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¡Viva el resentimiento!

Por Diego Zúñiga

"¿Cómo no vamos a querer salir a quemarlo todo?", se preguntó el escritor chileno en su manifiesto del Festival Filba, y hace un recorrido de Lemebel a Mark Fisher por el sentimiento "más marxista" de todos.

 

Por Diego Zúñiga. Foto Alejandro Guyot (gentileza Museo Malba). 

 

 

 

Hoy les quiero hablar del resentimiento, del resentimiento social para ser más precisos: defenderlo, explicarlo y volver a defenderlo si es necesario. El resentimiento como una forma de mirar el mundo, una suerte de marco teórico, una guía para enfrentar la vida en todas sus dimensiones. Porque al final siempre se trata un poco de eso, ¿no?: uno baja la guardia y la vida te aplasta y te vuelve a poner en tu lugar. Quiero decir: uno baja la guardia y al lado se te sienta un muchachito sonriente que nació en el lugar indicado, en la familia correcta, rodeado de privilegios, y no te das ni cuenta y ya está instalado, probablemente dándote órdenes o haciéndote saber que el lugar de origen —en un país como Chile, al menos— lo determina todo, o casi todo: tu futuro, tu vida, lo que vas a hacer y, sobre todo, lo que no vas a poder hacer. 

Mark Fisher decía que el resentimiento es un afecto mucho más marxista que los celos o la envidia. “La diferencia entre resentir la clase dominante y envidiarla —decía Fisher– es que los celos implican un deseo por volverte la clase dominante, mientras que el resentimiento sugiere una furia hacia su posesión de recursos y privilegios”.

El resentimiento implica, sobre todo, memoria. Ya lo sabía, por ejemplo, Pedro Lemebel, a quien no le perdonaban, en la década de los noventa, en plena transición, que escribiera una y otra vez sobre la dictadura, sobre los pactos de silencio y sobre cómo una buena parte de la clase política que luchó por acabar con esa misma dictadura se terminó acomodando, sin asco, mientras Pinochet y sus amigos seguían ahí, sin ser juzgados. En Lemebel, el resentimiento era una estrategia política, el impulso necesario para movilizarse y mantenerse alerta, la fuerza innegable que él convertiría en una suma de textos brillantes, necesarios, urgentes, insolentes. 

No les puedo explicar cuánto hemos extrañado a Lemebel en estos tiempos de revuelta chilena, cuando a tantos se les cayeron las máscaras y han sacado a relucir un clasismo que se tenía bien guardado: escritores, artistas, críticos, filósofos. Tanta gente progresista que no pudo esconder sus miedos de clase, ahí, criticando a los extremos, igualando el fascismo con cualquier opción que buscara remover los cimientos de un sistema que no da tregua. 

El problema no es dónde nacieron ustedes, cuicos, pijos, chetos, fresas, gomelos, sino qué hacen con ese origen. El problema es que se quieren pasar de listos casi siempre y entonces hablan de meritocracia, que llegaron ahí por sus propios méritos, cuando todos sabemos que empezaron a jugar el partido mucho antes de entrar a la cancha. No se pasen de listos. No sean pendejos. En Chile algunos empezaron a ver temblar un poco sus privilegios y se les salió el patrón que llevan dentro, el dueño de la hacienda. Por eso no se puede bajar la guardia.

Pero quiero volver a Lemebel y quiero convocar también al sociólogo francés Didier Eribon, que escribió sobre todos estos temas en un libro extraordinario titulado Regreso a Reims, donde decide enfrentar el tema de la vergüenza social. Eribon escribe: “Cada uno de nosotros lleva en sí la marca del lugar donde nació, del «lugar» que le corresponde o le correspondió anteriormente, pero que sigue siempre presente en todas las situaciones que puedan vivirse a continuación, a pesar de los cambios y las experiencias que se atraviesan. El tránsfuga es tal vez, de un modo u otro, alguien que ha huido, pero también alguien que no logra jamás escapar del todo, porque el mundo en que se encuentra le recuerda a cada instante que el mundo del que viene era diferente”.

Uno no puede escapar del origen, uno no quiere escapar del origen, entonces nos aferramos al resentimiento, que tiene que ver con un cierto deseo de justicia o, al menos, con un repudio inevitable ante lo injusto. 

Didier Eribon descubre todo esto cuando ingresa a un campo cultural parisino en el que todos parecen estar preocupados por los grandes temas que afectan al mundo, pero donde nadie se da cuenta que se les sale la cuestión de clase hasta por los poros. Ocurre allá, ocurre acá seguramente y también ocurre, cómo no, en la literatura, donde se supone que lo que debiera primar es el talento y la calidad, pero donde sabemos —¿lo sabemos, cierto?— que eso, muchas veces, no es suficiente para que un libro llegue a donde podría llegar. 

Recuerdo una feria del libro, con un escritor centroamericano, hablando sobre los fantasmas y las familias, o sobre recuerdos familiares o fantasmas familiares, algo así. Recuerdo que su historia familiar era impecable, imposible de no convertir en literatura: un abuelo que había sobrevivido a un campo de concentración y que luego devino boxeador en Centroamérica, un bisabuelo que había pertenecido al imperio austrohúngaro, una abuela amiga de un zar, en fin, la historia del siglo XX resumida en su árbol genealógico. Cuando me tocó hablar tuve que reconocer que de mi árbol genealógico no sé nada o casi nada porque está lleno de vacíos, de ramas cortadas, porque mi bisabuelo abandonó a mi abuelo entonces lo crió un señor cuyo nombre nadie recuerda, y los padres de mi madre crecieron en una salitrera, bajo el alero de unos tíos que no eran tíos y etc., etc., etc.: un árbol imposible de reconstruir, demasiados espacios vacíos como para dedicarles un libro: “La clase media es un problema si se quiere escribir literatura latinoamericana”, decía un amigo. Y creo que sigue teniendo razón. Quizá habría que escribir en contra de esa literatura de los abuelos —esos abuelos de los que usufructuaron todo lo que pudieron hasta que ya no quedó otra que escribir en contra de ellos y de sus fortunas hechas de forma bastante dudosa—, escribir en contra de la literatura de los padres y de los árboles genealógicos y en contra de esos escritores trepas, expertos en autopromocionarse, que tanto han logrado con tan pero tan poco. 

Y encumbrar hacia lo más algo un elogio del resentimiento, como lo hizo hace un poco más de un año María Moreno, en una columna extraordinaria en la que decía: “El resentido —palabra en la que se puede escuchar también un sentido que no se clausura, que no cesa de corregirse— es aquel que se niega a recorrer del todo el pasaje a la zona de los privilegiados, el que no concede en recibirse de ser uno de ellos (…). El resentido no es el Gardel que se mimetiza con su smoking, ni el Monzón que se hace amigo de Delón, sí el Maradona que la embarra porque en la zapatilla más cara tiene la huella de Fiorito”.

Un elogio del resentimiento es también un elogio de la literatura plebeya que escribió Pedro Lemebel y que escribe hoy María Moreno, la mejor de todas, a la que le debemos tanto y que, curiosamente, por ejemplo, ya que estamos en esto, es una escritora que no tiene, hasta ahora, sorprendentemente ninguno de sus libros traducido a otro idioma, por ejemplo, ella, María Moreno, la mejor de todas, ningún libro en otro idioma mientras una lista interminable de cuicos, pijos, chetos, fresas, gomelos que jamás van a escribir una página que se acerque a la obra de María Moreno, andan por el mundo hablando de sus novelas y sus obras. 

¿Cómo no vamos a querer salir a quemarlo todo?

 

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