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Historia de un muerto contada por él mismo

Un cuento de Alexander Dumas

Nacido en 1802 bajo el nombre de Dumas Davy de la Pailleterie, más conocido como Alexandre Dumas, el novelista y dramaturgo francés aparece en el rescate de El relato del horror que acaba de publicar Planeta con este cuento escalofriante. 

 Por Alexander Dumas. 

 

Tres amigos estábamos reunidos en el taller de un pintor una noche de diciembre. El clima era frío y triste y se oía, confusamente, el ruido de la lluvia que golpeaba los cristales con monotonía y persistencia. El taller al que me refiero era muy amplio, pero estaba mal iluminado por la débil luz de una estufa, alrededor de la cual nosotros nos sentábamos a conversar. 

Si bien éramos todos jóvenes y bulliciosos, la conversación se había contagiado, a pesar nuestro, del espíritu triste de aquella noche, y pronto las palabras entusiastas se nos agotaron. 

Uno de nosotros iba atizando permanentemente, para reavivarla, la espléndida llama azul de un ponche. Esa llama proyectaba una claridad fantástica sobre las cosas circundantes. Todos los objetos de esa habitación, los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían haber cobrado vida propia. Las sombras danzaban y se desplazaban sobre las paredes, como enormes cadáveres fundidos, todas ellas, en un tono verdoso similar. Ese vasto salón, que de día brillaba por las creaciones del pintor y relucía poblado por sus sueños, esa noche, en la penumbra, había adquirido un carácter extraño. 

Cuando la cucharita de plata caía en el tazón lleno de licor encendido, los objetos comenzaban a reflejarse sobre los muros con formas más inauditas y con los matices más insólitos. No solo esos viejos profetas de barba blanca, sino también las extravagantes caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que se asemejan a un ejército de demonios como los que aparecen en los sueños, o como los que dibujaba Goya. Por otra parte, la bruma fría y calma del exterior agigantaban lo fabuloso del interior del recinto; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, podíamos vernos y reconocernos a nosotros mismos con los rostros en color gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbones. En esas imágenes nuestros labios eran lívidos y las mejillas parecían hundidas. Acaso lo más impresionante era una máscara de yeso que estaba moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo. Esa máscara que estaba colgada cerca de la ventana recibía en su perfil el reflejo proyectado del ponche, y eso le confería una fisonomía curiosamente burlona. 

Todo la gente ha sufrido en alguna situación, como nosotros esa noche, el influjo de los salones vastos y tenebrosos, tal como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo experimentó, al menos una vez en la vida, esos temores sin causa, esas fiebres espontáneas al ver objetos a los que el rayo blanquecino de la luna o la luz vacilante de una lámpara dotan de una forma misteriosa; todos se han encontrado alguna vez en una habitación grande y sombría, escuchando con un amigo alguna historia inverosímil o sobrenatural. Seguramente todos habrán sentido ese terror secreto que uno podría interrumpir de golpe solo con encender una lámpara o con cambiar de tema. Sin embargo, evitamos hacerlo, porque nuestros pobres corazones necesitan emociones, ya sean verdaderas o falsas. 

Aquella noche, en fin, éramos tres. La tertulia entre nosotros, que nunca tomaba la línea más directa para llegar a su destino, ya había seguido todas las etapas propias de nuestras ideas veinteañeras: a veces, la conversación era ligera como el humo de nuestros cigarrillos; en otras ocasiones, era vivaz como la llama del ponche; por momentos, se volvía sórdida como la sonrisa de aquella máscara de yeso. 

Estábamos ya en un punto en el que no charlábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, refulgían como tres aureolas que pintaran piruetas en la sombra. 

Me resultaba evidente que el primero que abriera la boca y que interrumpiera el silencio, aunque más no fuera para bromear, provocaría un sobresalto a los otros dos: tan concentrado estaba cada uno de nosotros en un estado de reverente ensoñación. 

—Henri —dijo el que estaba a cargo de vigilar el ponche, dirigiéndose al pintor—, ¿has leído a Hoffmann? 

—¡Claro! —respondió Henri. 

—Y, ¿qué opinas de él? 

—Pienso que es digno de admiración, más aún porque creía fervorosamente en los relatos que escribía. Cuando era niño, solo sé que al leerlo por la noche, me iba a la cama a menudo sin cerrar el libro. Ni siquiera me atrevía a mirar detrás de mí. 

