos verbales de mamá o papá, conocen la canción: “porque si nada queda, nada habrá”. Saben que la tribu muere si se hace espejito. Un lenguaje fósil de actualidad, muerto en presente, es un drama de la expresión que, como decía hace un rato, solo parecen sufrir algunos viejos que anhelan vivir al día. Puede entenderse por qué otros viejos tienen perfecta llegada a los pibes: porque no se cuidan de felpudear viejismos, es más, los desperdigan adrede. Cuando el Indio Solari dice “perejil”, es un ejemplo. Si detrás de esto hay una estrategia juvenilista más sofisticada, no lo descarto.

Los jóvenes son la tribu, por eso viven su expresión sin drama, salvo que por alguna razón estén lejos de la tribu. Ahí sí pueden volverse un poco como buzos socorristas exagerados, rescatando más de la cuenta y trayendo a cada rato a la superficie hermosos zapatos del siglo XX. No sé si el exilio duele tanto en el alma como en el habla. En Finlandia, donde viví un tiempo, conocí ese drama. Era un chico rosarino que hablaba como una retrolírica de Fito Páez. Helsinki es uno de los muchos lugares del mundo, casi todos europeos y distantes pero entrañablemente nuestros, donde todavía se escuchan cosas como “bulo” o “qué acelga”. En esos parques nacionales off-shore abundan especies de palabras que en suelo nativo no es que se extinguieron, pero sí que afloran a ritmo más relajado, natural.

 

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