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Las guerras mundiales privadas de Patricia Highsmith

Por Peter Handke

El Premio Nobel se encargó de la autora de Extraños en un tren en un ensayo de 1975 que puede leerse en Lento en la sombra, publicado por Eterna Cadencia Editora. "Patricia Highsmith escribe desde el punto de vista de los afectados para los afectados: reúne tantas particularidades de sus (mi, nuestras) vidas, como si se tratara de conseguirles (nos) una sólida coartada para seguir viviendo".

Por Peter Handke. Traducción de Ariel Magnus.

 

La norteamericana Patricia Highsmith, de cincuenta y tres años, vive sola con dos gatos (que tienen su puerta para gatos) en una casa del pueblo de Montcourt, alrededor de ochenta kilómetros al sur de París, donde tras todas las ciudades satélites al fin empieza a extenderse una suerte de campiña: los campos del Departamento Seine-et-Marne, en esta época del año llenos de gordos cuervos negros. “Miss Highsmith”, como se la denomina en las solapas inglesas, es más bien pequeña y se mueve casi siempre un poco inclinada hacia adelante, pero sus pies son grandes (número de calzado 40) y las manos muy fuertes, sobre todo los pulgares, apenas doblados hacia atrás, probablemente a causa de los trabajos en carpintería para los que armó un taller en el primer piso de su casa.

Desde 1950 (Extraños en un tren, filmada por Hitchcock con guión de Raymond Chandler – recibió 68.000 dólares por eso) publicó quince novelas y un volumen de relatos; dos de sus manuscritos permanecieron inéditos; al primero, “una curiosa mezcla de estilos entre Thomas Wolfe y Marcel Proust”, como dice ella, lo descartó la autora misma; el otro, con el título The Traffic of Jacob’s Ladder, de 1952, fue rechazado por su editorial norteamericana y se perdió.

Patricia Highsmith es famosa: Graham Greene escribió un prólogo para su volumen de relatos Eleven, en el que dice que con los “personajes irracionales” de sus libros nos damos cuenta cuán 136 “increíblemente racionales” son los personajes en la mayoría de los otros libros, “chatos como símbolos matemáticos”. En Francia, René Clément hizo de su novela más famosa, El talento de Mr. Ripley, una exitosa película chata, Plein soleil.

En la República Federal de Alemania, al menos desde que la editorial Diógenes edita sus libros en ediciones de tapa dura, en la traducción de Anne Uhde, se la reseña mucho, rápido y a veces con esmero, y los cineastas de aquí, si no tienen dinero para los derechos, llevan a Patricia Highsmith a la pantalla a su especial manera, por ejemplo Werner Schroeter en Argila y Eika Katappa, haciéndoles decir a sus personajes líneas de El grito de la lechuza (“Vi a Hans bajar una escalera / Había adelgazado mucho / En pantalones cortos / Era mi hermano menor, que había fallecido”), o Wim Wenders, que en una de sus películas muestra un cine que justo tiene en su programa El temblor de la falsificación – que, al menos hasta ahora, solo es el título de un libro de Highsmith... De esta forma, no hace falta dárselas de pionero cuando uno dice que leyendo sus libros, por muy descorazonados y faltos de esperanzas que sean, uno tuvo la sensación de estar al amparo de una gran escritora.

“Gran escritora”, esta es una expresión que se dice fácil, pero que es difícil de probar. Pocas de sus frases son tan citables como por ejemplo versos de poemas; la mayoría solo describe lo que alguien hace o ve, de la forma más simple posible, o reproduce diálogos. También las descripciones de sentimientos son como informes de un movimiento simple o de un detenimiento en un espacio exterior abierto. “En ese momento él odió a todos los que tenía detrás”. “De pronto se puso triste”. “Eran celos lo que a David le impedía dormir, lo que lo impulsó desde la cama revuelta hacia la calle, fuera de la oscura y silenciosa pensión”. Con esta última frase empieza Ese dulce mal: al menos los títulos de sus libros –El grito de la lechuza, El temblor de la falsificación, Mar de fondo– podrían ser citas poéticas; a propósito, Ese dulce mal proviene realmente de un poema de... Patricia Highsmith. (“Para encontrar el título tengo que estar en un estado de ánimo poético”, dice ella misma).

