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"Más que una novela (o en vez de una novela), es una deriva"

Por Selva Almada

Leé el prólogo a la edición de Eduner de Sumisión: "Ser poco clara es justamente la gracia (y el estado de gracia) de esta novela".

Por Selva Almada.

 

Es difícil ubicar la obra de Oscar Taborda en el contexto de la literatura argentina actual. Tal vez porque él mismo es un bicho raro entre lo que llamamos «un escritor contemporáneo». Por su presencia pública esquiva, ya sea en las redes sociales, los suplementos culturales, los festivales, etcétera, su «figura de escritor» se acerca bastante a la que supo construir César Aira. Pero mientras uno escribe y publica libros como si los pescara con red o espinel (para usar figuras del universo Taborda), el otro, el que nos ocupa, apenas ha publicado tres, cuatro libros, a las cansadas: 40 watt (Beatriz Viterbo, 1993), Las carnes se asan al aire libre (emr, 1996), La ciencia ficción (Vox, 2015) y, ahora, Sumisión.

Sus dos primeros libros —reeditados por Neutrinos (2017) y Mardulce (2016), respectivamente—, vivieron casi en el secreto durante veinte años, muchas veces circulando en fotocopias, macerándose en los jugos de la literatura de culto. Reeditados volvieron a llamar la atención de quienes ya se habían fascinado con estos textos cuando se publicaron por primera vez en la última década del siglo xx. Entre otros, Beatriz Sarlo, que refiriéndose a la originalidad del texto destaca «las frases complejas y extensas, alejadas de la facilidad coloquial. Taborda escribe con escasa puntuación interna, porque confía en el ritmo mismo de la sintaxis para que la frase rinda su sentido. Hay una continuidad con 40 watt. En aquel libro la frase se cortaba como verso, con la misma austeridad de puntuación interna. En Las carnes se asan al aire libre la frase se amplía en diferentes alternativas, separadas sólo por las marcas de puntuación indispensables. Todo en un texto y otro es deliberado». O la otra Beatriz, la lúcida rosarina Beatriz Vignoli: «Al naturalismo mágico y romántico de Marcos Sastre, Taborda le opone malditismo y una extrañeza opaca donde la imaginación se fuga por los vericuetos fantásticos de la ciencia ficción, el terror, o géneros más realistas como el policial o la comedia negra. La espesa materialidad de lo real es redimida por espectralidades no menos sorprendentes pese a lo convencional». Y las reverberaciones (para usar una palabra que se repite incansablemente en las reseñas y críticas de su obra) de estos textos encandilaron a una nueva camada de lectores, entre los que me cuento.

Algo había oído de Taborda alguna vez, había leído algún fragmento de 4o watt perdido en internet. Pero fue nuestro editor en común, Damián Tabarovsky, quien lo trajo en una charla, unos veranos atrás. Él era uno de aquellos jóvenes devotos que hacían circular entre los amigos Las carnes… en fotocopias; seguramente, como nos ocurre cuando somos jóvenes, refocilándose en poseer uno de los secretos mejor guardados de la literatura de los noventa. Devenido editor, ahora Tabarovsky estaba listo para contar la buena nueva a viva voz y reeditar la mítica novela.

En el mismo artículo que cité antes, Sarlo arriesga que quizá a Taborda le haya llegado su momento: ser editado en Buenos Aires, ser reconocido fuera de Rosario. Unos años después podemos comprobar que esto a Taborda le ha importado poco o nada. Tal vez, si hay algo más curioso en estos tiempos que un autor con una obra brevísima y al mismo tiempo absolutamente personal, sea un escritor al que no le interesa parecer un escritor o hacer de. Y que esto no sea (los casos sobran) un gesto vacío ni un gesto político ni un gesto poético. Sobre todo eso: que no sea un gesto.

Después de leer Las carnes se asan al aire libre escribí: «El río Paraná que cuenta Taborda […] es una droga pesada que así como te da momentos de rara belleza también te vomita a la resaca más oscura. No importa de qué va la novela (¿importa alguna vez?), sino que la escritura de Taborda es el mejor suceso de los últimos años del siglo pasado y por lo menos de los primeros dieciséis años de este. Una novela que empieza con un corte realista, normal, y que se deforma a medida que avanza, braceando en la alucinación, la pesadilla, la contemplación y la locura».

Quizá el verbo bracear, en el sentido de un nado medio desmañado, una aparente torpeza, una falsa a la sans façon, a la que te criaste, podría ser un rasgo de la escritura de Sumisión. Aunque quizá lo exacto sea decir: de su lectura. Porque sospecho que allí donde los lectores nos sentimos braceando en aguas oscuras, insondables, Taborda es todo un equipo elegante de nado sincronizado o un avezado nadador de aguas abiertas. Ninguna torpeza.

