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Cómo abrir los ojos

El prólogo a Desconfiar de las imágenes de Harun Farocki (Ed. Caja Negra): "Farocki formula siempre e incansablemente la misma pregunta terrible: ¿por qué, de qué manera y cómo es que la producción de imágenes participa de la destrucción de los seres humanos?"

Por Georges Didi-Huberman.

Ciertamente, no existe una sola imagen que no implique, simultáneamente, miradas, gestos y pensamientos. Dependiendo de la situación, las miradas pueden ser ciegas o penetrantes; los gestos, brutales o delicados; los pensamientos, inadecuados o sublimes. Pero, sea como sea, no existe tal cosa como una imagen que sea pura visión, absoluto pensamiento o simple manipulación. Es especialmente absurdo intentar descalificar algunas imágenes bajo el argumento de que aparentemente han sido “manipuladas”. Todas las imágenes del mundo son el resultado de una manipulación, de un esfuerzo voluntario en el que interviene la mano del hombre (incluso cuando esta sea un artefacto mecánico). Solo los teólogos sueñan con imágenes que no hayan sido producidas por la mano del hombre –las imágenes aquiropoyetas de la tradición bizantina, las ymagine denudari de Meister Eckhart. La cuestión es, más bien, cómo determinar, cada vez, en cada imagen, qué es lo que la mano ha hecho exactamente, cómo lo ha hecho y para qué, con qué propósito tuvo lugar la manipulación. Para bien o para mal, usamos nuestras manos, asestamos golpes o acariciamos, construimos o destruimos, damos o tomamos. Frente a cada imagen, lo que deberíamos preguntarnos es cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca a la vez.

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Una fotografía, evidentemente tomada por uno de sus amigos, muestra a Harun Farocki en la primavera de 1981 frente al cine Arsenal de Berlín Occidental, proyectando un programa de películas presentado por Filmkritik, publicación de cuyo grupo editorial Farocki era integrante. Sentado en una de las taquillas, el realizador de rostro adusto alza su puño hacia nosotros, los espectadores, como si fuera un manifestante –aunque, claro, un tanto extraño: un manifestante solitario.

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Elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo (el enojo provocado por toda la violencia que hay en el mundo, esa violencia a la que nos negamos a estar condenados). Elevar el propio enojo hasta el nivel de una tarea (la tarea de denunciar esa violencia con toda la calma y la inteligencia que sean posibles).

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Harun Farocki fue parte de la primera camada de la Deutsche Film und Fernsehakademie Berlin, fundada en 1966 como la primera escuela de cine en Alemania Occidental. Pronto fue expulsado, en 1969, junto con sus compañeros Hartmut Bitomsky, Wolfgang Petersen, Günther Peter Straschek y Holger Meins a causa de su activismo político. Sus primeras películas, filmadas mientras aún era un estudiante, procedían, como lo expresó tan acertadamente Tilman Baumgärtel, de un pensamiento de “guerrilla” alimentado de una ira de índole política y tomaban prestados sus recursos formales del situacionismo, la nouvelle vague francesa y el cine directo. Farocki estaba emitiendo juicios muy duros sobre la mayoría de los directores más prominentes del “Joven Cine Alemán” de aquella época –Wim Wenders, Rainer Werner Fassbinder, Volker Schlöndorff–, a quienes acusaba (y, por lo demás, seguiría acusando por mucho tiempo) de “conformarse con la idea que todo el mundo tenía acerca de lo que se suponía que debía ser el cine”, especialmente en lo que hacía a sus modos de editar o a su hábito de recurrir a las formas canonizadas de, por ejemplo, el plano-contraplano.

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En 1967, Holger Meins había sido el camarógrafo de Farocki en Las palabras del presidente (Die Worte des Vorsitzenden). “El trabajo de Holger Meins en la mesa de edición”, afirmaría luego Farocki, “consistía en examinar las tomas de forma tal que le permitieran generar su propio criterio”. Poco después, Holger Meins desapareció en la clandestinidad, fue arrestado el 1o de junio de 1972 junto con Andreas Baader y Jan-Carl Raspe, fue sentenciado por terrorismo y murió el 9 de noviembre de 1974 en la prisión de Wittlich, al día número cincuenta y ocho de su tercera huelga de hambre, que había comenzado para protestar contra las condiciones de su reclusión. Farocki, como el resto del mundo, iba a descubrir la fotografía de su cadáver en la prensa: la imagen de un cuerpo demacrado, calado tras la autopsia y suturado para cualquier “ocasión pública provechosa” que pudiera presentarse. Una imagen calada en sí misma, dividida y dividiendo la mirada de Farocki entre su condición de horroroso “trofeo policial” –una imagen estatal que, de modo deliberado, no tenía duración y que, de acuerdo a Farocki, parecía decir: “Miren, nosotros no lo matamos, se mató él solo, y no estaba en nuestro poder evitarlo”– y su condición de “figura de la Pasión” que, sin embargo, aparecía inscrita en la imagen como tiempo resistido, como el tiempo sufrido por este pobre cuerpo.

