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Prólogos

T.S. Eliot, cien años después de La tierra baldía

Por Pablo Ingberg

La edición bilingüe y conmemorativa de El cuenco de plata para el clásico de T. S. Eliot incluye un perfil del escritor nacido en 1888 a cargo de su traductor: "La intención fue siempre transmitir un amor al poema, mantener viva a la poesía en la transfusión", dice Pablo Ingberg.

 

Por Pablo Ingberg

 

 

 

Thomas Stearns Eliot nació en San Luis, Misuri, a las 7.45 de la mañana del 26 de setiembre de 1888 (el mismo año en que habían nacido ya otros dos futuros grandes poetas del siglo xx: Fernando Pessoa y Giuseppe Ungaretti). Fue un “hijo de la vejez”: la madre, Charlotte, Stearns de soltera, y el padre, Henry Ware Eliot, tenían para entonces cuarenta y cinco años; las cuatro hermanas mayores, entre diecinueve y once, y el único hermano, Henry, nueve. Tres años antes, otra hermana había nacido con malformaciones y murió bastante pronto, motivo de que la alegría por el nuevo hijo se mezclara con angustia, preocupación y atenciones especiales. Nacido, además, con una doble hernia congénita, se vio obligado a usar braguero desde muy pequeño, gran contribución a su timidez, en particular en cuestiones amorosas. La madre escribía versos, aunque supo reconocer, no bien su hijo menor empezó a escribir los suyos, que desde un comienzo iba más lejos que ella. También el padre había incursionado, de joven, en las letras, pero de adulto las abandonó para consagrarse a los negocios: no sólo solventó los calificados estudios de su hijo menor, sino que siguió haciendo aportes a su manutención mientras vivió y aún después mediante la herencia. De todas maneras, sí escribió, apenas un año antes del nacimiento de su benjamín, una historia de la familia Eliot, remontándose al primero en llegar de Gran Bretaña al Nuevo Continente en el siglo XVII y pasando por varios personajes ilustres de la elite de Nueva Inglaterra, motivo de un orgullo de alcurnia también transmitido en herencia. En aquel mismo año había fallecido su propio padre, pastor de la Iglesia unitaria emigrado de Nueva Inglaterra a San Luis, a quien Ralph Waldo Emerson había calificado de “santo del Oeste”. En realidad San Luis, cuarta ciudad de los Estados Unidos en población hacia 1900, industrial y pujante, no estaba, geográfica y políticamente, del todo en el Oeste ni en el Este, ni en el Norte ni en el Sur, en tiempos en que la “conquista del Lejano Oeste” y la Guerra Civil entre norteños y sureños, desde sus orígenes hasta sus secuelas, otorgaban no poca relevancia a esa ubicación. El nombre, St. Louis en inglés, refleja la herencia francesa, mientras que en su estructura social se mezclaban también la inmigración alemana, irlandesa, judía (no muy del agrado de Charlotte, que transmitió cierto escozor antijudío a su descendencia) y una comunidad afroamericana acuñadora del ragtime, música sincopada con profundo influjo en el gusto por el baile y el fino oído musical del futuro poeta. Irlandesa era su niñera, que lo llevaba a veces a la misa católica y discutía con él sobre la existencia de Dios, un mundo espiritual muy distinto del conjunto de reglas morales (palabras suyas) característico del unitarismo familiar. Veamos lo que escribía el padre en una carta de 1914 (sus mayúsculas):

 

No apruebo la instrucción pública en relaciones Sexuales. Cuando enseño a mis hijos a evitar al Diablo, no empiezo por darles una carta de presentación ante él y su multitud. Espero que nunca se descubra una cura para la Sífilis. Es el castigo de Dios a la bajeza. Quítesela y habrá más bajeza, y habrá que emascular a nuestros hijos para mantenerlos limpios.

 

Con tal educación, no es de extrañar que su hijo hernioso encontrase baldío ese terreno. Thomas, cuyo nombre honraba a un tío paterno también pastor unitario, fue sin embargo siempre más afín y cercano a la madre, que había trabajado como maestra, de soltera y en un momento en que los negocios del marido estuvieron en problemas, y llegó a lamentarse ante su hijo de no haber tenido como él la oportunidad de transitar una formación universitaria. El muchacho, en cambio, luego de asistir a una escuela primaria y otra secundaria de entre lo más selecto de su ciudad natal, pasó un año en una escuela preparatoria para Harvard, la Milton Academy de la localidad de Milton, ubicada a unos 15 km de Boston, y luego ingresó en la Universidad de Harvard, cuyo rector era por entonces (de 1869 a 1909, el rectorado más largo de la historia) un miembro de la estirpe: Charles William Eliot. En sus estudios de grado no fue un alumno brillante, pero fue veloz: de 1906 a 1909 completó el bachillerato y comenzó la maestría. Luego de otro año lectivo en Harvard, 1909-10, pasó el siguiente en la parisina Sorbona, con un paso final por Múnich. De regreso en Harvard, estudió tres años para un doctorado en filosofía y en 1914 partió a Europa con una beca para estudiar Aristóteles en el Merton College de Oxford y el proyecto de pasar antes un par de meses en Marburgo, Alemania; pero, a poco de llegar, el estallido de la Gran Guerra lo obligó prácticamente a huir a Inglaterra. Los estudios en Oxford anduvieron muy bien, la beca podía renovarse por un año más y él tenía avanzada la tesis sobre la filosofía de F. H. Bradley y las puertas abiertas hacia un futuro académico en Harvard, para beneplácito de su familia.

Pero para ese entonces ya había aparecido en su vida Ezra Pound, cuyo estímulo y apoyo le dieron el impulso necesario para torcer el rumbo.

Tom, el joven Eliot, había publicado poemas y otros escritos en revistas de instituciones educativas a las que había asistido, pero fuera de allí no había encontrado aceptación, mientras que su amigo y excompañero de Harvard, Conrad Aiken, que había aprendido y tomado mucho más de él que a la inversa, ya en 1914 publicaba un libro con la editorial Macmillan de Nueva York, y continuaría publicando en esa época con otras editoriales a un promedio de uno por año. Desde Oxford, Eliot, que en torno a su incursión parisina había fantaseado con establecerse en París y escribir en francés, le cuenta a su amigo en una carta que, en vez de continuar con la carrera académica, preferiría radicarse en Londres y trabajar en el Museo Británico. En cualquier caso, ya había alcanzado una formación más que notable. Así lo expresa su más reciente biógrafo, Robert Crawford (p. 178): 

Además de leer a Bergson en francés, y luego en inglés, también leyó a Patanjali en el original pali [sic: Patanjali o Patanyali escribió en sánscrito; Eliot leyó en pali, por ejemplo, el “Sermón del fuego” de Buda], las Upanishads en sánscrito, Heráclito en griego, Kant en alemán, Dante en italiano; y, en cuanto a Spinoza, leyó a aquel gran filósofo judío en elegante latín del siglo XVII. Ningún otro poeta importante del siglo XX estaba formado tan a fondo y con tanto ahínco.

Aiken, que había ofrecido incluso a algunas revistas poemas de su amigo sin respuesta favorable, lo manda por entonces a conocer a Pound, otro estadounidense tres años mayor, casado con una inglesa y residente en Londres, cuyos primeros libros de poemas ambos habían leído en Harvard y al joven Tom le habían parecido anticuados, pero que ya estaba muy bien instalado no sólo en Inglaterra, sino en la escena internacional de la literatura en lengua inglesa, con buenas relaciones y contactos a ambos lados del Atlántico, tanto con gente de letras (por ejemplo, era secretario del poeta irlandés W. B. Yeats) como con editoriales, revistas literarias y mecenas de las artes. (A fines de 1913, Pound había contactado a Joyce y ya estaba haciendo publicar en una revista su Retrato del artista adolescente). Eliot lo visitó en Londres el 22 de setiembre de 1914 (pocos días antes de cumplir veintiséis años) y le dio a leer su poema “Canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Pound quedó muy impactado con ese muchacho “modernizado por su propia cuenta” y, en cuanto tuvo una copia, se lo envió para publicación a la directora de la revista Poetry de Chicago, para la cual trabajaba, como “el mejor poema que yo haya visto de un estadounidense”. Allí, no sin antes vencer las resistencias de Harriet Monroe, la directora y también poeta, lograría hacerlo publicar en junio de 1915, después de haberlo incluido a principios del mismo año en una Catholic Anthology (Antología católica), compilada por él mismo.

El efecto profeta Ezra fue poderoso. Joyce, a pesar de todas las dificultades con las que se había encontrado para publicar hasta la aparición de ese deus ex machina (y con las que se encontraría incluso después), nunca dudó de su destino de grandeza. Eliot, en cambio, ya empezaba a flaquear cuando esa aparición en su vida le devolvió la confianza.

