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Doxógrafos se buscan

Algunos prólogos son tan o más importantes que el propio texto que prologan.

 Pienso, por ejemplo, en las palabras previas de Borges a La invención de Morel y a Otra vuelta de tuerca. El prólogo de Luis Chitarroni a La muerte de los filósofos en manos de los escritores indudablemente está dentro de ese conjunto. De este extenso prólogo, extraemos el siguiente apartado:

Doxógrafo se buscan

Es la literatura la que exige darle a lo asistemático un valor (ya veremos si supremo), sin que la filosofía exija lo contrario. Y en ese sentido los escritores puede hacer su aporte, en la medida en que a menudo ignoran o no se dan cuenta siquiera del sistema que desordenada, a veces desatinadamente, terminan armando. John Aubrey, como se verá después, es el ejemplo extremo. La literatura ha sido, y es, garante de la legitimidad de lo ilegible en pos de una poética fiel, no la filosofía, que debe señalar lo ilegible -auxiliada por la tipografía- como un registro histórico de blancos, de fragmentos, cuyo sentido sólo podría establecer una noción general regulada por el registro literal de los doxógrafos. Es la literatura la que se ha adueñado de la posesión voluptosa del placer en manos de todos, no la filosofía, que reserva esa exquisitez (y esas exequias) a la constancia y la vigilia de los especialistas. Es literatura todo lo que leemos -mundanos, vulgares, curiosos-, no filosofía. La filosofía es la que aspira a ofrecernos sistemas, sencillos, complejos y hasta caóticos. La literatura tiene otras misiones. Incluso cuando se dedica empecinada, sistemáticamente, a matar filósofos. Por temerario que parezca afirmarlo, la filosofía es una especialización, la literatura, aunque lo finja, rara vez. Cuando la filosofía impone sus valores, lo hace después. Después de deponer su custodia etimológica sobre esas identidades desperdigadas, cuando reconstruye la presencia o la autoridad fantasmal de un personaje en desmedro de los aportes lentos, tardíos, de una disciplina más lenta: la psicología. Tenemos entonces personajes dramáticos y personas despenadas de la historia como agentes de una serie de ocurrencias, paisajes y dialectos, ideas y sistemas. La construcción, tarea posterior, no es algo que concierna a la elaboración sutil y consumada de lo que el mundo -la realidad- deberá tener en cuenta.

La muerte de los filósofos suele tomarse más en serio que la de la mayoría de los mortales, tal vez porque otras muertes -las de los escritores, por ejemplo- resultan débiles en relación con lo que se extingue cuando un filósofo muere. La idea -no otra cosa- de esa consumación asiste a las exequias de quienes tuvieron más ideas que cualquiera sobre el ejercicio del fin (o tal vez unas pocas, a las que dieron una forma precisa); y los escritores quedan para darle sentido al relato de quienes la pensaron y portaron, vivieron con ellas y, en el curso de este, efectiva e inexorablemente, murieron.

Parece que queremos escribir el relato de la muerte de los filósofos porque no sólo dará sentido sino coherencia al desarrollo de una vida que termina como todas, y porque encontrará distinciones dignas de mención en el curso de lo indiferenciado. Esas distinciones son las que se pueden aprender y repetir, para incorporar a nuestra experiencia de lectura fracciones y detalles anecdóticos, en la medida en que el relato de una vida puede escapar de la ordinariez de la vida misma. (Curioso: hasta la juventud, yo había creído -y querido- lo contrario: ser el actor de mi aventura hasta que la experiencia me cambiara la profesión o me muriera, dejando a los otros:
a) el trabajo de averiguar la discontinuidad y la diferencia de calidad de mis días;
b) y me conviertan, de buenas a primeras, de paciente accidental del relato propio en autorizado filósofo de la vida en general.)

La nota, activa en los verbos -viven, mueren-, cotiene un suspense parcial, particular, a esta altura, que debemos tomar cum grano salis: definidas por sustantivos y adjetivos luego, las acciones, componen una sencuencia observable para el escritor, quien puede, a su vez, mostrarlas. En el transcurso de una vida filosófica, esas secuencias son las claves que descifrarán, para manufacturar luego un reclamo, los escritores.