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Elevar, por tanto, el propio pensamiento acerca de la imagen hasta el enojo provocado por el tiempo resistido, por el tiempo sufrido por los seres humanos en pos de determinar su propia historia.

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Entonces uno tenía que tomar una posición. Tenía que intervenir. Algunas de las fotografías de esa época muestran a Farocki con pancartas o megáfonos en espacios públicos. Mientras tanto, no dejaba de prestarles muchísima atención a las películas de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet y a las películas de Jean-Luc Godard. En 1976, montó dos obras de Heiner Müller, La batalla y Tractor, junto a Hanns Zischler. “Trabajar con Harun”, escribió luego Zischler, “es una empresa a la vez difícil y estimulante. Mantiene obstinadamente –y aparentemente sin ningún titubeo– la primacía de la impresión profunda por sobre el éxito inmediato. Una paciente insistencia en la duración, una perspectiva antinihilista y un impulso materialista determinan la ética y la estética de su trabajo. Hay momentos hermosos en los que el fluir de sus pensamientos se detiene inadvertidamente porque algo nuevo, algo desconocido, la parte extraña de eso que nos es familiar, se cruzó súbitamente en su camino. Entonces éramos testigos de él maravillándose en voz alta, y ahí era cuando el interlocutor con el que siempre soñábamos se revelaba”. Estas palabras me recuerdan un poco a lo que alguna vez dijo Adorno acerca de Siegfried Kracauer, ese “curioso realista”: “piensa con ojo casi desamparadamente asombrado, luego súbitamente iluminador”.

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Tomar una posición en la esfera pública (aun si eso significa intervenir en el propio cuerpo y sufrir por algún tiempo). Ese es el giro estratégico que, en 1969, representa Fuego inextinguible en la obra de Farocki. Una película de la cual el artista sigue haciéndose absolutamente responsable, como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que haya decidido proyectarla nuevamente junto a sus instalaciones más recientes en la muestra que presentó en la Galerie Nationale du Jeu de Paume de París hace apenas algunas semanas, es decir, treinta años más tarde. Fuego inextinguible es una película que combina acción, pasión y pensamiento; una película organizada alrededor de un gesto sorpresivo: el puño de Farocki ya no está alzado hacia nosotros en signo de levantamiento (tomando partido), sino que descansa apoyado sobre una mesa en espera de una acción impredecible (tomando una posición). Pero no deberíamos equivocarnos: el puño, descansando sobre una mesa dispuesta al interior de un tranquilo cuarto neutral, no es en modo alguno aquiescente en su furia, producto del tiempo resistido. Adopta esta posición porque forma parte de una coreografía muy bien pensada, de una dialéctica cuidadosamente elaborada. Primero, Farocki lee en voz alta el testimonio que Thai Bihn Dan, nacido en 1949, redactó originalmente para el Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra de Estocolmo: “El 31 de marzo de 1966 a las siete de la tarde, mientras lavaba los platos, escuché aviones acercándose. Corrí hasta el refugio subterráneo, pero fui sorprendido por una bomba de napalm, que explotó muy cerca de mí. Las llamas y el calor insoportable me envolvieron y perdí la conciencia. El napalm me quemó la cara, los dos brazos y ambas piernas. Mi casa también se quemó. Estuve inconsciente por trece días, luego desperté en la cama de un hospital del Frente Nacional de Liberación”.

En segundo lugar, Farocki, a la manera de los mejores filósofos, nos presenta una aporía para el pensamiento o, para ser más precisos, una aporía para el pensamiento de la imagen. Se dirige a nosotros, mirando directamente hacia la cámara: “¿Cómo podemos mostrarles al napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el napalm? Si les mostramos fotos de daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona con quemaduras de napalm, heriremos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos, se sentirán como si hubiésemos probado el napalm sobre ustedes, a su costo. Solo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el napalm”.