Durante su doctorado en Harvard, en 1912, Tom había conocido a Emily Hale, hija de un pastor unitario criada por una tía casada con otro pastor unitario. Compartían entre otras cosas el gusto por el teatro y el baile. Y se enamoró. Cuando se lo hizo saber, ella no se sintió en condiciones de corresponderle, y, aunque no le cerró para siempre las puertas, él, herido en su cohibición, sintió de todas formas algo así. Si embargo, todavía en noviembre de 1914 le pide desde Oxford a Aiken que le haga llegar un ramo de rosas. (En 1930, cuando él volvió a Harvard para dictar la cátedra Charles Eliot Norton –otro nombre de la estirpe–, reanudaron relaciones, pero eso es materia de otro libro). El 31 de diciembre, en otra carta, le cuenta al amigo que ha tenido uno de esos “ataques sexuales nerviosos que sufro cuando estoy solo en una ciudad”. “Estaría mucho mejor, a veces pienso”, continúa unos renglones más adelante, “si me hubiera desecho de mi virginidad y timidez hace varios años: y de hecho todavía pienso a veces que sería bueno hacerlo antes de casarme”.

Poco después, en marzo de 1915, conoce en una fiesta a una inglesa de su misma edad, Vivien Haigh-Wood, que el año anterior había estado a punto de casarse, hasta que la madre le escribió al novio para disuadirlo, alegando problemas mentales de la hija. Ambos frustrados en las perspectivas amorosas, Vivien y Tom, congeniaron bien, compartían inclinaciones artísticas y el gusto por el baile y el remo. Pronto Pound los convenció de casarse: a él, para que así se anclara en Inglaterra, donde residía su futuro literario; a ella, para que salvara al poeta de un regreso a la sepultura académica estadounidense. Sin dar aviso a los padres de ninguno de los dos, para evitar previsibles obstáculos, se casaron el 26 de junio de 1915 en Londres y allí se establecieron. Dos días después, a pedido de Tom, que no sabía cómo darle la noticia al padre, el mentor Ezra Pound le escribe una extensa carta, donde comienza por el tema más sensible: como lo demuestra su propio caso, se puede vivir de las letras, incluso mejor que de la carrera académica. Luego, la poesía: “T. S. E. fue más lejos [que Browning y que él mismo] y empezó con la tarea mucho más difícil de ubicar a sus ‘personae’ en la vida moderna, con el desalentadoramente ‘antipoético’ entorno moderno”. Hay en los Estados Unidos algunos buenos poetas (Frost, Masters), pero “en algunos casos padecen de una cultura deficiente”. “T. S. E. es (como dijo de mí el Spectator hace unos años) ‘esa cosa rara entre los poetas modernos: un erudito’”. Al final de todo, le informa la suma anual que a su juicio debería mandarle al hijo para ayudarlo en los comienzos. Padre y madre pensaron que se trataba de un casamiento “de apuro”; el padre aceptó ayudarlo a pagar el alquiler, pero de mantener a la esposa debía hacerse cargo el propio marido.

Pocos días después de la boda, el recién casado cuenta en una carta que las relaciones no eran fáciles. Se juntan por entonces a cenar con Bertrand Russell, quien lo había conocido en una estancia como profesor visitante en Harvard, se lo había reencontrado en Oxford y se transformaría en su otro mentor inicial, tanto en las relaciones literarias como en lo económico: lo presentaría en las tertulias de la aristócrata “benefactora de las artes” lady Ottoline Morrell, donde iba a conocer, entre otros personajes de la escena cultural, a parte del grupo de Bloomsbury (no a Virginia y Leonard Woolf, quienes lo contactarían un par de años más tarde para publicarle un libro de poemas), y ofrecería a la pareja su departamento londinense como vivienda, para que se ahorraran el alquiler. Russell observó enseguida que el matrimonio no funcionaba bien, y en algún momento posterior, no claramente establecido, se convirtió en amante de Vivien, sin dejar de ser amigo y mentor de él, que seguramente no habrá ignorado la existencia del tercer lado del triángulo.

La familia, muy inquieta con el sorpresivo casamiento, convocó de inmediato a Tom. Debió tomarse el barco solo: por temor al viaje transatlántico en plena guerra y por sus frecuentes enfermedades, entre otros motivos menos declarados, Vivien prefirió no ir. Los padres pusieron al hijo bajo presión para que terminara y defendiera la tesis y emprendiera la carrera académica que Harvard le ofrecía. Vivien lo rescató con un recurso que sería habitual en ella: en un telegrama, se declaró muy enferma.

De urgido regreso, Eliot consiguió trabajo como docente en una escuela de High Wycombe, unos 50 km al oeste de Londres. Allí pasaba los días laborables solo y volvía a reunirse con la esposa los fines de semana. En enero de 1916, se pasó a una escuela de Highgate, barrio del noroeste londinense. El sueldo no alcanzaba nunca para la manutención de la pareja, necesitada y receptora de ayudas varias. Ese año él logró terminar la tesis, la envió y fue bien recibida, pero nunca viajó a defenderla y por lo tanto nunca obtuvo su título de doctor (la tesis se publicaría en 1963). También dio a conocer otros cuatro poemas en revistas, entre ellos el homenaje-imitación a Laforgue con título en francés “Conversation Galante”, escrito en Harvard en 1909 y traducido aquí en este volumen, y uno solo de escritura reciente, “El señor Apollinax”, inspirado en Bertrand Russell. Empezó a dar conferencias y clases nocturnas y a escribir reseñas y artículos para publicaciones de ambos lados del océano que, junto con los poemas, le valdrían pronto una altísima consideración. Hacia fines de 1916, renunció a la escuela con la esperanza de poder vivir de esos trabajos de escritura, pero no dio resultado: en marzo de 1917, gracias a un contacto de la familia de Vivien, ingresó como empleado en el Lloyds Bank, donde permanecería hasta 1925. Nunca dejó, sin embargo, de escribir y trabajar para revistas literarias.

Durante esos años iniciáticos, fueron apareciendo sus primeros libros de poemas y de ensayos; los de poemas, bastante escuetos y con mucho material anterior, porque el tiempo y el espacio mental para la escritura de poesía eran escasos. Prufrock y otras observaciones salió en 1917, con un aporte económico de Pound a escondidas del autor, por la Egoist Press, editorial de la revista londinense The Egoist, en la que Pound tuvo también mucho que ver (allí había hecho publicar por entregas Retrato del artista adolescente) y de cuya directora empezaría a trabajar como asistente ese mismo año el propio Eliot. La edición de quinientos ejemplares se vendió poco y tuvo pocas reseñas, tanto a favor como en contra. Pero le granjeó la atención de mucha gente relevante. Katherine Mansfield, por ejemplo, dijo que “Prufrock” era “por lejos el mejor y más interesante poema moderno”. No mucho después, Leonard y Virginia Woolf lo convocaron a publicar en su editorial, la recientemente creada Hogarth Press, algunos poemas nuevos; el resultado fue Poemas, un folleto con sólo siete, aparecido en 1919 con menor tirada aún que el libro anterior. En 1920 reunió toda su poesía publicada hasta entonces en un volumen titulado, en la edición estadounidense de Knopf, Poemas, y en la inglesa de The Ovid Press, Ara vos prec (Ahora os ruego en provenzal, tomado del mismo pasaje de la Divina comedia citado en La tierra baldía, 427). Hacia fines del mismo año, la editorial londinense Methuen publicó El bosque sagrado, su primera colección de ensayos, mayormente aparecidos antes en revistas y en el suplemento literario del Times; al menos dos de ellos son en particular de gran interés para pensar la poética del propio Eliot en el libro que ya por entonces empezaba a escribir, La tierra baldía: “Tradición y talento individual” y “Hamlet y sus problemas” (donde desarrolla su concepto de “correlato objetivo”).

El naufragio matrimonial constante de esos años y el desgaste por la sobrecarga de trabajo confluyeron con esa especie de diluvio occidental que fue la Gran Guerra. La Oxford donde estudió durante casi un año estaba muy despoblada de jóvenes británicos: los pocos que había hacían ejercicios bélicos; muchos de los que se habían ido ya no volverían. Jean Verdenal, compañero de pensión en París a quien está dedicado Prufrock y otras observaciones, y Alain-Fournier, el autor de El gran Meaulnes, que había sido su profesor particular de francés durante aquella estadía, cayeron en acción, como tantos millones de personas. El cuñado, Maurice Haigh-Woods, estaba entre los que fueron y lograron volver con vida y horrorosos recuerdos. El propio Eliot trató de alistarse para tareas de inteligencia en 1918, después del ingreso de los Estados Unidos en la guerra, pero la burocracia militar frustró el arduo intento. Finalmente, la guerra terminó, pero la proyección de una civilización en progreso permanente, que ya venía en crisis, había estallado en pedazos: era necesario empezar a construir de nuevo con esquirlas y escombros.

