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Lo inimaginable según Jacques Ranciére

Los bordes de la ficción

"Lo que significa realismo no es la abdicación de los derechos de la imaginación frente a la realidad prosaica. Es la pérdida de referencias que permiten separar una realidad de la otra y, por ende, también tratar su distinción como un juego. Inventar diciendo que no se inventa no es más entonces un artificio convenido". Leé uno de los ensayos de Los bordes de la ficción (Edhasa).

Por Jacques Ranciére. Foto de Stéphane Burlot, fuente: Milenio.

 

¿Cómo podemos inventar un personaje? La pregunta parece superflua. Después de todo, es –pensamos– el trabajo propio del escritor. Y será me- –pensamos– el trabajo propio del escritor. Y será mejor que quien carece de la imaginación necesaria para satisfacerlo elija otro oficio. Esta simple exigencia, es verdad, por mucho tiempo estuvo acompañada por su contrario: lo que había sido inventado debía presentarse como si no hubiera sido inventado. Esa fue tradicionalmente la función de esos relatos anteriores al relato en que el narrador desmentía haber inventado la historia que iba a contar e invocaba un manuscrito encontrado, una confidencia recibida o un relato escuchado. No era, como imaginan los espíritus sagaces, para hacer creer en la realidad objetiva de los acontecimientos narrados. Era, por el contrario, para liberar al narrador de la preocupación de tener que garantizarla. El artificio se señalaba a sí mismo y se dejaba, al mismo tiempo, olvidar fácilmente. Los lectores de La cartuja de Parma se acordaban rara vez de la advertencia que atribuye la historia al relato de las aventuras de la duquesa Sanseverina, escuchado nueve años antes por el narrador de visita en lo de un viejo amigo clérigo en Padua. Es que justamente la ficción, con sus situaciones, acontecimientos y personajes, tenía su propia realidad, muy distinta de la otra. Se podía, sin contradicción alguna, inventar y decir que no se inventaba.

Llegó un momento en la historia de la ficción en el que esta conjunción feliz de los contrarios se volvió impracticable. Es el momento denominado realista. Lo que significa realismo no es la abdicación de los derechos de la imaginación frente a la realidad prosaica. Es la pérdida de referencias que permiten separar una realidad de la otra y, por ende, también tratar su distinción como un juego. Inventar diciendo que no se inventa no es más entonces un artificio convenido. Se vuelve una contradicción performativa. Si un novelista exhibe esta contradicción, es que la definición misma de la imaginación como facultad de inventar se ha vuelto problemática. Es justo lo que parece indicar la extraña declaración que abre abruptamente una novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente : “Para comenzar, deseo declinar la posesión de esos dones elevados de la imaginación y de la expresión que le habrían permitido a mi pluma crear para el lector el carácter del hombre que se denomina, según la costumbre rusa, Cyril, hijo de Isidoro –Kirylo Sidorovitch– Razumov”.

Así habla el profesor de lengua que vive en Ginebra encargado de narrar la historia de Razumov, el estudiante sanpeterburgués que, luego de haber denunciado al autor de un atentado terrorista que se confesó con él, se vuelve un doble agente infiltrado por la policía rusa en los medios revolucionarios emigrados. No le habría sido posible, dice, inventar la historia que va a narrar. Se concluirá lógicamente que no tuvo necesidad de inventarla, que la cuenta porque fue testigo directo. Pero no es el caso. Nunca puso los pies en Rusia. Sus encuentros con Razumov se limitaron a algunas conversaciones en las calles de Ginebra, donde el interesado, además, se mostró muy taciturno. Y su naturaleza de ciudadano británico honesto le impide imaginar la acción y los motivos de ese personaje. Le impide comprender los motivos del Imperio ruso que no pueden oponer a la represión absolutista de toda vida pública más que las palabras y los sueños de la destrucción radical. Debe entonces decirle al lector lo que le permite narrar la historia de un personaje que apenas ha conocido y del que no puede imaginar nada. Recurre por ello a la vieja receta del manuscrito caído en sus manos. Pero esta vieja receta se transforma en la más patente de las contradicciones: ese Razumov al que los revolucionarios habían elegido como confidente y al que la policía había reclutado como doble agente por la misma razón –su carácter secreto– llevaba un diario íntimo en el que consignaba cuidadosamente el relato de sus traiciones.

