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Sobre el Astrólogo y Ballesteros.

Por Jorge Consiglio.

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Es amigo de un amigo. Le dicen el Astrólogo, como al personaje de Arlt. Cuando lo conocí todavía estaba entero. Escribía poemas concretos. Eran excelentes. Casi no usaba adjetivos. Su foco lírico se clavaba en el objeto elegido como por equivocación. Tenía una palabra distraída pero certera. En esa época, estaba encandilado con los bichos. Un loco de Burzaco le había publicado un librito que se llamaba Mantis Religiosa. Hasta el día de hoy recuerdo los primeros versos del poema que lo abría: “Sombra de la memoria,/en la curva del lomo/su responsabilidad natural pregunta:/¿la verdad biológica es condición del ingenio?”. También le interesaba la Astrología, de allí su apodo. Era miembro del Comité Consultivo del Centro Astrológico de Buenos Aires. Relacionaba la posición de los planetas con los destinos de la gente. Era su pasión.

Se ganaba la vida como maestro. Me contó su amigo que el pasado 2 de junio se cumplieron dos años desde que dejó de estar al frente de un grado. Empezó con un problema en el nervio ciático. Se quejaba del tremendo dolor que le provocaba. Consultó con mil especialistas hasta que uno le dijo: Usted no puede trabajar en estas condiciones. Le dieron una licencia. Fue en ese momento cuando se le retrajo el espíritu a una región alejada y confirmó que el aula era un espacio negativo; en realidad, llegó a la conclusión de que su empleo le robaba la luz. Supo que no podría volver jamás a la escuela. Decidió guardarse hasta el momento de la jubilación. Ahora le falta apenas un año y medio para el retiro, pero algo —más allá de lo físico— no anda bien en él.

La semana pasada, el día del paro de Moyano, tuvo que ir hasta el Hospital Rawson a renovar la licencia. Ya debería conocer el procedimiento; sin embargo, en este aspecto, su memoria es refractaria a todo empirismo. Hizo cola frente a una ventanilla. Llevaba apretados contra el pecho los análisis y radiografías que testimoniaban su dolencia (le había costado meses recolectarlos). La empleada le dijo que debería haber pedido turno por teléfono. Le pasó un papel en el que había anotado un número y se olvidó de él. El Astrólogo probó llamar desde su celular pero no tenía crédito. Buscó un teléfono público. Lo encontró en la esquina del hospital. Se le hizo difícil oír lo que le decían: los camioneros armaban su columna para marchar. El Astrólogo apretó el auricular contra la oreja. En ese momento, una ráfaga de viento le arrebató los certificados y los desparramó por la calle. Él, desesperado, corrió a buscarlos. Los vio dispersos. Entonces, actuó como un loco. Se tiró de boca al piso para abarcar más, para que ningún papel se le perdiera. Quedó planchado sobre los adoquines.

Rescató algunos documentos, unos pocos. A los otros, se los llevó el viento. Él no tuvo energía para alcanzarlos. Después, se sentó en el cordón de la vereda con los papeles arrugados en la mano. Sabía que era imposible compaginar esos fragmentos hasta lograr una figura, aunque sea incompleta, de sí mismo. Alguien le preguntó si se sentía bien. Lo acompañaron a tomar un taxi. Estaba tan aturdido que no recordaba la dirección de su casa.

Hay un abordaje a la obra de Beckett que sostiene que en su ficción se cuestiona la idea de identidad a partir de la fragmentación del sujeto. Aseguran que Samuel Beckett problematizó el tema de la enunciación antes que los teóricos del lenguaje. Yo no podría respaldar semejante juicio; pero lo que resulta evidente en sus textos es esta cuestión del sujeto fragmentado. Tengo un amigo, trabajador de la industria gráfica y autor de sagas ilegibles, que escribió un relato que lleva al extremo este concepto beckettiano.

El argumento es grotesco. Un narrador en tercera persona cuenta la historia de un personaje que camina por Santa Fe hacia Plaza San Martín. Es un día soleado. En el sexto párrafo, el lector ya sabe que es martes, que son las diez de la mañana y que es el cumpleaños número sesenta y tres del protagonista, hombre de poco pelo, de cuerpo ancho, de apellido Ballesteros. Antes de cruzar Maipú hacia la plaza, Ballesteros entra al bar que está en la esquina. Pide café liviano. Al primer sorbo, nota que se le cae un diente. No hay sangre. No hay dolor. Mientras mira el diente, siente un temblor en la base de la oreja derecha. También se le cae. Rueda por el piso. La recoge y escapa del bar. Cruza hacia la plaza. Ocupa un banco. Allí pierde un brazo. Se le desprende pero logra agarrarlo antes que toque el piso. No se mueve. Se sabe frágil y eso lo aterra. Hace esfuerzos para no tragarse la lengua, que está en libertad y rebota contra el paladar. Respira hondo. No sabe qué hacer. Tiene una única esperanza y es la de quedarse dormido.

Cuando el amigo del Astrólogo me contó su historia, me acordé de inmediato de este cuento. Ballesteros y el Astrólogo son lo mismo. Los dos están en la calle y son vulnerables. Los dos sufren una degradación que no pueden detener, que los excede, pero que —al mismo tiempo— es lo que mejor refleja su ser. Me quedo con un par de imágenes: el Astrólogo y Ballesteros acunando sus fragmentos, ya sean documentos o pedazos de cuerpo, como si fueran madres con sus hijos. En sus cabezas sin amparo, debe rebotar la misma pregunta: ¿cuál será la próxima de mis partes que elija el azar?

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