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"Glissant reclama para todos el derecho a la opacidad"

Sobre Poética de la relación

"En este libro de ensayos, la créolisation se presenta como el mestizaje sin límites, cuyos elementos están multiplicados y cuyas resultantes son imprevisibles". El prólogo que escribió Manuel Rebón para el libro de Edouard Glissant publicado por la Universidad Nacional de Quilmes.

Por Manuel Rebón.

 

Una de las primeras crónicas posteriores a su fallecimiento titulaba, el 4 de febrero de 2011, “Édouard Glissant ha pasado a traducción” aludiendo a uno de los principios de una religión new age que propone que la gente no muere, sino que se traduce. Cuando propusimos editar y traducir parte de la obra ensayística del poeta y pensador antillano (por primera vez en la Argentina y una de las pocas ocasiones al idioma castellano) se resquebrajó aquella necesidad de que esa traducción –que debía proceder con una lógica cuidadosa, paciente, que limpie el terreno, lo roture (qui défriche, al decir de Glissant)–, vislumbrara o profetizara la enorme dificultad de encontrar una raíz, una escritura precedente.

Si se reivindicaba un leguaje apropiado apelando a una revisión, a una traducción de la lengua que hablamos, la lengua que fuimos forzados a habitar (doblemente forzados en el caso de los territorios colonizados), debimos comprender que esa traducción, decisiva, ya contenía una imposibilidad o, cuanto menos, una impotencia. Como bien lo sugería Glissant, la lengua no se contenta con describir el entorno (porque el entorno es incierto, amenazado, acosado en su existencia por los que se oponen a él, lo dominan o lo derrotan), sino que debe inmediatamente constituirse en el entorno, es decir, nacer con él, iluminar los progresos de su creencia, señalar la progresiva conciencia de una existencia común.

Entonces se trata de una traducción que refracta la situación del Ser, que es parte de una nación cuya existencia no está entonces reconocida ni por los nativos mismos ni mucho menos por aquellos que los cuestionan. Por ello, revis ar la lengua también consiste en construir la nación (o una nación, un dije de los muchos que tiene aquella gargantilla que es el Caribe –nombre autóctono–, que en algún momento fue todo español o, mejor dicho, castellano). Pero que una traducción se plantee antes que las lenguas que deben componerla ¿no es acaso un desafío? Que una traducción sea intencional, es decir, que fije un propósito, evidentemente también da lugar a numerosos inconvenientes. 

Porque es insensato obligar a la verdad, a la saveur d´un pays (Glissant, 2009a) a una totalización de la expresión, a una traducción exacta que borra los sabores, que contrae y esclerosa, que desnaturaliza los frutos de la tierra, los hace estériles como resultado de aquel proyecto humanista demasiado mecánico, carente de espontaneidad. Y es insensato porque esta esterilidad es empujada por el flujo de una historia hasta ayer desconocida pero que, a medida que se da a conocer, fertiliza un torrente de posibles insospechados, de nuevas esperanzas.

Es en la medida en que dudamos antes del acto decisivo de traducir, en la medida en que empujamos ese derecho a una expresión común, que la impotencia nos obliga a razonar en las ramas, allí donde tuvimos el desarraigo. Al traumatismo del desgarro le corresponde el traumatismo antihumanista de la liberación. Los estados civiles, colonizados, procuran (o consienten) no reemplazar jamás el nombre que les fue elegido. Reencontrar su raíz es un acto dramático, que no puede ser sin dolor porque se enfrentan a su propia sociedad corrompida que se esfuerza por mantener un pueblo sin referencia. Toda poética es una investigación de la referencia. La referencia es solo cuando aquellos a quienes les importa están marcados sin excepción por su pasado. Una traducción intencional postula la referencia y se compromete también a no delimitarla.

Nuestra obsesión por el pasado no quiere ser esclarecedora. Nuestra debilidad por el presente nos parece a veces como una frágil preservación de las comunidades por venir. En el desgarro de la matriz es donde empieza a supurar el olvido, la memoria sin raíz, que comienza una y otra vez, como un mar que debemos cruzar:

L´etre dessouché de ses vies, la mer blanche jour aprés jour imposible mais toujours lá. Mer a traverser, entre le réel et le souvenir. Un peuple en proie au vertige d´oubli [El ser arrancado de sus vidas, día tras día el mar blanco, imposible pero siempre allí. Mar a atravesar, entre la realidad y el recuerdo. Un pueblo que experimenta el vértigo del olvido] (Glissant, 2009a).

Glissant supo ver que ese mar caribeño no agrupa en torno suyo tierras y pueblos concentrados en una unidad forzosa: no es, como antaño el Mediterráneo, un “mar interior”. Su destino es abrirse, fragmentarse. Así se comprende la dificultad de delimitar con precisión los contornos de semejante fenómeno sociocultural. Y en este gesto trata de escapar de otro encierro, el de los compartimentos intelectuales y culturales dentro de los cuales se ha mantenido a cada pueblo de la región, calificándolos, a lo sumo, como viveros de dictadores, santuarios de negros cimarrones, cofradías de piratas o focos de guerrilla.

