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Ficción argentina

El nene: un cuento de Mariano Quirós

De su último libro, Campo del cielo 

Del narrador y editor nacido en Resistencia en 1979, autor además de las novelas Robles, Torrente, Río Negro, Tanto correr, No llores, hombre duro y Una casa junto al Tragadero, que obtuvo el XIII Premio Tusquets Editores de Novela en 2017. Su libro de cuentos La luz mala dentro de mí ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. 

Por Mariano Quirós.

 

Tengo tres hijos, pero conmigo vive solo Quique, el más grande. Los otros dos, los mellizos, se fueron tras el rastro de su madre hace ya unos cuantos años y no he vuelto a tener noticias. Se habrán hecho una vida más interesante y ahora no les importará venir para estos lados. O bien puede que no se resignen y sigan buscando a la madre. La verdad es que a esta altura ya no me preocupo. Acá en el pueblo hay otros problemas que atender.

A mi hijo Quique todos le dicen el Nene. Tiene veintiséis años y es como de mi tamaño —yo soy un hombre grande, metro noventa y por lo menos ciento diez kilos—, entonces que le digan el Nene me parece una falta de respeto, a Quique y a mí. Por eso es que me molesta tanto cuando, en medio de alguna conversación, me distraigo y me refiero a él, a mi hijo, con ese apodo de mierda. Me pasa sobre todo en los asados, cuando me largo a comentar algo. De repente, por ejemplo, en medio de una historia que estoy contando y de la que fuimos parte Quique y yo, me sale decir el Nene. Me duele por el chico, que así queda como más abombado.

Yo lo aprendí en la escuela, cuando las maestras nos llevaban al parque: hace unos miles de años llovieron meteoritos en esta zona, se hicieron cantidad de exploraciones y se inventaron millón de historias. Alguien puso el nombre de Campo del Cielo y después armaron el parque con unos cuantos de los meteoritos que no se robaron los exploradores. Los carteles informativos que instalaron en el parque cuentan, más o menos, toda la historia. Pero fue por Quique que fui recuperando los detalles.

No sé de dónde le habrá venido el interés, pero un día —nueve años tenía él— se largó a hablar de los meteoritos y no hubo quien lo parara. De repente y sin que viniera a cuento, te largaba algún dato, te contaba una anécdota de cuando descubrieron los meteoritos, de las exploraciones para sacarles el hierro, de cosas del espacio que, contadas ahí en mi taller, me rompían bastante las pelotas.

Al final no podías saber si el chico era medio idiota o si era algo como un sabio. Pero un sabio idiota, porque lo suyo no servía para nada. Era una pura rareza. Pregunté en la escuela, a sus maestras, qué temas estaban dando. Las maestras no soportaban mucho a Quique. Entonces, me dije, puede que hablándole de meteoritos encuentren la manera de que el chico no joda. Pero resulta que nada que ver.

«Es más seguro que le hayan hablado en su taller —me dijo una maestra—, en su taller siempre tiene linda gente usted.»

Como no me iba andar enojando con aquellas maestras, corté por lo sano y subí a Quique a uno de mis autos. Lo llevé hasta el parque, cosa que viera los meteoritos de cerca. Frené sobre la entrada y le señalé el camino que debía tomar.

Hacía un calor insoportable, pero mucho peor era el viento, que levantaba la tierra y dejaba el ambiente sucio.

Bajé del auto y miré alrededor. Había un vallado de madera —seguro que de algarrobo— rodeando el parque, pero no se veía que hubiera gente. Capaz, pensé, no sea época de turistas, que sacando a mi hijo son los únicos que se interesan por esto de los meteoritos.

Le hice señas a Quique para que bajara. Tardó en hacerme caso, estuvo un rato largo haciendo de cuenta que buscaba algo dentro del auto. Pero era para joderme nomás, porque cuando vio que me acercaba se apuró a bajar y salió corriendo para adentro del parque. Lo perdí de vista en un pispás.

Hice memoria hacia mis tiempos escolares: el parque no había cambiado gran cosa. Como mucho si ahora tenía, de gran novedad, la cabaña que hacía las veces de recepción, unos carteles indicativos y otros tantos de propagandas.

Caminé lento por el caminito de ripio y apenas entré al parque vi la gran mole marrón, instalada como una escultura o como el monumento de un prócer. Y vi también al idiota de mi hijo que la abrazaba como si fuera su madre.

Tuve el impulso de correrlo de un manotazo, pero no sé si fue por pena o por miedo o por una mezcla de ambas cosas que lo dejé hacer. Que se impregnara de lo que tuviera que impregnarse con ese meteorito.

