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Prólogos

Rarezas geográficas

Por Olivier Marchon

"Este libro trata de territorios que presentan alguna particularidad": leé la presentación de la novedad de Ediciones Godot.

Por Olivier Marchon. Traducción de Aníbal Díaz Gallinal.

 

Desde siempre me han fascinado los mapas. Además, mi interés real por la historia y una marcada inclinación por el detalle y la anécdota me han llevado a apasionarme por las pequeñas rarezas de la geografía humana que el lector descubrirá en este volumen. Lo que busco es centrar la atención en esos territorios asombrosos y realmente es sorprendente enterarse de que una red de doscientos enclaves constela los dos lados de la frontera de India con Bangladesh o que el monte Athos, en Grecia, es el único territorio de la Unión Europea vedado a las mujeres.

Este libro trata de territorios que presentan alguna particularidad. Son tierras enclavadas dentro de otro país, ciudades prestadas, islas compartidas, tierras sin soberanía, archipiélagos en disputa, regiones con estatutos peculiares o incluso —hasta ahí me he aventurado— países de fantasía.

Justamente son las geografías únicas, las operaciones peculiares, las incoherencias o conflictos propios de estos lugares los que más nos dicen acerca de ellos. La anécdota es a menudo solo la punta de la madeja que hay que seguir para desenredar una historia más compleja y, sobre todo, ¡más amplia! Siguiendo el destino de la ciudad francesa de Saint-Adresse, capital provisional de Bélgica entre 1914 y 1918, llegamos a la Gran Guerra. A través del prisma de la ciudadela de Kowloon, maldito enclave chino en pleno corazón de Hong Kong, a la descolonización británica. Los dominios franceses de Santa Elena nos llevan al Imperio napoleónico y sus consecuencias políticas y también a la geopolítica del petróleo, las relaciones franco-italianas, el nacimiento del nazismo, la resistencia francesa, el colonialismo español y tantos otros aspectos de la historia, ocultos en los relatos de este libro, que, de ese modo, se presenta como una sencilla visita a la casa de la Historia grande. Pero no entrando por la puerta principal, sino por la puerta de atrás, tomando la precaución de mirar los rincones, de levantar las alfombras y de pasar el plumero sobre los armarios.

Si sacáramos una moraleja de todas estas historias, probablemente sería que, más allá de las grandes ideas religiosas, políticas, nacionales —¡qué sé yo!—, que parecen dirigir, gobernar, determinar la formación de los países y de los territorios desde la noche de los tiempos, y que se manifiestan en enfrentamientos militares, civiles o diplomáticos, muchas veces es el pragmatismo y la conveniencia lo que determina el modo como los hombres se reparten el mundo. En este sentido, es ejemplar el caso de la suite 212 del hotel Claridge’s de Londres, declarada territorio yugoslavo durante un día por el gobierno británico. Pura acrobacia jurídica que puede llevar a pensar que todo reparto del mundo no es sino ilusión y artificio —en todos los casos algo muy provisional— y, desde luego, totalmente discutible.

Luego de constatarlo así, algunos se entregaron a sus sueños. Es el caso de Roy Bates, quien no dudó en dejar todo para irse a crear su propio país, Sealand, en una plataforma abandonada frente a la costa inglesa; o Matthew Shiel, quien se proclamó rey de la isla de Redonda, sin pedir permiso a nadie. Pero del egoísmo libertario al cinismo no hay más que un paso, como testimonia el ejemplo de los millonarios hermanos Barclay. En efecto, en pos de sus sueños de libertad e independencia, parecen dispuestos a tomar el poder del pequeño Estado anglonormando de Sark a toda costa, aunque para eso tengan que trastornar la vida de sus habitantes. Este episodio nos recuerda de manera cruel que los países y los territorios que hoy conocemos se han constituido (¿casi?) siempre por la fuerza, por la voluntad de sus primeros señores, maestros o jefes en la guerra.

Felizmente, hay un Max Arbez, que ha pasado por arriba de todas las reglas para fundar su Arbezie en la frontera franco-suiza: “El amor y la libertad, como el chocolate, no tienen fronteras. Estas no son más que obstáculos que todavía impiden a los hombres y a las mujeres amarse, ayudarse, cooperar”. Pero este manifiesto participativo, con su toque de ingenuidad, ¿no es acaso más simpático que ninguna otra proclamación unilateral de soberanía?

 

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