Mueren los filósofos como han vivido, como vivieron, pedestre, pasionalmente -esta es la sospecha; de ninguna manera como los otros, que viven (pedestre, pasionalmente) sin dejar huella de la alianza entre pensamiento y acto en sus pasos, en el curso de sus días. La concordancia <,se ha dicho,> debe inferirse en el relato. Los últimos días suelen ser ejemplares. De acuerdo con la sabiduría del sermón, suelen ser los primeros.

Sin embargo, a falta de evidencia concluyente, los arreglos del relato no implican lealtad a los predicados del sujeto filosófico; amplían, divulgan y anhelan, predicados superfluos, novelescos. Como si aprendiéramos a morir leyendo, vamos alejándonos de la muerte averiguando su rumbo incierto, su insuficiencia, su inanidad, su falta de reclamo verdadero ; inventando pormenores para asegurarnos de que las edades y las duraciones encontrarían una justificación si detuviéramos el curso del tiempo y nos becaran para extraer las porciones sustanciales.

Los escritores, que tienen las manos prestas y los oídos sordos, que han desperdiciado su libre albedrío en pos de cualquier cautiverio capaz de alinear el catálogo de esa culpa, son los destinarios de tales erráticos legados. A aguas revueltas, ganancia de pescadores. Los escritores la toman a menudo así, como si la filosofía necesitara de un hecho o una anécdota - la patada a la piedra del Doctor Johnson o el atizador de Wittgenstein- para alterar el curso de las ideas predominantes, o el ataque a un pensamiento vivo, para hacerlos -hacerse- visibles (hecho que implica, claro, un testigo narrador ocular u oculista: la visibilidad implícita que un corte de esta laya solicita no podría excluir la concurrencia ilustre o involuntaria). Porque no se muere, es obvio, accidental o deliberadamente. No se muere por necesidad de alguna de las partes (cuerto, alma: un trance, un pase, un canje) sino que se muere a secas, en las peores circunstancias para consignarlo.

El modo inequívoco en que se muere para agnósticos y ateos, sin embargo, coincide con las generales de la ley religiosa. La longevidad, los herederos impacientes, cualquiera de los requisitos terrenales (o saqueos posteriores) involucrados no exigen una condición necesaria. En términos de relato consecuente, morir implica, acaso con desgano, una sola peripecia anterior, que se denomina en tercera conjugación del infinitivo con un verbo de rima consonante: vivir. Que se derrama y se derrocha y se despilfarra en un pleonasmo o una redundancia. O (por la sugestión de complejidad y hondura de los tiempos compuestos), haber vivido. A menudo, la tarea de los poetas consiste en simplificar la larga oración desgresiva donde la muerte rinde pleitesía a ese acto anterior: “Y lo que llamáis nacer es empezar a morir; y lo que llamáis morir es terminar de morir; y lo que llamás vivir es vivir muriendo”, escribió Quevedo. Que Borges, con frágil debilidad por lo reciente, copia simplificando en una milonga: “Lo dijo el sabio Merlín / Morir es haber nacido”. El resto, la solución incolora y aristocrática propuesta por Villiers de L’Isle Adam: “Vivre... que los sirvientes se ocupen de hacerlo...”, se convierte en una bravuconada, un alarde: viven los filósofos en manos de los escritores.

Si algo huye, si algo se escapa, si algo fuga es la continuidad (“ah que tú escapes...”) misteriors, la concomitancia postrera, la incomunicable o escondida correspondencia entre los días, las noches, los trabajos y la muerte. De eso se trata todo. La diferencia conceptual, trivialmente enfática, que se establece entre escritores y filósofos impone a los dos condiciones de desventaja. Las del escritor son las peores; porque al último se le pide sólo la descortesía de sacar conclusiones, mientras que al primero, en cambio, se le prohíbe pensar. El tiempo es un problema al que no vamos a dedicar más que estos párrafos. De jóvenes, por prepotencia o intransigencia, solemos reclamarle intensidad a cada uno de los momentos de la existencia. Como si tal tortura no hubiera sido prevista, pedimos a gritos vivir intensamente. Pero esa condición implica vivir intensamente los tiempos que pasan mortificándonos. ¿Qué es vivir intensamente una sala de espera, una larga fila, una tratamiento ondontológico, un trasbordo? (Una noche de 1959, Borges escribe en el diario de Bioy la siguiente perplejidad: “Si espero, el tiempo pasa lentamente, ¿por qué creo que ha pasado mucho tiempo? Si espero, estoy condenado a esperar, no puedo hacer otra cosa”.)

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