Pasaron, cuánto, tres, cinco minutos, hasta que Quique se soltó y me miró de nuevo con esa cara suya que uno no sabe si abrazarlo o darle un buen sopapo para que de una vez por todas se comporte como un chico normal y deje de hacernos tan desgraciados.

Su problema, el problema de Quique, le viene de siempre. Yo lo recuerdo con apenas cuatro años, encontrarlo al chico todo mugriento, sentado en la tierra y bajo el sol de la siesta. Como si nada, él. La boca a medio abrir que no se le curó nunca y los ojos puestos vaya uno a saber dónde. Al principio era nada más que eso. Con que yo me acercara y lo sacudiera un poco, él reaccionaba, a veces con una sonrisa, como contento de verlo a uno. Pero otras veces más bien como un puro berrinche, un gesto de caprichoso.

Me preocupé en serio cuando sus hermanos crecieron y lo dejaron atrás. Los mellizos eran mucho más avispados, se entendían muy bien con la gente. Y con la madre, sobre todo, que con Quique había sido siempre una mal llevada. Como si se avergonzara de él, la madre.

Así porque sí, de pasarle por al lado, sabía surtirle coscorrones que Quique recibía con un gesto raro. Como arrugando la cara, que no es una cara fea la de Quique, sino que parece una cara que no se corresponde con el cuerpo enorme.

Mi mujer, que se llamaba Merche, fue la que me hizo preocupar por lo opa que era el chico. Que me fijara en los otros dos, me decía, tan distintos.

Que los mellizos tenían amigos, que apenas crecidos ya les andaban atrás a las mujeres, que leían de corrido…

Una vez Quique se comió una lagartija. Se fue al fondo de la casa y se instaló de cara al muro. Las lagartijas iban y venían, camuflándose con el sol, y Quique meta manotazo queriendo cazarlas. Lo vi desde la cocina y no me pareció preocupante, lo entendí como el juego de un chico de ocho años —esa edad, año más año menos, tenía Quique en aquel momento—, hasta me dio algo de ternura.

Después me fui para el taller, que está pegado a la casa. Así que estaba en eso, en plena tarea metido bajo un coche, cuando me vino el escándalo de Merche. Me pegué la cabeza contra el escape culpa del semejante susto.

Peor fue cuando los tuve delante, a Merche con los ojos colorados de rabia y a Quique con la boca sucia de sangre y porquería. Le venían arcadas, no supe si por la inmundicia que había hecho o si por el zamarreo de la madre, que lo sacudía y le pegaba los coscorrones de siempre.

Me lo dejó ahí Merche, en la puerta del taller, y se mandó para la casa. Me desesperé, creí que se me iba a morir atragantado, y le ensarté un dedo lleno de aceite en la boca. Quique hizo una arcada, otra más, hasta que vomitó. Entonces vi los pedazos de lagartija retorciéndose en la tierra, como si el bicho estuviera todavía vivo.

Lo miré a Quique: liberado del atoramiento, sonreía.

Qué voy hacer con vos, le dije.

Con el correr de los años Merche fue acumulando protestas. Que Quique no hablaba o que hablaba raro, que comía mucho, que no comía nada, que no sabía limpiarse después de cagar, que se tocaba en medio de la gente… Esto último trajo problemas.

Iba por el sexto grado cuando tuve que sacarlo de la escuela. Se había bajado los pantalones y había perseguido a las compañeras con el pito al aire. Un maestro lo quiso frenar y Quique le metió un sopapo.

Mandaron avisarme a Lucho —uno de los mellizos; el otro se llama Nacho—, que me llegó al taller riéndose, contento con la ocurrencia del hermano mayor. Tuve que ir hasta la escuela y ahí estaba Quique, con el guardapolvo como única vestimenta. Se me vinieron encima el maestro golpeado —un tipo que yo conocía bastante, un pelotudo— y la directora. Me dijeron que ya era mucho, que antes de la escuela a Quique había que enderezarlo.

Me dieron el resto de la ropa de Quique hecha un bollo. No quise protestar. El olor agrio de la ropa, las caras del maestro y la directora, y Quique mirando al vacío me desanimaron por completo. Lo agarré de la mano y me lo llevé. Hicimos en silencio todo el trayecto hasta la casa.

A la semana de aquello un cliente del taller lo escuchó hablar de los meteoritos. El tipo se me acercó y me dijo: «Che, qué es lo que dice el Nene». Quique estaba sentado ahí, en la entrada al taller, y hablaba bajito.