Vivir un enclaustramiento o abrirse al otro: tal es la alternativa a la que se suele intentar reducir el derecho de todo pueblo a hablar su propia lengua. Tal alternativa viene a legitimar unas premisas que en realidad son el legado de una dominación tradicional. O bien hablamos una lengua “universal”, o una de las que tienden a serlo, y participamos así en la vida del mundo; o bien nos refugiamos en nuestro idioma particular, tan poco apto para ser compartido, y entonces nos aislamos del mundo y vivimos solos y estériles en nuestra pretendida identidad.

Numerosas teorías antropológicas, filosóficas y científicas han intentado durante décadas concebir la unidad y la diversidad de los seres vivientes sin subsumirlos bajo un universal. En una aprehensión del mundo viviente (donde “nada es verdad, todo está vivo”) como un Todo relacional, Glissant llamó “Toute-monde” (Glissant, 1997) a nuestro universo que cambia y continúa cambiando. La idea de totalidad-mundo en su diversidad implica una filosofía, pero también una poética de la relación que aborda al Todo como proceso, una totalización sin totalizador, a partir de una metamorfosis de seres que se encuentran y se modifican. Una creolización que diseña un esquema de relación en el que se transforman los elementos reunidos y se los moviliza en un devenir de intercambio.

Esta reflexión ontológica asume por supuesto cuestiones políticas pero dentro de una poética que ya no jerarquiza lo humano, lo animal y lo mineral y a la vez busca evitar los escollos del vitalismo y el animismo. Las relaciones se conciben como una dinámica circunstancial de reagrupamientos, en las que las uniones humanas parecen precarias y sujetas a constantes redistribuciones y transformaciones.

La respuesta que parece imponerse es que ese elemento de indeterminación constituye el signo mismo de la profunda riqueza del Caribe. O, mejor dicho, que la falta de precisión se encuentra más bien en el pensamiento de quienes siguen concibiendo el Caribe según las normas caducas y los esquemas antiguos con que en los siglos pasados se apreciaba el fenómeno histórico de la aparición de las naciones en Occidente o en otras latitudes.

La región entera de las Antillas ha estado agitada por contradicciones fecundas sobre cuya acción y cuyos resultados Glissant consideró útil meditar y tramar un pensamiento del archipiélago, a partir de su propia experiencia e historia de postergación, colonización y esclavitud, que pide prestado lo ambiguo, lo frágil, lo derivado. Que consiente la práctica del desvío, no como escape ni renuncia. Es un pensamiento que reconoce el alcance de los imaginarios, de los rastros y fantasmas. Reúne aquello que está difuso en archipiélagos, reagrupando lo aislado, las diversidades que nos permiten advertir sobre el espesor continental que pesa sobre nosotros, los pensamientos suntuosos que han regido hasta la fecha la historia de las ciencias humanas, y que ya no son adecuadas a nuestras historias ni mucho menos a sus errancias. Un pensamiento que nos abre a los mares y pauta un lugar donde la humanidad renuncia a la pretensión por “la conquista de todo lo existente” y se pone en vínculo con y hacia el mundo, en un ejercicio de traducción cultural frente a todo lo no tematizable e intraducible, frente a lo otro que la interpela constantemente. 

Las Antillas constituyen uno de los ejemplos actuales de una civilización en plena efervescencia, que se construye en la exaltación del plurilingüismo: las lenguas son nacionales (como el francés en Martinica, el español en Cuba o el inglés en Trinidad), pero su utilización es antillana, como lo será pronto su interpenetración. Es verdad que esas contradicciones “constitutivas” son origen de múltiples conflictos y que, al mismo tiempo, han dado lugar a no pocos prejuicios ideológicos. La construcción de la nación en cada uno de los países de la región, la virulencia de la oposición entre las clases sociales y la necesidad de afirmar o de defender valores culturales frecuentemente inseparables del origen étnico forjando para ello teorías generalizadoras (el indigenismo en Haití hacia la década de 1930, la negritud de Fanon y Césaire, los resurgimientos antillanos del Black Power, el fenómeno rastafari en Jamaica), parecen abrir caminos opuestos. Pero es la contradicción misma lo que da su valor a la civilización antillana, un lugar donde el anhelo de libertad es intenso y en el cual todas las utopías parecían posibles.

Un lugar a quien el por entonces presidente francés Charles De Gaulle definió como el “polvo en el Atlántico, entre dos continentes”, arrinconado por la pretensión independentista de sus pequeñas colonias representadas, por ejemplo, por Glissant que se involucró en organizaciones políticas de izquierda como el Front Antillo Guyanais, el cual abogaba por la emancipación de los departamentos de ultramar que Francia poseía en el Caribe. Dichas acciones provocaron que Glissant permaneciera entre 1961 y 1965 en un arresto domiciliario ordenado por el propio De Gaulle, quien igualmente le prohibió viajar a Martinica, su país natal.

