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Lacan, cuatro décadas después

Por Gabriel Lombardi

Un adelanto del libro Por más que Lacan lo diga. Una introducción al Análisis del Discurso (Libretto), primer título de la colección Otro discurso dirigida por Matías Laje. Aquí, un extracto del posfacio de Lombardi, Psicoanalista, investigador y docente de la Universidad de Buenos Aires. Sus últimos libros son La libertad en psicoanálisis El método clínico (Paidós).

Por Gabriel Lombardi.

 

Han pasado cuatro décadas desde que Lacan publicó sus últimos textos. El meritorio esfuerzo de muchos analistas, de leerlo, de intentar explicarlo, de apoyar en su decir nuestra práctica, nos tienta a olvidar que, en estos cuarenta años, pasaron algunas cosas. Entre ellas, cambios deslumbrantes que opacan paradigmas previos de los lazos sociales, civilizaciones enteras forzadas a globalizarse por las seducciones del discurso científico y su instrumentación capitalista. La máxima lacaniana que suple la crítica kantiana tiende a imponérsenos más y más: “actúa de tal modo que tu conducta pueda ser programada”. Drones, ordenadores y smartphones reconfiguran nuestra antigua morada de lenguaje, ladrillo e intimidad, inhibiendo nuestra posibilidad de presionar una tecla sin al mismo tiempo ser tacleados por el programa que activamos.

Por suerte, está el inconsciente, es decir, la reacción del parlêtre a las coerciones del lenguaje de máquina y de la automatización turinguiana del mundo. El inconsciente, el Unbewusst freudiano, transliterado como une-bévue por Lacan, nos permite equivocar la perspectiva (bévue) y, de paso, zafar de la programación, hacer un uso diversamente ambiguo de cualquier lenguaje, jugar con él, extender lalengua si se nos ocurre, como hacen “les chiques”, sin que importe lo chiqué de tal o cual preciosismo. Siempre, siempre tenemos a nuestro alcance la activación de esa desconexión viviente que somos, esa posibilidad radical de “decir que no”, ese “I would prefer not to” del héroe mínimo de Melville. Posibilidad de decir y de hacerlo, de decir y no hacerlo, “como gustéis”, y también de hacerlo de otro modo, invocando por igual otro sentido, otra causa, otra interpretación de lo comandado, de loco mandado, de lo común dado en el teclado virtual de un smartphone que uno cree comandar, sin tener idea de hasta qué punto es comandado. Che cos’è il commando? de Giorgio Agamben lo explica muy bien.

El inconsciente freudiano, entramado de lenguaje equívoco, de gramática pulsionante, de lógicas contradictorias, no fue elaborado desde cero. Freud inventó un discurso que es al mismo tiempo un modo inédito de lazo social y, para hacerlo, tomó conceptos, estructuras argumentativas, herramientas diversas de otras disciplinas con las que elaboró una novísima línea de investigación y de tratamiento de la relación simultáneamente patética y lógica del ser hablante con el lenguaje. Viceversa, influyó fuertemente en algunas de esas otras disciplinas por vías muchas veces difíciles de probar. Nadie más que Lacan se atrevió a sugerir que Freud no solo anticipó los resultados de Ferdinand de Saussure y del Círculo de Praga, sino que la erupción del inconsciente es condición de la lingüística. Su argumento es que el psicoanálisis despierta la posibilidad de análisis científico que el discurso universitario adormilaba en el lecho de las ciencias humanas. Lo que Freud agita y trae a la cientificidad desde los fundamentos infernales del ser hablante es su constitución lingüistérica o simplemente histérica. Lo que le interesa del sueño es su estructura de lenguaje, que advirtió anticipando no solo la ciencia de Ferdinand de Saussure, sino también la “hipogramática”, en la que este autor se entretenía descubriendo anagramas.

Lo que descubrió Freud fue de una vez y para siempre; y luego del descubrimiento y de sus consecuencias, hay que hacer el inventario. La elaboración de ese inventario ya lleva más de un siglo; pero, de vez en cuando, se traba. En este momento, por ejemplo, cuando los analistas nos demoramos en descifrar las arduas peripecias del tout-dernier Lacan, el que confesaba “ya no encuentro, ahora busco”.

Por eso, este libro me resulta una muestra prodigiosa de algunos avatares de la lingüística después de Lacan. Así como la topología no se quedó en dibujitos y, dejando las imágenes, avanzó en la teoría matemática de trenzas que ningún psicoanalista se tomó el trabajo de estudiar seriamente para importar a la clínica; así la lingüística, particularmente en lo que hace a la relación del hablante con la enunciación, no se quedó en los primeros indicadores que Freud supo entrever y que no alcanzó a explicar —pobre hombre, solo vivió ochenta años—. Lacan pudo encontrar esas marcas o intrusiones de la enunciación en el enunciado, con cuentagotas, en lecturas minuciosas de eminentes lingüistas de su época: embragues, deícticos, algunas formas de la negación, no mucho más. Por ejemplo, se tomó un cierto trabajo para explicar la importancia de un “no” llamado “expletivo”, de relleno, aparentemente inútil en el enunciado, pero que sin embargo refiere al sujeto de la enunciación, a su frecuente posición inestable entre el temor y el deseo: Je crains qu’il ne vienne, temo que venga, aun si íntimamente lo deseo, o viceversa.

Este libro nos entrega una pequeña muestra del inmenso abanico de marcas de la enunciación en el enunciado que se abre en los años ochenta con los estudios de Jacqueline Authier-Revuz, quien encuentra esas marcas por todas partes, incluso en el tren suburbano, donde escucha a una joven puericultora decirle a su colega: “Ah, no, estar cambiando pañales el día entero es una mierda, en el sentido propio del término, en fin, si se le puede llamar propio [propre, que, en francés, es también ‘limpio’, ¡ja!]”. La chica del tren hace esos comentarios sobre el propio enunciado espontáneamente, y tal vez a cada momento. Aunque no haya estudiado análisis del discurso, sabe discurrir muy bien y volver sobre sus palabras con tanta habilidad como un personaje de Shakespeare.

La noción de discurso, dispositivo formado por elementos del lenguaje que hacen posible el lazo social, emerge con Lacan, Foucault y Pêcheux a fines de los setenta. Los desarrollos que siguieron, a partir de la década siguiente, permiten ampliar la dimensión del equívoco hacia los márgenes de los imperativos del significante —semánticos, pragmáticos, lógicos, morales— donde el ser hablante resguarda su deseo. Tanto es así que su lectura sugiere añadir a los tres puntos-nudos que Lacan discierne para los niveles del equívoco en que apoya la interpretación —lalengua, la agramática y la (a)lógica— un cuarto nudo, el de los equívocos del dis-curso, en los que Jacqueline Authier-Revuz muestra una maestría inigualada, aunque no sin la inspiración de Paul Henry. Este autor supo llamar la atención de Lacan ya en 1977 con su libro Le mauvais outil. En ese texto precursor, Henry mostró una perspectiva irreverente de ese mal instrumento que es el lenguaje para los lingüistas, para la comunicación e incluso para un lingüista y analista del discurso eminente como Oswald Ducrot, quien reaccionó vivamente en un capítulo que Henry incluyó al final de ese libro. El lenguaje, en las diversas dimensiones que genera, es un mal útil para muchas cosas, aunque no para el análisis ni para la respiración del parlêtre, que sobrevive gracias a los equívocos con los que preserva su deseo, que es su esencia y su vida misma.

 

 

 

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