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Prólogos

Jean Cocteau o la búsqueda incesante del camaleón

Poeta, novelista, dramaturgo, pintor, ocultista, crítico y cineasta francés

Jean Cocteau nació en Maisons-Laffite el 5 de julio de 1889, pocas horas antes de la definitiva inauguración de la Torre Eiffel. ¿Quién fue ese hombre desde entonces? Jordi Corominas i Julián seleccionó y tradujo sus poemas en la antología de Salto de pagina, La mentira que siempre dice la verdad.

Por Jordi Corominas i Julián.

 

Je suis, sans doute, le poète le plus inconnu et le plus célèbre.

Jean Cocteau. Journal d’un inconnu

 

La vida no se rige, en apariencia, por las matemáticas, pero si observamos algunas coincidencias sólo podemos celebrar el juego que brindan. Jean Cocteau nació en Maisons-Laffite el 5 de julio de 1889, pocas horas antes de la definitiva inauguración de la Torre Eiffel. La relación del poeta con el ilustre monumento se nutre mediante percepciones de desdén e incomprensión, como si ambos compartieran la dualidad de la fama que descarta la esencia; más célebres que conocidos, más nombrados que estudiados, son víctimas de una visibilidad que desde la palabrería elimina la atención al verdadero significado de sus pilares, básicos y revolucionarios desde múltiples perspectivas. En el caso que nos concierne ha llegado la hora de dar luz a la persona sin olvidar la trascendencia del personaje, imprescindible si queremos trazar unas coordenadas válidas para entender su obra, prolija y poliédrica, vendaval propio de quien por ir a contracorriente sabe que el laurel definitivo tarda en germinar.

Cocteau afirmó que su fortuna llegaría treinta años después de su muerte. La profecía se cumplió y ahora su estela es valorada en su justa medida. Atrás quedaron las críticas que le acusaban de ser un creador sin atisbos de originalidad porque sólo era hábil en picar aquí y allá en su mímesis de impostura. Fue un pionero en saber publicitarse, una bestia frenética que sólo se casó consigo mismo pese a querer amar y ser amado. Eso le pasó factura, pero el tiempo es un juez que siempre acierta y puede que él supiera muy bien que su esfuerzo no quedaría en agua de borrajas porque, transcribo sus propias palabras, «cuando una obra se avanza a su época lo único que ocurre es que ésta va por detrás». Eso, y coincidir con muchos coetáneos con los colmillos bien afilados, listos para atacar al que no seguía el paso previsible de la manada.

El niño que nace lo hace marcado por un origen burgués que le permitió rodearse de cultura desde su primer llanto. Sus padres eran prototipos sociales del bienestar surgido durante la Tercera República francesa, ufana por su progresismo y avergonzada hasta cierto punto por una esquizofrenia social donde el affaire Dreyfus se llevó la palma en la fallida espiral por dotar de coherencia a la Nación tanto en el fondo como en la forma.

Los Cocteau Lecomte formaban parte de una casta privilegiada que creía saber alternar su abolengo con la modernidad que invadía el cambio de centuria. El pequeño de la familia fue una criatura protegida que siempre conservó un recuerdo glorioso de su infancia, paraíso perdido pese al misterioso suicidio de su padre, acaecido el 5 de abril de 1898. La prematura ausencia del progenitor se vio compensada con su apego por la madre, siempre presente en lo bueno y en lo malo, protectora que admiraba al ángel al tiempo que lo sufría por su iconoclasia. Esta paradoja será una constante en Cocteau, bien consciente de pertenecer a su clase y descontento por las limitaciones artísticas de la misma, que sin embargo forjaron su ser en la adolescencia, cuando pueden mencionarse entre sus mejores amigos nombres emblemáticos de ese París de los salones como Lucien Daudet o Reynaldo Hahn, conexiones del «amor cuyo nombre no se dice» y de un mundo teñido de agónica caspa que Marcel Proust, otro acólito del círculo, se encargaría de finiquitar a su debido momento con su monumental Recherche, al quitar las máscaras de un universo que formó la educación sentimental del primer Cocteau y ayudó a configurar una imagen de príncipe frívolo contra la que luchó durante toda su existencia.

En este sentido, 1908 es una encrucijada clave al mostrarnos cómo el futuro vanguardista fue un producto de esa Francia que no miraba más allá de su ventana porque creía que en su interior residía una verdad absoluta, vertebrada a partir de paradigmas caducos. Uno de ellos era Venecia, enclave que simbolizaba la belleza de lo decadente, lugar de veneración al que acudió Cocteau junto a su madre en septiembre del año donde debutó con estrépito en la poesía con un recital organizado y financiado por el actor Édouard de Max. El estreno tuvo lugar en el teatro Femina de los Campos Elíseos el 4 de abril. Fue un golpe de fuerza presentado por el poeta Laurent Tailhade y respaldado por Catulle Mendès, actores de la Comédie-Française y grandes voces de la ópera, contentas de leer los versos que en 1909 formarían parte de La lampe d’Aladin, libro de poemas que exhibe un talento demasiado ceñido a una serie de ideas que no tardarían en pasar de moda porque la velocidad de la era amenazaba con enterrar un edificio que no sucumbió hasta 1918, cuando el final de la Primera Guerra Mundial cubrió de polvo ese pasado que en un abrir y cerrar de ojos devino carpetovetónico.

Sus dos siguientes compilaciones líricas, Le prince frivole y La danse de Sophocle, siguieron la misma tónica, reforzada por su interesada amistad con la condesa Anna de Noailles, con quien se alió hasta el punto de confundirse sus creaciones con las de esa dama arrogante que creía dominar incontestada el panorama poético porque ignoraba el vendaval que se avecinaba desde la otra orilla, donde Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Blaise Cendrars y otros rompían con la monotonía y anunciaban el adviento del siglo xx capitaneados por Pablo Picasso.

Cocteau se salvó de ser un recuerdo efímero, una nota al pie de página de otra nota al pie de página, por su naturaleza mutante y una insaciable inquietud que supo transmitir desde lo multidisciplinar. El artista que se aferra a un campo sin interesarse por otros suele ser pobre, con un discurso demasiado limitado que no sabe expandir. El francés pudo formar parte de este panteón de gloriosos malogrados. Tuvo la suerte de ser curioso y enamorarse del fenómeno que supusieron los ballets rusos de Serguéi Diáguilev y Vaslav Nijinsky. Al frecuentar el círculo eslavo consiguió la oportunidad de escribir el libreto del fracasado ballet Le dieu bleu, estrenado en mayo de 1912. Esta derrota y las reservas que Diáguilev tenía para con «JeanChick» fueron el acicate definitivo para la primera gran metamorfosis de nuestro protagonista, espoleado por el legendario «sorpréndeme» que le espetó el empresario. Este antes y después se vio incrementado por el polémico estreno de Le sacre du printemps el 29 de mayo de 1913 en el teatro de los Campos Elíseos. El estrépito de esa función concibió una de sus máximas que lo acompañarían el resto de sus días: cultiva lo que el público te reproche porque eso eres. Ni más ni menos. Arder vivo para renacer. Luchar e imponerse contra lo abigarrado.

 

MUDAR DE PIEL, CAMBIAR DE ORILLA

Otros factores que sin duda contribuyeron al cambio de piel fueron la eclosión de un núcleo duro literario encarnado por André Gide y su Nouvelle Revue Française, editada desde diciembre de 1911 por Gaston Gallimard. La publicación se posicionó como punta de lanza que daba y quitaba prestigio, erigiéndose en faro de las letras del período. Cocteau luchó durante una larga década para ganarse su favor crítico y publicar en el sello novelas como Thomas l’imposteur y otros libros que, sin embargo, no cancelaron de manera definitiva aquella sospecha inicial que postergó su ingreso a tan privilegiada y selecta elite, cargada de manías en su aspiración a una exquisitez que descartaba cualquier atisbo de ligereza y vacuidad en su búsqueda, pedante y ególatra, de la máxima excelencia.

La muda se completó con el estallido de la Gran Guerra, si bien se había concretado ese mismo 1914 con la novela Le Potomak, mezcla de experimentación y discurso teórico sobre la literatura del mañana que no llegó al gran público hasta un lustro después, cuando ya pocos podían sorprenderse de las radicales y atrevidas propuestas del poeta, enrolado durante la contienda en la Cruz Roja. Entre otras tareas humanitarias, fue destinado, de diciembre de 1915 a julio de 1916, a la conducción de ambulancias en el frente belga de Nieuport, donde entró en contacto con el cuerpo de fusileros marinos, tan presente en poemas como «Discours du Grand Sommeil».

Durante sus permisos parisinos Cocteau dio el viraje definitivo para aparcar su precocidad de alto copete y el triste alud del elogio gratuito. La generación bohemia que a principios de siglo había poblado Montmartre prosperó hasta el punto de trasladarse a Montparnasse para dejar atrás la pobreza e instalarse en una plácida y cuerda locura que no cejaba en su empeño por dinamitar las convenciones. El bardo de punta en blanco contactó con estos padres de la pintura moderna mediante la intercesión de Valentine Gross. Este paso adelante es visible en los retratos que le dedican muchos pinceles, que del homenaje aristocrático de Jacques-Émile Blanche y Romaine Brooks dan un salto hasta la osadía de Albert Gleizes, Amadeo Modigliani, Raoul Dufy, Moïse Kisling, Diego Rivera, Marie Laurencin y Pablo Picasso, a quien cortejará hasta sembrar la semilla de una amistad que durará casi medio siglo y enfrentará a Cocteau con sus propios límites. El veinteañero que se creía imparable comprobó cómo su genio no podía compararse al del carismático malagueño, estrella que todo lo inundaba con su arrolladora energía. Su primera colaboración partirá de una idea de Cocteau que culminará con una apoteosis del arte total desde una óptica vanguardista. En 1917, Parade unirá la magia de los ballets rusos con las coreografías de Léonide Massine, la música de Erik Satie y los disfraces y decorados del pintor español. Esta heterogeneidad se revelará fundamental para la trayectoria de todos sus implicados, unidos en una senda que entenderá el proceso creativo desde unas premisas donde la ruptura se mezcla con la tradición porque ambas fuentes son vasos comunicantes; pues, sin comprender lo antiguo, es quimérico crear una modernidad verdadera que sepa traspasar umbrales. Tanto Picasso como Cocteau serán fieles a esta consigna a lo largo de sus carreras, donde alternarán etapas rupturistas con otras de corte más clásico.