Entonces habló el trueno, y juntó fragmentos dislocados entre las ruinas en un posible escorzo de sentidos. A fines de 1921, cuando la “crisis nerviosa” de T. S. Eliot alcanzaba un paroxismo, el Lloyds Bank le concedió tres meses de licencia: La tierra baldía, un proyecto imaginado desde un par de años antes y comenzado en la primera parte de ese mismo año, encontraba un camino a la plasmación definitiva.

 

  

Principios poéticos: encuentro con Laforgue

A los diez años de edad, a principios de 1899, en el invierno boreal, mientras esperaba la llegada de la primavera para empezar lo que sería su escuela secundaria, la Smith Academy, el pequeño Tom “publicó” de manera artesanal varios números del semanario Fireside (Junto al fuego), donde firmaba ya “T. S. Eliot” y desempeñaba absolutamente todas las funciones: director, redactor, diseñador, “impresor”. La revista incluía secciones de chimentos, recetas, minicuentos (con algún rastro de Poe), anuncios publicitarios (tomados mayormente de la prensa), nombres que luego aparecerían en su poesía (Prufrock, mueblero, y Stetson, una conferenciante en un club al que asistía la madre) y otros asuntos más bien disparatados, en vena de atento y placentero lector de Lewis Carroll y de Edward Lear (fallecido en el año en que él nació). Imita incluso poemas de ambos en los primeros versos suyos que se conservan:

 

I thought I saw an elephant

A-riding on a ’bus

I looked again and found

Alas! ’twas only us.

 

Creí ver un elefante

Viajando en un colectivo

Cuando hice un nuevo examen

Éramos nosotros mismos.

 

There was a young lady name of Lu

Who felt so exceedingly blue

She was heard to state

That it was her fate –

And then she began to bu-hu.

 

Una chica llamada Naná

Se sentía tan apená’

Que declaró muy fuerte

Que tal era su suerte...

Y después empezó bua-bua-buá.

 

El primero imita el comienzo de una canción de Silvia y Bruno de Carroll; el segundo, los limericks de Lear. Si bien en este último hay algunas fallas métricas leves, se observa en ambos una cierta familiaridad con el fenómeno poético y un buen oído para el ritmo y las rimas peculiares.

En una entrevista de 1959 con The Paris Review, un septuagenario T. S. Eliot declaraba que alrededor de sus catorce años, inspirado por las Rubaiyat de Omar Jayam en traducción inglesa de Edward Fitzgerald, había empezado a escribir poemas en esa línea, que luego destruyó (su hermano Henry dijo en cambio que había comenzado antes), y que el primero presentable era uno que se había publicado en el Smith Academy Record (en febrero de 1905, a los dieciséis años) y después en The Harvard Advocate, revistas de su secundaria y su universidad, donde publicaría unos pocos más, bien aceptados en su entorno y disponibles hoy entre sus Poemas de juventud y/o en Invenciones de la Liebre de Marzo (publicado post mortem), hasta que se cruzó en su camino un libro donde, poéticamente hablando, se descubriría a sí mismo.

Durante su segundo año en Harvard (1907-8), el joven Tom estudió, entre otras materias, Poesía y prosa francesas. Poco después, en diciembre de 1908, tomó prestado de una biblioteca de Harvard un libro que acababa de ser editado en Nueva York: The Symbolist Movement in Literature (El movimiento simbolista en literatura) del poeta y crítico inglés Arthur Symons. Se trata de un extenso estudio de los simbolistas franceses, en un sentido un poco amplio (la edición ampliada de 1919 sumaría incluso prosistas desde Balzac). Luego de una introducción sobre el simbolismo en general, dedica capítulos de diversa extensión a cada uno de los escritores a quienes considera incluidos. Al final, traduce unos cuantos poemas de Mallarmé y
de Verlaine.

Tras leer ese libro y no encontrar ninguno de Laforgue en las bibliotecas de Harvard, Tom encargó sus Œuvres Complètes (Obras completas), que recibió en la primavera boreal de 1909. Así se refirió años más tarde, en su conferencia “Lo que Dante significa para mí” (recogida luego en el volumen Criticar al crítico), a lo que había implicado en su vida poética aquel descubrimiento:

 

De Jules Laforgue [...] puedo decir que fue el primero que me enseñó cómo hablar, que me enseñó las posibilidades poéticas de mi propio modo de habla. Esas influencias tempranas, las influencias que, por así decirlo, lo presentan por primera vez a uno consigo mismo, se deben, creo, a una impresión que es, en un aspecto, el reconocimiento de un temperamento afín al propio, y, en otro aspecto, el descubrimiento de una forma de expresión que brinda una clave para el descubrimiento de la propia forma. [...] De él [Baudelaire], al igual que de Laforgue, aprendí que el tipo de materiales que yo tenía, el tipo de experiencia que había tenido un adolescente, en una ciudad industrial de Estados Unidos, podía ser materia de poesía; y que la fuente de poesía nueva podría encontrarse en lo que se había considerado hasta entonces como lo imposible, lo estéril, lo insolublemente antipoético.

Jules Laforgue nació en Montevideo en 1860 y murió en París en 1887, es decir, a los apenas veintisiete años, uno antes que naciera Eliot, que al descubrirlo no tenía muchos menos: veinte para veintiuno. Integra, junto con Isidore Ducasse (el otro francés montevideano, más conocido por su seudónimo Conde de Lautréamont) y Tristan Corbière (también Tristan es seudónimo), entre otros, una segunda línea, un coro de ángeles por debajo de la santísima trinidad del simbolismo francés: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé (¿el padre, el hijo y el espíritu santo?). Aquellos tres ángeles caídos comparten la imagen romántica de una vida breve: ninguno llegó a la treintena. Comparten también la actitud corrosiva en sus textos, aunque la ironía, sobre todo en Corbière y Laforgue, apacigüe la violencia.
El más conocido es Lautréamont, acaso gracias a ciertos malentendidos surrealistas, aunque su obra merezca reconocimiento al margen de ese detalle. También Corbière fue convocado por los surrealistas al panteón de sus precursores. Laforgue, por su parte, muy poco traducido al castellano, y más nombrado que leído, debe sus ocasionales menciones a dos poetas que lo invocaron a menudo: Leopoldo Lugones y quien aquí nos ocupa, T. S. Eliot.

Lugones siguió en sus comienzos a Laforgue, pero lo que tomó de él no traspasó la superficie: cierto uso de jergas y tecnicismos, el verso libre rimado y la luna como excusa temática. Lunario sentimental es, en ese sentido, una suerte de extensísima ofrenda. En el prólogo a ese libro, al hacer la defensa del verso libre rimado, Lugones sostiene la innovación de Laforgue, el abandono del metro fijo, pero rechaza toda posibilidad de seguir innovando: a su juicio, abandonar la rima habría significado abandonar la poesía. El tiempo no le dio la razón.

Laforgue es descrito por Symons como un dandy de refinados modales y aspecto sumamente cuidado y estudiado, vestido con un cierto toque inglés, descripción que coincide con la que de Eliot han dado quienes lo conocieron en esa época, y que él parece haberse dedicado a cultivar particularmente a partir del hallazgo. Muchos otros de los comentarios de Symons sobre Laforgue llegarían a ser aplicables también al propio Eliot y a su obra: “prosa y verso... escrupulosamente correctos”, “uso sutil de coloquialismos, jergas, neologismos, términos técnicos”, “verso deliberadamente ambiguo”, “intención irónica”, “parodias”, “terriblemente consciente de la vida cotidiana”, “el desasosiego de la vida moderna”, “juega [...] a una indiferencia desdeñosa”, “el sentimiento se escurre del mundo antes que uno empiece a jugar a la pelota con él” (imagen evocada en “Prufrock”), “No se permitirá a sí mismo, en ningún momento, el lujo de dejar caer la máscara”, “uno se da cuenta de [...] cuánto sufrimiento y desesperación, y resignación ante lo que es, después de todo, inevitable, están ocultos bajo ese disfraz, y también por qué ese disfraz es posible”, “fue toda su vida un hombre agonizante, y su obra tiene la evasividad fatal de quienes no se atreven a recordar la única cosa que son incapaces de olvidar”.

La transformación que se produjo en la poesía juvenil de Eliot a partir de ese descubrimiento es tan notoria que salta a simple vista, si se hace una lectura en orden cronológico de los poemas que publicó en las revistas de la Smith Academy y de Harvard. Del tono sombrío y los metros fijos y el reducido mundo de las flores marchitas, a veces con un dejo de distancia irónica algo forzada, va pasando a una ironía más abierta y por momentos jocosa, y sobre todo a un bagaje de recursos más amplio y a un universo completamente distinto, en verso algo más suelto. Todavía en los primeros poemas que escribió bajo la influencia más directa de Laforgue no se ha apropiado del todo de ese nuevo universo: abundan los títeres, el teatro como espectáculo más que como recurso poético en sí, la luna, los mandarines, elementos todos que no perdurarían en su propia poética. Lo fundamental y perdurable que encontró en la poesía de Laforgue fue una vía expresiva, distinta tanto de los hábitos vigentes en la poesía de habla inglesa como de la lírica confesional, para transmutar la experiencia (un todo de vida práctica, lectura, pensamiento y escritura) mediante la proyección dramática, esto es, a través de “personajes” y “escenas” narradas y/o dialogadas. A eso se agregaba el uso de materiales no convencionalmente poéticos (coloquialismos, vulgarismos, chabacanerías, tecnicismos) y un modo más sutil de la ironía (autoironía incluida, por supuesto). También la sintaxis y la puntuación de Eliot, hasta ese momento más o menos convencionales, acusan el inmediato impacto de los usos bastante estrambóticos de Laforgue: comillas, rayas, paréntesis y signos de interrogación y exclamación que irrumpen a cada instante en medio de los versos. Otro tanto hay que decir de la versificación, que flexibiliza medidas y rimas, produciendo versos de extensión irregular con rimas sin esquema fijo.

