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Irrupciones

Por Mario Levrero

Uno de los textos que Mario Levrero escribió entre 1996 y 2000 en la revista Posdata y que fueron recopilados en el volumen editado por Criatura.

Por Mario Levrero.

—El Lobo, ¿viene?

La niña desconocida irrumpió con esa pregunta en mi vida y en la serenidad de la noche. Yo quise estar a la altura de las circunstancias y respondí con tranquilidad y aplomo:

—No, no viene.

Y en seguida fui más allá de lo que se esperaba de mí:

—No hay lobos— añadí. Eso lo hizo desconfiar, porque ella no había hablado de lobos en general, sino de un lobo concreto y específico: el Lobo. Mi respuesta chocaba con sus expectativas, con lo que le habían enseñado y, casi diría, con su experiencia de vida. La pregunta era si el Lobo iba a venir o no iba a venir esa noche; su existencia no era algo que estuviera en cuestión. En seguida me di cuenta de mi error, pero no tuve tiempo de corregirlo.

—¿No existe el Lobo?— preguntó.

 

Yo no podía permitir que su mundo tambaleara. Alguien de su confianza, tal vez su abuela, le había incorporado la figura necesaria del Lobo, y la niña ya probablemente ponía en tela de juicio la existencia de los Reyes Magos y trasladaba ahora la duda al Lobo y quizás a todas las cosas. Traté de componer, de conciliar, de frenar el caos que comenzaba a desatarse.

—Antes— dije, subrayando la palabra—, antes existía. Ahora no está más. Se murió.

La felicidad de haber encontrado esta elegante solución me duró poco. La niña abrió muy grandes los ojos, gritó algo que no entendí, y se tapó los oídos con las manos y empezó a dar alaridos, y se alejó corriendo.

Mi mujer había contemplado la escena. Me explicó:

—Antes de empezar con los gritos, lo que dijo fue: “¡Viene igual!”.

La niña tenía razón. El Lobo, claro, es un arquetipo, y no puede morir. Si lo matan, viene igual, como en ciertas películas de terror; viene un Lobo mucho más espantoso, más terrible, un Lobo muerto. Un Lobo al que se puede detener, porque no se puede matar, porque está muerto. Y viene igual.

***

Cuando se llega a determinado punto de la vida, pienso que toda persona se encuentra, desde luego que sin imaginárselo, con una evidencia de que el mundo se ha terminado. Hay algo que aparece y que dice, más o menos: “Todo está perdido. Ya nada será igual. Has vivido en vano”, todo lo cual, bien mirado, es cierto —aunque no necesariamente dramático—. Todo depende de la idea de la propia importancia que haya tenido hasta ese momento la persona. Pero siempre es una experiencia dura.

Hay quienes sintieron eso que trato de decir cuando se enteraron de la caída del muro de Berlín. La experiencia de mi abuelo fue menos espectacular, aunque no por ello menos atroz. Era en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Las cajas de fósforos eran cuadradas y chatas, con una vistosa envoltura rígida de cartón, y en su interior tenían la caja propiamente dicha, que contenía fósforos de cabeza roja con un cabito de papel encerado de color marrón, una especie de rollito que resultaba muy placentero desenrollar.

Ahora bien: esa caja propiamente dicha estaba ligada a la envoltura vistosa mediante una gomita, o banda elástica, de color rojo. La gomita permitía tirar de la caja interior, haciendo uso de una saliente en forma de uña, sin riesgo de que uno tirara demasiado fuerte y la caja se soltara de la envoltura; se podía hacer, pero había que hacerlo con intención. Esa gomita permitía además que la caja se metiera sola en la envoltura una vez que uno había retirado el fosforo.

Una mañana, mi abuelo inauguró una caja de fósforo nueva y descubrió que no traía la gomita roja. Se dio cuenta que no era un defecto de fábrica; muchas cosas habían bajado de calidad, según se decía por causa de la guerra, como por ejemplo los suplementos de historietas de los diarios, que dejaron de venir en colores. Quedó desconcertado, estupefacto, desconsolado.

—¿Y ahora?—dijo, mirándose las manos, cada una con una parte de la caja de fósforos, la envoltura en la izquierda, la caja propiamente dicha en la derecha—. ¿Cómo vamos a hacer?

Vivió unos cuantos años más, pero ya no fue lo mismo. Aquel desánimo, aquella perplejidad, son de esa clase de cosas que no tienen retorno.

***

Parece que el futuro, al menos el futuro inmediato, y cierta zona del suceder que está próxima a ciertos afectos nuestros –parece que el futuro, decía, nos resulta accesible anticipadamente, tal vez no como experiencia directa pero sí, y eso sin la menor duda, a través de los pensamientos o, más exactamente, de los proyectos, de otras personas. Por ejemplo: yo hablo una tarde con x y me dice que va a venir a mi casa dentro de dos días y me va a traer ciertos papeles, cuyo contenido específico yo desconozco, sé que son papeles escritos por otra persona, un familiar de x -----pero no tiene sentido este relato. No quiero dar nombres exactos ni las circunstancias exactas, y sin embargo solo las circunstancias exactas ejemplifican lo que yo quiero decir; hay un juego onírico entre el apellido de una persona y un lugar geográfico, y hay toda una historia tras este y otros personajes que intervienen en la trama; son historias penosas, o pasajes penosos de esas historias, que me sabría mal revelar en detalle.

De cualquier manera, ya hace tiempo que no intento convencer a nadie de la existencia de los fenómenos parapsicológicos, pues por ahora es un tema al que la humanidad ha cerrado los oídos, aunque los abra como pantallas gigantescas para temas menos verdaderos, menos trascendentes o más claramente inverosímiles.

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