Parade, con su sonido de máquinas de escribir y una escenografía donde tenían cabida tanto un prestidigitador chino como un manager estadounidense, fue un acto precursor, que sirvió a Guillaume Apollinaire para acuñar el término surrealista en un indicio de novedad denostado en su estreno y aceptado tras la paz de Versalles, cuando las valentías del pasado reciente ingresaron en la normalidad de una nueva era donde todo era posible y el límite se canceló del diccionario.

Guillaume Apollinaire era el faro que iluminaba las vías de L’esprit nouveau. Era un referente que ganó con naturalidad una plaza en el Olimpo poético mientras se preocupaba por fundir disciplinas a través de la crítica de arte en revistas y periódicos. Su contribución a la causa de la avanzadilla cultural era impagable y no quedó maltrecha pese a su ardor nacionalista durante la Gran Guerra. Cocteau buscó con ahínco su complicidad porque aspiraba a ser su heredero, algo que creyó posible el 9 de noviembre de 1918, cuando el autor de Alcools expiró como consecuencia de la gripe española. Su muerte dejó un hueco enorme y Cocteau presentó su candidatura para ocuparlo ya desde enero de 1919, cuando publicó el poemario Le Cap de Bonne-Espérance, donde homenajeaba al aviador Roland Garros con versos donde el tema se fusionaba con una osada y libre arquitectura que se asimiló al cubismo. Casi al mismo tiempo apareció su ensayo Le coq et l’arlequin, que desde sus aforismos planteaba la necesidad de una música francesa basada en la sencillez. El libro fue su carta de presentación para postularse como catalizador cultural de la posguerra en un París que se sentía refundado tras el baño de sangre de las trincheras.

Para concretar sus intenciones se inmiscuyó en mil proyectos personales y colectivos. Escribió columnas periodísticas, participó en antologías, fundó revistas e ideó nuevos ballets como Le Boeuf sur le toit y Les Mariés de la Tour Eiffel, donde escribió el libreto que musicalizaron Georges Auric, Arthur Honegger, Darius Milhaud, Francis Poulenc y Germaine Tailleferre, cinco de los seis componentes del Groupe des Six que apadrinó con la intención de crear una música nacional alejada del impresionismo predominante y el wagnerismo.

El rechazo a esta influencia extranjera en lo melódico no se correspondía con su acercamiento desde 1919 a Dadá. El movimiento fundado en el Cabaret Voltaire de Zúrich aterrizó en París con Tristan Tzara y Francis Picabia como puntas de lanza. Este dúo aceptó de buen grado a Cocteau en su seno, pero su colaboración fue más bien breve, incapaz como era el francés de amoldarse a grupos regidos por divisas igualitarias. Su independencia le conminaba a llevar, salvo en contadas excepciones, la voz cantante, y en un delirio sin directrices no encajaba por mucho que sintiera afinidad con sus integrantes, gallos de un gallinero similar a un manicomio. Tampoco prosperó su acercamiento a la revista Littérature, capitaneada por Louis Aragon, Philippe Soupault y André Breton. Este último era un arribista acomplejado que tomó a Cocteau como némesis, declarándolo el hombre más detestable de su época, y la frase no cayó en saco roto. A lo largo de cuatro décadas el fundador del Surrealismo se entregó en cuerpo y alma a la burda tarea de derribar a su adversario, bien con abucheos en el estreno de sus obras, bien con vulgares maniobras repletas de insultos y otras tácticas más que deleznables. Nuestro poeta respondió a estas mezquindades con silencio y siempre con elegancia, como si quisiera desmarcarse de la bravuconería del provinciano que paseaba por París con ademanes de estatua broncínea.

Por si la inquina fuera poca, André Gide se unió al coro de detractores en La Nouvelle Revue Française con una carta abierta en la que arremetía contra Le Cap de Bonne-Espérance y Parade mientras le denegaba cualquier competencia musical a propósito de su heterodoxo ensayo Le coq et l’arlequin.

El único consuelo entre tanta acritud llegó el 8 de junio de 1919 durante un homenaje a Guillaume Apollinaire en la galería L’effort moderne, cuando Max Jacob le presentó a Raymond Radiguet, quien con apenas dieciséis años lucía un desparpajo impropio para su edad. El flechazo fue instantáneo, pero con Cocteau siempre ocurrió lo mismo y su adoración nunca fue plenamente recíproca. En este caso el romance derivó en una intensa colaboración intelectual que duró hasta la muerte del joven prodigio el 12 de diciembre de 1923, víctima de unas fiebres tifoideas. Este amor agridulce propició un período áureo que tuvo su apogeo durante el verano de 1922, cuando de las vacaciones en Le Lavandou y Pramousquier brotaron dos novelas, Le Grand Écart y Thomas l’imposteur, y el poemario Plain-chant, donde consolida el retorno a una vía más clásica ya anunciada en el ensayo Le secret professionnel y los versos de Vocabulaire. Esta catarsis creativa tendrá su colofón en diciembre de 1922, cuando se estrene su versión de Antígona, definida por él mismo como una contracción del texto de Sófocles.

 

 

LOS AÑOS DEL OPIO

La muerte del alumno que se convirtió en maestro, un Rimbaud del siglo xx con mucha menos pegada transgresora, hundió a Cocteau en una profunda depresión que intentó sanar con recursos que no hacían sino hundirle en un pozo estático que tuvo como icono el opio, fiel compañero durante décadas, único alivio para alienarse de una amarga realidad en la que aparecerán amantes de quita y pon, niños mimados como Jean Desbordes o Maurice Sachs que idolatrarán al mito aprovechándose de su desamparo para darle un entusiasmo ficticio que sólo despertará a cuentagotas. El gran nadir de la segunda mitad de los años veinte será su adhesión al catolicismo de Jacques Maritain desde la creencia, seguida por muchos otros que renegaban de su anterior rebeldía, de hallar en la religión una purga para todos los males.

Pero la vida siempre ganaba la partida y ofrecía resquicios positivos pese a la adversidad. Su malestar no fue obstáculo para seguir en la brecha con su ruta multidisciplinar, capaz de engendrar exposiciones de sus dibujos, maravillas anónimas como Le livre blanc, demasiado explícito para una sociedad donde lo homosexual se sabía pero no existía, y escribir el libreto, traducido al latín por el jesuita Jean Daniélou, de OEdipus rex, ópera oratorio de su amigo Ígor Stravinski.

Sus sueños opiáceos de medio segundo también desembocaron en genialidades que deben considerarse entre lo mejor de su extensa producción. El poema «L’Ange Heurtebise» y la anécdota de su génesis en el ascensor del inmueble donde residía Pablo Picasso evidencian que la llama de las musas aún merodeaba en cualquier rincón, como en los sanatorios donde se desintoxicó y volvió por su frecuente reincidencia. Entre noviembre de 1928 y abril de 1929 compuso en la clínica de Saint-Cloud, con los gastos pagados por Coco Chanel, Opium, diario que aúna reflexiones sobre la droga con pensamientos de gran enjundia estética e intelectual, breves párrafos que son perlas imperecederas. Asimismo, durante su temporada en el infierno, escribió en tan sólo diecisiete días Les enfants terribles, novela que le proporcionó el éxito popular que tanto había ansiado.

Cocteau inauguró la década los treinta con su habitual inseguridad. Sus detractores podían argüir que su literatura era una gran desconocida que desmerecía al increíble conversador que seducía a propios y extraños con giros letales, perfectas imitaciones e ingenio a raudales. Se decía que su oralidad era mil veces superior a lo que vertía en interminables ríos de tinta, como si con eso y su prestigio internacional se anulara una capacidad de trabajo y una versatilidad que no se repetiría en toda la centuria. El personaje, ya lo insinuamos en el pistoletazo de salida de esta introducción, era más reconocido que el artista, empeñado en superarse desde la duda y unas ganas de experimentar que refrendó en 1930 con dos trucos más de una chistera que sin saberlo ya tenía reservado un hueco en el palco de la posteridad.

La voix humaine se estrenó en la Comédie-Française el 17 de febrero de 1930. Berthe Bovy bordó un papel donde era fácil imaginar los sufrimientos amorosos de Cocteau al teléfono, a la espera de consuelo y una compañía que para su desdicha nunca terminaban de arraigar. La première se vio turbada por otra astracanada de los surrealistas, que en esta ocasión usaron a Paul Éluard como saboteador. Lo más curioso es que años más tarde el poeta de la Resistencia y Louis Aragon enterraron el hacha de guerra y aceptaron al enemigo de antaño como uno más. Sólo Breton y su infantilismo siguieron en sus trece de ira compulsiva contra un contrincante sin ningún anhelo de pelea.

El éxito de La Voix humaine voló a lo largo del siglo entre el celuloide, la radio y las tablas. En 1948 Roberto Rossellini la adaptó con éxito en un episodio de su película L’Amore con una espléndida Anna Magnani, y en 1987 Pedro Almodóvar le guiñó el ojo en La ley del deseo. El cine había fascinado a Cocteau como atento espectador hasta que el mecenazgo del matrimonio formado por Charles y Marie Laure de Noailles, ya conocido en ese ámbito al financiar Les Mystères du Château du Dé, de Man Ray, y L’age d’Or de Luis Buñuel, le permitió rodar Le sang d’un poète, documental realista de acontecimientos irreales que partió con la firme idea de ser un filme de dibujos animados.

En 1919 Cocteau había escrito que, desde su descubrimiento, el cinematógrafo había errado porque lo habían puesto al servicio de viejas concepciones en manos mercantiles. Le parecía un teatro fotografiado, una impostura que atendía la llegada de artistas que explotaran la perspectiva, la aceleración, el ralentizar la imagen y ponerla al revés para llegar a un mundo desconocido donde el azar entreabriera la puerta. El hecho de que su ópera prima se financiara desde fuera de la industria fue vital para que su ambición se viera colmada.