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Interrumpamos el discurso y reflexionemos brevemente sobre la aporía, que aquí aparece articulada al modo de tres problemas entrelazados. Un problema estético: Farocki quiere dirigirse a los “sentimientos” de su espectador, y quiere respetarlos. Un problema político: unos segundos más tarde, el tacto de los sentidos se transforma en un puñetazo lingüístico mientras Farocki cuestiona brutalmente la “responsabilidad” de ese mismo espectador. “Si los espectadores”, dice, “no quieren tener responsabilidad alguna frente a los efectos del napalm, ¿qué responsabilidad podrían asumir respecto de las explicaciones sobre su uso?” (Un razonamiento que, a propósito, está inspirado en Bertolt Brecht). ¿Así que no quieren asumir ninguna responsabilidad? Entonces también es un problema de saber/conocimiento (knowledge; connaissance), de ignorancia/desconocimiento (misknowledge; méconnaissance) y de acuse de recibo/reconocimiento (acknowledgement; reconnaissance). Pero, ¿cómo impartir conocimiento en alguien que se niega a conocer? ¿Cómo abrir los ojos? ¿Cómo desarmar las defensas, las protecciones, los estereotipos, la mala voluntad, las políticas de avestruz de quien no quiere saber? Es con esta pregunta siempre en mente que Farocki considera el problema de toda su película. Es con esta pregunta en mente que su mirada vuelve a la lente de la cámara y Farocki pasa a la acción.

En tercer lugar, entonces, tal y como puede leerse en el guión de Fuego inextinguible: “Cámara a la mano izquierda de Farocki apoyada sobre la mesa. Su mano derecha se extiende fuera de la pantalla para tomar un cigarrillo encendido y luego apagarlo contra el lado interno de su brazo izquierdo, a mitad de camino entre la muñeca y el codo (3.5 segundos). Narrador en off: Un cigarrillo quema a 200 grados. El napalm quema a 1.700 grados”.

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Interrumpamos la imagen y no olvidemos que este simple punto doloroso (exactamente tal y como el Nuevo Testamento se refiere a la “verdad dolorosa”), este punto de dolor, de piel quemada, recuerda a otras imágenes que emergieron en ese mismo momento: los vietnamitas inmolándose y, más recientemente aún, Jan Palach en llamas en el Wenceslas Square de Praga el 16 de 20 enero de 1969. Palach murió a causa de sus terribles quemaduras apenas tres días después. Hace muy poco volví a escuchar la única entrevista radial que consiguió dar, con la voz quebrada, desde la cama del hospital. Lo que es realmente conmovedor es que Palach cita espontáneamente como un ejemplo de libertad civil –libertad civil en nombre de la cual acaba de sufrir la peor de las experiencias– la libertad de información. Básicamente, dice que es preferible inmolarse que vivir desposeído del mundo, recortado de las indispensables “imágenes del mundo”. Refiriéndose al infierno del totalitarismo, se dirige al mundo diciendo, “¿No ven que estamos muriendo quemados, envueltos en llamas?”, y convierte este mismo dirigirse al mundo en una imagen a ser transmitida. Fue para conmemorar el aniversario de su muerte que se organizaron manifestaciones masivas en Praga veinte años más tarde; fue por intentar poner una corona en su tumba que Vaclav Havel fue arrestado el 16 de febrero de 1989 y luego sentenciado a nueve meses de prisión. La dictadura se desplomó unos meses antes.

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Elevar el propio pensamiento hasta el enojo. Elevar el propio enojo hasta el punto de quemarse a uno mismo. Para mejorar, para denunciar serenamente la violencia del mundo.

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El alemán y el francés usan una expresión similar –seine Hand ins Feuer Iegen; mettre sa main au feu; literalmente, “poner las manos en el fuego”– para significar un compromiso moral o político, la responsabilidad que se asume como propia cuando se está frente a un contenido verdadero. Como si se hubiese vuelto necesario, en nuestras condiciones históricas actuales, atreverse verdaderamente a “poner (legen) las manos en el fuego” para entender mejor, para leer (lesen) mejor este mundo a causa del cual padecemos –este mundo del que debemos afirmar, repetir, declarar que es a partir del cual estamos padeciendo– y así y todo nos negamos a padecer (leiden).

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Fuego inextinguible tuvo muchísimos menos espectadores en 1969 que en 2009, cuando se la proyectó en los bellos espacios de exhibición blancos del Jeu de Paume de París. Los lugares históricos y políticos –el Jeu de Paume, con su pasado revolucionario, es un ejemplo casi perfecto de esto– a menudo se convierten en lugares de consumo cultural. No hay razones para que no hubiera de ser así, asumiendo que uno se mantenga atento a un malentendido evidente: es más fácil ver Fuego inextinguible hoy, en el contexto de una historia del arte pacificada, que en el contexto de la historia política en llamas en la que la película quería efectivamente intervenir. En lo contemporáneo del cubo blanco del Jeu de Paume, uno tiene necesariamente muchísimas menos probabilidades de pensar en los actos bárbaros que se cometieron en Vietnam (causa eficiente) que en las acciones artísticas (causas formales) reconocidamente prolíficas de los cincuenta, sesenta y setenta (esos años de “performances” de los que aquella muestra norteamericana acertadamente titulada Out of Actions [Faltos de acciones] intentó proveer una instantánea histórica). Por suerte, Farocki no fue parte de esa fotografía. Pero, ¿qué pensaría espontáneamente un historiador del arte si se lo confronta a Fuego inextinguible? Seguramente pensaría en los accionistas vieneses de un lado y en la famosa “performance” de Chris Burden, Shoot [Disparo], del otro. Por supuesto, esto solo oscurecería la muy simple –y así y todo muy dialéctica– lección de esta película.