Esta no sería su única confrontación política con un funcionario de la “madre Francia”. Cuarenta años más tarde, en una carta abierta al ministro del Interior de la República francesa (por entonces el que sería el próximo primer mandatario de Francia, Nicolas Sarkozy) con motivo de su visita a Martinica, Glissant junto a Patrick Chamoiseau (Glissant y Chamoiseau, 2005) proferían que aquel interminable dolor de la esclavitud, la colonización y la neocolonización no había dejado de ser un maestro valioso: les enseñó a intercambiar y a compartir, a preservar en el corazón de los dominados, la palpitación de donde asciende siempre una exigencia de dignidad. Pero también les enseñó a reconocer a la hibridación enriquecedora y a aceptar lo heterogéneo de una identidad:

Así todo conquistador es secretamente conquistado. Todo dominante se abisma en la alquimia de su dominación misma. Tomar abre los espacios a secretas empresas. La fuerza brutal y ciega libra a aquel que la ejerce a imparables debilidades. Tomando el mundo, Occidente se hizo también tomar por él.

El núcleo de la discusión giraba en torno del artículo 4 de la ley del 23 de febrero de 2005 (ley que expresa el reconocimiento de Francia a los franceses repatriados, es decir a aquellos franceses que tuvieron alguna actuación en las colonias) que ordenaba a la Educación nacional la enseñanza del “papel positivo” de Francia en los territorios de ultramar. Traducimos de ese artículo de la ley el parágrafo más polémico: “Los programas escolares reconocen en particular el papel positivo de la presencia francesa en ultramar, sobre todo en África del Norte y otorgan a la historia y a los sacrificios de los combatientes del ejército francés originados en esos territorios, el lugar inminente al que tienen derecho”. Este reconocimiento al “papel positivo” de la colonización, como tema a ser incluido en los programas de enseñanza en escuelas, despertó indignadas respuestas de docentes y universitarios por considerarlo la imposición de una lectura en la línea de los vencedores del pasado. Por su parte, los historiadores que cuestionaron también dicho artículo, argumentaron que, al señalar solo el “papel positivo de la colonización, se estaba consolidando una historia oficial que acallaba tanto el racismo del hecho colonial como el trabajo forzado o los efectos devastadores de la desculturación” (Glissant y Chamoiseau, 2005). Sin embargo, para ese primer momento el reclamo no tuvo el eco ni la fuerza para modi ficar la legislación, incluso hubo un rechazo por parte del Parlamento a una propuesta de supresión elevada por algunos socialistas el día 29 de noviembre. Los acontecimientos se aceleran a comienzos del mes de diciembre de 2005. Sarkozy tenía programado un viaje a Martinica (antigua colonia de Francia y actualmente departamento de ultramar de dicho país) así como una reunión con Aimé Césaire, ferviente portavoz del anticolonialismo que anunció que no recibiría al ministro del Interior porque, como autor del Discurso sobre el colonialismo, “sigo fiel a mi doctrina y sigo siendo anticolonialista convencido. No podría aparecer adhiriéndome al espíritu y a la letra de la ley del 23 de febrero de 2005”. El martes 6 de diciembre, Glissant y Chamoiseau envían la carta en cuestión al ministro Sarkozy. Ese mismo martes a la noche, Sarkozy anula su visita a Martinica en medio de protestas y manifestaciones en rechazo a su viaje y fundamentalmente a la ley de febrero. Finalmente, el Consejo constitucional de Francia declaró que el parágrafo del artículo en litigio posee un carácter reglamentario, no legislativo, por lo que terminó siendo abolido, sin la intervención del Parlamento.

Tanto en esta carta, como en la proclama Quand les murs tombent. L´identité national hors-la-loi? (2007), que Glissant y Chamoiseau escriben con motivo de la decisión del gobierno francés de crear un Ministerio de Identidad, se denuncia el carácter atávico de la cultura francesa que se funda en el principio de la identidad-raíz y construye así una génesis y una filiación, un modelo cultural que defiende ciertos principios desde el convencimiento de su humanismo universal: de ahí que Glissant insista en que, para horror y salvación lo singular, “el universal no tiene lengua” y que la identidad es ante todo un riesgo, una Relación.

Si el mundo no puede ser objeto de descubrimiento y conquista, si es pensado como una totalidad, un Todo-mundo en el que los encuentros y choques entre culturas, por su imprevisibilidad, desbaratan la posibilidad de su sistematización, ninguna cultura, ninguna civilización alcanza su plenitud sin relación con los otros. Los imaginarios de las humanidades están convocado s a experimentar permanentes transformaciones para poder pensar nuevas maneras de frecuentar la diversidad del mundo.
Así, la idea de la Relación, en tanto apertura y aceptación de la opacidad de sí como otro, se opone al concierto de lo Mismo. Pensar en estos términos la totalidad del mundo constituye un desafío que exige el abandono de fanatismos religiosos, raciales o de reivindicaciones identitarias cerradas: es preciso apelar a un concepto dinámico y abierto de identidad como Relación. Así como ha habido Estados-naciones, habrá naciones-relación. Así como ha habido fronteras que separan y distinguen, habrá fronteras que distingan y religuen, que distingan para religar.