Me acerqué y le pregunté qué le pasaba, qué estaba diciendo. Quique levantó la vista y, sin dejar de mover los labios, me miró con cara de asustado. Su cara de siempre en realidad. No sentí bien lo que decía, así que arrimé la oreja y entonces sí le escuché decir que los meteoritos no son estrellas, que tampoco son metal: los meteoritos son luces de agua. No supe qué decir ni qué pensar, escuché clarito lo que dijo pero no pude entender nada.

El cliente —Soria se llamaba, otro boludo del pueblo— me vio volver al arreglo de su auto y me hizo otro comentario: «Raro, el Nene», me dijo.

Me dio bronca que hablara así, como si Quique, en vez de mi hijo, fuera cualquier tipo del que pudiéramos reírnos juntos. Lo miré mal, serio, pero el boludo ni se mosqueó. Siguió con su risita de mierda.

Le terminé bien el trabajo de puro cuidadoso que soy, que no me gusta que me hagan mala propaganda entre la gente.

Por lo general son los policías del pueblo los que me traen los autos. Los consiguen por Santa Fe o en alguna otra ciudad más o menos alejada y me piden que les trabaje algún detallecito. Uno de los oficiales, Ruchi, trajo una vez un Honda Civic y me dijo: «Que quede igual a como está, pero que no se note que es el mismo». Me pareció como una descripción exacta de mi trabajo la de Ruchi, y aunque el tipo es bastante pelotudo, al menos aquella vez sentí algo como respeto por él.

Dos semanas después, cuando Ruchi vino a buscar su auto —suelen dejarme los autos incluso un par de meses—, quedó maravillado. «Es el mismo —decía—: y a la vez no.» Recuerdo bien aquel trabajo porque a partir de entonces se multiplicó la actividad. En un año hubo que agrandar dos veces el taller, de la cantidad de autos que me llegaron.

El único problema fue que desatendí un poco a Quique. No es que él no pudiera manejarse solo, pero me quedaba el resquemor de no estar ahí, pendiente, para sugerirle algunas cosas. Además de que los clientes —que son casi siempre los policías del pueblo— se lo toman a la chacota.

«Nene —le dicen—, contate historias de los meteoritos.» Entonces Quique se larga a hablar y ellos hacen de cuenta que lo toman en serio, ponen caras de asombro, pero al toque nomás empiezan con la tomadura de pelo. Son momentos desagradables, porque Quique habla bien en serio. De alguna manera que yo no alcanzo a captar —y pareciera que nadie capta—, los meteoritos o alguna cosa del material con que los meteoritos están hechos provocan algún tipo de efecto en mi hijo. Quiero decir que él capta algo que los demás no. Y me desespera, pobre, que esa capacidad le traiga puro sufrimiento.

El día que Merche armó las valijas, Quique se había meado encima. No era que nunca le pasara, tampoco era de las peores cosas que tenía, pero por lo visto esa vez colmó la paciencia de mi mujer. Merche se metió en el taller —algo que nunca hacía— y corrió con el pie unas herramientas que le cerraban el paso. Tenía colgado un bolso a modo bandolera —un bolso mío, que yo la verdad casi no usaba— y arrastraba la valija grande con rueditas, que era de los dos. Además de esos bártulos, estaba muy bien vestida para el taller, con un pantalón blanco que se le apretaba en el culo y que, me preocupé, corría riesgo de ensuciarse fácil ahí adentro. Le pregunté si la ayudaba en algo y me avergoncé al instante: de repente le hablaba a mi mujer como les hablo a mis clientes. Casi con las mismas palabras. Me apuré a decirle, entonces, lo del pantalón, que se iba ensuciar.

Merche ni me miró. Habrá tenido sus movimientos bien calculados, y bien visto y elegido uno de los autos del taller, porque caminó directo hacia ese. Era un Fiat Duna blanco. Hacía por lo menos mes y medio que estaba en el taller, con el arreglo ya listo. Era cuestión que Ruchi viniera a retirarlo.

Merche abrió el baúl y maniobró para meter la valija, pero le faltó fuerza. Dejó la valija en el piso y tomó aire, como si midiera el impulso para un nuevo intento. Lo que quería, en realidad, era que yo le diera una mano. Así que caminé hacia ella limpiándome las manos con un trapo y me hice cargo de la valija: la llevé para afuera, de vuelta a la casa. Merche me gritó algo, unos insultos, y como no le di pelota se me vino encima. Me dio unos cuantos golpes, más que nada puñetazos en la espalda, que apenas si sentí. Recién cuando se me puso adelante, cara a cara, y me estampó un terrible sopapo, empecé a hartarme. El ardor en la jeta, además, se me estiró por todo el cuerpo hasta darme una especie de mareo. Merche se dio cuenta de mi acuse de recibo y subió el tono: «Retardado —me dijo—, retardado igual que el Nene». Entonces algo se nubló en mi cabeza.