Sobre este aspecto de la versificación, en un artículo de 1917 titulado “Reflexiones sobre el verso libre”, donde se diría que defiende en estilo “impersonal” su propia poética en poemas que ya estaba dando a conocer, afirma:

 

“[E]l verso más interesante que se ha escrito hasta ahora en nuestra lengua se ha hecho tomando una forma muy simple, como el pentámetro yámbico, y apartándose de ella, o sin tomar ninguna forma y aproximándose constantemente a una muy simple. Ese contraste entre fijeza y mudanza, esa inadvertida evasión de la monotonía, es la vida misma del verso. [...] la división entre verso conservador y verso libre no existe, pues sólo hay verso bueno, verso malo y caos.

 

En su propio caso, la inmensa novedad que aportó a la versificación en lengua inglesa es un verso libre que, lejos de ser un caos, es un constante juego de ligeras variaciones sobre metros tradicionales; en otras palabras, nunca deja de haber una especie de fantasma de metro fijo detrás de sus aparentes libertades, por lo demás siempre muy afinadas, gracias a lo que Crawford atinadamente califica de “oído absoluto”.

No deja de ser curioso, dicho sea de paso, que un poeta estadounidense necesitara un precursor francés para descubrir el verso libre, cuando tenía en su propio país el ejemplo descomunal de Walt Whitman. Que, previsiblemente, no le resultaba en absoluto desconocido, como puede verse en las lilas y sobre todo en el zorzal ermitaño que le toma en préstamo en La tierra baldía... sin reconocerlo en las notas. Será tal vez porque hay en Whitman una heterodoxia plebeya difícil de digerir para la aristocracia y las cortes del esnobismo burgués. A Laforgue, por el contrario, eso no lo afectó: su traducción de varios poemas de Whitman se publicó en 1886, y no hubo más porque lo impidió la muerte.

En ensayos y entrevistas, Eliot recordó a menudo la importancia que había tenido para la definición de su propia personalidad poética el descubrimiento de los “simbolistas menores”, refiriéndose en particular a Laforgue y también a Corbière, a quien llegó a través del Verlaine encontrado en Symons. De su deuda para con Corbière dejó además constancia al tomarle un verso del poema “Épitaphe” (“Epitafio”) para titular un poema suyo: “Mélange adultère de tout” (“Mezcla adúltera de todo”, 1919). El testimonio no se queda en la cita textual de un verso, sino que todo ese poema es una suerte de versión del original de Corbière, abreviada y adaptada a su propia experiencia, y destinada a revelar una cierta “hermandad del espíritu”. Al otro le debía más y lo mostró con más poemas de título francés: “Nocturne”, “Humouresque (a partir de J. Laforgue)”, “Spleen” (palabra inglesa resignificada en Francia). El capítulo de Symons sobre Laforgue incluye en francés (sin traducción) el poema “Autre complaint de Lord Pierrot”. Eliot lo siguió de cerca en “Conversation Galante”, escrito en noviembre de 1909 y publicado en 1916 en la revista Poetry de Chicago y en 1917 en el libro Prufrock y otras observaciones. Ambos poemas, el homenajeado y el que lo homenajea, dejan traslucir dificultades de relación con las mujeres. El yo poético protagónico, varón, adopta una pose de distanciamiento irónico, que puede interpretarse como fundada en un sentimiento de superioridad, pero en última instancia revela lo contrario: debilidad, inseguridad. Algo similar, acaso más complejo, se verá en “Prufrock” y en la colección de escenas de amor fallido que pueblan La tierra baldía.

 

 

El camino propio: Prufrock

Laforgue le había dado una máscara para encontrar las caras que se encuentran; para “impersonalizarse”, ironizar, ironizarse bajo esa máscara. Le había enseñado a flexibilizar el verso, siempre con un oído atento a los metros tradicionales, pero con el otro orientado a la búsqueda asociada de una musicalidad personal, atenta a su vez no sólo a los distintos registros de la lengua escrita a lo largo del tiempo, sino también a las jergas y a las distintas voces de la lengua hablada. Le había servido de ilustración sobre otras maneras en que un poeta puede apropiarse de lo que han hecho sus predecesores, dándole un nuevo sentido propio (no imitar, sino robar y transformar), y sobre formas en que la lengua elevada y las citas de obras clásicas pueden convivir con la blasfemia y las expresiones barriobajeras. Junto con Baudelaire, le había mostrado que se podía hacer poesía con el humo amarillo de las fábricas de su San Luis natal y con lo que observaba (observaciones sería parte del título del libro Prufrock...) en los barrios pobres y sórdidos de Boston, por los que le gustaba ir solo a caminar mientras estudiaba en Harvard, al igual que con sus experiencias en reuniones sociales de pretensiones cultas durante ese mismo período (reflejadas también en otro poema de ese entonces, “Retrato de una dama”). Le había enseñado, en suma, a modernizarse por cuenta propia; lo había ayudado a descubrir su propio camino, ese que ya estaba en su interior pero no había sabido encontrar todavía. Y como estaba destinado a ser un “poeta mayor”, iba a llegar por esa vía más lejos que su maestro.

Se le abrieron entonces las compuertas de la escritura y empezaron a fluir los poemas. A mediados de 1909, durante las habituales vacaciones familiares de verano en Gloucester, sobre la costa atlántica de Massachusetts, se compró una libreta de setenta y dos páginas rayadas, en la primera de las cuales anotó Inventions of the March Hare (Invenciones de la Liebre de Marzo). Pronto comenzaría a escribir en esas páginas poemas como “Conversation Galante”, y también a partir del año siguiente algunos otros “obscenos”, en un principio para darse corte entre compañeros de Harvard, sobre todo los menos literarios; el primero en esa vena se titulaba “The Triumph of Bullshit” (“El triunfo de la bosta/de las boludeces”), en lo que significó el debut de la palabra bullshit en la poesía. Por ese entonces iniciaba la escritura de la “Canción de amor de J. Alfred Prufrock”, un poema más extenso, continuado a fines de la estancia en París y terminado durante la visita posterior a Múnich, a mediados de 1911, poco antes de cumplir veintitrés años (téngase esto presente al leer en el poema mismo las referencias del yo poético narrador protagonista a la calvicie y la vejez).

Este nuevo poema marca ya la joven madurez poética de su autor, y uno de los grandes hitos de toda su trayectoria. Laforgue no ha
desaparecido, pero ya no tiene un papel preponderante: está absorbido, digerido, transmutado, apropiado. El alumno está llegando más lejos que el maestro. Ya no imita, roba. Y da forma a una colección personal: a materiales tomados de su hermano mayor francés, se suman otros de Kipling (la parte “canción de amor” del título), Bergson (a cuyas clases acababa de asistir en la Sorbona), Homero, el Eclesiastés y otros pasajes del Antiguo Testamento y los Evangelios, Marvell, Hesíodo, Shakespeare, Carlyle, Donne, Chaucer, Nerval, Dante (en el epígrafe y en el final). Una unión de elementos distantes, como es en otro plano la metáfora. Alusiones que podemos reconocer o no, algunas más notorias (Eclesiastés, Hamlet), otras más secretas o elusivas. Si él mismo las hubiera explicitado en notas, se hablaría mucho más al respecto. Pero no lo hizo, y eso ayuda a que no nos distraigamos del poema en sí.