Esto propone la poética de la Relación glissanteana: no abdicar a nuestras identidades cuando nos debemos al Otro, cuando realizamos nuestro ser como participante de un rizoma centelleante, frágil y amenazado más vivaz y obstinado, que no es una concentración totalitaria donde todo se confunde en el todo, sino un sistema no sistemático de relación donde adivinamos lo imprevisible del mundo.

Se trata de una poética que se desliza (qui se glisse) por el espacio que deja de ser percibido como territorio, es decir, como un espacio conquistado y defendido, como espacio de exclusión. En la obra Texaco de Chamoiseau aparece un lugar donde el suelo es libre debajo de las construcciones, donde el territorio da lugar a la tierra. Y el propio Glissant bautiza uno de sus primeros ensayos La voix de terre (La voz de la tierra) y también uno de sus primeros poemarios La terre inquiete (La tierra inquieta). Inspirados por los mitos amerindios, por los moradores originarios, taínos, caribes, arahuacos, ciguayos, siboney, estos pensadores sustituyen el sentimiento de pertenencia (digitado por un control territorial que pasaba constantemente de poder a poder según las fases y vicisitudes de las guerras libradas en Europa) por la noción de Relación.
En estado anómalo, pero no estático, con fronteras que nunca estaban asentadas del todo, el Caribe aparece como un lugar ejemplar de la Relación, en el que naciones y comunidades, cada una con su originalidad, comparten sin embargo un mismo porvenir: esa zona de civilización se abre hacia las Américas, vence paulatinamente las barreras del monolingüismo paralizador, cobra conciencia de su destino original de crear una simbiosis y de asumir, en su superación, los elementos frecuentemente contradictorios surgidos de las historias convergentes de la cuenca antillana.

Los múltiples traspasos que han deslegitimado la posesión de la tierra en el Caribe subvierten las misteriosas leyes de la raíz, donde los únicos poseedores del archipiélago fueron exterminados producto de acontecimientos aparentemente dispersos y mixturas inverosímiles, una unidad de problemas, un desvarío de orígenes. La búsqueda del lugar se inscribe en Glissant dentro de un vasto proyecto de escritura que excede largamente el registro de las reivindicaciones de países dominados.
Pensando en la múltiple e intrincada herencia cultural que allí avizoró (se hablaban varios idiomas a la vez, castellano, holandés, inglés, portugués y francés, y sus mixturas con lenguas africanas y autóctonas, los así llamados papiamento y creol, o criollo, en sus variantes haitianas, antillana y vicentina, pero además en muchas islas se hablaba francés “patois”), Glissant propone tejer entre el hombre y la tierra relaciones privilegiadas e inevitables, sobre un esquema que no funciona con la legítima posesión del territorio. Hay en la historia de las Antillas una ruptura de la filiación.

La barroca composición étnica de blancos, negros, mulatos, pardos, zambos, indígenas, pero también coolíes chinos y mayas del Yucatán llevados contra su voluntad y judíos de Sefarad huidos al Portugal, de allí a Holanda, y después migrados al norte del Brasil, sumado a los europeos prófugos sitúan la (di)génesis más en un barco que en la tierra, donde parir es sinónimo de partir y del nacimiento uno puede divergir. Se funda una nueva relación con la tierra: no el absoluto sacralizado de una posesión ontológica, sino la complicidad relacional. Aquellos que sufrieron la coacción de la tierra, que quizás desconfiaron, o que quizás intentaron huir de ella para olvidar su esclavitud, comenzaron también a crear nuevos lazos con ella, donde la intolerancia sagrada de la raíz con su exclusión sectaria no tenía más lugar.
La erradicación, la desposesión, el sistema jerárquico de la plantación, no impidieron a los pueblos antillanos crear otra realidad imprevisible y múltiple, es por eso que, según él, se debe cantar el punto de “intersección”. Lo que pasó en el Caribe no fue solamente un encuentro, un choque, un mestizaje cultural, sino también una dimensión inédita que permite estar allí y en otra parte, enraizado y abierto, perdido en la montaña y libre sobre el mar, en acuerdo y en exilio.

II.

Je vous présente la créolisation comme une offrande.
Édouard Glissant, “La vocation de comprendre l’Autre”

Esta dimensión o proceso de creolización, de transformación continua, revela una fábrica de producción de lenguajes, en la cual las lenguas se pierden en la abundancia pero también se multiplican y se singularizan. El lenguaje forma menos una interfaz entre una comunidad y el mundo natural que una materia expresiva donde cada uno crea su propia partición, su itinerario existencial, su poética singular. En el corazón de la lengua, en su resonancia, en sus mil pliegues se juega desde ya toda (im)posibilidad de revuelta de la singularidad, una singularidad más allá de todo cálculo, una singularidad que hiere de muerte al Uno o, como dirá Glissant, a la identidad-raíz única.
La realidad compuesta de elementos lingüísticos heterogéneos que nació en el universo cerrado de la plantación signa ese encuentro, como interferencia o choque, armonías y desarmonías entre las culturas, en la totalidad realizada del mundo-tierra. Cuando Glissant la presenta como una ofrenda no se trata simplemente de crear una lengua plena de sutilezas para engañar al opresor, sino, más bien, de proclamar un modo de enmarañamiento, la desmesura de la medida del barroco étnico, un mestizaje sin límites, cuyos elementos están multiplicados y cuyas resultantes son imprevisibles.