—Entonces, ¿te gusta lo fantástico? 

—Por cierto. 

—¿Y a ti? —me preguntó. 

—A mí también. 

—Pues bien, les voy a contar una historia fantástica que me sucedió. 

—Ya sabíamos que esto no podía terminar de otro modo; vamos, cuenta. 

—¿Se trata de una historia que te ocurrió a ti mismo? —pregunté. 

—Sí. A mí mismo. 

—Adelante, cuéntanos. Creo que hoy estoy predispuesto a creer todo. 

—Más aún, ya que puedo afirmar que soy el protagonista. Palabra de honor. 

—Pues arranca ya, te escuchamos. 

Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama languideció poco a poco, y permanecimos en una penumbra casi completa, solo nuestras piernas quedaron iluminadas por la luz que daba el fuego de la estufa. 

Él comenzó: 

—Cierta noche, hace aproximadamente un año, hacía el mismo frío que hoy, el mismo frío, llovía igual, con esta misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos que atender, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens, como era mi costumbre, pedí que me llevaran a mi casa. Vivía por entonces en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté de inmediato. Apagué la lámpara y me entretuve un rato mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama. Al final, mis ojos se cerraron y me dormí. 

»Dormía ya hacía una hora cuando sentí una mano que me sacudía enérgicamente. Desperté alterado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con estupor al visitante nocturno. Era mi criado. 

»—Señor —me dijo—, levántese inmediatamente; lo están buscando para que visite a una joven que agoniza. 

»—¿Dónde vive esa muchacha? —quise saber. »—Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarlo a verla. 

»Entonces me incorporé y me vestí apresuradamente, pensando que por la hora y las circunstancias sabrían excusar mi indumentaria. Tomé mi bisturí y seguí al hombre que me habían enviado. 

»Afuera llovía a cántaros. 

»Por suerte, solo tuve que atravesar la calle y al instante me encontré en casa de la paciente que reclamaba mis cuidados. Era un palacete amplio y aristocrático. Crucé un gran patio, subí una escalinata, pasé por un vestíbulo donde había unos criados aguardándome: ellos me hicieron subir un piso y pronto estuve en la habitación de la enferma, una habitación enorme con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me hizo entrar en aquel cuarto al que nadie nos siguió. Me condujeron hacia una cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda. Allí pude ver, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Sus cabellos eran dorados como una ola del Páctalo y enmarcaban un rostro que tenía un perfil angelical; sus ojos estaban semicerrados y su boca, entreabierta, mostraba una doble hilera de perlas. Su cuello era tan blanco que resplandecía, y era puro de líneas; su camisa insinuaba unos pechos tan hermosos que eran capaces de tentar a san Antonio. Cuando tomé su mano, recordé esos brazos blancos que Homero atribuye a Juno. En fin, esa mujer era una mezcla de ángel cristiano y de diosa pagana; todo en ella mostraba pureza de alma y fogosidad de los sentidos. Tanto podía pasar por la santa Virgen o por una bacante lasciva; era capaz de enloquecer a un sabio y de dar fe a un ateo. Al aproximarme a ella, sentí, a través del calor de la fiebre, un aroma enigmático, ese perfume misterioso hecho de la unión de todos los perfumes que puede emanar una mujer. 

»Estaba tan impactado que no recordaba siquiera la causa que me había llevado allí, y me quedé mirándola, como si ella fuera una revelación y no encontrara nada parecido a ella en mis recuerdos ni en mis sueños. De pronto, volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo: 

»—Estoy sufriendo mucho. 

»A pesar de sus palabras, no tenía casi nada. Con una simple sangría estaría curada. Tomé mi bisturí, y al rozar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Sin embargo, el médico se impuso al hombre. Cuando abrí su vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desmayó. 

»No quise dejarla sola. Me quedé a su lado. Sentía una dicha secreta por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se dirigió hacia mí y me miró con una de esas miradas capaces de condenar o salvar. Luego me dijo: 

»—Muchas gracias, ahora sufro menos. 

»Yo sentí tal voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión por ella que me quedé paralizado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón según oía los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril. Me decía a mí mismo que, si había algún elemento celestial en esta Tierra, debía ser el amor de aquella mujer. 

»Más tarde se durmió. 