De otras posibles fuentes de aprendizaje hay listas vastas y variadas. Voy a centrarme en una de esas fuentes posibles que sólo he visto
mencionada por Pound en aquella carta a Eliot padre en defensa de la radicación inglesa del hijo: el poeta alejandrino Teócrito. En la era helenística, posterior a la expansión griega conducida por el macedonio Alejandro Magno y a su temprano fallecimiento, hubo nuevos desarrollos culturales con epicentro principal en Alejandría (ciudad fundada por el propio Alejandro), por lo que también se la conoce como época alejandrina. En complemento contrastivo con las epopeyas monumentales de la lejana Antigüedad, surgieron formas herederas más breves, en particular el epýllion, epilio, diminutivo de épos, es decir, “pequeña epopeya”. También, aunque no se suela adscribirlos a la línea épica, los Idilios de Teócrito, recordados sobre todo por los de ambiente pastoril, gracias a la recreación de Virgilio en sus Bucólicas o Églogas (otro discípulo que superó al maestro), aunque hay otros de ambiente urbano, etc. Los idilios, etimológicamente algo así como “observaciones”, son, como el epilio y, en escala mayor, la epopeya, poemas de cierta extensión, con alguna forma de narrativa, personajes, escenas dramáticas, diálogos, monólogos, ocasionales pasajes líricos. Algo así es la “Canción de amor de J. Alfred Prufrock”, una especie de pastoral urbana de linaje épico. Ahora bien, como señala Pound en un pasaje de la misma carta citado más arriba, Eliot fue más lejos que predecesores suyos en esa línea al colocar a sus personae (“máscaras”, de donde, por metonimia, “personajes”) en la vida moderna, en el antipoético ambiente moderno. Y no se trata tan sólo de una cuestión temática o locativa, sino también estructural: en ese mundo moderno donde las certezas estallan en pedazos, también las formas artísticas, en consonancia, se resquebrajan y rearman de maneras nuevas, menos monolíticas, más desconcertantes, más incómodas, más demandantes para la lectura. En esta canción de amor que no es canción ni de amor, las relaciones amorosas siguen siendo un terreno de difícil tránsito; hasta se diría, en este caso, de difícil acceso. Y todo concluirá en la proyección de una muerte por agua.

 

 

El mito que faltaba: Ulises en La tierra baldía 

En una carta de setiembre de 1914, T. S. E. le escribe a su amigo Aiken que no ha hecho nada bueno desde “J.A.P.” (“Prufrock”).
A mediados de 1916, le escribe a su hermano Henry que teme que “JAP” haya sido su “canto del cisne”, es decir, su último poema de valor. Tres años más tarde, en noviembre de 1919, le cuenta en una carta a John Quinn que tiene un poema en mente, en lo que se supone la primera mención de lo que iba a ser La tierra baldía. En otra carta de setiembre de 1920, en este caso a la madre, vuelve a hacer referencia a un poema que tiene en mente, para el que precisaría un tiempo de tranquilidad. Por último, en una carta de abril de 1921 a otro amigo, el escritor, traductor y mecenas Sidney Schiff, habla de un poema que ya está escribiendo, pero que no quiere todavía mostrar porque requiere mucha revisión y más escritura. La tierra baldía ya estaba en marcha.

Veamos un resumen de la historia de la composición según la reconstruye Lawrence Rainey en su edición anotada.

Las dos primeras partes las escribió en los primeros meses de 1921 y las pasó en limpio en mayo. A principios de ese mes, había recibido una copia a máquina del episodio “Circe” del Ulises de Joyce, que le causó una profunda impresión, y, en esa vena, lo impulsó a agregar un nuevo comienzo para la parte I, una escena bostoniana que finalmente desaparecería por intervención de Pound.

Del 10 de junio al 20 de agosto, recibió una esperada visita familiar: la madre, la hermana mayor y el hermano, que antes de irse le dejó de regalo una nueva máquina de escribir, clave para establecer estas fechas. Durante ese período, escribió aproximadamente la primera mitad de la parte III, que empezaba con un largo pasaje a imitación de Pope, también suprimido luego por sugerencia
de Pound.

Por indicación de un “especialista en nervios” contactado a través de la esposa, solicita y le otorgan en el Lloyds Bank una licencia de tres meses. El 12 de octubre se encuentra con Pound, de breve visita en Londres, y el 15 parte con Vivien a Margate, ciudad de playas sobre el Mar del Norte, unos 120 km al este de la capital inglesa. Ella se vuelve a fin de mes y él se queda doce días más. Allí escribió el resto de la parte III (incluyendo “En la Arena de Margate...”, v. 300). También escribió un pasaje sobre Londres destinado a esa parte III, pero luego descartado por consejo de Pound, y un par de poemas independientes, porque empezaba a preocuparle que esa extensa composición en proceso no fuera lo bastante voluminosa para conformar un libro. De vuelta en Londres por seis días, empezó a pasar a máquina lo escrito en Margate.

El 19 de noviembre partió a París con Vivien, que se quedaría en Francia mientras él seguía viaje a Lausana, ciudad de la Suiza francesa a orillas del lago Lemán (“Junto a las aguas del Lemán me senté a llorar...”, v. 182). Allí se hospedó en una pensión desde el 22 de noviembre al 2 de enero del siguiente año, 1922, mientras se atendía con el psiquiatra Roger Vittoz. Durante ese período, escribió una parte IV de noventa y dos versos, luego reducidos a diez por consejo de Pound, y la parte V, además de algún otro pasaje que no sobreviviría al tamiz del mismo revisor.

De regreso en París, le muestra el extenso poema a su compinche, quien le pide que pase a máquina los manuscritos de las partes IV y V. Eliot cumple allí mismo, con la máquina del otro. Este tacha los comienzos narrativos de las partes I a IV, además de hacer otras numerosas intervenciones menos abarcadoras, y le sugiere escribir un nuevo comienzo de la parte III, cosa que Eliot empieza a hacer de puño y letra al otro lado de la hoja donde estaba el comienzo anterior.

Después regresa a Londres para reanudar su trabajo en el Lloyds Bank, y desde allí intercambia algunas cartas con Pound por cuestiones puntuales. También Vivien hizo sus aportes, entre ellos el agregado de un par de versos y el pedido de supresión de algún otro.

Tras varios meses de gestiones de Eliot, Pound y Quinn, La tierra baldía aparecería publicada, en octubre de 1922, en el número inaugural de la revista inglesa The Criterion, dirigida por el propio Eliot; en noviembre, en la revista estadounidense The Dial, dirigida por un antiguo amigo suyo de Milton, Harvard y Oxford, Scofield Thayer, la que además le otorgaría ese mismo mes su premio anual, y por fin, en diciembre, por la editorial neoyorquina Boni and Liveright en forma de libro, de tamaño relativamente pequeño y con letra grande, interlineado amplio y el agregado de notas para alcanzar las 64 páginas. La edición inglesa debió esperar un tiempo más: salió por la Hogarth Press del matrimonio Woolf en setiembre de 1923. La edición estadounidense, con el viento a favor del premio Dial, recibió más reseñas y logró mayores ventas: llegaría a los 5.000 ejemplares. La inglesa, de 443 ejemplares, tardó un año y medio en agotarse.

El libro de Jessie L. Weston, que, según el propio Eliot en el inicio de sus notas, le sugirió el “plan” de este poema, se publicó en 1920: muy probablemente llegó a su conocimiento a través de la detallada reseña aparecida en el Times Literary Supplement el 27 de mayo de ese año. Por lo tanto, si en noviembre del año anterior, 1919, ya lo tenía en mente, como le anuncia a Quinn, entonces el presunto “plan” preexistía a la aparición del libro que lo habría inspirado, si es que, después de ver las inmensas transformaciones por las que pasó el texto a partir de la intervención de Pound, se puede hablar de un diseño previo plasmado tal cual con posterioridad en la escritura. ¿Qué estímulo o estímulos anteriores a Weston había habido, entonces?

El Ulises de Joyce –otro autor que, como Baudelaire, hacía gran literatura con las sordideces del mundo cotidiano– vio la luz en forma de libro en febrero de 1922, cuando Eliot ya había escrito La tierra baldía y sólo estaba dándole los toques finales en la revisión. Pero trece de sus episodios y parte del decimocuarto habían aparecido en The Little Review de Chicago entre marzo de 1918 y diciembre de 1920, cuando la publicación por entregas debió interrumpirse debido a problemas legales por “inmoralidad”, y cuatro de esos episodios también habían salido en The Egoist de Londres entre julio y diciembre de 1919, cuando cesó de existir esta revista. Revistas ambas con las que Eliot tenía relación y donde también publicaba; en la segunda, además, intervino en la aparición de aquellos episodios como asistente de la directora. Admiraba a Joyce incluso desde antes, pero el Ulises, que iba conociendo a medida que se escribía y publicaba, elevó la vara más aún. Intercambiaban correspondencia, más práctica que íntima, y, desde que Joyce se mudó a París en 1920, se encontraban cuando iba Eliot, más por iniciativa suya que del otro. No es claro que la admiración haya sido del todo recíproca, o como mínimo que haya sido simétrica: Eliot declaró la suya a los cuatro vientos; de Joyce, nunca explícito en sus pensamientos sobre autores contemporáneos, hay que buscar bastante más para encontrar valoraciones. En una carta de 1925 a Harriet Weaver, su mecenas y exdirectora de The Egoist, hace una breve parodia del comienzo de La tierra baldía. Cierta vez, conversando con el joven irlandés Arthur Power, le dijo: “La tierra baldía es la expresión de este tiempo en que estamos tratando de quitarnos de encima el peso acumulado de las épocas que sofocaba el pensamiento original”. Y hay al menos diecisiete alusiones a La tierra baldía en Finnegans Wake.

