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Los pensamientos íntimos de Flaubert

Por Matías Battistón

“Mientras más avanzo, más dificultades descubro para escribir las cosas más simples”, anota el autor de Madame Bovary en un cuaderno de 1847. Tomado de Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos de Flaubert, reedición de Interzona del libro publicado por primera vez en 1965, el prólogo de su traductor que nos introduce a esta figura asombrosa. 

Por Matías Battistón.

 

En un viejo manual que recopila diversos fragmentos de literatura francesa, Causeries et exercices français, publicado por la universidad de Cambridge en 1954, figura una llamativa anécdota sobre Flaubert. Todo está dispuesto para que el lector la tome por apócrifa y así le parezca quizá más reveladora: después de todo, si una anécdota real se origina en el mero hecho de haber sucedido, una anécdota apócrifa muchas veces nace solo a fuerza de ser característica. La historia se atribuye al crítico de arte Théodore Duret, con quien Flaubert se encuentra una tarde en la casa de Iván Turguénev. Por una de esas casualidades, Turguénev justo le estaba escribiendo en ese momento una carta al prefecto de policía, para hacerle un favor a un compatriota ruso recién llegado a París. Como antes de despedirse quiere apelar en la carta por última vez a la buena voluntad del prefecto, Turguénev aprovecha para consultar a Flaubert:

—¿Qué pongo? ¿“Apelo a su cortesía”, o “Apelo a su generosidad”?

Flaubert queda pasmado. Balbucea:

—¿Generosidad...? ¿Cortesía...?

El balbuceo se prolonga, como si Flaubert, observa Duret, buscara “la palabra clave que pudiera abrir la cueva de Alí Babá”. Por fin, le dice a Turguénev:

—“Generosidad” no conviene del todo, ¡pero “cortesía” no conviene para nada! ¿Me dejarías pasar unos segundos al comedor? Ya encontraré la palabra justa. Mientras Flaubert se aísla para reflexionar, Duret habla con Turguénev, que con gusto le cuenta la vida entera de su amigo ruso.

Pasado un largo rato, y probablemente en medio de alguna aclaración eslavológica, Turguénev para en seco y exclama:

—¡Nos olvidamos de Flaubert!

Los dos entran corriendo al comedor. Lo encuentran sentado en un sofá. Sigue meditando.

—Me inclino por “cortesía”, pero te escribiré mañana a primera hora. Lo consultaré con la almohada.

Vencido, se seca la transpiración de la frente. “Diríase”, señala Duret, “que acababa de realizar un trabajo agotador”.

 

El otro, el mismo

Apócrifa o no, la anécdota resume caricaturalmente la imagen que perdura, no sin razones, de Flaubert en su madurez: la del escritor que sopesa cada palabra con un rigor que raya el masoquismo, que hace de la precisión verbal una ascesis continua y que, en un sentido no demasiado figurativo, se mata escribiendo. Por lo demás, él mismo lo recalca una y otra vez. “Mientras más avanzo, más dificultades descubro para escribir las cosas más simples”, nota ya en 1847. En 1852, en una carta a Louise Colet, directamente confiesa: “Por momentos tengo ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y no soy más que un hombre”. Esa vacilación continua, torturada, paradójicamente es el mecanismo que sostiene un pacto de escritura irrenunciable. Flaubert es a la vez el símbolo del escritor decidido y del escritor en perpetua duda: no sabe si podrá escribir, pero sabe que no podrá hacer otra cosa. Ni formar una familia, ni practicar un oficio, ni resignarse a servir para algo. Subordinada a la literatura, su vida de cierto modo queda resuelta de una vez y para siempre en ese vaivén neurótico, recluido, cómodamente financiado por la herencia familiar, que reduce casi toda vacilación al acto diario de cruzar con una pluma de ganso el borrador de turno.

Y sin embargo, en la infancia, la adolescencia y el primer cimbronazo de la adultez, Flaubert fue el escritor opuesto. El de la inspiración frenética, el de la creación desbordante, atolondrada, que en el colegio había producido, a veces de un tirón, cuentos y nouvelles, un largo drama histórico, una colección de aforismos, su primera novela. El que fantasea con una vida exótica y bien amoblada de perversiones, pero en realidad no atina a descifrar qué es lo que va a hacer. “El futuro es lo peor en el presente”, le escribe a su amigo Ernest Chevalier en 1839. “Esta pregunta, ¿qué serás?, arrojada al hombre, es un abismo abierto ante él, que se aproxima a medida que él avanza”. Como bien dice Frederick Brown, a Flaubert le era más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del secundario.

Podría escribirse la historia de la literatura a través de las dudas de los escritores, las inseguridades, el camino que fue trazando su incertidumbre. A los dieciocho, Flaubert todavía es capaz de elegir entre dos sustantivos sin infartarse, pero desespera porque no sabe qué hacer de su vida. Esa especie de adelanto invertido del hombre que será recorre todos sus textos de esta época, centrados en la exploración fascinada de un incierto proyecto de autor.