Al final el experimento del millón de francos fue una gran excusa para hilvanar su poética desde otro lenguaje que nutrió de sus obsesiones con inaudita libertad, algo que recuerda a lo que hizo Pier Paolo Pasolini cuando, durante el rodaje de Accattone, declaró haber encontrado en el cine una óptima virginidad formal para desarrollar sus ideas sin pensar en los arquetipos de la escritura. El salto del texto a la imagen fue para ambos una bocanada de aire fresco que Cocteau aprovechó para trazar su particular visión del surrealismo, sin adscribirse en ningún momento al movimiento de sus opositores, a partir de una sinfonía en cuatro episodios donde planos y acciones bailan al son de su director, presente mediante su voz en todo el artefacto, delirio onírico, ensayo encubierto, autobiografía oculta que durante muchos años fue una joya vetada para el gran público. Cocteau y Pasolini coinciden en su concepción pictórica del séptimo arte. La dedicatoria de Le sang d’un poète a Pisanello, Paolo Uccello, Piero della Francesca y Andrea del Castagno, pintores de escudos y enigmas, refuerza la idea de ver su debut entre las cámaras como una sucesión de tableaux vivants de cuño propio, cambiantes a través de trucos a lo Mèlies. Variaciones líricas y argucias camaleónicas muy acordes al gusto del titiritero.

En su etapa final el cine volverá a cobrar mucha relevancia como vehículo idóneo para integrarse más aún al espíritu del siglo mediante la expresión de su arte visual, poderoso al alcanzar un mayor número de espectadores. En los años treinta fue otro intento más de canalizar su diversidad en un todo que titubeaba como su entera existencia. Son los años del noviazgo con la princesa rusa Nathalie Paley, el retorno al opio, la conciencia de dejar atrás la juventud con la publicación del libro de memorias indirectas Portraits-Souvenirs y sus estrambóticas andanzas a lo Phileas Fogg con una vuelta al mundo en ochenta días en la que se vio acompañado por otro nuevo amante, Marcel Khil, Passepartout circunstancial. Sus vacilaciones le llevaron a interesarse por rehabilitar a Panamá Al Brown, histórico púgil que tras perder la corona mundial malgastaba sus horas dirigiendo una orquesta en una boîte de Pigalle donde drogas y alcohol eran un plato habitual del menú nocturno. Cocteau devino su mánager y logró que el boxeador recuperara su cetro y entendiera que la mejor victoria es retirarse a tiempo, algo que incumplió cuando sus caminos se separaron.

En una década tan política un hombre poco proclive al compromiso se implicó a su manera en la causa intelectual contra los fascismos. Escribió artículos, pronunció discursos y recuperó su estilo de poesía combativa, presente en su obra durante la Primera Guerra Mundial, con «IL’Incendie», poema que escribió durante el crucial septiembre de 1938, cuando el apaciguamiento de las democracias occidentales hizo el ridículo ante Hitler con la vergüenza del Pacto de Múnich y la burda entrega sin lucha de los Sudetes. Los versos, premonitorios del desastre que se perfilaba en el horizonte, están dedicados a Jean Marais, actor novato que conoció durante el casting de Les Chevaliers de la Table Ronde. Este encuentro apartará a Cocteau de su decadencia, lo resucitará del ocaso y le insuflará nuevas energías, más que oportunas para afrontar el lustro más delicado de Francia y Europa.

 

LA OCUPACIÓN Y LA VALENTÍA DEL HEREJE

El 14 de junio de 1940 fue el día más luctuoso en la historia contemporánea de la ciudad de París. Los alemanes entraron en la capital del Hexágono y desfilaron con marcial prepotencia por los Campos Elíseos. Cocteau acogió con estupor la inicial tolerancia de los ocupantes, un espejismo que fue desvaneciéndose a medida que el Régimen de Vichy dio rienda suelta a su reaccionarismo y el Eje topó con dificultades en el frente oriental. El poeta era un blanco muy codiciado por los colaboracionistas, ansiosos por cobrarse una pieza que entre sus defectos aunaba homosexualidad, heterodoxia artística e independencia de criterio. Céline no tuvo algún reparo en pedir su cabeza y otros aprovecharon el contexto para criticar su incesante actividad, centrada en el teatro durante esos cuatro largos años. Je suis partout, periódico colaboracionista y antisemita, se cebó en su figura, especialmente Alain Laubreaux, con quien Jean Marais llegó a los puños en plena calle, inequívoco símbolo de un enfrentamiento que trascendía la guerra y enfermaba a toda la sociedad del momento. Entre las obras que tuvieron problemas con la censura y la prensa fascista cabe mencionar Les Parents terribles, La Machine à écrire y Renaud et Armide, que escribió en tan sólo diecisiete jornadas.

Son años prolíficos y cargados de complicaciones; descubrirá a Jean Genet, abandonará por enésima vez el opio y apostará por la escritura cinematográfica. Su guión de L’éternel retour, dirigida por Jean Delannoy, hará que acaricie otra vez las mieles del triunfo en un instante donde éste era un alivio que rebajaba las tragedias que iban acumulándose, desde la muerte de su inseparable madre en enero de 1943 hasta la agresión recibida el 27 de agosto del mismo año durante un desfile de la legión de voluntarios franceses reclutados para combatir el comunismo junto a los alemanes.

Cocteau hizo lo que pudo para salvar de la muerte a muchos amigos. Fracasó por los pelos en su intento por liberar a Max Jacob, fallecido en el campo de concentración de Drancy en marzo de 1944, y nada pudo hacer por evitar la ejecución de Jean Desbordes, torturado por los nazis. Asimismo rechazó ser administrador de la Comédie Française y pasó buena parte de su tiempo libre, si es que esa época lo tuvo, con Pablo Picasso. Su única mancha en el expediente fue su saludo escrito al escultor Arno Breker, amigo y compatriota en la Nación de las artes. Su loa al favorito de Hitler puede interpretarse como un acto de extrema sinceridad donde también intervino el oportunismo para rebajar la aversión de nazis y colaboracionistas. El texto, publicado en Comoedia el 23 de mayo de 1942, pudo girarse en su contra, pero tras la liberación el tribunal de depuración lo absolvió en menos de lo que canta un gallo.

Por otra parte basta con leer «Léone», su mejor poema con permiso de «Plain-chant», para comprender cómo Cocteau vivió aquellos años negros como un íncubo inmóvil donde el mundo se había congelado en una burbuja que esperaba ser reventada mediante un despertar con suficiente energía como para restituir una normalidad distinta desde la imposibilidad de volver a la anterior casilla del tablero.

 

EL LARGO PASEO HACIA LA INMORTALIDAD

Si la primera posguerra vio a Cocteau como el rey sin corona de un París alegre y acelerado que pedía a gritos una revolución cultural, la segunda lo situará en una órbita bipolar donde será reconocido como un puntal francés a nivel mundial con dificultades para ser aceptado en su propio hogar pese a los premios y agasajos que recibió hasta su muerte. La Legión de Honor, el ingreso en la Academia, la presidencia del jurado del Festival de Cannes o su proclamación en 1960 como Príncipe de los poetas, contestada por Breton y otros detractores, contrastaban con la acritud de nuevos próceres como Jean Paul Sartre y la frustración de ver cómo muchos de sus contemporáneos eran premiados con el Nobel de literatura para el que ni siquiera fue considerado pese a su ingente y poliédrica pluma.

La vejez irrumpió para instalarse. Durante el rodaje de La Belle et la Bête, otro disparo premonitorio de su revólver, padeció urticaria, ántrax y flemones que le llevaron al hospital. Salió a la venta el primer volumen de sus obras completas, escribió el poema «La Crucifixion» y el ensayo La Difficulté d'être, donde conversa con el lector y pasa revista a temas y acontecimientos de su singladura, como si el reloj acuciara y el testimonio fuera ya imprescindible para ajustar cuentas con lo vivido, que seguía su rutinario ritmo trepidante. Es la época del cine, la pintura, la exhibición pública con Picasso, el vedetismo entre el favor internacional por las celebrities y la gira perpetua para acumular aplausos en foros de todo tipo, desde óperas hasta saraos mundanos.

El séptimo arte le ofrecerá recompensas por el aprecio de los jóvenes turcos de Cahiers du Cinéma, admiradores declarados de su carrera fílmica, completada en su otoño vital con películas como L’Aigle à deux têtes, Les Parents terribles, Orphée, el cortometraje en color La Villa Santo-Sospir, Le Testament d’Orphée o su colaboración con Jean-Pierre Melville, para quien adaptó Les Enfants terribles.

En À bout de souffle de Jean-Luc Godard, Melville interpreta a un director de cine que en medio de una entrevista colectiva declara que aspira a ser inmortal para después morir. La frase parece sacada de las reflexiones de Cocteau, quien a lo largo de los años meditó con insistencia en torno al legado que dejaba. ¿Cómo se le recordaría? ¿Le reservaban las musas una plaza a su lado? El contacto con Picasso, más allá de su afición compartida por los toros, le producía un resquemor por maltrato. El genio que tanto admiró era, más que nunca, su amigo, pero la senectud lo había vuelto agrio y cruel, inclemente por conocer demasiado bien al que, muerto Éluard en 1952, era su poeta de cabecera, partenaire que siempre requirió para sentirse protegido y gozar de un aura suplementaria para magnificar su estatus.

Si Picasso era la bestia, Cocteau quería ser más conocido que reconocido. Lo apunta su Journal d’un inconnu de 1953 con su emblemático, a la par que desesperado: «Je ne suis pas celui que vous croyez». La sombra de ser sospechoso para los demás seguía planeando en su alma, a la fuga en el disfrute de apurar sus últimos años entre la fascinación por España, el deleite por las alabanzas y un ebrio amor por la vida. El meteorito incansable se resistía a sucumbir. Durante su último decenio escribió poesía como un torrente hasta su postrer Requiem, despedida de cuatro mil versos que auguraban un rápido adiós que llegó el 11 de octubre de 1963 en Milly-la-Forêt, cuando un infarto terminó con sus días justo una hora después de enterarse del óbito de su amiga Édith Piaf, a quien tuvo el placer de dirigir en 1940 en Le Bel Indifférent.