Veamos lo que más importa aquí de aquel efecto Ulises en palabras del propio Eliot. A pedido de Joyce, escribió una reseña, publicada en noviembre de 1923 en The Dial con el título “Ulises, orden y mito”, donde sostiene: 

[...] el uso paralelo de la Odisea por parte de Joyce [...] tiene la importancia de un descubrimiento científico. [...]

Al usar el mito, al manipular un continuo paralelo entre contemporaneidad y antigüedad, el señor Joyce sigue un método que otros deben seguir a partir de él. No serán imitadores, más de lo que es tal el científico que usa los descubrimientos de un Einstein al seguir sus propias investigaciones independientes, adicionales. Es simplemente un modo de controlar, de ordenar, de dar una forma y un significado al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea. [...] En vez del método narrativo, ahora podemos usar el método mítico. Es [...] un paso en dirección a hacer posible para el arte el mundo moderno [...]. Y sólo quienes hayan conquistado su propia disciplina en secreto y sin ayuda [...] pueden ser de alguna utilidad en el fomento de este avance.

Describiendo el Ulises, Eliot describe también, implícitamente, La tierra baldía y explica por qué, desde su punto de vista, no es un imitador. Uno es influido por algo que va en una dirección adonde quiere ir, diría él. Ulises le había aportado el “método”, el mito abarcador como referencia de fondo y efecto estructurante y totalizante; también la diversidad de estilos como herramienta para la confluencia en mosaico de épocas, geografías, inquietudes diversas. Pero todo eso ya estaba en ciernes en “Prufrock”: Ulises revivió al cisne para que volviera a cantar. Y Weston iba a aportar el mito necesario.

La “tierra baldía” es el territorio del Rey Pescador, quien, herido en la zona inguinal, ha quedado impotente y ha contagiado a sus tierras esa esterilidad, hasta que un héroe cumpla ciertos requisitos y cure a la vez al Rey y al suelo. Ese mito, que Weston, siguiendo a James George Frazer en La rama dorada, relaciona con los antiguos ritos de fertilidad, quedó asociado en cierto punto con el ciclo legendario del rey Arturo y sus caballeros, narrado en numerosos “romances” (libros de caballería en verso o en prosa). Un ciclo que a Eliot le era muy familiar. Ya en su segundo año lectivo en la Smith Academy (1899-1900) había tenido como lectura un libro sobre las leyendas del rey Arturo. Y también allí, en 1904, en un libro de Composición y retórica para escuelas, había encontrado, como uno de los temas sugeridos para escribir, “La leyenda del Santo Grial”, y bibliografía acorde como Idilios del rey (conjunto de doce poemas narrativo-dramáticos sobre Arturo y compañía) de Alfred Tennyson y Muerte de Arturo de Thomas Malory; libro que, leído a los once o doce años en una edición infantil, según recordaría en 1934, había sido y tal vez seguía siendo su favorito. A esta lista incompleta podría sumarse la ópera de Richard Wagner Tristán e Isolda, que él había visto y escuchado varias veces en distintos lugares: Tristán es también caballero de Arturo.

Las posibles conexiones son innumerables. No quisiera omitir al menos dos un tanto desatendidas: una más “temática”, otra más “formal”.

La primera es el griego alejandrino Constantinos Cavafis, otro inmenso poeta de la época que, a su propio modo, traía a la actualidad la literatura y los mitos (dos caras de una misma moneda) de la Grecia antigua. Lo dio a conocer en inglés el novelista y ensayista E. M. Forster, en un artículo con algunos poemas y fragmentos traducidos por
G. Valassopoulo, publicado en abril de 1919 en la revista londinense The Athenaeum, donde también colaboraba T. S. Eliot. Quien, a su vez, en 1924 publicaría en su revista The Criterion el poema “Ítaca” de Cavafis, en traducción del mismo Valassopoulo.

La otra es el polaco-francés Guillaume Apollinaire, cuyo Alcoholes, aparecido en 1913, había abierto puertas poéticas al cubismo. No me refiero a los Caligramas de 1916, en particular los visuales, sino a poemas como su quizá más famoso, “Zona”, que bien podría considerarse una pastoral urbana, construida a modo de fragmentos e imágenes superpuestas, acumulativas. Eliot, que estaba muy al corriente de lo que se escribía tanto en inglés como en francés, no lo menciona, pero tampoco menciona a Whitman, y hay huellas concretas de que lo había leído. Sí menciona, en una “Carta londinense” aparecida en The Dial en agosto de 1921 (cuando ya estaba en plena composición de La tierra baldía), el cubismo pictórico: sus troceadas angulosidades irregulares no son una licencia, sino una tentativa de establecer un orden. Como con Laforgue, también en el caso de Apollinaire el “ladrón” va más lejos que el “robado”, pero es difícil no imaginar cierto impacto cubista en la yuxtaposición o acumulación fragmentaria de tiempos, lugares, escenas, idiomas, registros de lengua, estilos, formas de versificación en el poema de T. S. Eliot. De una manera más sofisticada, lo dice él mismo en “Los poetas metafísicos”, ensayo dado a conocer en ese entonces, el 20.10.1921, en el Times Literary Supplement:

Cuando la mente de un poeta está perfectamente equipada para su trabajo, está amalgamando constantemente experiencias dispares; la experiencia del hombre común es caótica, irregular, fragmentaria. Este último se enamora, o lee a Spinoza, y esas dos experiencias no tienen nada que ver una con otra, o con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la cocina; en la mente del poeta, estas experiencias están formando siempre nuevas totalidades.

En el canto XI de la Odisea, por instrucciones de la hechicera Circe, Odiseo visita el Hades para que el difunto adivino Tiresias le indique la manera de volver a su tierra, Ítaca. A imitación (“robo”) de ese canto homérico, en el libro VI de la Eneida, Eneas, por instrucciones de la Sibila de Cumas, visita el mundo de los muertos para pasar por una experiencia iniciática en su arribo a tierras donde sembrará la semilla de la futura Roma. Dante, que en la Divina comedia elige a Virgilio como guía del descenso al infierno y el ascenso por el purgatorio, dio allí estatura definitiva a un cambio del campo de batalla épico, que venía dándose en obras medievales: del cuerpo al alma; de los enemigos de carne y hueso a los enemigos espirituales. En La tierra baldía, una épica moderna estallada en pedazos, el recorrido es menos claro, pero algo de eso hay. Dante le pone su propio nombre al personaje protagónico de su epopeya espiritual; Eliot disfraza al suyo con distintas máscaras y hace desde allí distintas voces, tal como sugería el primer título pensado para el poema, tomado de Dickens: Hace la policía con distintas voces. La primera alusión de su poema a la Divina comedia (coincidente, como observara Pound, con una de Joyce en el episodio “Hades” del Ulises) es una visión de la muchedumbre que llega todos los días a la City de Londres para trabajar, asimilada a una multitud de muertos en el Infierno
(vv. 60-6); la última, en este caso una cita textual, remite a una persona (un poeta) que está purgando sus pecados en un fuego purificador del Purgatorio (v. 427). No hay Paraíso. En esta tierra baldía multitudinaria no hay héroe capaz de curar la esterilidad. Hay una peregrinación desde el infierno de los muertos vivos hasta un purgatorio con final en plegaria; una plegaria hinduista (“Shanti shanti shanti”, v. 433), para evidenciar una tierra baldía poliédrica, no sólo occidental y cristiana. Y en ese recorrido, desde un comienzo desolado a un final más religioso, se intercalan visiones de mal amor: incomunicación angustiosa, malos nervios, aborto afeador de gente pobre con demasiados hijos, sexo mecánico entre gente “baja”, adulterio en altas esferas. No es que en sus poemas anteriores al matrimonio hubiera buen amor: era siempre algo sumamente complicado, rayano en lo irrealizable. Ahora, en cambio, puede haber realización, y es más bien repugnante. Buda, invocado desde el título de la parte III, postula algo distinto: el desapego de las pasiones. San Agustín, invocado al final de esa misma parte, habla del pecado carnal como eso mismo, un pecado, repugnante en todo caso desde un punto de vista religioso, pero no en lo carnal: no desconoce el placer; lo cual, precisamente, hace mucho mayor el esfuerzo necesario para el ascetismo. San Agustín es católico; en Eliot, pese a su rechazo del unitarismo familiar y sus intentos de acercamiento al budismo, persiste la impronta puritana.

Las notas, agregadas para sumar páginas y alcanzar el formato libro, contribuyeron al impacto público de La tierra baldía, tal como contribuyó al impacto del Ulises el detallado esquema de la novela que Joyce envió a quienes se encargarían de difundirlo: su traductor al italiano, Carlo Linati, y el autor de un estudio, Stuart Gilbert. Eliot se declaró alguna vez arrepentido de aquellas notas, que en verdad han llevado, y continuarán llevándonos, a distraer un poco, o a veces mucho, la atención del poema en sí. Pero lo cierto es que nunca las retiró de ediciones posteriores, y, en cierto modo, son parte del poema, un satélite del planeta baldío.

