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No Ficción

Mi fiesta inolvidable

Las propiedades que hacen a una fiesta-fiesta, según Jorge Barón Biza. Incluido en Por dentro todo está permitido (Ed. Caja Negra).

Por Jorge Barón Biza.

El secreto de una fiesta está en invertir situaciones: el poderoso queda desarmado de sus protecciones, el pobre se da el lujo de derrochar, la cenicienta se produce como belleza sexy y el ama de casa baila salsa con un compañe­ro veinte años más joven.

El resultado no es la subversión, sino la catarsis. La fiesta establece un desorden limitado que permita reempren­der con una sonrisa la cuesta del lunes. La fiesta es una aspiradora de nuestras energías, un calmante, una válvula de seguridad social.

Otra característica fundamental de la fiesta es la inutili­dad. Todo en ella debe ser inútil. La fiesta verdadera se diferencia de la ceremonia social; tiene que ser «porque sí», y toda la energía y dinero que se invierten en ella de­ben tener olor a plata quemada y esfuerzo tirado por la ventana.

Pero la inversión mantiene todavía un orden, una jerarquía: los dioses cotidianos son destronados por los dioses de la fiesta (Momo, Baco), el organizador conserva autoridad, es el intérprete del estado de ánimo, guionista y escenógrafo, jefe que pone límites en el momento crucial. La fiesta es todavía blanca.

 

Más allá de la inversión de situaciones, está la transgresión, la fiesta negra (noches de brujas, barras bravas, despedidas de soltero), el derroche vacío, sin ideales. Es difícil encontrarle un punto positivo a la tiesta transgresora, pero si reflexionamos vemos que la palabra que la identifica —«reventar»—guarda siempre una pálida esperanza que en el «reviente» está el límite inevitable de lo que somos y germina la esperanza de rehacernos.

En la fiesta la alegría es obligatoria, tan compulsiva como una orden. El resultado es una ceremonia anti-individualista, en la que retornamos por vía del des­borde, a la manada, a una conciencia social primaria. Qui­zá por eso, la fiesta es también refugio de marginados, co­lonizados, inmigrantes, única alegría de los excluidos. La fiesta evita por unas horas la recaída en una realidad que sólo señala derrotas.

La fiesta es un territorio en el que la tecnología tiene todavía un papel secundario. Luces, sonido, sí; pero más allá de eso, la fiesta es impermeable a la ciencia. Las fies­tas que quedan en manos de empresas especialistas son un fracaso. Sirven sólo para encuentros empresariales, protocolos y otras congeladoras. La tecnología no consigue horadar el muro humano, que reserva su calor para las fies­tas-fiestas.

Atacada por los moralistas, despreciada por los eficien­tes, motivo de burla para los defensores del sentido co­mún, quizá la fiesta sea uno de los pocos lugares de resis­tencia que nos quedan frente a esa pesadilla de la razón que es la tecnología.

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