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Prólogos

La promesa

En esta nota preliminar Ernesto Montequin recupera las claves para la lectura de La promesa (Ed. Lumen) que Silvina Ocampo fue revelando durante el largo proceso creativo de la novela.

Por Ernesto Montequin.

Es doloroso terminar algo. ¿Por qué marcarlo como Beethoven, que desperdicia
en acordes finales cinco minutos? Toda su obra está impregnada de esa preocupación
final. No me gusta la convención de las cosas, que una novela tenga final, por ejemplo.
S. O. a Noemí Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo (1982)

la promesaEntre 1988 y 1989, asediada por la enfermedad que oscureció el último período de su vida, Silvina Ocampo se dedicó afanosamente a corregir y completar La promesa, la novela en la que había trabajado, con largas intermitencias, desde mediados de la década de 1960[1]. Durante ese lapso de casi veinticinco años, la había sometido a cíclicas reescrituras, la había abandonado y vuelto a retomar varias veces. Sin embargo, su existencia como work-in-progress nunca fue enteramente secreta: había sido anunciada al menos desde finales de 1966, cuando una breve nota periodística informaba que Silvina Ocampo "actualmente trabaja en la composición de una novela que aún no tiene título definitivo"[2]. En 1975, en respuesta a un cuestionario epistolar, la autora reveló uno de sus títulos preliminares -Los epicenos-, declaró que era "lo mejor que he escrito" y afirmó que "según mis cálculos será [sic] terminada a principios del año que viene"[3]. En una entrevista publicada tres años más tarde, la definió como una "novela fantasmagórica" y admitió su dificultad para concluirla "porque el personaje central está contando cosas, interminablemente. Hay algo que la lleva (mi protagonista es una mujer) a seguir contando y contando... Es una promesa que ha hecho y la cumple para no morir, pero se ve que ella va muriendo"[4]. Ese escueto resumen de su argumento proporciona una clave de lectura que permite leer La promesa bajo la forma de una autobiografía póstuma y al mismo tiempo anticipa, con ironía trágica, el desenlace que iba a unir en un destino similar, diez años más tarde, a la protagonista y a su autora.

 

La promesa es la ficción más extensa de Silvina Ocampo y la que le demandó, a juzgar por el examen de las cuantiosas versiones preliminares, un mayor esfuerzo compositivo. Construida como una serie de relatos encadenados, toma su forma del "diccionario de recuerdos" que la narradora innominada compila mientras agoniza flotando a la deriva en el mar luego de caer del bar en que viajaba. Las personas que conoció a lo largo de su vida desfilan, erráticamente, por el teatro de su memoria; a muchas de ellas sólo les corresponde una biografía sintética que en la mayor parte de los casos es un relato autónomo, completo en sí mismo; otras, en cambio, pertenecen a una misma historia cuyas ramificaciones abarcan casi toda la novela. La elección de esa estructura concéntrica, abierta a múltiples digresiones e interpolaciones, no sorprende en quien afirmaba haber elegido el cuento "por impaciencia" y que hizo de la comprensión y la brevedad un credo literario. Libre de los rigores que le hubiera impuesto el desarrollo de una trama lineal, pudo dedicarse a la invención independiente y concentrada de episodios o de fragmentos que luego podían insertarse en el texto sin alterar la proliferante arquitectura del conjunto. Sin embargo, la alternancia de esos planos narrativos sin duda exigía un delicado trabajo de imbricación que contribuye a explicar las marchas y contramarchas que condicionaron el arduo proceso de su escritura.

A lo largo de los años, durante esa prolongada tarea de redacción y ensamblaje, La promesa sufrió al menos dos modificaciones sustanciales. La primera fue la extracción de diecisiete de sus episodios, que la autora incluyó como cuentos en el volumen Los días de la noche (1970)[5], aunque conservó uno de ellos, “Livio Roca”, en ambas obras. Poco después, incorporó una laberíntica historia de pasiones discordantes entre dos mujeres, un hombre y una niña, cuyos rasgos y nombre de varón –el arcangélico Gabriel– parecen haber originado el descartado título epiceno[6]. Esta historia, que procede de un guión cinematográfico escrito a mediados de la década de 1950 y titulado Amor desencontrado, es la única que la narradora retoma, sinuosamente, a lo largo de su relato.

El texto que reproducimos es la última versión de La promesa hallada entre los papeles de la autora. El manuscrito, encarpetado y con su título definitivo en la portada, consta de ciento cincuenta y dos hojas dactilografiadas, en las cuales hay unas pocas correcciones y adiciones de puño y letra de Silvina Ocampo. Al igual que la mayor parte de los originales de la escritora, fue pasado a máquina por Elena Ivulich, su secretaria durante más de cuarenta años. Por regla general, sólo hemos alterado la sintaxis o la puntuación de la autora cuando fue necesario asegurar la plena legibilidad del texto; en algunos casos, no obstante, fue necesario recurrir a los borradores –autógrafos o dactilografiados– para subsanar errores de transcripción. Cabe aclarar, asimismo, que la repetición de algunas escenas, con ligeras variantes en el punto de vista de la narradora o en la identidad de los personajes, obedece al plan de la novela, como lo prueba una nota manuscrita de Ivulich insertada entre las hojas del original donde señala la ubicación de algunas de esas reescrituras en el texto y añade que son deliberadas porque “los recuerdos son recurrentes”.

Independientemente de su declarada aversión a los finales regidos por la convención literaria, la autora no dejó indicios precisos que permitan afirmar que consideraba terminada La promesa. Sin embargo, la vertiginosa disolución de la conciencia de la narradora, que el último tramo de la novela registra con creciente exuberancia lírica, se corresponde con la sucinta descripción que la autora dio de su argumento fantasmagórico. Esas páginas finales de La promesa, escritas a mano en hojas sueltas, con trazos intrincados y vacilantes, son también algunas de las páginas finales de Silvina Ocampo. En ellas la autora y su personaje parecen compartir, por momentos, la misma voz.


[1] El borrador más temprano que se conserva, titulado En la orilla del sueño, está contenido en un cuaderno donde también hay esbozos de poemas de Amarillo celeste (1972) y de una carta en que la autora se refiere a la muerte del doctor Adolfo Bioy, ocurrida en agosto de 1962.

[2] “Vida literaria”, La Nación, 9 de octubre de 1966. María Esther Vázquez, “Con Silvina Ocampo”, La Nación, 10 de septiembre de 1978.

[3] Danubio Torres Fierro, “Correspondencia con Silvina Ocampo (una entrevista que no osa decir su nombre)”, Plural, nº50, noviembre de 1975, pp.57-60.

[4] María Esther Vázquez, “Con Silvina Ocampo”, La Nación, 10 de septiembre de 1978.

[5] Son los siguientes: “Ulises”, “Atinganos”, “Las esclavas de las criadas”, “Ana Valerga”, “El enigma”, “Celestino Abril”, “La soga”, “Coral Fernández”, “Livio Roca”, “Clave”, “Albino Orma”, “Clotilde Ifrán”, “Malva”, “Armancio Luna, el sacerdote”, “La divina”, “Paradela” y “Carl Herst”.

[6] Otro de los títulos preliminares fue Memoria de la ciudad perdida.

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