Y es la traducción, la cultura como traducción, la que compone con estos elementos y los itinerarios existenciales que los constituyen. Por eso toda identidad, toda cultura, es “compuesta”. La creolización no es un simple proceso de aculturación, sino que entraña rasgos originales, nacidos a veces de contradicciones difícilmente soportables, y el principal de los cuales, aparte de los modos de vida y de los fenómenos de sincretismo cultural, es quizás una suerte de variación lingüística.
La velocidad fulminante de las interacciones, la intervaloración que proviene y que hace necesario que cada uno reevalúe para sí mismo los componentes puestos en contacto (ya que no supone una jerarquía de los valores), la impredectibilidad de las resultantes hacen de la creolización una invitación a desbrozar y descifrar el mundo. De la división pasamos al tejido, pero también a la difracción y diseminación. Un ejercicio de reenvío al otro, al otro de sí, experiencia en el umbral de lo intraducible: la creolización como “ofrenda”, como don, viene a romper con el círculo ritual de la deuda.

No existe identidad, sino Relación; no existe Ser, sino Relación. El monolingüismo del otro, tal vez uno de los libros más autobiográficos de Jacques Derrida por su fuerza singular, empieza con un epígrafe que nos envía a Le discours antillais de Glissant:

La “falta” no radica en el desconocimiento de una lengua (el francés), sino en el no dominio de un lenguaje apropiado (en criollo o en francés). La intervención autoritaria y prestigiosa de la lengua francesa no hace más que fortalecer los procesos de la falta.
La reivindicación de ese lenguaje apropiado pasa por lo tanto por una revisión crítica de la lengua francesa [...]
Esa revisión podría participar de lo que llamaríamos un antihumanismo, en la medida en que la domesticación de la lengua francesa se ejerce a través de una mecánica del “humanismo” (Derrida, 1997).

El multilingüismo comienza a devenir una manera de no ser monolingüe en la lengua de la que nos servimos, una nueva dimensión (constitutiva) de ser en y hacia el mundo. Una poética sutil de lo frágil se insinúa en la cultura, recuperada y resituada a partir de la renuncia a la búsqueda de una identidad originaria-raíz, la cultura como “ficción convenida”, es una instancia que solo puede aprehenderse a sí misma como alteridad, es decir, como una no-coincidencia consigo misma.

Las lenguas, en plural, siempre en plural, son la expresión de una relación-mundo que hace imposible toda “apropiación”, sistematización y tematización cultural cerrada sobre sí misma: “Se presenta así una nueva manera de considerar el ser hoy, no como una exclusividad ni como una pura consecutividad, sino como aquello que llamo una Relación, una diversidad: una puesta en estado y una puesta en conciencia, siempre en movimiento, de vinculaciones, en y con el mundo” (Glissant, 2008, p. 74). Este es el campo poético de la comprensión que no puede tener un sentido único ni preconcebido, sujeto al movimiento de diseminación y de liberación de la imaginación. Allí hay que situar la cuestión de la cultura como traducción. La identidad relación es la condición incondicionada de la creolización: hay una infinidad de mundos y la (in)traducibilidad es la condición de la llegada de unos a otros.
Así, Glissant reivindica a Babel. Desde los ladrillos dispersos. Trae la palabra de los griots africanos, de los narradores populares, que viene a naufragar al borde de las grandes ciudades, aplastada por los sucedáneos del seudoprogreso, y la hace resistir. Nos recuerda que la lengua de una comunidad es el principal vector de su identidad cultural, en la cual se fundan a su vez todas las dimensiones de su desarrollo. Las relaciones lingüísticas se van caracterizando por las creaciones fulgurantes nacidas del frotamiento entre las lenguas y por la acumulación de ideas recibidas, de prejuicios pasivamente heredados.

Contra esta uniformidad paralizadora, contra este enclaustramiento de las lenguas dominadas en el reducto folklórico o en la irresponsabilidad técnica, no se puede luchar mediante una lengua universal, por calculada que sea, sino con la promoción de un plurilingüismo en que se asocien todas las lenguas, cada una de ellas responsable en su propio entorno.
Relación de fascinación, desde luego cada vez menos fuerte, pero que ha impulsado a las élites intelectuales de los países en desarrollo a hacer un uso reverencial y desnaturalizador de una lengua prestigiosa de la que solo se servían para empobrecerse. Relaciones de multiplicidad o de contagio allí donde surgen crisoles lingüísticos que estallan en creaciones inesperadas, sobre todo en el habla de los jóvenes. A los puristas les indignan tales mezclas; a los poetas de la Relación, como Glissant, les fascinan. La “pureza” lingüística ya no es un criterio admisible y las “transferencias” idiomáticas solo son condenables cuando sancionan una dominación política, económica y cultural.
Relaciones de tangencia, con mucho las más insidiosas, cada vez que aparecen lenguas compuestas, lenguas de compromiso, como las creoles en las zonas francohablantes de las Américas o del océano Índico. Es preciso en ese caso impedir la erosión de la lengua nueva, que se produce en cierto modo desde dentro y por el simple peso de uno de sus componentes distantes que, entre tanto, ha llegado a ser en sus relaciones la lengua dominante. Relaciones de subversión, cuando una lengua es refundada por una comunidad y tiende a ser utilizada de otro modo, a menudo con una intención impugnadora.