»Me encontraba yo de rodillas sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en un altar. Del techo colgaba una lámpara de alabastro que daba una deliciosa claridad a todos los objetos. Me encontraba solo a su lado. La mujer que me había llevado a ese cuarto había salido para anunciar que su ama estaba bien y que ya no necesitaba a nadie. Su ama estaba allí, es cierto, serena y bella como un ángel dormido en medio de sus plegarias. Pero en lo que a mí respecta, yo estaba loco… 

»Sin embargo, no podía quedarme toda la noche en aquella habitación. Sin hacer ruido para no despertarla, procuré salir. Indiqué algunos cuidados para la paciente antes de irme, y a la mujer le aseguré que volvería al día siguiente. 

»Su recuerdo me desveló cuando regresé a mi casa. Comprendí que el amor de aquella joven debía ser un encantamiento eterno en el que se fundieran pasión y ensoñación; que esa mujer debía ser pudorosa como una santa y a la vez tan apasionada como una cortesana. Entendí que debía ocultar a los ojos del resto del mundo todos los tesoros de su hermosura, y pensé que ella debía entregarse a su amante desnuda por entero. Su imagen me resultó incendiaria, abrasó mi noche de pasión y, cuando llegó el amanecer, yo ya me hallaba locamente enamorado de ella. 

»Después, al cabo de los pensamientos locos de una noche agitada, comencé a reflexionar: me dije que me separaba de aquella mujer una diferencia infranqueable, que era demasiado bella para no tener un amante; que ese hombre debía ser demasiado amado para que ella lo olvidase. Comencé a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo. Lo maldije para que pudiera sufrir, sin protestar, un dolor eterno. 

»Impaciente, esperaba la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé aguardándola me pareció un siglo. 

»No bien llegó la hora, me dirigí hacia ella. 

»Me hicieron ingresar en un cuarto exquisito, de un rococó estridente, de un Pompadour intenso; la muchacha estaba sola en el recinto y leía: un vestido de terciopelo negro le ajustaba todas las partes del cuerpo. Dejaba ver, solamente, como en las vírgenes del Perugino, solo las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente apoyado en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, tan bellos que no parecían hechos para caminar sobre esta Tierra. Esa mujer era tan completamente exquisita que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles. 

»Me hizo sentar a su lado, con un gesto de su mano. 

»—¿Tan pronto se levanta usted, señora? —le dije—. Es imprudente de su parte. 

»—No, soy fuerte —me contestó sonriendo—, dormí muy bien, y además no estaba enferma. »—Sin embargo, me dijo que estaba padeciendo. 

»—Pero era más del pensamiento que del cuerpo —dijo con un suspiro. 

»—¿Tiene usted alguna pena, señora? 

»—Oh, sí. Una muy profunda. Por suerte, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal: el olvido. 

»—Sin embargo, hay dolores que matan —le dije. 

»—Pues bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? Una es la tumba del cuerpo, el otro es la tumba del corazón, y no hay más que eso. 

»—Pero, señora —dije—, ¿cómo es posible que tenga usted un dolor? Está usted demasiado elevada para que la tristeza la alcance. Bajo sus pies, las penas deben sentirse como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas son para nosotros, a usted le corresponde la serenidad. 

»—En eso se engaña —continuó ella—, y eso prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón. 

»—Ahora, entonces —le dije—, procure olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría siga a un dolor, que la sonrisa suplante a las lágrimas; y cuando el corazón de aquel al que pone a prueba está demasiado vacío como para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cicatrizarse sin ayuda, Dios envía al camino de aquella alma a la que quiere consolar otra alma que la entiende; porque sabe que se sufre menos si se sufre de a dos; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida se cura. »—¿Y cuál es su diagnóstico, doctor —inquirió ella—, y cómo curaría semejante herida? 

»Después de un silencio bastante largo, admiré aquel rostro divino sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba colores encantadores. Adoré también su hermosa cabellera dorada. Sus cabellos ya no estaban sueltos como en la víspera, sino estirados y lacios sobre las sienes y recogidos en la nuca. »La conversación había adoptado un aire triste desde el principio; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había puesto a prueba con el dolor y era necesario que aquel hombre a quien ella entregaba su alma aceptara la misión, doblemente santa: debía hacerla olvidar el pasado y crearle esperanzas con respecto al futuro. 