Ante esta inverosimilitud hay, por supuesto, una explicación enteramente simple: el doble agente Razumov es ruso y el profesor de lengua, como el novelista, comparte la convicción que otro escritor resumirá más tarde en una frase lapidaria: “Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta la náusea que nada es imposible”. Por ende, no hay lugar para tratar de explicar sus razones. Sin embargo, el lector también es proclive a pensar que el novelista podría haber evitado dar vueltas tan laboriosamente en ese círculo de inverosimilitudes dejando a su cargoso profesor para confiar el relato al famoso “narrador omnisciente” que no tiene necesidad de ninguna justificación. Sin embargo, esta conclusión razonable sería un poco demasiado simple. Por un lado, el cargoso profesor está justamente allí para indicar a los lectores el desvío radical entre el comportamiento de los personajes del relato y el sistema de razones verosímiles que, por lo general, funda la adhesión a un relato. Sin embargo, por otro lado, su incapacidad para comprender lo hace apto para llevar el peso de ese personaje inimaginable y eximir al novelista, que no quiere tener que ver directamente con él, aunque fuera sólo a título de “narrador omnisciente”.

Porque el demasiado célebre “narrador omnisciente” abarca, de hecho, dos personajes muy diferentes. Está el inventor de intrigas y personajes a la antigua que puede retirarse de la narración para dejar que las consecuencias lógicas de las situaciones y los personajes que ha inventado se muestren. Y está este nuevo narrador que data de la época de Flaubert: un narrador que utiliza la primera persona en ausencia, pero cuya respiración misma de la frase esposa las percepciones y los afectos de los personajes. Ese narrador es menos capaz que cualquier otro de poner su personaje a distancia. Practica, en efecto, otro tipo de imaginación. Conrad la ha formulado abruptamente al principio de su elogio de Maupassant: “Este artista posee la verdadera imaginación; no condesciende nunca a inventar lo que sea”. Esas dos frases bastan para invertir la idea falsa, indefinidamente machacada, sobre lo que la mímesis quiere decir. El hombre de la mímesis no es el que reproduce situaciones o acontecimientos reales trasponiéndolos. Es el que inventa personajes o situaciones que no existían, pero podrían existir. El verdadero creador no inventa. No saca de su cabeza personajes a los que les presta sentimientos y aventuras posibles. Por el contrario, desarrolla las virtualidades de una historia llevadas por un estado sensible efectivo, un espectáculo sorprendido, una silueta percibida a medias, una confidencia no solicitada, una anécdota escuchada por azar o recogida de un libro encontrado en el estante de una librería de segunda mano. Es allí donde debe engendrarse la energía nerviosa que crea los episodios de una historia y no los crea más que si, en principio, ella se traduce en frases. Flaubert necesita “hacerse ver” la escena que describe. Conrad nos asegura acerca de diversos personajes que los ha visto pasar un día en algún lugar; es así con Tom Lingard, el sueco de Victoria, y sobre todo con Lord Jim, acerca del cual Conrad escribe esas líneas célebres que resumen de la manera más corta posible un arte poético e incluso todo un régimen del arte: “Puedo asegurar sin duda a mis lectores que no es el producto de un pensamiento deliberadamente retorcido. No es más una figura de brumas nórdicas. Una mañana soleada, en la escenografía banal de una ensenada de Oriente, vi pasar su silueta –atractiva– característica –bajo una nube– perfectamente silenciosa. Debía ser así. Me correspondía a mí buscar, con toda la simpatía de la que yo fuera capaz, las palabras que expresaran el sentido. Él era uno de nosotros”.