Mi primera aproximación seria a Jean Cocteau fue en París durante el invierno de 2003. El Centre Georges Pompidou le dedicó una muestra antológica con motivo del cuadragésimo aniversario de su desaparición. Fue una iluminación de impacto que me desbordó y fascinó a partes iguales. La exposición enseñaba el conjunto de su singladura con dibujos, filmes, relaciones personales, versos, voces, máscaras teatrales y un sinfín de objetos que me aturdieron hasta hacerme entrar en el mito poco a poco, con cierto temor reverencial y mucho respeto ante tanta exuberancia. Su nombre en España sigue usándose como un comodín de falsa sapiencia cultural. Algunas editoriales han publicado parte de su obra, pero no exagero si digo que sigue siendo un completo desconocido del que sólo se tiene idea desde el cine, herramienta al alcance de todos que apenas aporta una visión sesgada de su personalidad artística. Yo mismo llegué a Cocteau mediante Le Testament d’Orphée, con esos caballos humanos y el viejo alado, el ángel que nunca abandonó sus pasos, recorriendo una carretera inmerso en un trance prepsicodélico que clausuraba en la cueva del juicio con sus amigos famosos, entre los que reconocí a Picasso, Dominguín, Lucia Bosé, Serge Lifar, Roger Vadim y Jean Marais.

El celuloide, ya lo hemos dicho a lo largo de esta introducción, es una parcela que debemos analizar como una hectárea de su vasto terreno creativo configurado por un crisol casi inabarcable. Dibujante, novelista, coreógrafo, libretista, ensayista, dramaturgo, guionista, cineasta, catalizador y poeta, cuando le exigían que se definiera siempre respondía con la última opción del elenco. Por eso opté por sumergirme en sus versos, seleccionar los más importantes y ofrecerlos al lector español con una edición que colmara su absurda ausencia del catálogo editorial de nuestro país. Así, con la modestia de quien emprende una acción desde la pasión por el otro, rindo homenaje a uno de los prodigios más increíbles e incomprendidos de la cultura occidental, poeta con mayúsculas, gigante que nunca dejará de hablarnos.

 

ACERCA DE ESTA EDICIÓN

Jean Cocteau publicó versos durante más de medio siglo. Para esta edición hemos usado sus obras poéticas completas publicadas en la prestigiosa «Bibliothèque de la Pléiade» de La Nouvelle Revue Française. El criterio de selección ha sido arduo ante el vendaval de más de mil quinientas páginas entre las que escoger lo más representativo de su producción. Como suele ocurrir en estos casos, ha habido descartes muy dolorosos que merecerían figurar en la antología, guiada por un criterio que ha pretendido aunar calidad y mostrar las etapas más significativas del rapsoda galo. En lo que concierne a la traducción, hemos intentado ser lo más fieles que es posible a lo trazado por Cocteau. Su francés, riquísimo tanto en arcaísmos con en matices léxicos, ha dificultado la labor, pero por suerte hemos recurrido menos de lo que esperábamos al «traduttore, traditore», nimio si se considera que el arte de traducir siempre radica en adaptar el texto de un idioma a otro para ofrecérselo a un lector que pueda gozarlo sin ningún tipo de obstáculo. El mismo Cocteau decía que quien pretendiera traducir sus obras debía tener claro que no bastaba contentarse con un matrimonio porque la tarea requería un matrimonio por amor y no podemos sino darle la razón. No sabemos si al final le habríamos desconcertado, sólo hemos intentado adaptar lo mejor posible sus textos a nuestra lengua.

En un primer momento contemplamos la posibilidad de enseñar la variedad de una trayectoria tan dilatada a través de poemas sueltos de cada uno de sus libros, pero comprobamos con rapidez que eso descartaría muchas piezas sinfónicas que no son ríos versificados porque Cocteau prefirió segmentarlos para dar más enjundia a su significado. Es por ello que al final elegimos algunas composiciones breves por su trascendencia y centramos la traducción tanto en fragmentos de sus libros más reconocidos como en suites que surcan cinco décadas y desglosan preocupaciones, intereses temáticos y la evolución lírica del camaleón.

Entre las piezas omitidas que merecerían figurar en la antología cabe remarcar «L’Ode à Picasso», traducida al castellano en 2004, «Escales», los «Poèmes écrits en Allemand», «La Crucifixion», «La Nappe du Catalan», «Clair-Obscur» y su «Requiem», que desborda por completo la extensión de nuestro cometido y sólo por ello merecería una edición individualizada. Muchos otros poemas, aquí ya entran factores de gusto personal, tendrían cabida en la selección. En algunos casos concretos, como en Le Cap de Bonne-Espérance, hemos traducido la dedicatoria porque muestra el cambio con el que consideró reiniciar su periplo tras sus tres primeros poemarios, de los que renegó y que no volvieron a publicarse hasta 1999. Para Cocteau cada nueva obra nacía de la insatisfacción provocada por la anterior, en una utópica búsqueda de perfección que fue el motor elemental de sus pesquisas.

Dada la extensión de nuestra antología hemos creído oportuno introducir a continuación unas breves explicaciones que faciliten la comprensión de los versos en su contexto original y tracen una línea interpretativa, biográfica y cronológica que englobe la totalidad poética de Jean Cocteau, contemporánea a fenómenos tan diversos como Guillaume Apollinaire, las primeras vanguardias, la explosión de Pierre Reverdy y Saint-John Perse, la absoluta independencia de Paul Valéry, la eclosión de Henri Michaux y las promesas cumplidas de Yves Bonnefoy y la genialidad heterodoxa de René Char.

 

POEMAS DE JUVENTUD (1908-1912)

En 1912, el fulgor del debut quedó apagado por el fuego de la crítica. La publicación de La Danse de Sophocle cavó la tumba de unos inicios donde Cocteau jugó a ser poeta sin creérselo del todo, dejándose llevar por una imprevista facilidad que le deparaba tantos parabienes. La salida de su tercer poemario hizo que los principales periódicos y revistas avisaran al joven de los límites del camino que seguía. En el Mercure de France se reconocía su talento sí, pero al mismo tiempo le exigían deshacerse de toda su pacotilla, porque su elegancia le permitía volar hacia otras latitudes más profundas. En La Nouvelle Revue Française no dudaban de sus dones para el verso e insistían en que sólo conseguiría resultados duraderos si se dedicaba a ellos de verdad con la necesaria homogeneidad moral, prédica propia de la publicación de Gallimard, y su querencia por la austeridad, contraria a un autor al que asimismo reprochaban exceso de elegancia y frivolidad.

Durante ese mismo período, Diaghilev le lanzó su épico «sorpréndeme» y el poeta debió de pensar que convenía hacer borrón y cuenta nueva para crecer y entrar en una órbita que le confiriera la seriedad que muchos le negaban. Años después declaró que durante su época más juvenil era ridículo, derrochador y charlatán. El problema es que, en vez de tomar estos defectos de ingenuidad por lo que eran, los aupaba como virtudes de elocuencia y prodigalidad. Esto se percibe en sus poemas de la época, influenciados por nombres y escuelas que marcaban la pauta en el ambiente decadentista y parnasiano, ajeno a la revolución promovida desde el Bateau Lavoir y el grupo de L’Abbaye. Charles Baudelaire y Paul Verlaine son los supervivientes de su templo de formación, donde también figuraban Catulle Mendès, Sully Prudhomme, Albert Samain, Maurice Rollinat, Jean Lorrain, Edmond Rostand y su maestra Anna de Noailles, con la que contrajo una deuda que sólo compensó en 1962 cuando le rindió homenaje con el último libro que escribió: La Comtesse de Noailles oui et non.

La famosa presentación del 4 de abril de 1908 en el Teatro Femina de los Campos Elíseos fue una farsa a la que se acogió de muy buen grado. Sus versos de entonces no eran, como se pretendió en aquella matinal, ningún símbolo de lo nuevo, más bien encajaban en fórmulas agotadas que, sin embargo, le dieron maestría técnica y estructural a través del alejandrino, la rima y el soneto. El siglo que apenas asomaba la cabeza pedía mecanismos que abandonaran las hojas caducas que regó durante casi un lustro en una espiral de ensoñaciones, vacuidad temática, exageraciones mitológicas de las que presumió ante Proust en un paseo compartido por el Louvre y alusiones a los fenómenos meteorológicos dentro de una ligereza que simboliza su «Rondel nostalgique», donde se define como un príncipe frívolo expulsado de su lejana provincia, quizá sin saber que con su trilogía sólo accedía a la fachada sin penetrar en el interior del edificio. Pese a ello las composiciones de La Lampe d’Aladin, Le Prince frivole y La Danse de Sophocle apuntan algunas facetas que volverán una y otra vez en sus versos, desde la preocupación por ser un gran incomprendido hasta la angustia existencial y la concepción de la poesía como un acto exigente de carácter religioso donde hasta el azar es una tesela de un mosaico que pretende ser matemático y, por lo tanto, perfecto.

Hoy en día muchos poetas, movidos por una sociedad donde la imagen constituye una máscara precisa y preciosa, se entusiasman y festejan su nula importancia por haber publicado tras superar la adolescencia. Cocteau renunció a su trilogía al comprender que hasta los veinte años sólo cometió pecados de juventud, impedimentos para practicar con rigor su oficio. Una vez asumió la culpa con sus tres negaciones, tomó los votos e ingresó en los arcanos que jamás abandonaría.

La transformación del camaleón fatigado, radicalizada por renegar con ira de sus creaciones, era la consecuencia lógica de una mente privilegiada que, a fuerza de madurar, devenía un receptáculo de múltiples estímulos que circulaban en la atmósfera de ese París que aceleró el proceso de modernidad por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Podía haber pasado toda su vida, lo reconoció, con aquellos tejidos vetustos que controlaba sin pestañear, pero su inagotable caudal le impedía ser una estatua del museo de cera y le conducía hacia aguas menos transitadas donde se adaptaría porque, con la pérdida de su piel inaugural, tomó conciencia de la sencillez de andar sin imponerse peajes ni fronteras inútiles.