Concluyamos con algunas expresiones del propio T. S. Eliot –tomadas de su página oficial– sobre el poema; que, por supuesto, no debemos tomar necesariamente al pie de la letra, sino como ilustración contrapuntística de lo que otras personas habían dicho:

La Guerra me lisió como a todo el mundo; pero a mí en especial porque era algo de lo que yo no estaba ni francamente dentro ni francamente fuera; sin embargo, La tierra baldía podría haber sido exactamente igual sin la Guerra (carta a E. M. Forster, 1929).

Supongo que yo estaba simplemente descargando un refunfuño contra la vida mientras pasaba el tiempo en un sanatorio suizo; pero, al parecer, quise decir algo con eso (a Thomas McGreevy, 1931).

[C]uando escribí un poema llamado La tierra baldía, algunos de los críticos más aprobatorios dijeron que yo había expresado “la desilusión de una generación”, lo que es un disparate. Tal vez haya expresado para ellos su propia ilusión de estar desilusionados, pero eso no formaba parte de mis intenciones (“Pensamientos a partir
de Lambeth”, 1931).

Varios críticos me han hecho el honor de interpretar el poema en términos de crítica del mundo contemporáneo; lo han considerado, de hecho, una importante crítica social. Para mí fue sólo del alivio de una queja personal y totalmente insignificante contra la vida; es sólo un gruñido rítmico... (extractos de conferencias 1932-3).

[N]o hay nostalgia de los adornos del pasado, hasta donde yo alcanzo a ver, ni ilusión de que el mundo pueda haber sido alguna vez un lugar más placentero para vivir que ahora (a Paul Elmer More, 1934).

 

Podríamos pensar La tierra baldía en términos similares a los que aplica el propio Eliot a Hamlet: un material que excedía las posibilidades del personaje y del autor para un manejo artístico cabal, surgido en un período de crisis; y, de allí, una obra de arte no del todo consumada; pero que, agrego yo, como Hamlet, es lo más importante de su autor y de su tiempo, pese (¿o gracias?) a sus imperfecciones. Por suerte para Eliot y para nosotros, allí estaba il miglior fabbro Ezra Pound para hacer, como el loco Jerónimo, que todo encajara.

 

 

Esta edición

Toda visión de Eliot y La tierra baldía es un recorte; incluso un recorte en un momento determinado, pasible de variaciones con el paso del tiempo. Y los recortes pueden ser –son en general, incluso cuando se contradicen– complementarios. Mientras más recortes veamos, más amplio será nuestro panorama. Algo similar ocurre con las traducciones. Parafraseando a Lacan, no existe la traducción, existen traducciones. Cada cual hace la suya según sus propios criterios, que cree los mejores; de lo contrario, aplicaría otros. Por supuesto, desempeña un papel igualmente decisivo la capacidad para plasmar esos criterios en los resultados: incluso personas con criterios similares arriban a resultados diversos. También las traducciones son complementarias. Cada una será mejor o peor para quien la lea según sus propios puntos de vista, conscientes o no, sobre los criterios de quien la hizo y sobre la forma en que logra plasmarlos. Cada una tendrá algo suyo propio de interés para mostrar. Mientras más traducciones de un mismo original leamos, más amplio será nuestro panorama del original correspondiente. En ese sentido, La tierra baldía ofrece un caso bastante privilegiado: en la bibliografía se verá una lista, acaso no exhaustiva (alguna puede haber escapado a mi registro), de veinticinco traducciones completas (con esta, serían veintiséis) y cuatro parciales. Por mi parte, conozco las tres cuartas partes de ese total. No las he leído todas enteras en detalle, porque a menudo una buena muestra nos permite captar los criterios y decidir si, en función de eso, nos interesa avanzar y ahondar, y mis lecturas más minuciosas tuvieron lugar hace más de treinta años con las primeras que habían ido llegando a mis manos, en este orden: la de Ángel Flores, la de José María Valverde y la de Alberto Girri. Mis opiniones al respecto, por lo tanto, no son el fruto de una investigación académica, sino de una lectura poética.

Algo que siempre eché en falta, en mayor o menor medida, en todas las que leí, más allá de otros aciertos o desaciertos, es la musicalidad que desde un principio alcanzaba a percibir en el original, percepción corroborada por innumerables manifestaciones de hablantes nativos con oído aguzado para la poesía. Dos de las últimas frases sobre este aspecto que aparecieron en mi camino son estas del biógrafo Crawford, la segunda ya citada antes en parte: “Como la mayoría de las personas a quienes les importa la poesía de Eliot, yo me enamoré de la música inextirpablemente insinuante de sus versos”; “Eliot tenía oído absoluto cuando se trataba de la música de las palabras”. Como está dicho más arriba, en el “verso libre” de La tierra baldía se entremezclan metros fijos y ligeras variaciones sobre esos metros; además, aquí y allá hay rimas, sólo en algún pasaje breve con esquemas regulares. Se aplica muy bien al caso esta descripción de G. S. Fraser en un pequeño tratado de métrica inglesa: “el buen verso libre es el verso libre que no tiene una medida regular pero parece siempre al borde de tener una medida regular”. A la vez, es necesario no perder de vista (ni de oído) en ningún momento que, en palabras del poeta inglés Stephen Spender en su autobiografía, a partir de sus experiencias complementarias de leerlo y oírlo conversar: “a pesar de su intensidad, el verso de la poesía de Eliot es relajado y natural. Es cercano a una conversación hecha con ritmo”. Allí radica el mayor desafío, quizá, de traducir este poema: en lograr un verso que fluya con cierta naturalidad cercana a la conversación –aun dentro su diversidad de registros de lengua­– en ritmos sostenidos a partir de variaciones sobre metros fijos con ocasionales rimas. Y, por supuesto, sin forzar sentidos para lograrlo.

Es claro que esas facetas de la musicalidad no eran para Eliot accidentes ni adornos, sino elementos constitutivos absolutamente
esenciales de su poética, muy celebrados por sus lectores en lengua original. Por lo tanto, desde mi punto de vista, una traducción
desatenta o poco atenta a esas cuestiones deja algo sin traducir. No ha llegado a mis manos la traducción de Luis Sanz Irles, de quien sí he leído algunas declaraciones donde se manifiesta afín a lo expuesto aquí: que, a diferencia de lo que se había hecho antes, prestó atención a ritmos y rimas; de qué modo lo ha hecho, no he tenido ocasión de comprobarlo. He tenido, en cambio, la fortuna de escuchar en su propia voz y presencia, y luego leer, la traducción de Hernán Bravo Varela, que está en prensa casi en simultáneo con la mía. En mi experiencia de lectura, la primera con criterios similares a los expuestos en el párrafo anterior, más allá de las numerosas diferencias de matiz entre nuestras traducciones: en las decisiones y elecciones personales a nivel de detalle, en las esperables divergencias de vocabulario y fraseo entre un mexicano y un argentino, en sus libertades algo mayores para ajustarse un poco más a los metros y también en parte en las rimas, que él hace asonantes y yo a veces asonantes y a veces consonantes (las asonantes son algo menos notorias a la vista y el oído, sobre todo cuando no siguen un esquema regular, pero ofrecen muchas más alternativas y, por lo tanto, más posibilidades para seguir bien de cerca el original).

Otra cosa que en general he echado en falta en las traducciones es lo que Antoine Berman llamaba “respeto de la trama lingüística del texto”, la que se construye mediante las reiteraciones de palabras, a mayor o menor distancia entre sí. Hay quienes directamente no prestan atención o no atribuyen relevancia a esa trama, y hay quienes privilegian alguna pequeña variación de matices semánticos o un diverso efecto métrico o rítmico por encima de las repeticiones. Por mi parte, como Berman, entiendo que esas repeticiones son un recurso constructivo clave, afín al concepto de leitmotiv en la música de Wagner, y procuro respetarlas al máximo en la traducción.