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Entonces comparemos. Cuando, en 1971, Chris Burden se hizo disparar en el brazo con un rifle, permaneció, al menos hasta donde sé, callado a lo largo de todo su gesto. Una famosa fotografía lo muestra parado, erguido aunque aturdido por el shock, con dos agujeros en el brazo de los que surge un hilo de sangre. Su “acción” solo fue discutida, siempre, en referencia a otras “obras de arte” anteriores o posteriores, como ser Tirs de Niki de Saint Phalle o Corps pressenti de Gina Pane. El mismo Chris Burden dijo de su obra que era una escultura minimalista (en el siguiente sentido: su “escultura” es la heredera distante de la “pared tiroteada” que Marcel Duchamp utilizó en 1942 para la tapa del catálogo de la muestra First Papers of Surrealism, la fecha misma de aquella obra implicando, en un momento en que Europa era una balacera, una alusión histórica): “De repente, un tipo aprieta un gatillo y, en una fracción de segundo, yo había hecho una escultura”.La quemadura de cigarrillo en el brazo de Farocki de 1969 es sin embargo bastante distinta a la herida en el brazo de Chris Burden de 1971. La lesión de Burden fue concebida como una obra de arte, y esta obra de arte tiene lugar –y termina– cuando se dispara la bala. Es por tanto un medio hacia sí misma, un medio estético. La quemadura de Farocki, por el contrario, es meramente un medio al comienzo de una película que durará otros veinte minutos (que es el tiempo que efectivamente lleva entender la terrorífica economía del napalm circulando por todo el mundo). Como su herida era un medio absoluto, Burden lógicamente no tenía ningún comentario para hacer: no había necesidad de lenguaje porque era el rifle quien 23 había hablado (y disparado) y era ahora el cuerpo el que estaba hablando (sangrando). La quemadura de Farocki, a la inversa, exige una apreciación al interior del lenguaje y, aún más, una minimización o una relativización experimental (por tanto, lo opuesto a una “heroización del artista”): “Un cigarrillo quema a 200 grados. El napalm quema a 1.700 grados”.

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Comparar –eso es precisamente lo que Harun Farocki tenía en mente con esta quemadura autoinfligida. Me parece que este gesto no era tanto una “metáfora”, como sugiere Thomas Elsaesser, sino más bien una coreografía de comparación dialéctica. O incluso una metonimia, si uno considera a esta herida puntual como un único píxel de lo que Jan Palach tuvo que sufrir en su cuerpo entero. Fue, en cualquier caso, un argumento histórico cuidadosamente considerado, que usó calor verdadero (a 200 o a 1.700 grados centígrados, da igual) como su eje central. La marca de la quemadura no era un punto definitivo o su metáfora debilitada, sino un punto relativo, un punto de comparación: “Cuando termina de hablar, el autor [así es como se refería Farocki a sí mismo en 1995, en su instalación Intersección/Schnittstelle, 1995] se quema a sí mismo, aunque solo lo hace en un punto de piel singular. Incluso aquí, solo un punto de relación con el mundo real”.