»Permanecí ante ella, no ya enloquecido como durante la víspera debido a su fiebre, sino sereno y discreto ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, la habría tomado de las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, hubiera respetado al ángel y consolado a la mujer. 

»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había dejado en ella aquella herida que todavía sangraba? Ese enigma era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad y confianza como para que me confesase una pena, pero al parecer no la suficiente para que me contara la causa. No encontraba a su alrededor nada que pudiera darme una pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse solo en el presente. 

»—Doctor —me preguntó de pronto saliendo de su ensimismamiento—, ¿podré volver a bailar pronto? »—Por supuesto, señora —le dije yo, asombrado por aquella transformación. 

»—Porque tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado —continuó ella—; ¿vendrá usted? Debe de tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Sabrá que el mío es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no se entere de nada; una de esas torturas que debemos disimular con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que me tiene envidia y celos porque me encuentra bella, cree que soy feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Es por eso que bailo, aun a riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola. 

»Me tendió la mano con una mirada en la que se mezclaban extrañamente el candor y la tristeza, y me dijo: 

»—Hasta pronto, ¿verdad? 

»Le besé la mano y salí. 

»Llegué atontado a casa. 

»Podía ver sus ventanas desde mi ventana, y estuve todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; incluso de dormir y de comer. Por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, deliraba, y a la noche siguiente estaba agotado.» 

—¡Muerto! —exclamamos los que lo habíamos escuchado con atención. 

—Muerto —contestó nuestro amigo con una convicción imposible de traducir en palabras—, muerto como Fabien, ese de la máscara de ahí. 

—Sigue —le pedí. 

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva iba iluminando suavemente la oscuridad que invadía el taller. 

Él continuó: 

—Desde entonces, comencé a sentir solo una emoción fría. Ese fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa. 

«No sé desde cuánto tiempo hacía que estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Temblé de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero, cuando se movieron mis labios, sentí un sudario que me envolvía de la cabeza a los pies. Sin embargo, logré articular débilmente estas palabras: 

»—¿Quién me llama? 

»—Yo —contestó una vez. 

»—¿Pero quién eres tú? 

»—Yo. 

»Esa voz se iba debilitando como si se hubiera perdido en el viento, o como si no hubiera sido más que un ruido leve de las hojas. 

»A la tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero en esa ocasión el nombre pareció correr de rama en rama, de manera que el cementerio entero lo repitió sordamente. Se oyó un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera puesto a volar a toda una bandada de pájaros nocturnos. 

»Sentí que mis manos se elevaban hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Levanté en silencio el sudario que me cubría e intenté ver. Creí que despertaba de un largo sueño. 

»Sentía frío. 

»Nunca me olvidaré del horror tan lúgubre que me rodeaba. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un rayo de luna tenue, que se filtraba a través de las nubes negras, me iluminaba un horizonte donde una serie de tumbas blancas se alineaban como una escalera hacia el cielo. El conjunto de aquellas voces indefinidas de la noche que tutelaban mi despertar parecían cargadas de terror y secretos. 

»Di vuelta mi cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mí. 

»—Déjeme dormir. 

»—Oye —me dijo—, ¿te acuerdas de la Tierra? 

»—No. 

»—¿No extrañas nada? 

»—No. 

»—¿Pero cuánto tiempo hace que duermes? 

»—No lo sé. 

»—Entonces yo te lo voy a decir. Hace dos días que estás muerto, y tu última palabra, en vez de ser el nombre del Señor, fue el nombre de una mujer. Has sido tan blasfemo que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera tomarlo. ¿Me entiendes? 

»—Sí. 

»—¿Deseas vivir? 

»—¿Tú eres Satán? 

»—No te importa si soy Satán o no, ¿tú quieres vivir? 

»—¿Se trata solamente de vivir? 

»—No, vas a volver a ver a esa mujer. 

»—¿Pero cuándo? 

»—Esta misma noche. 

»—¿En qué lugar? 

»—En su casa. 

»—Bien. Acepto —dije yo tratando de levantarme—. Dime antes cuáles son tus condiciones. 

»—No te pongo ninguna condición —me respondió Satán—; ¿no crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella dará un baile y te llevaré a él. 

»—Vayamos, pues. 

»—Vayamos. 

»Satán me tendió la mano, y de pronto encontré que estaba de pie. 