La traducción o no de los nombres propios es siempre una cuestión compleja, porque en algún lugar hay que trazar un límite, y ese lugar tiende a ser materia opinable. Difícilmente alguien discuta que “Jerusalem Athens Alexandria / Vienna London” (vv. 374-5) son en castellano “Jerusalén Atenas Alejandría / Viena Londres”; o que Thames es el Támesis (vv. 176 y 183-4). Entonces, si London es Londres, el London Bridge será el puente de Londres, porque cualquier otra alternativa produciría un engendro absurdo. Los nombres de reyes y santos tradicionalmente se traducen. La reina Elizabeth
(v. 279) es en castellano la reina Isabel (Isabel I). Pero ¿qué hacemos si designan una calle, como Queen Victoria Street (v. 268)? En mi caso, como traduje Bridge, puente, también traduzco Street, calle, aunque ahí entramos en materia más opinable, porque en inglés jamás se dice ni escribe el nombre de una calle sin incluir la palabra Street (u otra del género), mientras que en castellano lo más común es omitir la palabra calle. En cuanto al nombre en sí de la calle, si vamos a mandar una carta (especie en extinción) a Londres, ese nombre va en inglés, por ende no lo traduzco; otra materia opinable. Saint Mary (v. 67) es Santa María, el nombre de la Virgen, que no viene del inglés y por lo tanto no correspondería dejarlo en inglés en un texto castellano. Pero es el nombre de una iglesia: ¿será el mismo caso que el nombre de una calle? Materia opinable. Yo preferí traducirlo. ¿Y Magnus Martyr
(v. 264)? Dos palabras que el inglés toma tal cual del latín, la segunda de origen griego, Magno Mártir en castellano. Se refiere a la iglesia de Saint Magnus Martyr, según su nombre inglés, pero con omisión
de Saint. En esto se ve de todo un poco; José Luis Palomares, por ejemplo, traduce “San Magnus Mártir”, es decir, repone el Saint elidido por el autor y además lo traduce, como traduce también “Mártir”, pero extrañamente deja sin traducir “Magnus”. Los nombres griegos y latinos pasan por histórica regla al inglés con su forma latina, salvo algunas excepciones, y al castellano con la forma en que fueron derivando del latín al castellano: Mylae y Tereus, formas latinas de sendos nombres griegos, pasan al inglés así, mientras que al castellano pasan como Milas y Tereo; Philomel es una de las excepciones en inglés, porque la forma latina del nombre griego sería Philomela, de donde llega al castellano como Filomela. A ese respecto, como en tantos otros, en las traducciones de La tierra baldía se ve de todo un poco.

Una característica de la poesía de Eliot, y muy en particular de este poema, es la variedad de registros de lengua, donde conviven lo elevado y lo vulgar, el arcaísmo (thou pluckest, vv. 309-10) y el término popular recién acuñado (demobbed, v. 139). Algunas traducciones procuran corresponder a esas variedades, otras no tanto. Entre estas últimas se cuenta la de Alberto Girri, que también se desentiende de cuestiones rítmicas, o bien convierte las variedades rítmicas del original en una especie de disritmia un tanto monocorde, que en su propia poesía funciona bien, pero es ajena a la de Eliot. Algo parecido sucede con la diversidad de registros, como puede comprobarse especialmente en la sección final de la parte II, donde en un pub una mujer le cuenta a otra una conversación que tuvo con una tercera. En el original, la mujer habla en cockney, especie de dialecto de la clase trabajadora londinense. En la traducción de Girri, habla a grandes rasgos en el mismo registro de lengua utilizado en el resto del poema.

Ese pasaje en lengua coloquial de clase obrera, tomado de una charla referida a T. S. Eliot y su esposa por la empleada doméstica, fue el que terminó de inclinar la balanza para que me decidiera por utilizar en mi traducción el voseo argentino y de otras regiones de nuestra lengua, y acto seguido fue el argumento para que El cuenco de plata aceptara mi decisión. Ya habían adoptado una similar el colombiano Jaime Tello y el argentino Walter Cassara, ambos sólo en ese pasaje. Por mi parte, preferí trasladar la decisión al poema entero. En primer lugar, porque en el original ese pasaje no está en un inglés de otro país que el resto del poema, sino en una variedad de lengua del mismo país; en Colombia puede entenderse algo similar, porque el voseo se emplea en algunas regiones y no en otras, pero la variedad argentina, más allá de las subvariedades regionales, es uniforme a este respecto. A su vez, el empleo generalizado de las formas de trato argentinas para la segunda persona me permitió corresponder al arcaico thou del original, una forma de trato a la segunda persona del singular que sólo sobrevive en textos religiosos y literarios. Eliot lo utiliza cuando cita una traducción inglesa de las Confesiones de San Agustín (vv. 309-10) y también –aunque por tratarse de un imperativo no se explicita el pronombre­– cuando cita a Edmund Spenser (vv. 176 y 183-4). En esos casos, acudí al tuteo, un arcaísmo en regiones donde esa forma de trato se fue remplazando desde hace entre dos y tres siglos por el voseo de confianza. Por lo demás, habiendo traducciones hechas en España, México, Colombia, Chile, Perú, ¿no es un aporte complementario básico de una traducción argentina el empleo de su propia variedad en las formas de trato a la segunda persona?

En cuanto a peculiaridades de puntuación, dice Eliot en una carta del 19.07.1922 a John Quinn: “Sólo espero que no permitan a los impresores estropear la puntuación y el espaciado, ya que eso es muy importante para el sentido”. Las ediciones inglesas han alterado un poco el espaciado y algún detalle de la puntuación, uno en particular que no implica modificaciones semánticas: el remplazo de las comillas dobles por simples, de uso hoy común para los diálogos. En ese sentido, tanto en el texto original como en las equivalencias de la traducción, seguí la línea de Lawrence Rainey, que repone el espaciado y la puntuación de la edición príncipe de Boni and Liveright, revisada y elogiada por el propio Eliot. Algunas traducciones contravienen aquel deseo del autor, agregando alguna puntuación en lugares donde él había elegido no poner.

A las notas de T. S. Eliot, sumé una buena cantidad de notas propias, basadas en años de investigación, de lecturas y también de
traducciones, que constituyen una forma privilegiada de lectura. La brújula estuvo orientada, siempre, al igual que en este prólogo, menos a las interpretaciones servidas en bandeja que al aporte de herramientas para la lectura de quienes sientan inclinación a valerse de ese apoyo.

Ha habido distintas formas de presentar las notas propias: al pie del poema, entremezcladas con las del autor o por separado a continuación de estas últimas. Preferí la tercera alternativa por una
cuestión de jerarquías: lo esencial es el poema en sí, libre de todo elemento distractivo, como en el original; luego, vienen las notas del autor, y, por último, las del traductor. Cada persona que lea es libre de elegir hasta qué página avanza. Entiendo lo incómodo de tener que saltar páginas adelante y atrás para ir de un verso a una nota del autor y de allí a otra del traductor o viceversa. Pero el protagonista es el poema; las notas del autor son secundarias y las del traductor terciarias, y están para ayudar a quien quiera esa ayuda, no para empastar la vista unánime de todo el público lector. Durante el último proceso de este trabajo, el poeta, ensayista, traductor y amigo Alejandro Bekes me dijo un día: La tierra baldía es un poema para estudiar, más que para leer. Y es cierto, en su medida y armoniosamente. Quien lo estudie, un día lo leerá de cabo a rabo con menor desconcierto del que suele asaltar sobre todo en experiencias primerizas. Pero el poema se publicó primero en dos revistas sin las notas del autor, por lo demás bastante escuetas, y produjo desconciertos enriquecedores. No hay que temer arrojarse a ese vacío, porque más temprano que tarde uno descubre que vacío no está.

Para acompañar el planteo del recorrido poético de Eliot desde sus inicios hasta La tierra baldía desarrollado en las páginas precedentes, va incluida mi traducción de los poemas tomados como eje: el primero de Laforgue que Eliot conoció (“Otra endecha de lord Pierrot”), el que escribió luego él a modo de imitación-homenaje (“Conversation Galante”) y el primer hito de su camino propio (“Canción de amor de J. Alfred Prufrock”). 

Me permití no incordiar a quien lea este prólogo con el tedio de las referencias bibliográficas correspondientes a todas las citas; sólo di algunas de obras que no figuran en la bibliografía citada en las notas y pueden ser difíciles de rastrear. Las demás, a quienes de veras les interesen, no les será tan complicado encontrarlas (Internet puede obrar maravillas). Mucho de lo esbozado aquí se amplía en las notas con focalización localizada y referencias bibliográficas.

Todas las traducciones (del inglés, el francés, el italiano, el latín, el griego antiguo, el sánscrito y, con alguna ayuda lejana, el alemán) de textos citados en el prólogo y en las notas son mías, salvo las tomadas de libros traducidos, según constan en la bibliografía citada,
y unas pocas hechas generosamente a mi pedido por Alejandro Bekes y Nicolás Gelormini, según se explicita in situ.

Dediqué mucho tiempo a este libro a lo largo de unos treinta y cinco años, sobre todo en la primera década y en los últimos meses del proceso, y sigue siendo una obra en construcción (work in progress), tanto en la traducción como en el aparato satelital: si le dedicara más tiempo, seguiría descubriendo detalles, retocando, modificando, ampliando. Como bien dijo Borges, el concepto de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio. En este caso, también al vencimiento de los plazos: el centenario se cumple en un momento determinado, inmodificable, y hay que honrarlo. Pido disculpas por todo exceso o defecto en que, en opinión de cualquier persona de bien, haya incurrido aquí en el prólogo, en la traducción o en las notas: la intención fue siempre transmitir un amor al poema, mantener viva a la poesía en la transfusión.

 

 

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