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Harun Farocki nació en 1944, en un tiempo en que el mundo entero todavía vivía bajo la amenaza de una violencia política y militar sin precedentes. Es como si no solo hubiesen sido las cenizas de las ciudades bombardeadas las que parecieran haber aterrizado directamente sobre su cuna; además, junto con ellas, parecerían haber aterrizado también los pensamientos que fueron escritos, para acompañarlas pero en el otro extremo del mundo, por unos pocos exiliados alemanes en medio de los cuales, desde el interior mismo de su propio tiempo sufrido (sus mugrientas vidas de exiliados, su “vida mutilada”), el pensamiento había sido capaz de elevarse a sí mismo hasta el nivel de ira política es como si estos exiliados se le hubieran ofrecido durante toda su vida. Pienso en Bertolt Brecht, por supuesto, y su Diario de trabajo, en el que casi todas y cada una de las páginas reflexionan sobre la cuestión de la política de la imagen.Pero también pienso en la Dialéctica de la Ilustración escrita por Theodor Adorno y Max Horkheimer durante su exilio en los Estados Unidos. Ciertamente, esas son dos palabras cercanas a Farocki: Dialektik [Dialéctica] describiendo del modo más preciso posible su propio método de trabajo, su manera de editar; Aufklärung [Ilustración] representando tanto la “luz” de la Ilustración como la actividad de “reconocimiento” (reconnaissance) más amenazante de los aviones bélicos, tal y como puede verse en esas guerras repletas de cámaras que Farocki ha cuestionado en varias de sus películas, entre ellas Imágenes del mundo y epitafios de la guerra (Bilder der Welt und Inschrift des Krieges) de 1988, e instalaciones (por ejemplo, Ojo/Máquina [Auge/Maschine] de 2000). Por supuesto, los dos autores de esta conocidísima obra –escrita en 1944– ciertamente no encarnaban lo que Brecht más había apreciado de su estadía en los Estados Unidos. Porque aunque Brecht sí discutía acerca de teatro y de cine con Adorno, escuchaba discos de Hanns Eisler en su casa, disfrutaba de escandalizar a todo el mundo criticando a Schönberg y participó, de hecho y entre otras ocasiones en junio y agosto de 1942, del seminario de la Escuela de Frankfurt en el exilio, es igual de cierto que Brecht también solía decir que Horkheimer era un “payaso” y un “millonario [que] puede comprarse una cátedra en donde sea que se esté quedando”. Hay algo fundamental que sin embargo une a todos estos grandes antifascistas que pagaron cara su libertad de pensamiento. Es precisamente eso que une la Dialektik, esta palabra que habla de negación, de verdad, de historia, y la Aufklärung, la luz de la Ilustración cuyo trabajo histórico de autorevocación y autodestrucción han visto todos ellos con sus propios ojos, llenos de angustia -un inextinguible quemarse a uno mismo. Parecería entonces aún más preciso describir este algo como la posibilidad de lo peor a la que nuestros valores más preciados –la luz de la Ilustración, el ideal de comunidad, la verdad de las palabras, la exactitud de las imágenes– están, por tanto, constantemente expuestos.

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Con cierta perspectiva, entonces, podría decirse que Harun Farocki comparte con Adorno y Horkheimer esa pregunta fundamental que intenta rastrear, tal como lo plantean las primeras páginas de Dialéctica de la Ilustración, “la autodestrucción de la Ilustración” en “el poder que controla la técnica”. ¿Por qué “la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”? ¿Por qué ese “saber, que es poder, no conoce límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en la condescendencia para con los señores del mundo”? Estas son preguntas recurrentes en la obra de muchos pensadores, entre ellos Aby Warburg y Sigmund Freud, Walter Benjamin y Siegfried Gideon, Hannah Arendt y Günther Anders pero, también, Gilles Deleuze o Michel Foucault, Guy Debord o Giorgio Agamben, Friedrich Kittler o Vilém Flusser, Jean Baudrillard o Paul Virilio. Son preguntas comunes, solo que Farocki las ataca desde el punto de vista privilegiado de la observación específica e intensiva: todos estos fenómenos de autodestrucción implican, hoy ciertamente hoy tanto como ayer, pero así y todo también hoy más que nunca, un cierto trabajo sobre las imágenes.

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Así, cuando Adorno y Horkheimer afirman que “la abstracción, el instrumento de la Ilustración, se comporta respecto de sus objetos como el destino cuyo concepto elimina: como una liquidación [de modo tal que] los mismos libertos terminaron por convertirse en aquella «tropa» [Trupp] que Hegel designó como resultado de la Ilustración”, Farocki probablemente agregaría que, hoy, es el tratamiento de las imágenes en la esfera social (entendida esta última del modo más amplio posible, desde la aviación militar hasta la gestión del tráfico urbano y desde la prisión hasta el centro comercial) lo que va a la vanguardia tanto de esa abstracción como de la liquidación de los pueblos en “tropas”. El extraordinario montaje que vio, en Dialéctica de la Ilustración, un capítulo acerca de la “industria cultural” (Kulturindustrie) seguido de una exploración de los “elementos del antisemitismo”, encuentra hoy ecos en el cuestionamiento obsesivo con que Farocki encara su mismísima articulación, ya sea en Imágenes del mundo y epitafios de la guerra o en Respiro (Aufschub, 2007).

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Del mismo modo que algunos filósofos quieren mantener su pensamiento al nivel de una teoría crítica que merezca verdaderamente ese nombre deberíamos recordar que Bertolt Brecht y Walter Benjamin tenían un proyecto en común, una revista llamada Krisis und Kritik, y que Harun Farocki fue uno de los editores de Filmkritik de 1974 a 1984, algunos cineastas han intentado mantener su práctica al nivel de lo que podría llamarse un montaje crítico de las imágenes: un montaje del pensamiento acelerado al ritmo del enojo que busca mejorar, que busca denun-ciar tranquilamente la violencia del mundo.