 

LE CAP DE BONNE-ESPÉRANCE (1915-1918)

La revolución tecnológica de finales del siglo xix y principios del Novecientos fue un acicate para las artes. El caso más claro, y extremo, se encuentra en el Manifiesto Futurista de 1909 con su canto de exaltado amor a la velocidad y su exhortación a quemar los museos, nichos de un pasado a cancelar en la euforia del presente. Cocteau acogerá con agrado las transformaciones sin caer en el «todo vale» que algunos adoptaron como santo y seña. Sabía que sin el poso de lo pretérito no era posible ninguna renovación que pudiera permanecer más allá de modas pasajeras, numerosas por la aceleración del ritmo cotidiano y la formación de una no tan incipiente sociedad de consumo.

El avión fue un reclamo instantáneo desde el vuelo de los hermanos Wright. Cocteau celebra su aparición desde 1912, fecha en que conoció al piloto Roland Garros, con quien voló al menos en una ocasión. El 23 de septiembre de 1913 su amigo cruzó el Mediterráneo desde la provenzal Fréjus hasta la tunecina Bizerte. Es posible que la gesta diera al poeta la idea de una composición donde homenajear al hombre pájaro y su heroísmo moderno, emparejado con proezas que creía extintas. La Primera Guerra Mundial y la larga gestación del poema harán el resto. Entre 1915 y 1918, Cocteau trabajó en un libro que debe leerse como una sinfonía donde mezcla recuerdos, símbolos aéreos, cartas de Garros y la gran aventura de surcar los cielos en tiempos del conflicto donde su ídolo triunfará y padecerá tormentos que resolverá hasta conferir una dimensión épica a sus andanzas. Para ello, siguiendo tendencias del momento, no vacilará en jugar con la tipografía para crear silencios celestes y piruetas acrobáticas, ametrallar con imágenes simultáneas, desorganizar el lenguaje con variaciones vocálicas, liquidar la puntuación y abandonar formas fijas para que la pluma fluya como si el texto se escribiera desde un aire donde no se pierde la distinción en el verso, libre y armónico.

El poeta, con el ritmo irregular de su viaje lírico, deviene un aviador fragmentario que otea en su búsqueda trozos de la realidad, cambiante e inestable. La Geografía cobra contornos borrosos donde los sentimientos subjetivos se alternan con una especie de crónica que es romántica desde su rabiosa modernidad, que acaricia el sol, vuelve a tierra, admira los hangares y despega en la revolución de franquear el Cabo de Buena Esperanza.

Para Cocteau Le Cap de Bonne-Espérance era una refundación en toda regla, su nuevo ingreso en el universo poético. Sabía que tomaba riesgos y se preocupó por presentarlo en elitistas recitales privados donde quería recabar impresiones a través de una lectura completa del manuscrito para remarcar su musicalidad y la conexión absoluta entre todas y cada una de sus partes.

Publicado en enero de 1919, su autor lo verá como un poema de amor sin intención de pertenecer a ninguna escuela vanguardista. Su desafío era plasmar en verso una canción de gesta para el siglo xx a partir de la idealización de un pionero al que le unían vínculos personales.

El lector encontrará en esta edición los dos textos que abren el poema. El «Conseil de guerre de Paris» alude a la igualdad de todos los seres humanos en tiempos bélicos a partir de una crónica de la Gazette des tribunaux del sábado 30 de septiembre de 1916 que sirve para democratizar la tragedia, donde no importaba si eras un mito o un mero soldado raso como Compagnon, quien con su apellido refleja la hipócrita solidaridad de esos cuatro años donde se trastocaron las leyes hasta derivar en absurdos que eran condenas inapelables. Cocteau comparó el contenido de este epígrafe con el diálogo entre Antígona y Creonte y las dos concepciones de justicia que entran en colisión por la lucha del derecho natural contra el positivo, imposición de los hombres para sus semejantes.

Asimismo este prefacio realza la envergadura de Garros, héroe que trasciende la diatriba porque en sí es un ente libre e integrado en la marea, ligero por su independencia aérea y pesado por depender, como los demás, de la Historia y sus vericuetos. La dedicatoria es excepcional porque se integra en el poema hasta configurarse como preámbulo del preámbulo, dándonos pistas de las líneas generales que Cocteau usará tanto en lo temático como en lo formal, carta de presentación donde la adoración para con el piloto y la omnipresencia del poeta, dios que todo lo acapara, manan como un aperitivo de lo que vendrá.

 

DISCOURS DU GRAND SOMMEIL (1916-1918)

La Primera Guerra Mundial fue fundamental en la formación personal y artística de Jean Cocteau. De haber querido, nadie le hubiera reclamado para el frente, pero su obcecación hizo que sirviera en la Cruz Roja. En septiembre de 1914 participó en el convoy para evacuar a los heridos de la Champaña y presenció el bombardeo de Reims, efeméride que luego ficcionó en su novela Thomas l’imposteur. De vuelta a París tuvo tiempo para preparar, junto a Paul Iribe, la revista Le Mot, donde articuló una dura propaganda antialemana acorde con el sentimiento general de la sociedad francesa durante el conflicto. En marzo de 1915 le destinaron al servicio activo hasta que en diciembre de ese mismo año llegó al frente de Nieuport como conductor de ambulancias. En esas circunstancias entablará amistad con una unidad de fusileros marinos. Sólo abandonará definitivamente la zona de batalla en septiembre de 1916, cuando trabajará para el servicio de propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores. Esta nueva ocupación le permitirá campar a sus anchas en el París estático y activo de la contienda, donde estrechará lazos que le permitirán reforzar su metamorfosis artística gracias a la amistad con Picasso, Satie, Jacob, Cendrars y todo el grupo de Montparnasse, avanzadilla cultural del momento.

Glosamos las peripecias del poeta durante el conflicto porque son importantes para entender la génesis del Discours du Grand Sommeil. Su dualidad bélica, entre la retaguardia de las trincheras y la ciudad, le produjo una esquizofrenia que amalgamaba la tragedia con la paz de un hogar y una actividad civil desde la que reflexionar y entender a partir de un largo proceso que lo acaecido entre 1914 y 1918 fue un micromundo con ropajes de pesadilla. Esta toma de conciencia es la que terminó por concebir el poema desde un cabal dualismo.

Su título puede extrañar, pero es fruto de una lógica aplastante. Es un discurso porque en el interior de los versos el ángel pronuncia una prédica que impulsa al poeta a movimientos que de otro modo no se producirían. La aparición del mensajero celestial que despierta ya no abandonará a Cocteau y será una fuerza que encarnará una miríada de valores y coordenadas entre las que pueden mencionarse la noche, otros mundos, la oscuridad, lo desconocido y sobre todo el enlace que conecta al hombre con sus dones creadores, en los que también intervendrán las musas. En «Discours du Grand Sommeil» el ángel es quien arranca el sopor y precipita desplazarse para que nazca el poema entre las brumas del horror.

¿Cuál es el gran sueño? El encabezamiento al prólogo desvela una traducción de una lengua muerta en un país muerto donde residen sus amigos, a los que da la palabra en este discurso venido del más allá posibilitado por el ángel. El prólogo se divide en treinta y ocho secuencias numeradas con versos de longitud desigual y una arquitectura que propicia una rapidez que puede confundir al lector. Los fragmentos no son pinceladas impresionistas, sino más bien códigos que transcurren entre dos realidades que cruzan constantemente el texto. Por una parte la realidad de la guerra se presenta mediante la naturaleza, los individuos y los grupos, expuestos a los avatares de un destino imprevisto: Cendrars y la amputación de su mano derecha, el criminal que aprovecha el caos, los soldados en el barro o la madre que narra cada dos por tres la muerte de un hijo a partir de un testimonio son algunos de los ejemplos más desgarradores. Esta trilogía es pasajera de la conflagración, que de este modo confluye con la preocupación por enhebrar el poema y su realidad, que emerge en diez de las secuencias. Esta poética, con toda probabilidad escrita al final de la composición del libro, hace que una serie de metáforas metamorfoseen a Cocteau en minero, arquero, jugador de ajedrez, músico, navegante o nadador.

El prólogo cede su puesto al «Discours du Grand Sommeil». De una lírica meditada por el bardo transitamos hacia una poesía dictada mediante la intercesión del ángel, que interpela a Cocteau y le pide abandonar la ciudad para contar el hombre desnudo. El intermediario lo critica para que abandone retóricas coloristas y empape de dureza el recorrido por la tormenta. Sus órdenes contienen una voluntad de cambio que acata porque no existen otras opciones. El ángel le pide asumir que es materia flotante en una época que sólo podrá registrar si acepta las consignas recibidas como el único bálsamo que liberará el texto aprisionado por las duras rocas del alfabeto que debe romperse para tapiar el pasado. Poema sueño, magia de aspiraciones futuras, la clave está en partir sin maletas que entorpezcan su progreso, donde siempre volverán la guerra y sus memorias en el frente entre la Cruz Roja y los fusileros marinos, evocaciones más que comprensibles si consideramos estos versos como pura repulsa de la barbarie, universo cerrado del que es menester escapar para sobrevivir y no claudicar ante el oprobio de esos años donde se contaban los días como pesadillas.

