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Ficcion

Tres luces

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Van las primeras páginas de Tres luces, a modo de vuelta de prueba de un bólido del que no te vas a querer bajar.

Por Claire Keegan.


Un domingo temprano, después de la primera misa en Clonegal, mi padre, en lugar de llevarme a casa, se interna en Wexford, en dirección a la costa, que es de donde viene la familia de mi madre. Es un día caluroso, soleado, con tramos de sombra y verdor, súbita luz en el camino. Atravesamos el pueblo de Shillelagh, donde mi padre perdió nuestra Shorthorn colorada a las cartas, y continuamos más allá del mercado de Carnew, donde el hombre que ganó la ternera la vendió poco después. Mi padre arroja el sombrero en el asiento del acompañante, baja la ventanilla y fuma. Yo me deshago las trenzas y me recuesto en el asiento trasero, mirando por la ventanilla de atrás. De a ratos hay un cielo límpido y celeste. De a ratos el cielo queda marcado por la tiza de las nubes, pero mayormente es una mezcla embriagadora de cielo y árboles rayados por los cables de la ESB, a través de los cuales, de vez en cuando, se precipitan bandadas marrones y pequeñas de pájaros que desaparecen.

Me pregunto cómo será ese lugar de los Kinsella. Veo a una mujer alta, parada ante mí, que me hace beber la leche todavía caliente recién ordeñada. Veo a otra, una versión menos probable de ella en delantal, vertiendo la mezcla de los panqueques en una sartén, preguntándome si voy a querer otro, de la manera en que a veces lo hace mi madre cuando está de buen humor. El hombre será alto como ella. Me llevará al pueblo en el tractor y me comprará limonada y papitas fritas. O me hará limpiar los cobertizos, recoger piedras y arrancar yuyos y acederas en los campos. Lo veo sacando de su bolsillo lo que espero sea una moneda de cincuenta peniques, pero que resulta ser un pañuelo. Me pregunto si viven en una granja vieja o en un bungalow nuevo, si tendrán una letrina afuera o un baño adentro de la casa con inodoro y agua corriente. Me imagino a mí misma acostada en un dormitorio oscuro, con otras niñas, diciendo cosas que no repetiremos cuando llegue la mañana.

Una eternidad, parece, transcurre antes de que el auto reduzca la velocidad y doble por una senda asfaltada y estrecha, luego un estremecimiento cuando las ruedas golpean sobre las barras de metal de un guardaganado. A cada lado, hay espesos cercos de setos recortados en escuadra. Al final de la senda hay una casa larga y blanca con árboles cuyas ramas se arrastran por el suelo.

–Pa –digo–, los árboles.

–¿Qué pasa con los árboles?

–Están enfermos –digo.

–Son sauces llorones –dice y se aclara la garganta.

En el patio, los brillantes cristales de las altas ventanas reflejan nuestra llegada. Me veo a mí misma mirando desde el asiento de atrás, salvaje como hija de gitano, con mi cabello todo suelto, pero mi padre, al volante, se ve exactamente como mi padre. Un gran sabueso suelto, con el pelo sucio por la sombra de los árboles, deja escapar algunos ladridos carrasposos y poco entusiastas, luego se sienta sobre el escalón y mira hacia la puerta, por donde salió el hombre. Él tiene un cuerpo cuadrado, como el de los hombres que mis hermanas a veces dibujan, pero las cejas blancas, para combinar con el pelo. No se parece a los de la familia de mi madre, que son todos altos, con brazos largos, y me pregunto si no hemos llegado a la casa equivocada.

–Dan –dice y se pone tenso–, ¿cómo estás?

–John –dice Pa.

Se quedan mirando el patio por un instante y enseguida empiezan a hablar de la lluvia: de lo poco que llueve, de lo mucho que los campos necesitan lluvia, de cómo el cura de Kilmuckridge rezó por lluvia esa misma mañana, de cómo nunca antes se vio verano como ese. Hay una pausa en la que mi padre escupe y luego la conversación gira al precio del ganado, a la Comunidad Económica Europea, la acumulación de manteca, el costo de la cal y del desinfectante para ovejas. Esa manera que tienen los hombres de no hablar es algo a lo que estoy acostumbrada: les gusta patear el pasto con el taco de la bota para arrancar un terrón de turba, golpear el techo del auto antes de que arranque, escupir, sentarse con las piernas bien abiertas, como si no les importase.

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