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Esta es una tarea ardua y, para ser precisos, una tarea dialéctica. La crítica de la Ilustración no puede prescindir del uso de la Ilustración crítica, tal como quedó demostrado, por ejemplo, a lo largo de toda la obra de Theodor Adorno (uno podría, por otro lado, llamar nihilistas o “cínicos”, en el sentido moderno del término, a aquellos que se permiten la haraganería o el “lujo” de abandonar la Ilustración de una vez y para siempre a manos de aquellos otros que la usan para propósitos totalitarios; como Victor Klemperer sin lugar a dudas sabía cuando se negó a entregar apenas una sola palabra de la lengua alemana a Goebbels, el hecho es que uno no debería entregar nunca ni la más mínima parte del bien común al enemigo político). De modo similar, una crítica de las imágenes no puede prescindir ni del uso, ni de la práctica, ni de la producción de imágenes críticas. Las imágenes, no importa cuán terrible sea la violencia que las instrumentalice, no están totalmente del lado del enemigo. Desde este punto de vista, Harun Farocki construye otras imágenes que, al contrarrestar las imágenes enemigas, pasan a estar destinadas a transformarse en parte del bien común.

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Como Aby Warburg, que se pasó la vida obsesionado con la dialéctica de lo que él llamaba los Monstra y los Astra –una dialéctica que, según él mismo, encerraba toda la “tragedia de la cultura”–, y Theodor Adorno, continuamente preocupado por la dialéctica de la razón autodestructiva, Harun Farocki formula incansablemente la misma pregunta terrible (la misma pregunta que, me atrevería a decir, ha estimulado mi trabajo por “siempre”, y que, en cualquier caso, es la que me da esa sensación de una verdadera identificación cada vez que me enfrento a los montajes de Farocki). La pregunta es la siguiente: ¿por qué, de qué manera y cómo es que la producción de imágenes participa de la destrucción de los seres humanos?

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Ante todo hay imágenes que prescinden de los mismos seres humanos que se suponía que tenían que representar: “Así como al principio los robots mecánicos tomaron a los obreros de la fábrica como modelo, pronto los superaron y finalmente los suplantaron por completo, las máquinas sensoriales reemplazarán el trabajo del ojo humano. A partir de mi primer trabajo sobre el tema llamé “imágenes operativas” a estas imágenes que no están hechas para entretener ni para informar (Ojo/Máquina, Berlín, 2001). Imágenes que no buscan simplemente reproducir algo, sino que son más bien parte de una operación”. Pero la “dialéctica de la Ilustración” es aún más retorcida, porque el desarrollo de tecnologías sofisticadas tiende a ir de la mano de, por lo pronto, las formas más brutales de indignidad humana. Al respecto, Farocki nota que “mientras los nazis ponían en el aire al primer avión de turbopropulsión y las armas teledirigidas, mientras conseguían miniaturizar la cámara electrónica para que fuera posible montarla en la punta de un misil, en Europa Central se contabilizaba, la mayor cantidad de trabajo esclavo conocida hasta el momento. Sorprende ver filmaciones de Peenemünde, la base del V2 y otros misiles: allí, las armas de alto rendimiento son transportadas en carretillas de mano...”

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Luego, hay imágenes para destruir seres humanos: imágenes cuya naturaleza técnica deriva de su conexión inmediata –generalmente por motivos de “reconocimiento” (Aufklärung) y guía– con la carrera armamentista. Escribe Farocki: “En 1991 aparecieron dos tomas de la guerra de los Aliados contra Irak que representaban una nueva clase de imagen. La primera muestra el recorte de un terreno filmado por una cámara en un helicóptero, en un avión o en un drone, como se denomina a los aviones livianos no tripulados utilizados en la exploración aérea. En el centro de la imagen hay una mira que indica el blanco al que se dirige un proyectil. La explosión satura la escala de contraste, el diafragma automático trata en vano de contrarrestar el efecto y la imagen se corta. La segunda imagen proviene de una cámara montada en la punta de un proyectil. La cámara se precipita sobre el objetivo y aquí la imagen también se interrumpe. [...] Las imágenes desde la perspectiva de una bomba se podrían interpretar como una subjetiva fantasma. Estas imágenes de una cámara arrojándose sobre un objetivo, es decir, de una cámara suicida, se han grabado en nuestra memoria. Se trataba de algo nuevo, algo que representaba una realidad de la que no se sabía nada desde la aparición de los misiles de crucero en los años ochenta. Las imágenes aparecían unidas a la frase ‘armas inteligentes’...”.