»No puedo describir lo que sentí. Era un frío terrible que helaba mis miembros, eso es todo lo que puedo comentar ahora. 

»—Entonces —continuó Satán—, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido. Una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, allí te vestirás; porque no puedes ir al baile con este mismo traje que llevas, especialmente porque no es un baile de disfraces; pero envuélvete, cúbrete bien con tu sudario, porque la noche está helada y te podrías enfermar. 

»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él. 

»—Estoy seguro —continuó— de que, pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido. 

»—¿Pronto llegaremos? —dije cansado y con esfuerzo. 

»—¡Pareces impaciente! —dijo Satán—. ¿Es tan bella? 

»—Casi como un ángel. 

»—Mi querido amigo —continuó riendo—, hay que confesar que te falta delicadeza y tacto. Acabas de nombrar a los ángeles, precisamente a mí, que lo he sido. Eso resulta más chocante aún, cuando ningún ángel haría por ti lo que yo estoy haciendo hoy. Pero te perdono; siempre se le debe perdonar alguna cosa a un hombre muerto hace solo dos días. Estaba diciéndote, además, que esta noche estoy muy contento; porque hoy han ocurrido en el mundo muchas cosas que me alegran. Yo creía que a los hombres perversos algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre iguales, tal como los he creado. Y bueno, querido, rara vez he visto jornadas como esta; desde ayer llevo cosechados casi seiscientos veintidós suicidas solo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos. Eso constituye una pérdida peor, porque mueren sin haber tenido hijos; llevo juntados dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, hablo siempre solo de Europa; de las demás partes del mundo, ya perdí la cuenta: con esto me pasa lo que a los grandes capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Nuevos adulterios: un millón seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; ese incremento me asombra menos porque es debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; habitualmente tenía más. Sin embargo, nada me ha dado mayor placer que esas veintisiete muchachas que han muerto blasfemando de Dios, la mayor de las cuales no tenía siquiera dieciocho años. Si haces la cuenta, mi querido, todo eso suma un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas solo en Europa. Y ni cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: eso es apenas dinero de bolsillo. Es decir, haciendo un promedio de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Voy a verme obligado a comprarle a Dios el Paraíso para ampliar el Infierno porque no van a entrar tantas personas juntas. 

»—Entiendo que te alegres —murmuré yo apurando el paso. 

»—Me hablas así —continuó Satán—, con aire triste y vacilante; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Tan repugnante te resulto? Pues razonemos un poco, por favor: ¿qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos que llegaran del cielo, y no pasiones originadas en Satán? En ese caso, el mundo moriría de spleen, esa mezcla de aburrimiento y melancolía, querido. ¿El oro? ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo inventé los negocios y el amor. Todo yo. 

»—Por eso no comprendo que ciertos hombres me odien tanto. Los poetas, por ejemplo, que hablan tanto del amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que redime desatan la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscan los hombres no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía estás frío como un cadáver y pálido como un muerto, no es precisamente un amor casto lo que vas a buscar junto a la mujer a cuyo lado te llevo, sino una noche de lascivia. Así ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte. Si el hombre tuviera que elegir, preferiría la eternidad de la pasión a la felicidad serena de la virtud. Una prueba de eso es que, por algunos años de pasión sobre la Tierra, pierde la dicha eterna del cielo. 

»—¿Cuándo llegamos? —pregunté yo; porque el horizonte se iba renovando siempre, y parecía que caminábamos sin avanzar. 

»—Tú siempre tan impaciente —replicó Satán—, aun cuando trato de abreviar la ruta todo lo posible. 

»—Debes entender que yo no puedo pasar por la puerta. Allí hay una gran cruz y esta es mi aduana. Si cuando viajo me tropiezo con ella, me tendría que detener. En ese caso, me vería obligado a santiguarme. Yo soy capaz de cometer un crimen, pero nunca un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿O acaso piensas que ustedes, los hombres, se mueren, los entierran y un buen día se pueden marchar sin decir nada? Estás errado, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, un proceso que habría sido largo. Ven conmigo y quédate tranquilo, ya llegaremos. Te prometí un baile y lo tendrás: yo siempre cumplo mis promesas, y mi firma es conocida. 

»En las palabras irónicas de mi funesto acompañante se oía un tono de fatalismo que me aterraba; me parece oír todavía todo lo que acabo de contarles. 