Sumisión, más que una novela (o en vez de una novela), es una deriva.

El primer párrafo arranca con el tono extrañado que se irá intensificando o dosificando, según los fragmentos, a lo largo del texto. Resuena la voz de un locutor de esos programas de televisión de la década del cuarenta o del cincuenta vendiendo productos revolucionarios: el futuro doméstico o la domesticación del futuro. Y también esa mezcla de imaginación e ingenuidad de los relatos de ciencia ficción de la misma época: un casco que, incluso en su modelo económico, permite a un ciudadano común y corriente viajar al pasado; una máquina del tiempo con una forma parecida a esos aparatos que también, cual máquinas del tiempo, prometen el crecimiento del pelo a los calvos. Un casco, una telenovela colombiana y un shopping que, fiel al extrañamiento que plantea Sumisión, parece más que un mall de estos tiempos, una galería de los años ochenta. El mismo relato da cuenta de su propia inclinación a la rareza: «Por lo que sabía, se trataba de un estado cuántico. Ni idea de qué significaba pero era común decirlo de cualquier imagen rara o inusual. Hasta se lo aplicaba en el mercado cuando aparecía un zapallo de forma estrambótica o un pimiento de color inverosímil, así como cincuenta años atrás, ante la deformación de cualquier verdura, un rábano, un choclo, una berenjena, se solía afirmar que era resultado de la radiación atómica que un viento nuclear había diseminado por el mundo». Entonces tenemos al protagonista llamado U ataviado con el vestido que le roba a la hija de la dueña de la pensión donde vive, en chinelas, con un casco extravagante que sufrirá diversos problemas técnicos en distintas ocasiones, en un local de un shopping, derivando por situaciones, paisajes, personajes… igual que esas cajas chinas una adentro de otra adentro de otra adentro de otra, la ficción se despliega al mismo tiempo que se repliega. Así como se mantienen dos o tres ejes —U, el argumento de la telenovela, el shopping—, el relato amenaza con montones de otros relatos posibles que muestra y esconde deliberadamente. Una cosa lleva a la otra en una suerte de asociación libre: «Una gran rueda, podría decirse, se pone en movimiento. Los bananos lo llevan a los cocoteros, estos a la deforestación de la costa del Sava, el Sava al río que tiene enfrente, el río que tiene enfrente al trecho que entrevió del jarillón, las márgenes del jarillón al campo de golf, este a su vez al césped amarillento del parque, y de ahí a un precipicio». O la calcomanía de la Virgen de Itatí pegada en una guitarra a la leyenda de la virgen, dos versiones de la misma historia, la que se cuenta en un paquete de yerba y la que cuentan unas chicas compañeras de pensión; de la leyenda a las procesiones, también dos: la peregrinación por tierra y la acuática; y de ahí otra vez a la telenovela, a la actriz protagonista, a un accidente que sufre y del que sale ilesa, una imagen celestial, de estampita: «De todos modos, una vez que fue sacada del auto, ya recostada contra un árbol repleto de flores rojas, mientras se arreglaba el pelo, rodeada de vecinos que ahora se podían contar en miles, la joven sufrió un vahído. La ambulancia se la llevó y a su paso quedó una aureola sobrenatural que fue creciendo más y más en los días siguientes».

A este procedimiento lo revela el propio Taborda en las notas autobiográficas que suceden al texto de la novela: «Salvo la extensión y la cantidad, el plan para su confección fue no tener ninguno o, mejor, uno muy simple: redactar cada párrafo y ver a su término qué suscitaba para la redacción del próximo». Y es esta estructura, un párrafo abajo de otro párrafo, una escena que dispara otra escena, la que da la idea de deriva y también de meandro.

A medida que me internaba en la lectura de Sumisión sentía que estaba mirando siempre por el rabillo del ojo. Y es que esta novela, como el resto de la obra de Taborda, parece funcionar como un río que se bifurca en pequeños esteros, canales sucios, tapados de camalotes, islitas anegadas. Esta contaminación de minúsculas escenas inconclusas, de personajes que se parecen entre sí, de escenarios que parecen decorados de telenovelas berretas, otra vez «de una cosa que lleva a la otra», produce un efecto de ensoñación, de confuso dejarse llevar por la corriente.

En una entrevista, de las pocas que se encuentran en la web, Oscar Taborda termina diciendo: «he sido poco claro». Y ser poco clara es justamente la gracia (y el estado de gracia) de esta novela.

 

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