 

VOCABULAIRE (1922)

En 1922, fecha de la publicación de Vocabulaire, Cocteau tiene 33 años y por contraste con Raymond Radiguet siente que ingresa poco a poco en la madurez. Para la crítica este poemario marca la transición entre su etapa vanguardista y otra de factura más clásica. Sin embargo, sería más correcto etiquetar el conjunto desde la poésie de la trouvaille por su ordenado tótum revolútum donde se prosiguen las búsquedas verbales presentes desde Le Potomak. La compilación se compone sobre todo de piezas breves, centelleantes e impresionistas que experimentan a través de su velocidad en el trazo, rupturas de tono, mezclas métricas, juegos verbales y el recurso del automatismo. En otros lugares se vuelve al verso regular, el cual articula una lírica grave que verifica un muestrario bien alimentado por sus obsesiones esenciales que incluyen bestiarios, objetos fetiche, toponimias y mitos bíblicos y literarios. Así guantes, espejos, estatuas, telones, gallos, cisnes y caballos se unen a Venus, Narciso, Jesucristo y Ofelia en una odisea de anárquica coherencia donde el principal protagonista es, como siempre, Cocteau, reflexivo hasta el punto de anular temporalmente la impertinencia que recorre el tejido. Las estaciones de la vida jalonan la marcha hasta la cumbre de «L’Endroit et l’envers». El primer título de este poema aludía a la muerte que, alcanzada la mitad del periplo vital, asoma la cabeza y gana preponderancia con relación a los atributos de la existencia que Venus resume desde el júbilo de la belleza, sinónimo de amor, gemela de pánicos con la señora de la guadaña, quien planea sobre nosotros sin que podamos verla, omnipresente en sus argucias que no evitan el renacer de los treinta años, nuevo balbuceo que entierra semillas de juventud y prepara el camino para la despedida, tan misteriosa como quien la proporciona, oculta en velos que prolongan la incógnita del futuro porque no todas las páginas del libro están a nuestra disposición.

Hay que acostumbrarse a la muerte, marionetista de la vida que controla asentándose en nuestro seno, dama negra al acecho, novia del desbarate que en su macabra danza nos prohíbe el conocimiento de cómo será el destino y nuestro postrer legado una vez residamos en el más allá.

El tema de «L’endroit et l’envers» es, casi no hace falta decirlo, lúgubre. La composición fluye con una musicalidad que, sin esconder el mensaje, lo atenúa porque su aparición es consecuencia de celebrar el ingreso en el ecuador de la travesía, festejo de la madurez aceptándola con sus miedos y ventajas. Su forma y tono son una magnífica antesala a «Plain-chant», donde Cocteau ascenderá al pedestal de los elegidos.

Incluimos en el apartado correspondiente a Vocabulaire  el poema «La mort de Guillaume Apollinaire», publicado el 15 de noviembre de 1923 en el número 24 de la revista Vient de Paraître. Cocteau lo leyó en la matinal poética en homenaje al gran referente el 8 de junio de 1919 y poco sabemos de su intrahistoria. Lo más probable es que fuera compuesto expresamente para el acto celebrado en la galería L’effort moderne. Los versos rinden pleitesía al autor de Les Mamelles de Tirésias con una sonrisa que lo hermana mediante lazos indisolubles con Picasso e imagina sus andanzas en el cielo, donde entretiene a los ángeles con fantasías, ríe sin los dolores de la gripe española y no descansa ni en domingo porque su irrefrenable energía le impulsa a fundar una nueva escuela, escribir artículos y recibir por su arrolladora personalidad el amor de los habitantes celestes.

El poema es un mero juego de sencillez que expresa gratitud al hombre cuyo legado se disputaron todos los grupos del París de la posguerra. Cocteau y él fueron amigos durante un par de años, y aun así su recuerdo atravesará la trayectoria de nuestro protagonista, quien le dedicará un largo capítulo de Le Difficulté d’être y leerá un bello discurso cuando en 1959 se inaugure un monumento en su memoria, obra de Picasso, en la plaza de Saint-Germain-des-Prés.

 

PLAIN-CHANT (1923)

En una carta del 18 de octubre de 1922 Jean Cocteau escribe a Max Jacob y le cuenta que ha recibido, no puede definirlo con otras palabras, cuarenta páginas de poesía que mira con cierto estupor. Nunca antes las musas le habían dictado nada menos moderno. ¿Lo amarían, al fin, como merecía?

Su constancia en el trabajo hacía fácil lo que para otros era un esfuerzo titánico. Muchas piezas del poeta fueron concebidas en muy poco tiempo, como si las hubiera escrito poseído por abstractos furores. Su religiosidad literaria le animaba a verse como un protegido de las musas que tejían sus versos cuando les apetecía. En realidad esas vacaciones de 1922 fueron un huracán que desde la tranquilidad engendraba textos de todo tipo con pasmosa soltura. El bienestar personal y la compañía de Raymond Radiguet fueron fundamentales para que los hados propiciaran unos meses tan asombrosos en lo creativo surgido desde la meticulosidad, como atestiguan los manuscritos, repletos de tachaduras, vueltas de tuerca e infinitas modificaciones antes de abrazar las versiones definitivas.

Plain-chant viene del latín planus cantus, nombre que se le da al canto gregoriano, simple, monódico y a cappella. El título se inscribe en un retorno al clasicismo que inundaba la época e insiste en una visión sagrada del arte poética. Si Picasso fijó su mirada en Ingres y Stravinski en Bach, Cocteau volvió al verso regular, a la métrica clásica y al empleo de la rima y el estribillo. La división del poema en tres partes también responde a las reglas de composición de la poesía clásica. La primera parte corresponde al exordio, donde el poeta expone al lector el modo en que tratará el sujeto. La parte central es la más importante, ocupa dos tercios del texto y desarrolla el asunto central del poema. El último trecho es una conclusión donde el poeta agradece a las musas la inspiración recibida y anuncia el paulatino retorno a la realidad.

El primer segmento introduce la visión que Cocteau tenía de sí mismo y su poesía. Los versos ahondan en la maduración personal y lírica mientras propinan sutiles puñetazos donde vuelve su tópico de la incomprensión, pues los demás lo juzgan equivocadamente y lo critican por salirse de la norma. Su hermoso vehículo es reacio a decretos uniformados porque ama librarse a carreteras de las que ignora el itinerario. Esta estrategia sólo desvelará la nobleza de su conducción al final del trayecto. La figura central vuelve a ser el ángel, único ser al que acepta someterse de buen grado porque es su interlocutor, soldado de las nueve hermanas: las musas. Con él se asegura la comunicación con las divinidades que tutelan su poesía.

Este ángel es bien diferente al de «Discours du Grand Sommeil». Le amonesta cuando no trabaja, se divierte ocultándole su función en la comedia y no tiene reparos en golpearle machaconamente para que desarrolle su tarea.

Para fugarse del manto de este ángel cornudo como Moisés, Cocteau se refugia en la relación amorosa con Raymond Radiguet. En Le Secret professionnel predicaba cortar todas las cuerdas que hicieran sonar lo que motiva el poema. Aquí incumple su propio corpus teórico porque son claras las presencias del enfant terrible a partir de esos diecinueve años, la afición por bañarse y su miopía, única plaza donde puede ganarle en un duelo equitativo expresado por el continuo entrelazo que convierte a ambos en un ser híbrido que propulsa el deseo de perdurabilidad de esa sola máquina para que el amor nunca desaparezca.

De todos modos la devoción es tan fuerte que genera una serie de inseguridades muy potentes donde los celos se llevan la palma, quiebran la armonía y fomentan desigualdades. La relación entre Cocteau y Radiguet, mujer en los versos, no fue sencilla porque el jovencito quería comerse la noche, veneraba al dios alcohol y no se contentaba con la monogamia, menos aún si ésta era homosexual. Esta conducta, comprensible en alguien atractivo por su rebeldía, desquiciaba a Cocteau, quien sufría lo indecible, algo expuesto en el poema desde la imposibilidad de poder participar en los sueños del amante. Los viajes y los espacios carecen de sentido ante la magnitud del sentimiento. El único espacio de dicha son los brazos del querer. Sólo el despertar de la pareja permite atenuar el pesimismo de este inmenso amor, tan salvaje que el poeta declara sentirse tranquilo si sabe que su media naranja le sobrevivirá, sin importarle su muerte, banal en comparación con la del otro, ídolo que propicia la unidad que alivia sus quebraderos de cabeza en lo lírico.

En la última parte del poema el desorden adorable del mundo impone el orden humano mediante las musas, que habitan en Cocteau para brindarle el texto. Los elogios a Picasso y al «grupo de los seis» enmarcan su cometido en cofradías talentosas que señalan el progresivo reingreso en la realidad hasta que el ángel se esfuma y cede su sitio al amante.

Los temas de Plain-chant son una clase magistral de las preocupaciones poéticas de Jean Cocteau: el sueño, el miedo a la muerte, la inconsecuencia del poeta, el ángel, los cuerpos bicéfalos y la supeditación de la creación a fuerzas misteriosas reaparecerán en muchas de sus obras. Asimismo, Plain-chant supone un paréntesis en el vendaval vanguardista que regresará durante el segundo lustro de los años veinte, cuando la muerte de Radiguet le hunda en el hoyo del opio y la vida forme versos más proclives al juego experimental.

 

 

L’ANGE HEURTEBISE (1925)

En Opium, el poeta nos explica una iluminación: «Cuando estaba muy intoxicado, a veces dormía sueños interminables de medio segundo. Un día que iba a ver a Picasso, en la calle La Boétie, al llegar al ascensor creí crecer junto a algo terrible y que sería eterno. Una voz me gritaba: ¡Mi nombre está en la placa! Me despertó una sacudida, y en la placa de cobre de las manijas leí ascensor heurtebise. Recuerdo que en casa de Picasso hablamos de los milagros; Picasso dijo que todo era un milagro y que era milagroso no licuarse en la bañera como un terrón de azúcar. Poco después, el ángel Heurtebise me obsesionó y comencé el poema. En mi siguiente visita, miré la placa. Llevaba el nombre otis-pifre; la marca del ascensor había cambiado.

»Terminé El ángel Heurtebise, poema a la vez arrebatado y formal, como el juego de ajedrez, la víspera de mi desintoxicación en la calle Chateaubriand. Luego llamé Heurtebise al ángel de Orfeo. Menciono el origen del nombre por las muchas coincidencias a las que aún ahora da pie».