Y es que a mí, la verdad, no me hace gran cosa que me insulten. Soy un hombre pacífico y la gente me reconoce así. Es cuando lo maltratan a Quique la cuestión, cuando dejo de entender y asimilar lo que pasa. Y que a veces reacciono de maneras que no quisiera.

Me gusta pensar que aquel día simplemente devolví el sopapo y dejé las cosas libradas a su suerte. Que le dije a Merche —mientras se acariciaba, ella, la mejilla golpeada—, que le dije que muy bien, que si tanto quería irse que se fuera. Me gusta pensar que incluso ayudé a devolver la valija hasta el auto y que la metí en el baúl. Que simplemente hice aquello que Merche me pedía. Que hice incluso un poco más: que me tomé el trabajo de arrancar el Duna y darle marcha atrás hasta sacarlo del taller. Que le ahorré a Merche las maniobras difíciles. Pensar, también, que en el medio de todo apareció Quique y que ella, Merche, le dio un abrazo y le pidió perdón, que le dijo que no era por él que se iba. Y que Quique, al menos por ese rato, entendía las cosas de un poco más acá. Hasta suelo verme a mí explicándole a Merche qué hacer con los papeles del auto. Le planteo, en esa imagen, unas cuantas recomendaciones. Me gusta pensar que Merche me miró a los ojos y, por una vez, me agradeció. Porque sabíamos, los dos, que era mejor así. Me gusta pensar que después subió al Duna —su pelo negro atado a la altura de la nuca, librándola del calor— y arrancó, llena de tristeza y tan hermosa.

Tardé en llamar a Ruchi para ponerlo al tanto de mi problema. Por lo menos una semana entera tuve el Duna cubierto con una lona. Me preocupaban los mellizos, que de un momento a otro iban a preguntar. De repente no iban a ver más a la madre en la casa. Pero por suerte —o por algo así como suerte— en aquellos días andaban muy metidos en sus cosas, en los bailes del pueblo, en la pura joda. Quiero creer que vivían bien, que podían manejarse a su manera en este pueblo tan falto de motivaciones. Así que, antes de que vinieran a preguntar, los senté a la mesa y les expliqué la situación, las ganas de su madre de cambiar de vida y de ambiente. No pareció, de buenas a primeras, que los mellizos asimilaran aquello que yo intentaba decirles. El fondo de la cuestión. Más daba la impresión de que yo les hacía perder el tiempo. A tal punto que uno de los dos —no me sale decir ahora si fue Lucho o si fue Nacho— me dijo que más me preocupara por el Nene que por ellos; que ellos, como yo bien imaginaba, tenían ya otros proyectos de que ocuparse. Ese que habló llegó a decirme, incluso, que si alguien ahí necesitaba de Merche —«de mamá», dijo— esos éramos el Nene y yo.

Para nada me sorprendió la respuesta de mis hijos, pero sí me descolocó que, como todos en el pueblo, se refirieran a su hermano como «el Nene». De puro reflejo miré a Quique: aun sentado a la mesa con nosotros era evidente que tenía la cabeza en cualquier lado. En los meteoritos más que seguro.

No recuerdo ahora si Ruchi llegó ese mismo día o al día siguiente. Sí recuerdo que me puteó de lo lindo. También recuerdo —aunque bien puede ser simple idea mía—, recuerdo que en un momento lloré y que Ruchi aprovechó para putearme todavía un poco más. Que encima de todo, dijo, yo era un terrible maricón. De todos modos me dio una mano, digo yo que por la cantidad de favores que me debía.

Mandó una gente a que buscara el Duna y me dijo, Ruchi, que mejor no preguntara nada. Aun así, pasé por muchos momentos de angustia. Noches sin dormir, pensando cualquier cosa. Es más: la angustia nunca se va del todo, solo que a veces, en momentos determinados, se siente con más fuerza.

Unos días después de la partida de los mellizos, en plena siesta, sentí que alguien le daba arranque a un coche del taller. Sentí también el acelere, el sonido limpio del motor, y por último el repiqueteo de las llantas sobre el ripio. Acostado en mi cama, abrí los ojos y dije: «El Nene». Me levanté a las apuradas, molesto también por pronunciarlo a Quique desde su apodo.

Se había llevado un Volkswagen, un Gol de morondanga que yo había dejado a nuevo. Urgente lo llamé a Ruchi para que estuviera al tanto. Esta vez se me cagó de risa: «A los saltos te tiene el Nene», me dijo.

