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Ficción hispanoamericana

Fantasma

Un cuento de Eduardo Halfon

Tomado de El boxeador polaco (Libros del Asteroide), un relato del escritor guatemalteco.

Por Eduardo Halfon.

 

¿Por qué quieres encontrarlo, Dudú?

Yo estaba terminando de empacar mi maleta y Lía, en su traje celeste de doctora, seguía echada boca arriba en el suelo, barajando en sus manos todas las postales.

Me quedé callado. No tenía una respuesta. Aún no la tengo. Aún no sé por qué quería encontrar a Milan Rakic. Tampoco sé con certeza cuándo ni cómo decidí viajar a Belgrado.

Quizás la idea empezó a gestarse en mí a través de tantas postales, a través de tantas historias que de algún modo llegué a considerar también mías. Y quizás continuó incubándose durante el año entero que llevaba ya sin recibir ninguna noticia de Milan. Y quizás terminó de cuajarse obsesiva cuando conocí a una moñita perfecta para mi paquete balcánico llamada Danica Kovasevic´, una chica muy serbia y muy guapa que llevaba más de diez años viviendo en Guatemala.

La conocí en una discoteca de moda. Antes de presentármela, un amigo me susurró que, aunque ella decía trabajar como publicista, era en realidad una prostituta muy fina. De los de arriba, compadre, dijo con un soplo de tequila artificial y mirando hacia no sé qué lejano reino de las atalayas. Esa misma noche, en medio del estrépito y la bulla de alguna variante de música electrónica, le dije a Danica (así, grave, no esdrújula, me corrigió ella) que deseaba viajar a Belgrado, aunque también es muy probable que, después de dos o tres whiskies, le haya dicho que necesitaba viajar a Belgrado, pues el whisky, como todos saben, en especial mi abuelo polaco, aumenta los bemoles de la necesidad. Ella sonrió y me dijo qué bueno, evidentemente escéptica. Pero al día siguiente la llamé por teléfono y le volví a decir que, aprovechando una invitación a Póvoa de Varzim, en Portugal, quería viajar a Belgrado y que también quería su ayuda para ubicarme un poco y quizás encontrar hospedaje. Ya tengo hasta el boleto, le mentí. Danica me dijo que le diera un par de días, que me llamaría de vuelta. Llamó dos semanas después. Todo arreglado, me dijo. Un amigo, Slavko Nikolic´, te recogerá en el aeropuerto y te llevará él mismo a un pequeño apartamento en la calle Nedeljka Cabrinovica, y yo adiviné impulsivamente un cuartito sucio y muy oscuro que servía de sede para niñas prostitutas y tráfico humano. Me quedé callado, sopesando mi estupidez. Es muy barato, no te preocupes, dijo. Es un buen tipo Slavko, dijo. Escuché, al fondo, la voz rasposa de un hombre diciéndole algo o pidiéndole algo y Danica colgó sin despedirse. Con suficiente anticipación, entonces, notifiqué en la universidad que me tomaría dos semanas de vacaciones, acepté la invitación a Portugal por puro pretexto (escribí «Discurso de Póvoa» unos días antes de partir, tras una eterna noche de Bergman e insomnio), y sin pensarlo mucho compré un complicado boleto aéreo con estadía de una semana en Belgrado. Así de fácil. Así de irracional.

Pero igual casi no voy. Diez días antes del viaje, contacté a la embajada de Serbia en México (no hay en Guatemala) para poder conseguir una visa de turista. Ellos me enviaron enseguida un listado de requisitos para obtenerla, un listado bastante absurdo y bastante largo que incluía, además de fotocopias de cuentas bancarias y solvencia económica, una carta de la persona en Belgrado que me estaba invitando, firmada y autentificada por un notario. Necesitamos la carta original, me dijo por teléfono una señorita de la embajada. No fax, insistió con un espeso acento y con voz de paranoia y yo creí haberle escuchado no vas. De inmediato llamé a Danica y ella me dijo que le escribiera un correo electrónico a Slavko Nikolic, explicándole la situación. Unos días después, él me escribió de vuelta en un español de tepezcuintle para decirme que perdonara, que le sería imposible tramitar la carta. Esa palabra usó, tramitar, y yo me imaginé colas interminables de serbios tratando de conquistar un pedazo de pan tieso y sardinas enlatadas y, con suerte, un rollo de papel higiénico. Que lo sentía mucho, pero que la semana anterior se había resbalado sobre un parche de hielo y que ahora estaba en cama con la pierna quebrada. A punto de tirar el boleto al basurero (es un decir), mandé otro correo electrónico a la embajada en México explicándoles la situación, y al día siguiente me respondieron que ya no me preocupara por la carta, que no había problema, que en mi caso harían una excepción. ¿Cómo? ¿Una excepción? Algún tiempo después me enteré de que la embajadora de Serbia en México era la señora Vesna Pesic, activista política durante la caída de Miloševic y esposa de un economista norteamericano que, casualmente, era también un catedrático y colega mío en la universidad en Guatemala. Nunca supe con seguridad si aquello tuvo algo que ver con mi repentina y misericordiosa absolución del visado, pero tres días antes de partir tenía ya mi pasaporte de vuelta con una calcomanía serbia que decía, en arcaicas letras mecanografiadas, Turisticki.

¿Por qué quieres encontrarlo, Dudú?, me había repetido Lía, ya despojada de su traje de doctora mientras, junto a la foto de un Milan Rakic muy serio que recortamos de la prensa guatemalteca, iba metiendo todas las postales en un viejo sobre amarillo.

Nunca le contesté. No sé si había una sola respuesta. No lo creo. Para todo siempre existe más de una verdad, me había escrito Milan en alguna de sus postales. El porqué de un acto es una especie de crucigrama intelectual, se me ocurrió entonces o se me ocurre ahora, donde uno intenta rellenar las pequeñas cajitas vacías que se enredan y mezclan y apoyan entre sí, donde ninguna respuesta vale ni más ni menos que todas las otras y también donde cada respuesta por sí sola podría parecer irracional o quizás hasta una locura. Pero juntas se complementan y fortalecen. O algo así. Me sentía seducido, supongo, seducido por su música, seducido por sus postales, seducido por su historia, seducido por los sismos revolucionarios de su espíritu, seducido por una ahumada y erótica imagen que no distinguiría sino hasta el final de mi estancia en Belgrado. Y un hombre seducido ya no mide nada de la misma manera, ni el tiempo, ni la fuerza de la gravedad, ni mucho menos los kilómetros. Lo único que entendía, realmente, era que estaba obsesionado con la idea de buscarlo, que necesitaba buscarlo quizás de la misma manera en que un niño, con algo de miedo, con algo de curiosidad y morbo, necesita meter la cabeza debajo de su cama para buscar a un fantasma.

 

 

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