La verdadera imaginación se opone a la verosimilitud inventada. Ella no se despliega más que a partir de un núcleo de realidad: una silueta característica bien recortada en una luz directa; una silueta atractiva que lleva la virtualidad de una historia; una silueta silenciosa que impone al novelista buscar las palabras adecuadas para contar esa historia. Sólo falta una virtud específica: la simpatía. La simpatía es una noción clave en el pensamiento y la obra de Conrad, una noción que une íntimamente una ética y una estética. Sin duda, esta noción no le es propia. Ella es consustancial a la ficción moderna y ha recorrido todo el siglo xix aunque tenga que cambiar de naturaleza en el curso de su camino: la adhesión panteísta a la gran vida unánime que ilustraba especialmente la poesía hugoliana se ha convertido en la melancolía schopenhaueriana que ve, en la piedad, el sentimiento que mejor se ajusta a los sufrimientos de la voluntad que persigue la quimera destructiva de sus pretendidos fines. La ficción conradiana se despliega sobre el fondo de un robusto nihilismo schopenhaueriano. Sin embargo, en el encuentro de la versión dominante, el novelista saca una visión del todo positiva; la quimera no es la ilusión conocida por el sensato decepcionado. Ella es la realidad que pone los espíritus y el cuerpo en movimiento y que se opone a los inventos y a las racionalizaciones de la verosimilitud. Esa realidad es el objeto propio del novelista “imaginativo”. Su “imaginación” es la construcción de una serie de “imágenes”, de escenas sensibles por las cuales los personajes y las situaciones se extraen del universo de la verosimilitud. Pero ese poder imaginativo pertenece sólo a aquellos que renuncian a la posición de la dominación y se someten a la ley de un “sentir-con”, más que de un “sufrir-con”. Escribir la historia aportada por una silueta, ese procedimiento de imaginación y de “simpatía”, se opone muy exactamente a otro procedimiento, muy de moda en la época de Conrad, ese que lee sobre un rostro los signos de un estado patológico. Es el procedimiento “científico” de Lombroso o de Galton, que reconocía en los rasgos de una fisonomía los signos indicadores de la criminalidad o de la degeneración. Ese interés por el crimen y por los signos que lo señalan es extranjero al novelista. Lo que le interesa es la quimera que produce criminales al igual que mártires. Es por eso que, en Nostromo, transformó al ladrón cuya historia poco edificante había escuchado en una suerte de “portador de la palabra romántica del pueblo”5 un caballero que persigue a un fantasma de gloria que se hace eco de la quimera revolucionaria del viejo garibaldeano que terminará matándolo como a la quimera industrial del hijo Gould, ocupado en poner en valor una mina recibida como un regalo envenenado. Es el mismo género al que pertenece la quimera de honor que conduce a Jim a la muerte, el “puro espíritu de aventura sin cálculo ni preocupación práctica”,6 del discípulo ruso de Kurz, el absurdo sueño de Almayer o las vanas esperanzas de Lingard por su hija mestiza. El antiguo aventurero de los mares convertido en un sedentario ciudadano británico puede imaginar a todos ellos porque los ha “encontrado” un día, porque puede simpatizar con la quimera de cada uno y reconocer en ella la realidad de la ilusión a la cual un individuo sacrifica su vida. Pero para ello hay una condición: que esta quimera siga siendo su quimera, el espejismo real de una vida. Simpatía e imaginación se detienen juntas allí donde la quimera se transforma en un programa que se propone aportar a la humanidad, o a una u otra de sus fracciones, una felicidad fundada sobre la razón, la ciencia o el progreso.

Es allí donde la poética de Conrad se liga a su política sobre un modo que parece en principio paradójico. ¿Cómo el novelista que, más fuertemente que cualquier otro, ha descripto en El corazón de las tinieblas las monstruosidades del sistema colonial puede manifestar una oposición tan resuelta a las doctrinas progresistas que luchan contra las injusticias sufridas por los condenados de la Tierra? La respuesta es simple: es que esas monstruosidades son ellas mismas la aplicación de la doctrina del progreso; es en nombre de esas palabras –palabras aprendidas, recitadas, repetidas fuera de toda reflexión– que el misionario Kurz partió para abolir las “costumbres salvajes”, que desconoció en el fondo de sí mismo la presencia de este “salvajismo” que pretendía combatir y continuó escribiendo sus informes por gloria de la misión civilizadora del hombre blanco, aceptando plenamente ser tratado como dios por los indígenas y utilizando su fe idólatra para saciar lo que no era más que una vana fiebre de marfil. Con Kurz la mentira verdadera de la quimera se transforma en mentira pura y simple, en adhesión a la pretensión mentirosa de una misión histórica de la civilización.