»Fuimos caminando un tiempo más, hasta que llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas unas tumbas en forma de escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla. 

»Dudé en seguirlo por ese mismo camino, tenía miedo. 

»—No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos. 

»Apenas estuve a su lado, me preguntó: 

»—¿Te gustaría ver lo que sucede en París? 

»—No, sigamos. 

»Saltamos del muro a tierra. 

»La luna, bajo la mirada de Satán, se había cubierto de velos como una joven pudorosa ante una mirada descarada. Hacía mucho frío esa noche y todas las puertas se encontraban cerradas; todas las ventanas, oscuras; todas las calles estaban en silencio. Parecía que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; a nuestro alrededor todo tenía una apariencia espectral. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie iba a abrir las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nada perturbaría ese silencio: sentía que caminábamos por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada para que se poblara el cementerio. 

»No se oía ni un ruido, no se encontraba ni una sombra; la travesía fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa. 

»—¿Eres capaz de reconocerla? —inquirió Satán. 

»—Sí —respondí apagadamente —, entremos. 

»—Espera, debo abrir. También fui el inventor del robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto de la entrada al Paraíso, por supuesto. 

»Ingresamos. 

»La quietud del exterior se prolongaba adentro; era horrible. 

»Yo sentía que estaba en medio de un sueño, no respiraba ya. Imaginen ustedes que vuelven a entrar en la habitación donde han muerto hace dos días, allí encuentran todo idéntico, tal como estaba durante la enfermedad, pero con el sello sombrío que da la muerte; podía ver los objetos ordenados, como si uno ya no tuviera que tocarlos. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio era mi gran péndulo, a su lado había un ser humano muerto, y el péndulo contaba las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida. 

»Me dirigí a la chimenea, tomé una bujía y la encendí para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se presentaba a través de una claridad pálida y sobrenatural que me daba, por así decir, una visión interior. Sin embargo, todo era real; esa era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, que me sonreía como siempre; abrí los libros que estaba leyendo algunos días antes de morir; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes. 

»Con respecto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos. 

»En ese momento pasé ante un gran espejo y pude verme cubierto con un atuendo raro, envuelto en un pálido sudario con los ojos cerrados. Aquella vida que me devolvía un poder desconocido me provocó dudas, y me llevé la mano al corazón. 

»Pero en ese momento mi corazón no latía. 

»Luego me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba tan helada como el pecho, el pulso estaba tan mudo como el corazón. Yo podía reconocer todo lo que había abandonado; así pues, en mí solo vivían el pensamiento y los ojos. 

»Por lo demás, era horrible que no pudiera apartar mi mirada de aquel gran espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar. 

»Se oyó un zumbido sordo y lúgubre del reloj, ese que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; después todo recuperó la calma. 

»Luego de unos instantes, sonó a su turno una iglesia vecina, luego otra, luego otra más. 

»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos. 

»Logré darme vuelta. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que podía verme repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala. 

»El miedo había llegado al clímax: comencé a gritar. 

»Satán se despertó. 

»—Aquí vemos, sin embargo —me dijo mostrándome el libro—, con qué se quiere inculcar virtud a los hombres. Me resultó tan aburrido que me he dormido, yo que estoy en vela desde hace seis mil años. ¿Y no estás preparado todavía? 

»—Sí —contesté maquinalmente—, ya estoy listo. 

»—Apúrate —contestó Satán—, rompe los sellos, llévate tus ropas y oro, sobre todo, mucho oro; deja los cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a cualquier pobre diablo por rotura de sellos; esa será mi pequeña ganancia. 

»Mientras me vestía, me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos. 

»No bien estuve preparado, miré a Satán. 

»—¿Vamos a verla? —le dije. 

»—Dentro de cinco minutos. 

»—¿Y mañana? 

»—Pues mañana —me dijo— vas a recuperar tu vida corriente; yo no hago las cosas a medias. 

»—¿Sin condiciones? 

»—Sin condiciones. 

»—Salgamos —le dije. 

»—Sígueme. 

»Bajamos. 

»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes. 

»Subimos. 

»Me resultó conocida la escalinata, y luego reconocí el vestíbulo, la antecámara. Las entradas de acceso al salón estaban llenas de gente. 

»Estaba en medio de una fiesta deslumbrante con luces, flores, joyas y mujeres. 