 

Las dos mercedes

A fines de 1839, en el último año de clases, Flaubert casi es felizmente expulsado del colegio por indisciplina, pero las autoridades, por influjo de su padre tal vez, le permiten rendir las últimas materias como alumno libre. Su ánimo en los meses siguientes, mientras las prepara, no es muy distinto al de los meses anteriores; la carrera de abogado, típico exutorio en aquella época para los jóvenes de la alta burguesía con ambiciones literarias, ya se presentaba desde hace tiempo como un destino cada vez menos esquivable. “Mi existencia, que yo había soñado tan bella, tan poética, tan vasta, tan enamorada, será como las demás, monótona, sensata, estúpida”, le escribe a Ernest en febrero de ese año, subrayando con dolorido heroísmo: “estudiaré Derecho, me recibiré”. “Me pides que te diga cuáles son mis sueños –retoma en otra carta–. Ninguno. ¿Mis proyectos de futuro? No tengo. ¿Qué quiero ser? Nada”. Esa pulsión antivocacional no impide que vaticine recibirse, además de abogado, de doctor en leyes. “Después de lo cual es muy posible que me mande a mudar y me haga turco en Turquía, o muletero en España, o conductor de camellos en Egipto”. Es uno de los secretos de la abulia, la rápida multiplicación de los planes.

Así y todo, en agosto de 1840, gracias a un régimen severo –en julio dice levantarse a estudiar a las tres de la mañana todos los días y acostarse a las ocho y media de la noche–, Flaubert se recibe de bachiller. Su padre, orgulloso, le concede dos deseos: tomarse un año sabático antes de empezar la facultad, y emprender un largo viaje, cuyo itinerario lo llevará a los Pirineos y la isla de Córcega, cruzando Burdeos, Bayona y el sur de Francia. “Mira, observa y toma apuntes”, le recomienda. “No seas un almacenero de vacaciones o un viajante de comercio haciendo su ronda”. Ese breve apotegma contra la estrechez burguesa lo modera o corrige con los compañeros de viaje que le endilga a Gustave: el doctor Jules Cloquet, colega paterno y alegre creyente en las guías de turismo; Lise Cloquet, la hermana solterona de Jules; y el padre Stefani, un abad italiano, según parece adicto a masticar higos.

La expedición se extiende del 22 de agosto al 1 de noviembre. Flaubert conoce éxtasis paisajísticos, roces de anamnesis entre ruinas, colores inéditos en Ruán. Es una dosis homeopática de los destinos lejanos con los que sueña día y noche. “Detesto a Europa, a Francia, mi país, mi suculenta patria que con mucho gusto mandaría al diablo”, anuncia poco después de su regreso, “ahora que he entreabierto una vía de escape”. Ese atisbo de libertad, de todas formas, funciona menos como aliciente al escape que a la fantasía del escape. Casi podría decirse que lo que busca con estas experiencias no es tanto un futuro al cual arrojarse como un pasado prometedor.

 

Primera vez en Marsella

Flaubert ya había conocido los placeres del amor platónico y, si tenemos en cuenta sus paseos por la rue Cicogne, también los prostíbulos, pero es innegable que fue durante este viaje, por lo demás iniciático, que tuvo lugar lo que, en un sentido amplio o tolerante, podría llamarse su primera vez. Según sabemos, al regresar de Córcega y después de desembarcar en el puerto de Tolón, Flaubert se hospeda en el hotel Richelieu, en la rue de la Darse. La hija de la dueña, también regenta del hotel, es una mujer de treinta y cinco años, de pelo negro y exóticos ecos de América, Eulalie Foucaud de Langlade. Flaubert les contaría a los hermanos Goncourt, años más tarde, cómo ella lo sedujo descaradamente, incitándolo a un largo beso primero y entrando más tarde a su habitación, para brindar sin preámbulos un servicio por el que el hotel no era del todo conocido. Es una noche única, en ambos sentidos de la palabra. Al día siguiente, él parte de regreso a Ruán. Nunca se volverían a ver.

El hecho fue importante para Flaubert, aunque quizá más aún para ella. En una serie de cartas de creciente euforia enviadas poco después y a lo largo de varios meses, Eulalie empieza a asediarlo con largas confesiones cementadas en clichés y un generoso catálogo de hipérboles. Hasta conocerlo, había vivido como una autómata. Él había inflamado su alma, despertado su carne, como si le hubiera insuflado “el aliento de la creación”. De ahí en más, “ya no tendría fuerzas suficientes para vivir sin este amor”. “Me he embarcado en una nueva existencia –le escribe, quizá suspirando justo antes de la coma–, solo para anhelar y sufrir”. Por momentos da la impresión de que ella hubiera querido, con esa noche juntos, catapultarlo a él a la adultez y volver ella misma a una juventud adolescente.