Hasta la obra del pensador antillano se consideraba tácitamente que la “fluidez atávica” en la utilización de esa lengua era indispensable para dominarla. La lengua estaba formada, de una vez para siempre, en su historia original y era, en consecuencia, irreductible a los temibles contagios que hablantes o creadores venidos de otra parte pudieran hacerle “sufrir”. Las teorías didácticas y de aprendizaje no podían ser elaboradas sino en “el lugar de origen” de la lengua. Es esta misma complejidad la que permite salir del enclaustramiento. Hablar la propia lengua o abrirse a la de otro no constituye ya una alternativa. “Yo te hablo en tu lengua y te comprendo en la mía.” Pero para un pueblo hablar su lengua es, ante todo, ser libre, por y a través de ella, de producir en todos los niveles, es decir de concretar y volver visible, para sí mismo y para los demás, su relación con el mundo.
Más allá de las luchas fervientes contra la dominación económica se abre un espacio múltiple donde el vértigo se apodera de nosotros. Pero no se trata del vértigo que precede al apocalipsis o a la caída de la torre de Babel, sino del temblor creador frente a lo posible. Porque ahora se puede construir con los ladrillos diseminados la torre en todas las lenguas de la Tierra. Participar de varias lenguas maternas es por lo tanto participar de un sentido de la identidad personal fraguado a partir de un monólogo interior multilingüe, un movimiento hacia el exterior, el lenguaje del encuentro con los otros y con el mundo exterior.

Aquí inventar la lengua no es más exigirle que sea un signo de pertenencia histórica, material. O no solamente eso. Es demandarle, jugar con las trampas de la historia: las ilusiones de la identificación y la apropiación. La violencia de la represión de la verdad de un tiempo. La totalización que indistingue civilización y barbarie y que resulta en colonizar o ser colonizado por el otro. Porque esta lengua no existe si no se traduce en la lengua del otro, si no se deforma, si no se la hace someterse a las transformaciones que no pueden ser más la lengua de nadie. A través de esta idea de traducción, el monolingüismo se encuentra desregulado, la ley contrariada y la seudopropiedad investida del cuerpo extranjero.
Se trata de la desapropiación de la lengua por sí misma, una desapropiación a la cual Glissant con su poética torna práctica del Desvío, apertura a la complejidad de lo diverso, ruptura con cualquier es encialismo o pensamiento de sistema para dar cuenta de la fragilidad de las construcciones identitarias, siempre en constante mutación, en una multiplicidad de posibilidades combinatorias. Esta primera geografía del Desvío le asigna dimensión política a la lengua, asume a fondo lo irrisorio de su génesis, y se hace lo bastante otra para no dejarse ya reapropiar en las normas, el cuerpo, la ley de la lengua dada, ni por la mediación de todos esos esquemas normativos. Y como sigue siendo inevitable, la aporía induce entonces un lenguaje imposible, ilegible, inadmisible. Una traducción intraducible.

Frente al hormigón del pensamiento del Uno, el escritor martiniqueño impone incansablemente la visión de un mundo que sobrepasa lo barroco, yendo más allá de la polifonía (con el multilingüismo). Mucho tiempo, en efecto, los escritores y su trabajo de escritura estuvieron investidos de una misión: reapropiar la lengua, es decir, dar al “pueblo”, o a toda otra forma de comunidad, los medios de prestar a la lengua sus letras de nobleza, de inspirar un terror sagrado ante la lengua, sin el cual no hay cultura posible, o más aún sin la cual no hay salvación. La función de la escritura era la de asegurar el refuerzo de los lazos entre la lengua y la comunidad, que suponía la propiedad. Es así que el escritor ha experimentado en la lengua el “genio” natural de su pueblo. Pudo, igualmente, por la escritura, volver a dotar a su “pueblo” de la conciencia del lugar que, gracias a la lengua, ocupaba en la historia. Se hizo de la escritura una desapropiación de la lengua. Glissant invierte esta función. Escribir no es plegarse a la ley de una tierra o una comunidad, es resistir por todos los medios a esta armazón del pensamiento único, de la raíz única, los pensamientos de sistema quedan impotentes porque terminan dentro de otras formas de absoluto.

Solo un cambio dentro de nuestras poéticas, es decir, de nuestros imagina rios, nos llevará, según Glissant, a pensar el mundo. Ante el imaginario que desde antaño ha consistido en desear y conquistar, teniendo como consecuencia el aumento del territorio –lo que Glissant llama “el nomadismo de la flecha”– el poeta propone un imaginario de la puesta en relación de los unos con los otros, en el que ejercemos nuestro derecho a la opacidad. Una traducción que sustituya el espacio cerrado del Ser por los espacios móviles constituidos por la trama incesantemente renovada de las opacidades y las sombras: ahí donde se intensifica la luz, la sombra se profundiza.