A estos títulos-poemas les siguen las oraciones descriptivas más prosaicas, “no bonitas, pero precisas” (Patricia Highsmith), y entonces: bonitas. Al principio de El grito de la lechuza, Robert, el héroe de la novela (un hombre de alrededor de treinta años, como casi todos los héroes de Highsmith) está sentado sobre una poltrona y lee un libro de bolsillo sobre árboles norteamericanos. “La prosa clara y fáctica lo refrescaba”, dice. “Daba vueltas las páginas con gusto”. Podemos estar seguros de que Patricia Highsmith se pronunció ahí sobre sus propios métodos de trabajo, aun cuando en ella el tema sean los saltos de conciencia de las personas, en lugar de las cortezas de los árboles. Una página más tarde, en el mismo libro, una chica piensa en Los demonios de Dostoievsky, que justo está leyendo y que en parte no entiende: “Pero no duda de que, cuando haya terminado el libro, o un par de días más tarde, estará sentada una noche en la bañadera o lavando los platos, y todo se tornará claro e inevitable”.

A primera vista, la prosa fáctica y casi libre de metáforas de Highsmith se diferencia poco de la mayor parte de la literatura novelística norteamericana, en la que simpáticamente los escritores cuentan al final de un día de trabajo las palabras que alcanzaron: está dispuesta de forma artesanal, una oración sigue a la otra. Y sin embargo, en ella este trabajo artesanal no aparece, como en tantos norteamericanos (como Hemingway o James M. Cain) como una actitud estilística muy personal, sino como un medio para dirigir por completo la atención desde las oraciones hacia los actos extraños, a la vez que, precisamente por el lenguaje carente de estilo y que nada explica, del todo naturales de los personajes. En Las dos caras de enero, el joven norteamericano Rydal Keener se encuentra en el pasillo de un hotel con un hombre que arrastra a un muerto tras de sí. Sin pensarlo, toma el cadáver debajo de los hombros y lo lleva a un cuarto de depósito – y así empieza una historia, que es a un tiempo increíble y evidente... (“Sin pensarlo”, eso no figura en Highsmith. ¡Para ella una oración subordinada como esa sería un comentario superfluo!).

En Mar de fondo, Vic van Allen le dice de pronto a un amante de su mujer que ya ha matado a un galán anterior, aunque eso no es cierto. Y de esta oración dicha al pasar se genera el enredo descripto con claridad y que termina resultando funesto. Tiempo después, cuando Vic está con el próximo amante en una piscina, tiene ganas (como muchos de nosotros solo tenemos “ganas de algo”, sin hacer algo verdaderamente) de ahogarlo, “y justo cuando pensaba en eso, Vic nadó hacia él”.

Desde Dostoievsky, ningún escritor ha dispensado al lector promedio una tan amable atención al cliente con informes sobre el tamaño del cuerpo de cada personaje, el color de sus ojos, su profesión, sus pasatiempos, su historia de vida hasta el momento. Por muy enigmáticas que empiecen las novelas, a más tardar tras veinte páginas se aclaran todas las circunstancias externas, como si un lector invisible hubiera preguntado entremedio “¿cómo se ve ese en realidad?” (“Era un hombre delgado, de cabello oscuro, tranquilo, con movimientos lentos”) o “¿qué piensa ese de la vida?” (“Creía que el mundo no tenía sentido [...] y que los logros humanos [...] eran chistes cósmicos, como el hombre mismo”) o “¿viven aún sus padres?” (“Sus padres habían fallecido, primero su madre, al poco tiempo de que naciera él, y luego su padre, cuando Carter tenía cinco, pero entonces se lo llevó consigo a Nueva York su amoroso y afable tío Tom, que no tenía hijos”).

Así nos enteramos en los libros de Highsmith, en oposición a mucha literatura contemporánea, de todos los datos de sus héroes como si se tratara de una narración oral (“old-fashioned”, llama ella misma a su estilo), pero nada entenderemos si medimos las acciones de los personajes según las habituales teorías cotidianas del mundo. (¿Por qué en El juego del escondite no llama Ray a la policía cuando le disparan de pronto en plena calle, sino que se hace llevar en auto al hotel y observa desde su habitación, con un trago en la mano, el panorama de Roma? ¿Por qué en la novela El temblor de la falsificación el escritor no sale a mirar si pasó algo, luego de arrojar de la casa durante la noche su máquina de escribir contra la cabeza de un árabe que acecha afuera, y ni siquiera pregunta por él cuando al otro día el árabe ya no aparece más?).

