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Alquimia

Por Vera Giaconi

"En esos momentos, mamá estaba en su mundo, era la alquimista, la creadora, la científica loca. Sólo cada tanto volvía al mundo que compartíamos para asegurarse de que no me acercara a ella, de que no entrara en contacto con eso que ella sabía manejar tan bien pero que era tóxico, casi un veneno en algunos casos".

Por Vera Giaconi. Foto de Walter Sangroni.

 

Mamá se recibió de profesora de dibujo en Uruguay. Y por un tiempo dio clases en colegios secundarios y en la Universidad. Un tiempo brevísimo pero que ella recuerda con anécdotas muy vívidas.

Cuando yo nací, ella misma era una nena de veinticuatro años. Pero aquellas eran épocas de procesos veloces, y a los veinticinco, mamá ya era toda una mujer con una hija y un marido, los tres recién exiliados y buscando suerte en la Argentina más oscura. Nunca volvieron, aunque fantasearon con hacerlo algunas veces. Y mamá tampoco volvió a dar clases de dibujo, ni a ejercer ese primer título, porque a ella, como a tantos otros, los militares en Uruguay le destruyeron todos sus certificados de estudio, las constancias, el diploma, todo. Una vez acá, y después de muchos intentos fallidos por reunir esos papeles para poder continuar ejerciendo una profesión que amaba, decidió cambiar la estrategia. No se daría por vencida, pero debía buscar una nueva forma de recuperar su trabajo en la docencia, su relación con el arte.

Podía empezar de cero la misma carrera. Anotarse en la facultad y repetir todo el recorrido para terminar recibiéndose por segunda vez de lo mismo. Pero se dio cuenta de que esa idea le resultaba insoportable. Y de que hacerlo, en un punto, era aceptar una gran injusticia. Tampoco su enojo ni su curiosidad tan joven y demandante iban a resistir ese loop. Se despidió entonces de ese primer amor y se anotó en el profesorado de cerámica. No era lo mismo, pero estaba lo suficientemente cerca como para darle un nuevo comienzo sin desaprovechar todo lo aprendido antes.

Fueron años de estudiar de noche, los fines de semana a la mañana, en cualquier rato libre. Mi hermano y yo llegamos a verla en la Escuela de Cerámica, trabajando en los gigantescos hornos, amasando la arcilla junto a sus compañeros, corriendo de un lado al otro con nosotros, con sus compras de materiales, con sus entregas de trabajos prácticos.

No volvió a dar clases de dibujo, nunca. Tampoco dibujaba demasiado. Aunque cuando lo hacía, daban ganas de que se quedara ahí un rato, pensando más, experimentando un poco, alejándose de los ejercicios y trazos limpísimos de la estudiante y docente que había sido. Mi hermano y yo nos convertimos, de alguna forma, en un par de privilegiados que cuando nos sentábamos con nuestros lápices y cuadernos a jugar a dibujar, teníamos a esta persona que nos rondaba y que cuando lo creía conveniente nos acercaba alguna idea, un par de correcciones, una guía, algunas nociones básicas como perspectiva y sombra, como forma y fondo. Y nos llevaba a los museos y nos ayudaba a mirar lo que teníamos enfrente. O se quedaba un paso atrás observándonos.

El dibujo, entre ella y nosotros era también un juego, y una manera efectiva de matar el tiempo en las salas de espera, en los viajes en micro, en las tardes sin televisión. Incluso fue el lugar donde nos refugiamos los tres en un gran proyecto cuando se enfermó papá y después, cuando hubo que pensar en fabricar un regalo para festejar su recuperación.

De todos esos juegos, mi favorito era “el mamarracho”.

El mamarracho tenía reglas sencillas. Mamá dibujaba cualquier cosa en una hoja de papel y mi hermano o yo debíamos darle forma completando las líneas, convirtiendo la deformidad en sentido, encontrando el dibujo escondido en ese garabato como se descubren las formas en las nubes. Pero también había que respetar el mamarracho original. No se podía ignorar ninguna línea, lo que más que una restricción, terminaba siendo un permiso que muchas veces nos llevaba a dibujar imágenes que eran mucho más explosivas y fantasiosas, donde un bigote podía estar conversando con un fitito, donde una silla una silla usaba anteojos de lectura o donde una princesa estaba inclinada lavando su vestido en una fuente.