Sin embargo, Kurz todavía sigue siendo imaginable para quien ha remontado el Congo, experimentado el enigma oculto detrás de los árboles que bordean el río, percibido en la orilla el torbellino de miembros negros, escuchado la explosión de aullidos y golpeteos de pies y manos como salidos de la noche de los primeros tiempos, experimentado en las estaciones de los “civilizadores” el tedio agobiante al mismo tiempo que el olor a rapiña ligado a la palabra “marfil” que flota en el aire y visto esos cortejos de negros encadenados, obligados a cargar sobre senderos escarpados los materiales de un ferrocarril inútil. Él puede “simpatizar” con Kurz porque ha experimentado, en el encuentro con el “salvajismo”, el sentimiento de una humanidad parecida a la nuestra. Kurz ha hecho la experiencia de esta afinidad de la humanidad occidental conquistadora con la noche de los primeros tiempos. Estuvo justo en el extremo de la experiencia de ese espíritu humano que se descubre contenedor de las posibilidades infinitas. Es por ello que resulta demasiado fácil resumir su historia diciendo simplemente, con los espíritus prudentes, que el espíritu de rapiña del hombre capitalista occidental es la verdad prosaica de la mentirosa misión civilizadora. Porque la verdad no es lo contrario de la quimera; es la quimera lo que es lo contrario de la verdad misma de la experiencia. Y la quimera es la identidad de los contrarios; es espíritu de rapiña que impulsa a la conquista de la Tierra y la única cosa que la vuelve a comprar: “Una idea y una fe desinteresada en esa idea; alguna cosa que se pueda erigir frente a la cual arrodillarse y a la cual ofrecer un sacrificio”.7 Kurz vivió esa identidad de los contrarios, pero sin reconocerla, sin poder expresarla más que por una sola palabra que desmiente, en privado, toda la elocuencia humanitaria de sus relaciones: el “horror”. Porque ha entendido el llamado hechizante de las orillas del Congo, pero también ha sabido, como Marlow, encontrar un trabajo de mantenimiento útil para resistir y enterrar “la cosa” que corre el riesgo de invadir a los invasores; el novelista puede imaginar a Kurz, puede escribir el enfrentamiento con el salvajismo y la experiencia de quien ha pasado al otro lado. Puede hacer “con toda la simpatía de la que es capaz” la historia de la quimera como rapiña estúpida y como sacrificio absoluto a la idea. Lo puede hacer también porque él mismo es hijo de una quimera difunta (la insurrección de los nobles polacos contra la autocracia rusa) que se prohíbe ya todo sentimiento respecto del tiempo “excepto la fidelidad a una causa absolutamente perdida, a una idea sin futuro”.

La descripción del horror colonial no puede entonces servir para ninguna campaña progresista por la emancipación de los oprimidos. Por el contrario, impide toda síntesis que pondría a la crítica del progreso al servicio del progreso verídico. Traza una línea divisoria que no hace posible la ficción nueva más que suprimiendo la posibilidad de una política emancipadora. Esta línea separa dos categorías de humanos: están los que el novelista puede imaginar, porque se los ha cruzado o ha conocido los cielos que los engendraron, que han seguido hasta el extremo la lógica de la quimera y han consumido así su vida. Y están los otros, los que no puede imaginar, con los que no puede simpatizar, porque no los ha conocido nunca en los caminos en que se consume la llama de la quimera. A estos los puede solamente inventar, es decir, también odiar. Porque la única figura sobre la que puede inventarlos es precisamente la de los seres de invención, seres en los que la idea no ha tomado cuerpo de quimera, sino que sigue en el estado de idea muerta que es manipulada y manipula. De hecho, la idea muerta tiene dos grandes figuras: están los muertos que son sólo fórmulas manipu- ólo fórmulas manipu lo fórmulas manipulables hasta el infinito, como los que impone infatigablemente en el confort de una villa genovesa el revolucionario exiliado de Bajo la mirada de Occidente o los propósitos incendiarios que intercambian los anarquistas reunidos en la trastienda londinense del agente secreto Verloc. Y están los planes de acontecimientos por organizar para producir la estupefacción y el temor de aquellos que serán los testigos. Esta figura de la idea es, poéticamente hablando, la de los dramaturgos de la vieja escuela, los que traducen autoritariamente la idea en secuencias racionales de causas y efectos. Pero es también, políticamente hablando, la que ponen en práctica los agentes de la autocracia para manipular cínicamente a los individuos y las situaciones y así producir el temor, que es para ellos el único recurso de la obediencia, y esta es el solo principio de la vida en común que pueden concebir.