Orgulloso y abrumado, Flaubert debe haber sentido cierto alivio de la distancia que la geografía imponía entre los dos. Si bien desde hacía mucho que soñaba con el amor de una mujer así y, en paralelo, con alguna excusa caída del cielo para mandarse a mudar, ahora que Eulalie se arrojaba a sus pies y le rogaba huir con ella a alguna tierra lejana, el proyecto no lo tentaba en lo más mínimo. La correspondencia, después de casi un año, se corta. Después de todo, ¿cómo podía tomar en serio a una mujer que escribía ottomate en lugar de automate?

Sin embargo, de nuevo, que a Flaubert algo no lo tiente como futuro no significa que no lo tiente como pasado. A lo largo de su vida, cada vez que vuelva a Marsella, irá a la rue de la Darse para visitar el hotel Richelieu y quizá reencontrarse con Eulalie, o más bien para no encontrarla y añorarla. A veces la constatación de su ausencia no es galante: “En Marsella no volví a encontrar a esa excelente tetona –le escribe a Alfred Le Poittevin en 1845– que tan placenteros cuartos de hora me dio”. Pero incluso aquí Flaubert no tarda en volverse romántico, aunque solo sea para compadecerse de sí mismo: “Los postigos están cerrados, el hotel está abandonado. Apenas pude reconocerlo. ¿No es un símbolo? Desde hace tiempo que mi corazón tiene los postigos cerrados, sus escalones desiertos; hostería tumultuosa antaño, pero ahora vacía y sonora, como un gran sepulcro sin cadáver”. En eso Flaubert es típico; le parece más fácil identificarse con un edificio que con una examante. Bien podría haber dicho: “El hotel Richelieu, c’est moi”.

La última vez que va a la rue de la Darse, en 1858, de camino a Túnez para trabajar en Salambó, no puede encontrarlo. “Miró, buscó, y se dio cuenta de que ahora era un bazar de juguetes, y que el primer piso estaba ocupado por un peluquero”, apuntan en su diario los Goncourt. “Subió, se hizo afeitar, y pudo reconocer todavía el empapelado de la habitación”.

Como final es perfecto, pero las despedidas son difíciles y la barba no ceja. Antes de irse para no volver, según confiesa en una carta a Louis Bouilhet, Flaubert sube y se hace afeitar otra vez.

 

Cuaderno íntimo

Ser adolescente en pleno romanticismo es una redundancia o un exceso. Flaubert les confiesa a los Goncourt que en el colegio dormía con un puñal bajo la almohada; menos simbólico pero márevelador de sus fantasías y miedos es el cuaderno de tapas rojizas en el que escribió esporádicamente desde fines de 1839 hasta principios de 1841, entre los dieciocho y diecinueve años. Publicado recién en 1965 como Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos, este texto, en sus propias palabras, cierra su infancia y “comienza algo que no tiene nombre, la vida de un hombre de veinte años”. Una zona que no es “ni la juventud, ni la edad madura, ni la vejez: es todo eso al mismo tiempo, con sus relieves y particularidades”.

Para Flaubert, la nostalgia es una primera necesidad, y no siempre puede esperar a que exista un pasado perdido o distante. Aquí, a los dieciocho años ya extraña tener quince. También cultiva la decepción con un entusiasmo admirable: releer lo escrito para encontrarlo pésimo no solo es un hábito, es una expectativa, un objetivo de la escritura en sí. “Escribo estas páginas para releerlas después, en un año, en treinta años. Esto me traerá de nuevo a mi juventud, como un paisaje que uno quiere volver a ver y al que uno regresa”, leemos en el cuaderno. “Nos lo imaginábamos hermoso, alegre, con hojas verdes: para nada, está seco, ya sin hierba, ya sin sabia en los árboles. ‘¡Oh, pensaba que era más bello!’, decimos”. Es como si escribiera buscando crear un pasado del cual desengañarse. Otros arrojan una botella al mar para no ser olvidados; el Flaubert de hoy apunta a pegarle al Flaubert del futuro un botellazo en la cabeza.

También es en este período que empieza a escribir, hacia fines de 1840, su segunda novela, Noviembre, donde Eulalie Foucaud se convertirá en Marie, suerte de santa prostibularia que inicia al protagonista en el deseo, la pérdida, y el consumo de largos monólogos en la cama. Al igual que el héroe de la historia, en su cuaderno Flaubert alterna megalomanía y autocompasión, entre tanteos críticos, reflexiones de aspiración filosófica, algún atisbo de misticismo, epigramas y resúmenes de días vividos. Es una miscelánea que en su desparpajo, en su misma falta de forma, refleja la forma misma del pensamiento de quien la escribe.

No sabemos, en verdad, si alguna vez releyó este cuaderno, del que nunca se desprendió. Pero podemos adivinar que, de haberlo hojeado, más allá de la distancia irónica y de la decepción anticipada con tanto esmero, algún eco habrá sentido de su antiguo yo ese otro Flaubert, el mítico, para quien la decisión de una palabra era la decisión de un destino.

 

 

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