Las novelas de Highsmith son claramente misteriosas y al mismo tiempo tan simples como los relatos en las canciones correspondencias no solo con las historias, sino también con el ánimo de muchas nuevas canciones norteamericanas son fáciles de corroborar. Por ejemplo “Duncan”, de Paul Simon, dice así: “La pareja de al lado / quiere ganar un premio / lo vienen haciendo ya toda la noche / y yo intento dormir un poco / pero estas paredes de hotel son baratas / me llamo Lincoln Duncan / y aquí está mi canción: / mi padre era un pescador / mi madre era la amiga del pescador / y yo nací en el aburrimiento / y en el cocido de pescado”.

Con esta canción, cuyas frases podrían encontrarse de manera parecida en Highsmith, también se describen al mismo tiempo sus héroes, flacos de esperanzas y sin embargo llenos de vida, desde el pintor suicida Theodore en Un juego para los vivos hasta Jonathan, el corredor de marcos para cuadros, enfermo de leucemia, en su último libro Ripley’s Game. A otro de los tipos de sus personajes los describe con exactitud la canción de los estados del sur “Birmingham”, de Randy Newman: “Tengo una mujer, tengo una familia / gano mi dinero con mis manos / soy un laminador en una fábrica de acero / en la ciudad de Birmingham / Mi papi era peluquero / [...] Mi mujer se llama Mary / pero la llaman Marie / Vivimos en una casa de tres habitaciones / con un aguaribay”. Y de pronto: “Tengo un gran perro negro / y se llama Dan / vive en un patio trasero de Birmingham / y es el perro más malo de Alabam’/ ¡Atrápalos, Dan!”.

Estos dos tipos de actores aparecen en los libros de Highsmith, ya sea como pareja que se pelea y sin embargo no puede separarse (la mayoría de las veces por una mujer), o, con mayor frecuencia, se encuentran reunidos en una y la misma persona: amantes de la paz, abiertos al mundo, y de pronto mudamente violentos, en una guerra mundial personal contra todos. “Guerra mundial”: desde el principio, la autora toma sus acciones con la seriedad que solo cobran los actos de Estado para los historiadores, de modo que efectivamente se presentan como “guerras mundiales privadas” (una expresión de Kafka en una carta a Ottla), y no solo por la frecuente mención de la fecha y del paso del tiempo –“El 2 de mayo recibió Robert una carta”; “Hazel y se habían ido de viaje por tres semanas y dos días”; “Su avión debía aterrizar a las 19:10 [...] A las 19:30 sus pensamientos habían cambiado radicalmente”–, todo lo cual uno lee en Highsmith como en los libros de historia, pensando: ¡Ah, ahí la guerra todavía no ha empezado...!

La violencia que “al fin” llega en las novelas de Patricia Highsmith casi nunca se practica con premeditación. Donde está planificada, o es inevitable, sobre todo en los primeros dos libros de Ripley, da la impresión, en tanto puesta-en-práctica de algo ya premeditado, de ser extrañamente irreal, como de marioneta. (Por eso estos son sus libros más flojos). De lo contrario, la violencia ocurre por lo general simplemente así, como se alinean las oraciones; ocurre en la mayoría de los casos sin armas, solo con los puños, y el que le pega al otro nunca quiere matarlo con el primer golpe, ni siquiera suele saber, al finalizar la pelea, si el otro está muerto. La violencia tal vez ni estaba dirigida contra nadie en especial, sino que solo era la exteriorización de una frustración largamente descripta.

Esta frustración de los héroes acerca de un ambiente homicida, en donde no se pueden concretar las pasiones más sensatas, ha durado tanto tiempo, que al final la violencia queda como la última pasión sensata. Se la practica entonces menos con furia que por un asco elemental. Puesto que ninguna historia previa de este asco, por muy pequeña que sea, ha sido dejada de lado, uno lee las novelas realmente como guerras mundiales privadas, desde el punto de vista de los afectados.

Patricia Highsmith escribe desde el punto de vista de los afectados para los afectados: reúne tantas particularidades de sus (mi, nuestras) vidas, como si se tratara de conseguirles (nos) una sólida coartada para seguir viviendo. Muchos de sus héroes, aun cuando hayan asesinado a alguien, salen ilesos: “No vamos a dejar de observarlo, Carter”, dice el policía en La celda de cristal; pero la oración siguiente ya es la oración final: “‘Oh, lo sé –dijo Carter–. Lo sé’”. Así es como podrían verse en su prosa modelos de coartadas para la violencia involuntaria, aunque sensorialmente creíble, en contraposición con todas las teorías de la violencia, y e coartada” describe al mismo tiempo el método formal de sus libros: “Me fui del Bar Rainbow directamente a casa. Me duché y dormité un poco. Alrededor de las siete salí a comer algo. Luego miré una película”.