No es necesario recordar que estas imágenes, tan bellas como videojuegos, fueron ofrecidas para la fascinación de todos mientras, al mismo tiempo, el Ejército de los Estados Unidos se ocupaba de mantener a los fotógrafos de diarios y revistas de todo el mundo estrictamente fuera de los campos de batalla. El intento era que estas imágenes de procesos técnicos, cuadriculadas por el visor y saturadas de explosiones, estas imágenes abstractas y perfectamente “contemporáneas”, tomaran el lugar de las imágenes de resultados que un corresponsal podría –debería– haber traído de vuelta de las ruinas causadas por todos estos “golpes quirúrgicos” (imágenes que, por lo demás, no habrían parecido “nuevas” en lo más mínimo, porque nada se parece más a un cuerpo quemado que otro cuerpo quemado). Farocki, en cualquier caso, afirma que “las imágenes operativas de la Guerra del Golfo de 1991, esas imágenes sin personas, fueron más que una mera propaganda para silenciar a los 200.000 muertos de esa guerra, a pesar de las rígidas medidas de censura. Surgieron del espíritu de una utopía bélica que no tiene en cuenta a los humanos y que los acepta como víctimas con condescendencia o incluso con cierta desaprobación. Cuando le preguntaron por las víctimas del lado iraquí, un vocero militar respondió: ‘We don’t do body counts’. Esa frase se podría traducir como: ‘Nosotros no somos los encargados de cavar las tumbas, ese es un trabajo sucio que deben hacer otros’”.

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También hay imágenes operativas sencillamente destinadas a monitorear a los seres humanos, a menudo bajo el pretexto –aceptado o directamente aplaudido por una parte importante de nuestras asustadas sociedades– de evitar que se destruyan a sí mismos. Esto es, en cierta medida, el reverso de la automatización del trabajo que Farocki trató en Ojo/Máquina: se las puede ver operando en Contra-Musica (Counter-Music), de 2004, que ya no intenta poner en evidencia la economía de un producto químico como el napalm sino, en cambio, la economía de la circulación, de los pasajes y flujos de poblaciones en cualquier ciudad 31 moderna.32 Christa Blümlinger ha señalado muy acertadamente la presencia, en la obra de Farocki, de esta “reflexión fundamental sobre la sociedad de control”, que alcanza su punto álgido en la película Imágenes de prisión, de 2000, seguida ese mismo año por su versión “instalada” titulada Creía ver prisioneros (Ich glaubte Gefangene zu sehen), una cita casi perfecta a la reacción de Ingrid Bergman frente a la visión de los obreros en la fábrica en Europa ‘51 de Roberto Rossellini).

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Incluso para aquellos que no han leído los textos fundamentales de Michel Foucault y Gilles Deleuze sobre las “sociedades de control” –sin olvidar tampoco las historias de William S. Burroughs o Philip K. Dick–, los diarios anuncian casi todas las mañanas que los artefactos de vigilancia, lejos de prevenir la destrucción de los seres humanos, básicamente les confieren un nuevo tipo de existencia, aún más espectacular. Como una vez escribió Farocki, en tanto la vigilancia ciertamente produce “una existencia abstracta del mismo modo en que la fábrica fordista producía trabajo abstracto”, la palabra abstracto/a debe ser entonces considerada aquí al interior de los términos bien precisos en los que la entendieron Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, cuando afirmaron que “la abstracción, el instrumento de la Ilustración, se comporta respecto de sus objetos [...] como una liquidación”. Para que uno pueda convencerse a uno mismo de esto, no hace falta más que volver a ver, en Imágenes de prisión, ese momento escalofriante en que la cámara ha detectado una pelea en el patio de la cárcel y el revolver que está unido a ella –porque para eso es el artefacto completo: monitorear y destruir– suelta sin advertencia alguna un disparo a uno de los prisioneros.