La identidad así pensada no solo es múltiple, sino que se compone en un proceso permanente e inacabado: la traducción se sostiene sobre la base del deseo de “no dar muerte al otro”, de ahí que su estructura esté siempre abierta a lo que queda o está por venir. El valor de la traducción es tomar conciencia del mestizaje inevitable del mundo actual, en el que ya no es posible apelar a conceptos puros. Ninguna cultura puede reclamarse pura porque no puede escapar al movimiento de interpenetrabilidad cultural y lingüística asegurada por la diversidad del mundo.

Para poder “comprenderte” y, por lo tanto, aceptarte, debo llevar tu espesor a ese barómetro ideal que da motivo para comparar y quizás juzgar. Debo reducir. Aceptar las diferencias es desde luego trastocar la jerarquía del barómetro. Entiendo tu diferencia, es decir que la relaciono, sin jerarquía, con mi norma. Admito tu existencia, dentro de mi sistema. Te creo una nueva vez pero quizás tengamos que terminar con la idea misma del barómetro. Conmutar toda reducción, no solamente consentir el derecho a la diferencia, sino más allá, al derecho a la opacidad, que no es el encierro dentro de una singularidad irreducible. Las opacidades pueden coexistir, confluir, tramando tejidos de forma tal que la verdadera comprensión portará sobre la textura de esta trama y no sobre la naturaleza de los componentes (Glissant, 1990).

Así se da el proceso de identidad de estar en el Mundo, siempre en relación con el Otro: escribimos en presencia de todas las lenguas del mundo. Lo multilingüe desvía los límites de las lenguas usadas. La traducción como paradigma de conocimiento intercultural, en la que el traductor, que lleva a cabo su trabajo entre textos, lenguas y culturas, se encuentra en un espacio en litigio, es una manifestación cultural que, como un proceso heterogéneo y derivado, nunca es un hecho aislado, posee un significado plural y saturado de implicaciones vinculadas a la cultura en su conjunto.

Las fronteras entre las lenguas están vivas; son una constante dinámica que define a cada uno de los lados, a cada vertiente en relación con la otra, aunque también en relación consigo misma, este es el secreto de la muy compleja topología que subyace en aquella antigua verdad, según la cual conocer una segunda lengua ayuda a profundizar e iluminar el dominio de la primera. Palpar la textura y la resistencia de lo que es otro equivale a vivir una nueva experiencia de la identidad. El espacio de cada uno está delimitado, representado en mapas por lo que está alrededor; extrae su congruencia, su configuración física de las presiones que ejerce el mundo exterior.

En este espacio expansivo tienen lugar los procesos de diferencia cultural donde se gestiona constantemente la frontera-Relación de la cultura. En tanto cualquier creación de una frontera es una actividad negadora, la traducción puede hacer que esa frontera virtual resulte real, o puede, por el contrario, borrarla casi por completo, en cuyo caso no habría ninguna diferencia entre el aquí y el allí, entre nosotros y ellos. Pero la traducción puede también operar desde un espacio intermedio, escribiendo la descolonización, una época de definición, contienda y ambivalencia constante, que requiere que los motivos, los procesos y los resultados de toda actividad traductora sean definidas como uno de los terrenos más relevantes de cualquier proyecto cultural.

Entonces, escribir un poema, traducirlo, cantarlo o soñarlo es consentir esta verdad inverificable. El entramado del poema es turbación, indiscernible, el poema toma su ruta por encima, manifiesta sus estallidos en todas las lenguas del mundo, grito o palabra, es decir en todas las direcciones, en las que nos hemos probablemente perdido, se esparce de verdad en un paisaje vivido de otro, el poema nómade, rueda de tiempo a tiempo.

Este es el campo de la comprensión que no puede tener un sentido único ni preconcebido, de un movimiento de despliegue y de liberación del conocimiento y la imaginación. Allí hay que situar la cuestión de la traducción. La alteridad infinita, radical, la irreductibilidad de una distancia inconmensurable infinita, la inconmensurabilidad absoluta no impide que algo suceda, que la hablemos. Por el contrario, esta alteridad, esta imposibilidad es la condición de la creolización. Hay una infinidad de mundos y la traducibilidad intraducible es la condición de la llegada de unos a otros.

La traducción como política de la Relación va en dirección contraria a las políticas de integración (como en Francia) o las políticas comunitaristas (como en Inglaterra), donde las comunidades de inmigrantes, abandonadas sin recursos en guetos invivibles, no disponen de ningún medio real para participar en la vida del país que las recibe, y tampoco pueden participar de sus culturas de origen sino de manera trunca, desconfiada y pasiva, transformándose, al fin y al cabo, en culturas replegadas.