A lo quimérico cuya caída al abismo podemos imaginar se oponen entonces los manipuladores de palabras y los manipuladores de hombres para los cuales el novelista debe inventar una intriga que no podrá ser más que una intriga de manipulación. Esa es la coerción que pesa sobre las dos novelas que Conrad ha situado explícitamente en los medios revolucionarios, Bajo la mirada de Occidente y El agente secreto. La incapacidad del honesto profesor de lengua para inventar la historia del traidor Razumov resume una lógica más global de incomprensión en la que podemos reconocer la versión caricaturesca, la versión invertida de las intrigas de la quimera. Aquí todavía todo parte de una silueta. Pero el recurso de la intriga está dado por la mala interpretación del mensaje entregado por esa silueta. Los revolucionarios terroristas, para los que la quimera se ha reducido a la idea fija del acto violento, necesario y suficiente para terminar con la autocracia, se imaginan que ven, en el aire reservado del apacible estudiante Razumov, la profundidad de pensamiento de un hombre que comparte secretamente sus convicciones. Si Razumov los traiciona es, por el contrario, por incapacidad para imaginar las motivaciones de esos hombres que imaginan poder cambiar la sociedad “como si se pudiera cambiar alguna cosa”.9 Sin embargo, esta doble incomprensión hace de Razumov el más inverosímil de los agentes dobles. De hecho, este hace todo lo contrario de lo que su función implica: no deja de irritarse contra esos revolucionarios que le dicen que, a primera vista, han reconocido en él a un hombre en el que pueden confiar; escribe sus informes a la policía en un jardín público y termina por confesar su traición cuando acaban de encontrar el culpable ideal que lo libera de toda sospecha. Conrad, al igual que su narrador, no puede imaginarse a Razumov, como tampoco puede comprender a los revolucionarios que confían en él. El único personaje con el que Conrad puede simpatizar, el único personaje “simpático”, es la “dama de compañía”, la mujer sin nombre, muda por la sola necesidad de dedicación absoluta –a ese pueblo centrado en la figura de una niñita harapienta que pide limosna en el crepúsculo, al joven obrero torturado por la policía que muere en sus brazos– y que teme una sola cosa: no el hecho de no dar su vida por la causa, sino ver destruidas por el comportamiento mezquino de un charlatán revolucionario las ilusiones que la hacen vivir.