“Al amparo de una gran escritora”, se dijo al principio, y creo que sigo sin haberlo explicado. A cambio, puedo describir esta sensación de amparo que a menudo he sentido hacia el final de sus libros, aun cuando la catástrofe fuera inminente: era, después de pasarse tanto tiempo con tantas oraciones fácticas del propio ambiente, la certeza de que alguien, escribiendo, presta atención a cómo vive. Y con liberadora naturalidad puede Highsmith abandonar al final la severidad de las descripciones: no queridas, sino como exhaladas por el ser, a menudo en un párrafo para sí, figuran entonces las oraciones poéticas hasta ese momento tan rehuidas, con un tranquilo, orgulloso pathos. “Se rió en la furiosa, enojada cara de el-mundo-debe-mantenerme de Wilson, que era un reflejo del pequeño, turbio cerebro detrás, y Vic la maldijo a ella y a todo lo que ella representaba. En silencio, y con una sonrisa, y con eso que quedaba de él, la maldijo”. Así termina, por ejemplo, Mar de fondo... Y antes de que en Dulce mal David Kelsey se deje caer desde un edificio, tiene lugar el casi intraducible párrafo: “Nothing was true but the fatigue of life and the eternal disappointment”.

De aquellos que escribiendo, haciendo películas, etc. tratan sobre la violencia se dice a menudo que, personalmente, son “mansos”, “bondadosos”, “no podrían matar ni a una mosca”... Patricia Highsmith “personalmente”, como si le hubiesen preguntado sobre ello demasiadas veces pero sin embargo nunca con seriedad, se apresura, sin que le pregunten, a aclarar que jamás le deseó la muerte a nadie.

Que en sus libros casi siempre muera alguien es, según ella, “una costumbre” que tiene... Ella nació en Texas. Su madre dejó a su padre poco después del parto y se mudó con otro hombre, que dibujaba publicidades para lavaderos, empresas transportistas, etc., en las guías telefónicas de ramos comerciales. Patricia Highsmith odiaba a este padrastro. Por un tiempo vivió con su abuela en Texas; luego se fue a lo de su madre en Nueva York. Como tenía acento de los estados del sur, allí hablaba casi exclusivamente con chicos negros. En la high school fue la única chica que participó de un curso de carpintería. Con el primer dinero que ganó (textos para cómics) se mudó de inmediato a un departamento propio. De su madre –aun cuando todos sus libros tratan sobre la naturalidad de lo ilógico– habla un poco incómoda como de una persona “ilógica”. Cuando se da cuenta ella misma de que la situación familiar de su niñez (dos hombres, una mujer “ilógica”) corresponde a la constelación básica de muchas de sus novelas, dice: “En fin, estas historias con los padres son tan aburridas y no se terminan nunca”. Una vez vivió con un hombre, durante un mes. Tampoco a los amigos puede soportarlos más que un par de días; luego vuelve a necesitar la soledad, el quehacer en el jardín, “for day-dreaming”: sin tiempo para soñar despierta está incapacitada para relacionarse en serio con alguien...

También los héroes de sus novelas hablan a menudo de “soñar despierto”: “Tom trabajaba ocasionalmente en el jardín [...] Era una actividad física, durante la que podía soñar despierto” (Ripley Under Ground). “Se fue enseguida a la cama, porque quería yacer en la oscuridad y pensar” (Cuando la flota yacía en el puerto). Y no bien a los héroes se les impiden estas ensoñaciones diurnas de importancia vital, empiezan a resistirse contra la destrucción de sus fantasías. (Y luego nos enteramos de que Patricia Highsmith sí que le deseó la muerte a alguien al menos una vez). Una imagen de ella: en una tarde sombría (en casi todos sus libros figura en algún lugar la frase: “Rápidamente se hizo de noche”), demasiado tiempo demorada, empieza, inclinada en la habitación grande y muy fría de Montcourt, a mover las manos arriba y abajo por su espalda, solo se endereza cuando de tanto en tanto tiene que estornudar, y en una ocasión toma del pescuezo al gato que lloriquea y, como sofocada por la presencia foránea, casi realmente lo aprieta, pero luego coloca al animal con cuidado en otra parte.

 

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