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“Durante los primeros meses de 1999 estaba recorriendo las cárceles de los Estados Unidos para recolectar imágenes de cámaras de vigilancia. Es un tipo de imagen que ha sido apenas teorizado, aun al día de hoy. La mayoría de las prisiones de los Estados Unidos están lejos de las ciudades y solo tienen una playa de estacionamiento enfrente, no hay nada más que pudiera sugerir cualquier tipo de planeamiento urbano en pos de crear un espacio público. Algunos estados les dan a los visitantes la opción de, en vez de viajar hasta la cárcel, comunicarse con los internos desde su casa a través de algo así como un teléfono/televisor. En California y Oregón visité prisiones que habían sido construidas en áreas básicamente deshabitadas, lo que a uno le hace recordar que hace no tanto tiempo los prisioneros eran enviados a las colonias. [...] Mis visitas a las cárceles fueron una experiencia terrorífica. El director de una prisión en California, un tipo que tenía formación de cura, me dijo que el director anterior era de ascendencia armenia y, por tanto, no toleraba que las vallas fueran cargadas eléctricamente. Le recordaba demasiado a los campos alemanes. [...] En Campden, cerca de Filadelfia, la cárcel era el único edificio de la calle principal que aún permanecía intacto. Se podían ver las áreas comunes a través de unos gruesos paneles de vidrio, y olía a sudor, como en un zoológico. El guardia penitenciario que me dio una visita guiada se ocupó de señalarme la boca de manguera que había en el techo, ¡a través de la cual saldría gas lacrimógeno en caso de emergencia! Esto nunca pasó porque resultó ser que los químicos se descomponían cuando se los almacenaba por algún tiempo. [...] Después de que filmamos en el Instituto Correccional Two Rivers de Oregón, mi camarógrafo, Ingo Kratisch, y yo nos fuimos a tomar un café en la terraza del club de golf contiguo. Era apenas soportable, era como uno de esos cortes de edición baratos que buscan el máximo efecto posible: de la cárcel de alta tecnología (lumpemproletariado) al club de golf con irrigación artificial (pensionados); los jugadores de golf andaban por ahí manejando sus carritos eléctricos. Oposiciones como estas sugieren una relación.”

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Denunciar: elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo. Protestar. Separar, voltear las cosas que parecen caer de suyo. Pero también establecer, en un nivel, una relación entre cosas que, en otro nivel, parecen completamente antagónicas. Esto es, entonces, un acto de montaje: de un lado, la prisión norteamericana y el campo de concentración alemán; del otro, la prisión para los peligrosos y el campo de golf para los inofensivos. Pero lo que Farocki nos muestra es que el campo de concentración –y, más importante aún, la historia colonial y, por supuesto, la cuestión de la esclavitud– no está en modo alguno ausente de la memoria de esta prisión, aun cuando sea este campo de golf el que en realidad está ubicado a su lado. Se hace evidente que los montajes de Harun Farocki tienen que ver, antes que todo y principalmente, con lo que Walter Benjamin llamó el “inconsciente óptico” y, a causa de ello, se presentan a nuestra mirada como una verdadera crítica de la violencia a través de las “imágenes del mundo”, asumiendo que la violencia a menudo comienza con la implementación de artefactos aparentemente “neutrales” e “inocentes”: regular el tráfico visitante, construir una prisión en un lugar específico, diseñar los paneles de vidrio de un área común de determinada manera, ubicar artefactos de “seguridad” en los conductos del techo, reintroducir cierto tipo de organización del trabajo entre los prisioneros que se supone es “beneficiosa” para la institución, etc.

*

Una crítica de la violencia, entonces. Para criticar la violencia, uno tiene que describirla (lo que implica que uno tiene que ser capaz de mirar). Para describirla, uno tiene que desmantelar sus artefactos, “describir la relación”, como lo expresa Benjamin, en la que se constituye (lo que implica que uno tiene que ser capaz de desmontar y volver a montar los estados de cosas). Y así y todo, si seguimos a Benjamin, establecer estas relaciones implica involucrarse con por lo menos tres dominios, que Farocki trata simultáneamente en cada una de las investigaciones que emprende. El primer dominio es el de la técnica como la esfera de los “medios limpios” que la violencia pone en uso: “En la aproximación más concreta de los conflictos humanos relativos a bienes, se despliega el ámbito de los medios limpios. De ahí que la técnica [Technik], en su sentido más amplio, constituye su dominio más propio”. El segundo territorio en el que uno debe cuestionar constantemente la violencia es el del “derecho y la justicia”. Transitivamente, la investigación de Farocki sobre las imágenes nunca estará libre de consecuencias legales, empezando por la cuestión de quién las “produce” y a quién le pertenecen, cómo se puede citarlas y en qué riesgos se incurre cuando se las utiliza... Finalmente, Walter Benjamin –a pesar de las dificultades filosóficas intrínsecas a sus formulaciones– deja perfectamente en claro que “la crítica de la violencia es la filosofía de su propia historia [que] hace posible una postura crítica, diferenciadora y decisiva respecto a sus datos cronológicos.” ¿Podría ser, entonces, que la imagen estuviera complotada con la violencia sencillamente por-que es un objeto inseparablemente técnico, histórico y legal?

*

Elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo, elevar el propio enojo hasta el nivel de una obra. Tejer esta obra que consiste en cuestionar la tecnología, la historia y la ley. Para que nos permita abrir los ojos a la violencia del mundo que aparece inscrita en las imágenes

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