Precisamente, estos charlatanes reparten su elocuencia a lo largo de las páginas de El agente secreto, historia inimaginable de un atentado anarquista inventado por un escritor que ha dejado en claro que jamás ha conocido anarquistas y no puede, en consecuencia, imaginar las razones de su accionar. Sin embargo, si no puede imaginar las razones de su accionar, no los puede hacer actuar de verdad y, de hecho, los charlatanes que disertan sobre la explotación y la emancipación sociales en la trastienda del agente secreto Verloc –el apóstol Michaelis, el compañero Ossipon y el terrorista Yundt– son completamente incapaces de ejecutar un atentado anarquista. El camino de la concepción del atentado hacia su ejecución pasa igualmente por una singular división del trabajo. La concepción del atentado es la obra de un diplomático de una potencia extranjera no mencionada, pero que resulta fácil de identificar como la patria del cinismo manipulador, el imperio autocrático ruso. Este muestra su atentado “anarquista” para obligar a la liberal Inglaterra a abandonar su tolerancia hacia los revolucionarios exiliados. Pero, para horrorizar a los espíritus, quiere in- , para horrorizar a los espíritus, quiere inventar una intriga inédita, inimaginable: un atentado que no apunte a los objetivos esperados –el poder del Estado, el poder financiero– sino a un objetivo lo suficientemente absurdo como para dar la idea de un enemigo capaz de todo. El objetivo entonces es la ciencia, encarnada en este caso en el meridiano de Greenwich. La ejecución del plan no es evidentemente confiada a los doctrinarios de la anarquía sino al doble agente Verloc, cuya única motivación es la de no perder los subsidios de la embajada. Para procurarse el explosivo, este recurrirá a un profesor que no tiene otro objetivo más que la destrucción radical y no imagina otro medio para ello que la confección de motores siempre mejorados. Y el explosivo en sí será colocado en las manos de un hombre simple, el joven cuñado de Verloc, no sólo el único ser “simpático” sobre el que los discursos de los enardecidos de la trastienda pueden tener efecto sino también el menos capaz de comprender la delicadeza de la máquina infernal que transporta. Stevie se caerá accidentalmente con la caja. Su cuerpo quedará destrozado, el atentado fracasará y es en un plano estrictamente doméstico que el asunto se resuelve: la mujer de Verloc matará a su marido para vengar a su hermano y se suicidará después de haber confiado el dinero al charlatán Ossipon. Este se lo dará al “profesor”, al hombre a quien sólo anima el desprecio por el género humano y el deseo único de acabar con él a través de explosivos perfeccionados. Es sobre la visión de este enemigo del género humano oculto en la muchedumbre londinense que concluye el libro: “No tenía futuro. Despreciaba el futuro. Era una fuerza. Sus pensamientos acariciaban imágenes de ruina y destrucción. Caminaba, frágil, insignificante, desaliñado, miserable, y horrible en la simplicidad de su idea que apelaba a la locura y a la desesperación de regenerar el mundo. Nadie lo miraba. Pasaba insospechado y portador de muerte, como la peste, en la calle repleta de hombres”.10 Este juicio último hecho sobre el profesor apóstol de destrucción es también el juicio último del novelista sobre los fantoches que ha tenido que inventar. Pero sería vano acusarlo de haber hecho una caricatura, por prejuicio reaccionario, de los militantes anarquistas que él confiesa no haber conocido nunca. Porque lo que allí se expresa no es sólo el odio del emigrado bien integrado al país de la monarquía liberal por los apóstoles y los que practican la destrucción radical. Es el odio del novelista nuevo por los personajes que se ha visto obligado a inventar a la vieja usanza, al no poder continuar siguiendo a los aventureros quiméricos por los mares y los ríos lejanos. Los charlatanes anarquistas, los burócratas manipuladores de la autocracia, los fabricantes “científicos” de explosivos o los profetas de la destrucción conspiran para la misma obra de muerte: no sólo la muerte de la civilización liberal sino también la de la loca quimera que fue la sabiduría liberal y da a la nueva ficción su material. Pero hacen más todavía: obligan al novelista a hacerse cómplice de esta destrucción. Lo obligan a inventar historias de manipulaciones extravagantes y a dar cuerpo sin carne a abstracciones tomadas de textos muertos. Hacen del novelista también un doble agente, que trabaja en la obra de invención –en la obra de manipulación– que mata la quimera de los Jim, los Axel Heyst, los Tom Lingard y los Kurz. La violencia del párrafo final de El agente secreto no se deja explicar en términos de prejuicio político o de antipatía personal. Simpatía y antipatía no son sentimientos subjetivos. Son maneras de ser con sus personajes o de no poder ser. La evocación del profesor nihilista que, miserable y desapercibido como la peste, pasa por la calle de la capital inglesa es exactamente simétrica, exactamente opuesta a la evocación final del aventurero quimérico Jim, soltándose de los brazos de la mujer amada para realizar al final, en la muerte, su sueño de heroísmo caballeresco. La silueta de Jim engendraba todo un universo ficcional, un universo parecido a la incoherencia misma de la vida y de la quimera que la revitaliza. La silueta del “profesor” sigue desapercibida en el escenario de la metrópolis. No engendra ningún universo de imágenes y sensaciones. Hay, entonces, que inventarle un personaje y prestarle a ese personaje un comportamiento posible y motivaciones verosímiles, es decir, sin verdad. Frente a las exigencias de la invención, ¿cómo no evocar el juicio inapelable que el escritor Joseph Conrad hizo, en la época de La locura de Almayer, sobre la obra de uno de sus colegas: “Ni un solo episodio, acontecimiento, pensamiento o palabra, ni un solo toque de felicidad o de tristeza es inevitable […] Todo es posible, pero la marca de la verdad no está dentro de la posibilidad de las cosas. Está en su inevitabilidad. La inevitabilidad es la sola certeza. Ella está en la esencia misma de la vida, como los sueños”?11 ¿Inventar los planes cínicos y absurdos del diplomático, los pensamientos nihilistas del “profesor”, los discursos humanitarios de Michaelis o los actos infames de Ossipon no es renunciar a la sola verdad de lo inevitable para ubicarse bajo el estandarte mentiroso de lo posible? Ya no se sabe, entonces, al leer la historia caricaturesca de los fantoches anarquistas, si es el honesto ciudadano británico Joseph Conrad el que expresa su horror del desorden revolucionario o si es el escritor aventurero Joseph Conrad, que se venga por ser reenviado por su propio tema a la rutina de la vieja poética. Pero hay en ese resentimiento algo que sobrepasa de lejos los sentimientos personales del autor. Es la brecha introducida en el viejo parentesco de lo necesario y lo verosímil. Lo verosímil inventado se ha vuelto lo contrario de lo necesario que no se inventa porque es la esencia común de la vida y de los sueños. Se ha vuelto inimaginable: asunto de manipuladores y ya no de artistas. La línea que separa la imaginación de la invención separa también al escritor del doble agente.

 

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