Ninguna de las opciones gubernamentales propone una aceptación franca de las diferencias, sin que la diferencia del inmigrante deba ponerse en la cuenta de cualquier comunitarismo: la implementación de estrategias globales y específicas, sociales y financieras sin que se provoquen nuevas divisiones; el reconocimiento de una interpenetración de culturas, sin que ello signifique una dilución o una pérdida para las diversas poblaciones que entraron en contacto: “conseguir situarse en esos puntos de equilibrio sería vivir realmente una de las bellezas del mundo, sin perder de vista, sin embargo, los paisajes de sus horrores” (Glissant y Chamoiseau, 2005).

Las Repúblicas “unas e indivisibles” deben ceder el lugar a las entidades complejas de las Repúblicas unidas, capaces de vivir el mundo en sus diversidades. Una República, que ofrece un permiso de residencia, abre de hecho sus puertas a una dignidad humana que conserva el derecho a pensar, a cometer errores, a tener éxito o fracasar como puede hacerlo cualquier ser vivo, y esa República puede entonces castigar según sus leyes pero en ningún caso retirar lo que ya había otorgado: en lo sucesivo, cada uno de nosotros es un individuo rico por sus muchas pertenencias, sin que pueda reducirse a una de ellas y ninguna República podrá desarrollarse sin armonizar las expresiones de esas multipertenencias.

Si cada nación no está habitada por esos principios esenciales, las denominaciones ejemplares sobre la base de una apariencia física, las discriminaciones virtuosas, los cupos, los financiamientos de cultos por parte de un laicismo forzado a ir más allá de sí mismo, y todas las ayudas dadas a las humanidades del sur, todavía víctimas de las antiguas conminaciones, no harían más que rozar el mundo sin enfrentarlo. Por otra parte, estas medidas permiten prosperar, en su entorno, los centros de retención, los premios a los rigores policiales, los marcadores triunfalistas de las expulsiones anuales: respuestas teatrales ante amenazas que se inventan o que se agitan; fracasos, en todo caso, de gestiones insensibles ante lo real. Ninguna situación social, incluso y sobre todo la más degradada, puede justificar procedimientos de limpieza. En una existencia, inclusive enredada en la más abrumadora situ ación judicial, hay antes que nada lo informulable de un desamparo: se trata siempre de algo humano, la mayoría de las veces triturado por las lógicas de la economía.

Esa comprensión es la que se espera del discurso espacio-temporal de las Américas. Paradójicamente, solo sintiendo la especificidad intraducible de ser latinoamericano es que seremos conscientes de los indicios de fenómenos similares en otros lugares del mundo. De este modo, una poética de opacidad conduce a una política de relación.

Que una conciencia preceda al cuerpo colectivo en su manifestación, que la asuma, es una de las características de nuestra situación, de la situación americana. Y se hizo posible tanto por los fracasos y las vicisitudes de nuestra historia, en un combate sin testigos, como por el progreso del conocimiento. Más tardíos (más “construidos” y más obligados) que los otros pueblos, no nacimos de un lento trabajo de agregación, sino con la conciencia de nuestra necesidad. La conciencia parece preceder al cuerpo total, pero es el ser, siempre inminente, que en el infierno de la historia hace nacer a la conciencia. Un pueblo, compuesto, disperso, pero inevitable, una cultura, inervada, difusa, pero particular y reconocible, lentamente explota en la conciencia, no reconocible, de su ser.

Mil inmigraciones clandestinas, mil casamientos arreglados, mil reunificaciones familiares artificiales no pueden desalentar la postura justa, hospitalaria y abierta. Ningún temor terrorista puede llevar al abandono de los principios de respeto a la vida privada y a la libertad individual. En una cámara de vigilancia hay más ceguera que inteligencia política, más amenazas a largo plazo que generosidad social o humana, más regresión inevitable que progreso real hacia la seguridad.

Lo más grave de nuestra realidad está en conocer no solamente el grito, su belleza, su verdad, sino también las zonas de impenetrable silencio donde el grito se diluye. Intentar restaurar, más allá de nuestras debilidades, esta continuidad que tanto nos ha traicionado, y que hizo por su ausencia que un grito eternamente comenzado finalmente se congele en la complacencia de su eco. Saber esto, en nosotros y sobre nosotros, ha impuesto la discontinuidad paralizante. Mirando lo discontinuo, elegir lo compuesto. Lo compuesto es uno de los dones ideales de la modernidad, cada vez que es orgánico y justo, es decir que no exige que el hombre sea amputado de ninguno de sus valores para el beneficio detestable del otro. La Relación que sustituye el espacio cerrado del Ser por los espacios móviles constituidos por la trama incesantemente renovada de las opacidades aceptadas.

Édouard Glissant reclama para todos el derecho a la opacidad. La exigencia de una transparencia ya no parece ser el fondo del espejo en que la humanidad occidental refleje el mundo a su imagen: al fondo del espejo hay ahora opacidad, un légamo entero depositado por pueblos, légamo fértil pero a decir verdad incierto, inexplorado aun hoy día y la mayoría de las veces negado o insultado, cuya insistente presencia no podemos dejar de advertir.

 

 

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