Cuando más tarde mamá se recibió de profesora de cerámica y abrió su propio taller, yo la rondaba con curiosidad y fascinación. La mujer elegante y fresca, de maneras delicadas y que atendía el teléfono con la amabilidad de una azafata, en ese lugar se volvía un poco salvaje. Me gustaba no hacer mucho ruido para que ella pudiera olvidarse de que yo estaba ahí, para que no se sintiera observada, y de a poco disfrutar su transformación en “la loca”, así le decía yo después, y ella se moría de risa. Mamá amasaba la arcilla por horas hasta sacarle todas las burbujas para que las piezas no estallaran en el horno, y fabricaba sus propios esmaltes. Los estantes de su taller estaban llenos de frasquitos de yogur y de mermelada que ella volvía a etiquetar con palabras como óxido, hierro, sulfato. Y cada sustancia tenía su color y su textura, su brillo y su espesor, aunque yo ya había entendido que, una vez mezcladas y puestas sobre la arcilla, volverían a cambiar, y que la magia no estaría terminada hasta que hubieran sido sometidas al calor del horno. Y a mis preguntas, su respuesta era siempre “no sé”. Que es una de mis respuestas preferidas cuando se está haciendo una pregunta acerca de las posibilidades, porque abre el espectro al infinito.

“¿Qué pasa si mezclas este con este?”, podía preguntar yo, señalando dos frascos al azar. “No sé”, respondía ella, “hay que probarlo”. Su mesa estaba llena de rectangulitos de cerámica donde ya había probado muchas, muchísimas combinaciones y donde del otro lado estaban anotados minuciosamente los elementos que había combinado y en qué proporción. “Es que cada uno reacciona diferente, y cada pequeño cambio puede modificar esa reacción”.

Yo quería rojos puros, como el de la témpera que usaba en la escuela. Azules planos, blancos, amarillos. Pero nada de todo eso se le podía dictar a los ingredientes de mamá. Sólo se podía mezclar y esperar. Y en general los resultados eran grises que brillaban como la superficie de una nave espacial, rojos terrosos, verdes fosforescentes como el agua de una laguna. Mi imaginación no supo nada de colores hasta que se puso en contacto con esas combinaciones de comportamiento tan caprichoso.

La veía cubrirse la cara con un barbijo, ponerse un delantal para proteger su ropa, calzarse los guantes gruesos y pararse frente a su nueva pieza para rociarla o pintarla con aquellas mezclas misteriosas y me provocaba una sensación muy parecida a la que sentí alguna vez cuando vi a uno de mis gatos pisar por primera vez el césped, caminar por el jardín como si con cada paso estuviera recuperando una porción de su lado salvaje. En esos momentos, mamá estaba en su mundo, era la alquimista, la creadora, la científica loca. Sólo cada tanto volvía al mundo que compartíamos para asegurarse de que no me acercara a ella, de que no entrara en contacto con eso que ella sabía manejar tan bien pero que era tóxico, casi un veneno en algunos casos.

Mamá no volvió a dibujar en papel, salvo para bocetar algunas de sus piezas. Creo que su enojo por aquella injusticia original jamás se disipó y que dibujar se la recuerda, pero sigue viviendo entre frascos rotulados con etiquetas de alquimista. Ya no la espío, pero sé que cuando llega el momento, con una pieza recién terminada, vuelve a usar su traje de animalito salvaje y que transforma, cada vez con más control, las sustancias de sus frasquitos para convertirlas en azules poderosos, en rosados eléctricos, en blancos metálicos. Y la recuerdo, calma y paciente, garabateando una hoja que me extendería diciendo “tu mamarracho”, sabiendo que con eso me mantendría entretenida un buen rato hasta que yo le diera forma a lo que no era nada, y me doy cuenta de que, durante mucho, mucho tiempo fue, también, una alquimista de mis humores, una loca de barbijo y delantal que sabía qué sustancias misteriosas mezclar para lograr en mí un cierto resultado.

 

 

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