»Todos estaban bailando. 

»Al ver toda aquella alegría, creí en mi resurrección. 

»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado. 

»—¿Y ella dónde está? —le pregunté. 

»—En su tocador. 

»Cuando la contradanza terminó, crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen blanca y sombría. Pude volver a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía, sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido al palacete. 

»Al llegar a la puerta del gabinete, la vi. Estaba más bella y encantadora que nunca. Quedé inmóvil un instante, como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en la realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó con indolencia sus hermosos ojos llenos de sensualidad, me vio, pareció dudar al reconocerme y luego, ofreciéndome una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí. 

»—Ya ve usted que soy fuerte —me dijo. 

»La orquesta se hizo oír. 

»—Como prueba de ello —continuó, tomándome del brazo—, vamos a bailar juntos el vals. 

»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí. 

»—Cumpliste tu promesa —le dije—, gracias; pero necesito poseer a esta mujer esta misma noche. 

»—La tendrás —me dijo Satán—, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla. 

»Entonces desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida, apreté el brazo adorable de aquella mujer a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón. 

»Sonaba uno de esos valses embriagadores en los que desaparece todo cuanto nos rodea, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, los cuerpos se funden y los pechos se tocan. Yo danzaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡No imaginas los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta pasión hay en mis caricias, cuánto fuego guardan mis besos! A quien ame, daré todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy sensual, voluptuosa y bella!”. 

»Mientras tanto, el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y vertiginoso. 

»El baile duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos danzando. 

»Entonces ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”. »La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos. 

»Allí se dejó caer sobre un diván, cerrando los ojos a medias a causa de la fatiga, como bajo un abrazo amoroso. 

»Me recliné sobre ella y le dije en voz baja: 

»—¡Si tú supieras cuánto te amo! 

»—Lo sé —me dijo ella—, y yo también te amo. 

»Todo era como para volverse loco. 

»—Yo daría mi vida —dije— por una hora de amor contigo, y mi alma por una noche. 

»—Escucha —dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería—, dentro de un instante estaremos solos. Espérame. 

»Me arrastró suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro. Se olía un perfume de misteriosa sensualidad imposible de describir. Me senté al lado del fuego, porque tenía frío. Luego me miré al espejo y confirmé que seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último se alejaba, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me asombró que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Puse los codos sobre las rodillas y apoyé la cabeza entre mis manos. 

»En ese momento, empecé a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y hacia la que no había albergado más que pensamientos intrascendentes. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como si se tratara de un sueño. Recordé que cada vez que había sufrido una herida para curar, una tristeza para mitigar, fue siempre a mi madre a quien había recurrido. Tal vez en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que la hacían acordarse de mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Los pensamientos eran tan horribles!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Entonces me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, que me miraba fijo. 

»Me volví, era mi hermosa amada. Afortunadamente mi corazón no latía, porque de haberlo hecho, se hubiera roto de emoción. Afuera y adentro, todo estaba silencioso. 

»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Esa fue una noche imposible de contar. Sentí placeres desconocidos, voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis fantasías amorosas no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos. Era ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa. Daba besos que quemaban los labios, me decía palabras que hacían arder el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo que hubo momentos en que tuve miedo. »Cuando el día despuntaba, la lámpara comenzó a palidecer. 

»—Ahora —me dijo aquella mujer—, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí? 

»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché. 

»La misma quietud seguía afuera. 

»Caminaba como un loco, apenas creía en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre ni en regresar a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer! 

»Hay algo que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda. »Se había levantado la luz, triste y gélida. Estuve caminando sin rumbo al azar por el campo árido y solitario. Esperaba la noche. 

»La noche llegó temprano. 

»Me dirigí corriendo a la casa del baile. 

»Cuando franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata. 

»—¿Dónde va el señor? —me detuvo el portero. 

»—A casa de la señora de P… —le dije. 

»—Señora de P… —dijo él mirándome con sorpresa y señalándome al anciano—, ese señor es quien vive en esta mansión; ella murió hace dos meses. 

»Di un grito y caí de espaldas.» 

—¿Y qué pasó después? —pregunté yo, ansioso por saber más.

—¿Después? —dijo él, disfrutando de nuestra atención y calculando cada una de sus palabras—, después me desperté, porque todo eso no había sido más que un sueño.

 

 

 

 

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