Años más tarde completará su relato para contarnos el proceso del poema. Una noche en la que pensó en suicidarse llegó la expulsión del contenido. Duró una semana donde la brusquedad de Heurtebise, que hiere y abraza, le forzó a escribir a regañadientes. Al séptimo día a las siete de la tarde terminó el poema y el ángel, caritativo, lo dejó en paz y pudo reposar de esa malvada y benéfica partenogénesis causada por un monstruo de egoísmo, bloque furibundo de invisibilidad.

Cocteau veía al ángel Heurtebise como algo inimitable. Él, no el poeta, fue quien parió los versos, autónomos en su existencia, alienados de la firma que los publicó. Su autor sentía alienación hacia ellos, algo comprensible si se tiene en cuenta la importancia de la droga en su gestación. Aun así, en el segundo volumen de Le Passé défini, confesó que, para su obra, L’Ange Heurtebise tenía la importancia de Les Demoiselles d’Avignon en la de Picasso. El poema inaugura otra mutación de Cocteau que abarca los fundamentos de su imaginario. Éstos se insinuaban en su anterior producción, donde como hemos visto el ángel cobra paulatinamente una angustiosa preponderancia. En otras composiciones también aparecen ascensores y la violencia del mensajero que irrumpe para demoler lo establecido y bautizar un universo afligido por la rabia que emana del alado invasor.

El ritmo del poema es sensacional por sus juegos de sonido, la profusión de imágenes y su mecanismo formal de rimas internas y calambures que le dan una tonalidad única, veloz en esa ferocidad que arremete contra Cocteau y luego deriva en una tutela de ángel guardián que ayuda, es niño, muere y se embarulla con otros de su especie en la noche. La dualidad de Heurtebise flota a lo largo de los versos en una ambivalencia donde lo real y lo sobrenatural se funden en un espejo que es el poeta en sus ensoñaciones, fotogramas mentales, cápsulas que del cerebro aterrizan en esa tinta de automatismos en una medida cascada con ráfagas que disparan sus balas con plomo torrencial de un ángel que cumple su cometido, es fusilado y se queda solo porque su impronta trascenderá la composición hasta instalarse en la mitología de su prisionero y protegido. Lo desconocido dio los versos, pero éstos eran obra del poeta, sumergido en lagos distantes de la normalidad, agua de esencias y paradigmas.

Algunos análisis han acentuado que no puede obviarse la fecha del poema y la reciente muerte de Raymond Radiguet el 12 de diciembre de 1923. Es indudable que algunos versos huelen a homenaje póstumo y que la figura del autor de Le diable au corps planea en una nostalgia de amor con una bicefalia entremezclada de dulzura y crueldad. Aun así, Heurtebise supone una primera superación del ídolo desaparecido prematuramente y una afirmación inconsciente de la inauguración de lo órfico en Cocteau. En 1926 interpretará el rol de Heurtebise en Orfeo, tragedia en un acto y un intervalo donde el ángel roba a Hermes la cualidad de ser intermediario entre vivos y muertos.

 

OPÉRA (1927)

Démosle otra vez la voz a Cocteau: «Los poemas de Opéra son los primeros que pertenecen verdaderamente a mi esencia, poemas amueblados con todo aquello que un día me reprocharan, reproche chistoso, porque es como si me reprocharan respirar con mis órganos y mi sangre, y a mi sangre circular mejor en un sentido que en el otro. Existe un pueblo de fantasmas de todo tipo y condición por el que he pagado muy caro su derecho de alojarse en mi persona para liberarlo cuando me plazca».

Desde 1925 a 1927, año de publicación de Opéra, el poeta se debate en una nueva dualidad de altibajos entre sus estancias en clínicas de desintoxicación y la reanudación de una cotidianeidad que se vuelve alocada porque cada cura conlleva la redundancia de la recaída en el vicio opiáceo, paradójica fuente de actividad en compañía de una banda de amigos con la que transcurre la mayor parte de su tiempo entre París y el Hotel Welcome de Villefranche-sur-Mer. Jean Desbordes será su esperanza de resucitar a Radiguet en otro joven y Christian Bérard le imbuirá de su espíritu heteróclito, al que se asemejan algunos textos de Opéra. La otra influencia del período, extraña y sólo comprensible por la desesperación de hallar alivio al dolor, será Jacques Maritain, quien desde lo religioso quizá confirió a Cocteau su tenacidad por dar con realidades más allá de las apariencias, leitmotiv central del poemario.

Lo percibimos desde la inauguración del conjunto, que otra vez, conforme a los principios de la poesía clásica, es una declaración de intenciones. «Par lui-même» expone al lector unos fundamentos basados en los accidentes del misterio y los errores de cálculos celestes para reproducir lo invisible, invisible para los demás. Para Cocteau la búsqueda de esta realidad se inscribe en la tradición de la mitología griega, con deidades ambiguas y diabólicas dotadas de picos envueltos de misterio como el sombrero de Mercurio.

La infancia interviene en el mismo sentido por su distorsión de lo vivido con esos ojos que aún no se han corrompido y diseccionan las cosas con una óptica próxima al surrealismo entre bustos que entienden la lengua de los pájaros y niños que los descubren mientras de noche esconden sus manos robustas en guantes negros. Otros elementos para determinar la percepción deseada son los sonidos de la ciudad, único valor de las capitales modernas en las que, como en cualquier faceta de la existencia, el azar se descubre con el aprendizaje del engaño para desenmascarar cuadros al alcance de pocos privilegiados.

En «Le paquet rouge» la disociación del poeta con su propia identidad es una falacia, confesión en prosa poética donde el rechazo a sí mismo, con el desorden que se amontona en el cielo y una inclinación en la que se deja caer, es un latigazo de rabia que revela un robo de Cocteau a su álter ego desaparecido tras una breve y brillante carrera. El texto termina con una aseveración que lo inmortalizará, suprema burla que desde el despiste del arte desarma por sinceridad de quien se preocupa en demasía por la percepción de los demás, conformistas en su mirada y reacios a seguir las consignas que orquestan Opéra: «Soy una mentira que siempre dice la verdad».

Cocteau decidió no enviar su libro a los críticos, lo que no impidió que éstos lo reseñaran. El escritor Gabriel Bounoure lanzó desde la Nouvelle Revue Française un ataque despiadado. El poeta era una bella máscara con versos que siempre eran espectáculo y nunca acontecimiento. Para el joven André Fraigneau, quien a diferencia de las costumbres de la época se esforzó en realizar una lectura atenta sin partidismos, Opéra era el primer libro de poesía pura en años por su aportación de realidad absoluta. Había captado el mensaje y Cocteau, sin duda, se sintió satisfecho al ver cómo alguien había entendido que para él la poesía era la gran herramienta alquímica para descubrir realidades invisibles en la trivialidad que nos circunda.

 

ALLÉGORIES (1941)

Entre 1927 y 1941 Jean Cocteau no publicó ningún libro de poesía pese a que sus versos aparecieron en revistas y plaquettes. Durante este decenio cultiva más otros géneros entre la indecisión, el hastío de su propio personaje y un malestar irresuelto que no suprime hasta que aparece Jean Marais, epifanía y redención.

Durante los años treinta, Cocteau se lanza al mundo exterior y busca establecer un contacto más directo con el público a través del teatro. La Voix humaine, La Machine infernale, Les Chevaliers de la Table Ronde y Les Parents terribles se estrenan durante este decenio, donde su apertura se verá refrendada con su vuelta al mundo en ochenta días para el diario Paris-Soir con motivo del centenario de Jules Verne. Complementará esta labor periodística inmiscuyéndose en las problemáticas históricas del momento.

Este interés por los acontecimientos contemporáneos responde a la angustia de ver repetida a mayor escala la espiral de desastres de la Primera Guerra Mundial, en la que perdió tantos y tan buenos amigos. El miedo a un nuevo conflicto es un miedo personal porque no quiere que su mundo caiga en un abismo que lo deje huérfano de referencias cercanas.

Cocteau sabe, y así lo declara, que las épocas dramáticas son propicias para el canto poético porque las ruinas y las bombas hacen más bellas las pequeñas maravillas. Los árboles, la risa o un río se vuelven sublimes y adquieren su verdadera valía, velada mientras los eventos son rutinarios al prevalecer otras preocupaciones. La gran pregunta sería averiguar el motivo de su largo silencio, como si se hubiera hastiado de recibir frialdad pese a ofrecer obras originales que la crítica, salvo contadas excepciones, maltrataba sin muchos miramientos.

Allégories cambia su paradigma poético. Ya no se trata de evidenciar realidades encubiertas. Ahora la poesía es la alegoría de una escritura que quiere ofrecer salvaguarda ante las calamidades de la época desde el propio texto, en permanente evolución. No podía ser de otro modo en un libro que cubre casi tres lustros de indagaciones y tiene su núcleo en dos poemas independientes que son los que hemos incluido en esta antología.

«Cherchez Apollon» fue publicado en primera instancia por La Nouvelle Revue Française en julio de 1933. Cocteau lo escribió entre 1931 y 1932, bienio de su fallido romance con Nathalie Paley, a quien dedica unos versos donde el oráculo délfico inicia las maniobras que culminarán en una caída donde Loxias, médico y poeta, imitará los trabajos del hombre. La identificación de Cocteau con Apolo es meridiana y fluye desde varias confluencias donde el opio es una herida que gesta la creación del poema, donde la deidad cobra atributos de Ícaro entre múltiples desplomes. Los jóvenes, atormentados por la edad y la poesía, duermen sin saber que al despertar el tambalearse de la deidad, similar a un saltimbanqui en la cuerda floja, alumbrará los sueños. ¿Muere Apolo? Sí, y no, porque las tinieblas que lo cercan lo tienen aletargado entre los difuntos. Su derrota, que es la del sol, será temporal y conllevará una resurrección menor, sacrificio de un príncipe dispuesto a vestir ropas más modestas, traslación de las metamorfosis de Cocteau tanto en el arte como en las desintoxicaciones.