Preparé un mate y me senté a tomarlo en la puerta del taller, a la sombra de un mango que tengo ahí. Había un sol de puta madre, un sol blanco, que apenas si te dejaba mirar el paisaje. Traté de pensar en cualquier cosa, de no preocuparme por Quique, pero a la vez, con el asunto de los mellizos y su partida, como que yo estaba muy sensible. Por ahí, me dije, Quique se había mandado detrás de ellos, y quién podía decirme que no acabara mal. No quería, pero me llenaba la cabeza de malos pensamientos.

Ni siquiera me calmó la llamada de Ruchi: que Quique, me dijo —no dijo Quique, por supuesto, dijo «el Nene»—, que Quique estaba en el parque, abrazado a un meteorito. «Pobre chico», dijo finalmente y me cortó.

Así, con los nervios de punta, me subí a un coche y apunté a los rajes hasta Campo del Cielo. Me transpiraban las manos, tanto que apenas si se agarraban al volante. En un momento, llegando al parque, respiré hondo y aminoré la marcha. Lo único que me faltaba era un accidente, alguna estupidez por el estilo.

Ya de lejos pude ver el Gol mal estacionado, atravesado al camino y con la puerta abierta. Estacioné al lado del Gol —no me sale decir ahora en qué auto andaba yo, de tanto barullo que había en mi cabeza— y me tomé un minuto para estacionarlo correctamente. Después sí, le metí una corrida hasta adentro del parque. La camisa, que ya era puro sudor, se me impregnó de tierra al instante.

Me frené a leer uno de los carteles informativos: repasaba el nombre de cada uno de los meteoritos encontrados en el parque. Todos nombres que Quique había pronunciado alguna vez, con esa manera maquinal, medio robótica, que usaba para hablar del tema. «Los meteoritos son luces de agua», recordé, pero tampoco esta vez pude captar el significado de semejante frase.

Me metí al parque y al toque se me vino encima uno de los empleados, un muchacho gordo y con cara de indio, transpirado y bastante sucio. Me preguntó si yo tenía que ver con Quique. Se ve que lo conocía de antemano a mi hijo, o por lo menos a su historia, porque se refirió a él, a Quique, por el apodo. Le pregunté dónde estaba y me hizo seguirlo. Me contó del susto que se habían pegado, que escucharon la bruta frenada del coche y trascartón vieron a Quique pasar corriendo y a los gritos. Siguió hablando el empleado, pero no quise escuchar detalles, no quería sentir vergüenza de mi hijo.

Menos aún cuando lo vi. No solo que estaba abrazado a un meteorito, sino que además se había sacado la ropa —toda la ropa, estaba en bolas— y se frotaba contra la mole. Como si se cogiera al meteorito, como si le hiciera el amor.

Me quedé pasmado. Había otros dos muchachos que le hablaban, que intentaban sacarlo de ahí, pero se ve que Quique —y el tamaño de Quique— los intimidaba. Hicieron gestos de alivio cuando me vieron aparecer. También amenazaron con algún reproche, pero supongo que mis nervios y el enojo con que me fui contra Quique los hicieron recapacitar.

La cuestión es que agarré a mi hijo por los hombros y lo arranqué del meteorito. A lo bruto lo arranqué, cosa que se diera cuenta del escándalo que había armado. Pero Quique no podía darse cuenta de nada. Más bien al contrario, porque pegó unos gritos de lo más desesperantes y le vino a la cara un color espantoso, de un rojizo amoratado. Lo acosté a la fuerza sobre el piso de tierra y le di un par de sopapos para que se calmara. Si los empleados del parque no me frenaban, creo yo, hubiese sido un desastre. Hubo un forcejeo importante, algún manotazo involuntario, hasta que al final quedamos, Quique y yo —y también uno de los empleados—, acostados de cara al cielo. Quique a los gritos y yo apenas respirando, los ojos llenos de lágrimas y la sensación de que todo se me había ido definitivamente al carajo.

El barullo en la cabeza me lo aplacó de un golpe el empleado gordo y cara de indio. Según él, fue con una piedra, pero yo tengo idea de que fue con un soberano trozo de meteorito.

Ahora cada tanto lo llevo a Quique al parque. Aunque son respetuosos, a los empleados les queda un poco de miedo. No saben qué cara poner cuando nos ven llegar. Yo los saludo, de lejos nomás, y me cebo unos mates. Quique habla con los meteoritos. Porque aunque suene raro, eso es lo que hace, se les para enfrente y les habla como si fueran personas. No es que diga demasiado, en realidad dice siempre lo mismo. Todas cosas que sigo sin entender.

 

 

 

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