«Cherchez Apollon» es una de las composiciones más herméticas de su trayectoria. Como es frecuente en su poética, dos son los mundos que se entrecruzan hasta abrazarse con dolor: el sobrenatural y la realidad por la que planea, dado que le afecta lo acaecido mientras reposa de sus vaivenes ajena al anhelo de instancias superiores. Estas características son enclaves de las dos almas del poeta, de su forma de expresar un conflicto interno que aquí desgarra las costuras de un bienestar mancillado desde 1923. La dedicatoria a Paley quizá sugiera que el poema está escrito como súplica de Cocteau a la rusa, con quien su relación, pese al amor que ambos se profesaban, navegaba en mares más bien turbulentos que no debían ayudar en exceso a la completa recuperación de un equilibrio más bien precario.

«L’incendie», publicado en mayo de 1939 en La Nouvelle Revue Française, surge de la crisis de los Sudetes de finales de 1938 enmarcada en el expansionismo alemán. La inoperancia de los gobiernos de Francia e Inglaterra ante las ambiciones de Hitler y Mussolini, dueños de Europa mediante amenazas militares, hizo que Cocteau juzgara, con razón, inminente otra guerra que precipitaba el entierro del dulce mundo antiguo y amenazaba, otra vez, su recobrada felicidad junto a Jean Marais.

En junio de 1938 se trasladaron a vivir juntos en la Place de la Madeleine, zona de predilección del poeta. Su renacimiento a través del actor hizo que recuperara el favor de las musas para retar la adversidad del contexto histórico con una suite tremenda en el sentido literal del término, poema inesperado donde el incendio es hermoso en su catástrofe que lleva a una fuga estéril lejos de la ciudad de las malas noticias y la madre enferma, estéril porque la rueda sigue girando y el idilio entre la loba fascista y el águila nazi producirá más pesadillas que no disminuirán con el exilio del mundanal ruido en el campo. Los números, de las musas a los espías, ejecutan su baile macabro en el cielo y los dados rebotan en un tablero donde Francia es pesada y ligera en su torpeza, de una impotencia cobarde que encrespa al poeta, para quien el único consuelo entre el fuego apocalíptico es la reconquista de sus dones tras quince años de sequía. De este modo «L’incendie», compuesto entre agosto y septiembre de 1938, adquiere cualidades del ave Fénix que resurge de sus cenizas individuales mientras las llamas queman una construcción colectiva hipnotizada por los cantos de Núremberg.

Es tentador ver «L’incendie» como el Guernica de Cocteau, pero las circunstancias son bien distintas. El lienzo de Picasso constata el horror en un relámpago de furia de sus pinceles, único aspecto con el que su icono se asemeja a los versos de su amigo, que más bien pregonan con perentorio apremio el cataclismo hitleriano, verdugo de las inciertas ilusiones de entreguerras.

 

LÉONE (1942-1944)

El proceso de elaboración de Léone será la parte íntima de su hiperactividad artística durante la ocupación alemana. Escrito entre 1942 y 1944 es, sin duda, su mejor poema, obra maestra que muerde y abruma. Su protagonista se mueve desde los designios de su creador hasta que cobra independencia en ese sueño que dura una noche y termina en el alba donde el despertar será remarcable y se atiende un mundo nuevo, más noble y potente.

Las anotaciones del diario que Cocteau escribió durante ese negro período son de gran ayuda para comprender cómo el poema tomó su forma definitiva. El 15 de enero de 1944, poco antes de terminarlo, sabía que tendría seiscientos versos que terminarían con imágenes del Palais Royal, donde residía por aquel entonces. Los distribuiría en estrofas numeradas porque de este modo quitaría a su composición ese aire de río y daría más relevancia a ciertos detalles.

Una semana después cierra el primer borrador de un libro que, desplegado, es largo como su habitación. Vuelve a los seiscientos versos en los que renuncia a cualquier sortilegio de moda. Nada de aliteraciones ni búsquedas sutiles de rimas o palabras. El poema tiene un desarrollo plano. Su singularidad está en su estilo interior y en el empleo de ciertos vocablos inusuales para el ritmo conferido al texto.

En noviembre de 1944 remata la faena con la característica que da a Léone su inequívoca atmósfera onírica: suprime las comas mientras corrige las pruebas porque un poema regula esa cuestión por sí mismo. Sólo quedarán los puntos, pausas en la ruta de una musa que dimana los versos para darlos al poeta que, a diferencia de otras composiciones, es plenamente consciente de su pluma, escribiendo las estrofas que quiere, erigiéndose en guía de su ensoñación por el paisaje nocturno.

El universo de este poema es un compendio de las más elevadas virtudes de Jean Cocteau. El mundo infernal y el cotidiano se dan la mano y Léone rueda por sus adoquines mientras se acumulan recuerdos de infancia, imágenes obsesivas, mitos recurrentes y emblemas trascendentales. El poeta tiene una patria que no es la tierra, pero no rehúye la dimensión histórica por mucho que duerma su teatro. Desde el principio vemos como Léone, cuyo sueño está en su padre lírico como el sueño en ella, transita por zonas donde un tiovivo extranjero da vueltas alrededor de su eje. Los soldados duermen, enemigos a los que no molesta y reaparecen vigilantes en la plaza de la Concordia, donde la musa Clío ofrenda su repertorio en esa noche en la que el crimen ha reemplazado las tablas de la ley.

La epopeya de Léone transcurre al son de las líneas de la mano de la ciudad, una París que va más allá de las orillas de la muerte. La paseante topará con imágenes del delirio, pruebas que franquea sin inmutarse. Su misión es andar abriéndose paso en un sótano asqueroso. Sólo el despertar del poeta, que duerme para proseguir con su protegida, podrá interrumpir una carrera de la que se hace dueña pese a las riendas de Cocteau, inquieto con tanto poder, pues de él depende parar la travesía donde la toponimia es importante pese a ser casi nula dado que el ambiente del texto transmite las coordenadas espacio temporales, congeladas en un miedo mudo, como si objetos, edificios y el ritmo del poema se esposaran en su amplitud de miras con el «Jerusalem Athens Alexandria / Vienna London / Unreal» de T. S. Eliot y su The Waste Land.

Sin embargo nada termina y la misma muerte sueña con ser emblema de nuestra eternidad. Cocteau la vence al domar su poema y depararnos la más sublime sinfonía de su vasto catálogo. Léone, impecable y genial, bastaría para justificarlo.

 

CÉRÉMONIAL ESPAGNOL DU PHÉNIX SUIVI DE LA PARTIE D’ÉCHECS (1960)

Entre el 18 de julio y el 7 de agosto de 1960, Cocteau visitará España junto a su mecenas Francine Weisweiller y su amante e hijo adoptivo Édouard Dermit. Allá por donde pasa recibe aplausos y elogios. Invitado por José María Pemán, pronuncia la lección inaugural de los cursos de verano de la Universidad de Cádiz y el 31 de julio asiste en Córdoba a una corrida del torero Luis Miguel Dominguín. El día antes, mientras hacía las maletas, empieza a obsesionarse con un poema dedicado al Fénix. Quiere componer veinticuatro estrofas y mientras transcurre su estancia española escribe versos en paquetes de cigarrillos, notas de hotel, programas taurinos y tarjetas de visita.

Pasan los días y el poema sigue en su mente. Entre Córdoba y Granada escribe en las páginas en blanco de las novelas de género negro que ha llevado consigo. Todo este material le provoca verdaderos tormentos cuando regresa a Francia. ¿Cómo ordenarlo? El 8 de agosto intenta organizarlo. Veinticuatro horas después dará con su título definitivo y durante las jornadas siguientes comprueba que nunca antes había luchado tanto para dar forma a una composición. Finalmente, tras un breve viaje a Nimes, consigue terminarlo y lo deja reposar mientras transcurre la polémica por su designación como Príncipe de los poetas. Confía los versos a Jean Paulhan, quien termina publicándolos el primero de febrero de 1961 en La Nouvelle Revue Française.

Cocteau analizó su poema como una gran construcción sometida a las rigurosas normas del ritmo alejandrino hasta el punto de respetar los plurales y los singulares de la rima. El resultado es un bloque donde el azar y el control se casan y engendran un organismo libre capaz de servir y rebelarse contra su creador.

Dividido en cinco movimientos, «Cérémonial espagnol du Phénix» juega con una estructura arquetípica de Cocteau: el debate entre un ser mitológico al que puede paragonarse y él mismo en su senectud, donde ya ha asumido qué es el arte, un presidio de huida de donde escapa en vano, y una cierta fatiga que casi le hace ver con buenos ojos a la muerte, novia clemente al desatarle de la pesadez de ser inmortal. Pueden leerse estos últimos versos como una ironía porque el recuerdo de lo vivido, con el gran fragmento de sus memorias infantiles, y el presente aún son estimulantes. El viaje a España queda resumido en una larga sección exaltadora de lo andaluz y sus maravillas, donde el flamenco de haber vivido tanto se muere.

Poco después de terminar «El ceremonial», Cocteau intentó escribir otro poema. Compuso nueve estrofas, les dio el título de «Le Gant rouge» y lo concibió para dárselo a Louis Aragon, quien esperaba recibir la anterior pieza para sus Lettres françaises. La gestación de «La Partie d’échecs» fue rapidísima, completándose en nueve días. Lo empezó el 16 de septiembre, lo bautizó definitivamente el 21 y el 25 lo envió a su amigo, quien lo publicó en su revista en octubre de 1960 dedicándole loas que no escondían su oscuridad de poema negro, del que René Lacôte dijo que era una las más bellas composiciones de la literatura francesa del siglo xx, canto de admirable lenguaje y asombrosa majestuosidad. Estamos ante una partida de ajedrez donde el jugador juega contra sí mismo en un duelo donde la vecindad con la muerte huele a versos reflexivos que podían ser leídos en el presente por su sustancia pero que cobraron un sentido superior cuando falleció su creador. La abundancia de metáforas, la belleza de las mismas, colisiona con el final donde se intuye el desasosiego por la habitual animosidad de Breton en la polémica por su encumbramiento como Príncipe de los poetas. El odio ajeno ornará su soledad y por eso, ni más ni menos, se dará los peones que ha tomado, suyos sin que nadie pueda discutirle la victoria en un tablero del que fue indiscutido patrón porque todo artista honrado sabe el valor de sus movimientos.

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