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Joe Brainard: el artista

Un perfil del autor de Me acuerdo

“Si yo soy tan normal como creo que soy, entonces somos todos un montón de extraños”, escribió el también artista visual estadounidense, autor de un libro indeleble e inspirador para mentes como las de Georges Perec y Edouard Levé: Me acuerdo.

Por Valeria Tentoni.

 

“Escribir es, para mí, una manera de hablar como me gustaría poder hablar”. Nació en 1942 en Salem, Arkansas, pero creció en Tulsa, Oklahoma, a donde se mudó su familia poco tiempo después de que llegara al mundo ese chico tímido, huesudo y terriblemente amable que tartamudeaba y ganaba todos los concursos de arte en los que participaba. Era nieto de un poeta, hijo de un pintor frustrado y el segundo de cuatro hermanos, después de Jim y antes de Becky y John.

En su adolescencia diseñaba vestidos para su mamá. “Muchas de mis prendas son originales de bocetos de Joe”, dijo Marie al diario local. Las vecinas le pedían los moldes. Su hijo dibujaba, elegía la tela y hasta los accesorios. Ella cortaba, cosía y se iba al trabajo. Howard, su papá, era empleado de una fábrica de equipos petroleros. No eran intrusivos y alentaban las búsquedas creativas de sus hijos, inclusive pagando, no sin dificultad, clases de pintura y dibujo.

Joe estudió en el Central High School, donde conoció a Ron Padgett, su gran amigo. “Me acuerdo de mi primer cigarrillo. Era un Kent. Arriba de una montaña. En Tulsa, Oklahoma. Con Ron Padgett”. “Era como un hermano para mí”, le devolvería Ron años después. En realidad, habían compartido el aula de primer grado, en 1948, pero se reencontraron recién en el secundario.

Fue Ron quien lo invitó, después de mandarle una elogiosa carta de navidad, a participar como editor de arte en la revista The White Dove Review, que saldría durante solo cinco números y tendría por domicilio editorial la blanca casa de la familia Brainard. Desde esa publicación pidieron colaboraciones por carta a tipos como Jack Kerouac, e.e. cummings y Allen Ginsberg. Tenían 16 años.

Después de egresarse, Joe obtuvo una beca en el Dayton Art Institute: pero él se quería ir a Nueva York. Como le daba culpa abandonar el ofrecimiento académico y no quería despreciar derechamente al instituto, ensayó una mentira blanca: dijo que su papá tenía cáncer y que, lamentablemente, él tenía que irse a cuidarlo. “Siempre sé lo que voy a estar haciendo mañana, pero gracias a dios siempre me equivoco”.

Padgett ya vivía ahí como estudiante en Columbia y el poeta Ted Berrigan, quien también había sido su compañero en la escuela, llegó al poco tiempo. El primero narra la secuencia del encandilamiento de Joe en una entrevista que le realiza Michael Kelleher: “Llegamos juntos a Nueva York y fuimos al Museo de Arte Moderno. Los ojos de Joe parecían dos platos enormes, estaba tan contento de estar ahí. Era como si hubiese ido al cielo”.

Brainard jamás perdería esa capacidad de asombro: no abandonaría, ni por un solo día, esa ingenuidad entusiasta, esa fiebre por mirar el universo y quedárselo en la mente: “Puedo ir a una fiesta y recordar todo lo que cada uno se puso sin ser consciente de eso, sin pensarlo. Por el otro lado, puedo leer un libro pero olvidarlo enseguida. Disfruto de leer pero no es a lo que más le presto atención. Cuando estoy leyendo estoy enfocado en eso, pero mi interés general no tiene que ver para nada con las palabras… Puedo ver cosas y todo cobra sentido en mi mente y puedo recordar cosas de un modo que nunca podría lograr con las palabras”, le dijo a Anne Waldman. “Me acuerdo de leer doce libros cada verano para que me dieran un certificado en la librería local. Me importaba una mierda leer pero me encantaba recibir certificados. Me acuerdo de elegir libros con letras grandes y muchos dibujos”.

Los chicos de Tulsa dormían y trabajaban en pequeños departamentos, en los barrios más baratos. “Me acuerdo de vender sangre cada tres meses en la Segunda Avenida”. Joe levantaba colillas de la vereda para fumarlas, podía pasar varias horas sin comer. Trabajó en un snack bar, en una empresa haciendo dibujos para avisos de diario, y haciendo retratos en bares. “Me acuerdo de cuando quería ser rico y famoso (¡y todavía quiero!)”.

A los cuatro años de haber desembarcado, logró su primera muestra en solo. Fue en la Galería Alan, en 1965. “Una razón por la que soy un pintor es porque no soy una estrella de cine”, escribió (aunque sí tendría una relación amorosa con un actor: Keith McDermott). Y, también: “Creo que lo único en lo que estoy verdaderamente interesado es en ser hermoso”. O: “Creo que debo ser optimista porque, secretamente, siento que voy a ser una fantástica persona uno de estos días”.

Joe vivió un corto período en Boston, durante 1963, para después volver a Nueva York. Durante esos meses que catalogó como tristes y difíciles, produjo muchísimos collages, esculturas y montajes. Para entonces, ya tenía la costumbre de visitar anticuarios y de recolectar objetos para pegotearlos. A su vuelta, se hizo de nuevos y buenos amigos: pintores y escritores como Frank O'Hara, Kenneth Koch, Andy Warhol, John Ashbery, Ned Rorem, Virgil Thompson o Lewis Warsh. Como escritor, formó parte de la segunda generación de la Escuela de Nueva York, aunque los críticos también hablaban de la Escuela de poesía de Tulsa. John Ashbery dijo de él: “Joe Brainard fue uno de los artistas más hermosos que conocí alguna vez. Hermoso como persona y hermoso como artista”. La escuela de poetas tenía fuerte relación con artistas como Jackson Pollock o Willem DeKooning. James Schuyler y O'Hara trabajaban en el Museo de Arte Moderno. El último escribiría en un poema: “No soy un pintor, soy un poeta. / ¿Por qué? Creo que preferiría ser / un pintor / pero no lo soy”. En este concurrido tráfico de poetas que querían ser artistas y viceversa, Joe aterrizaría haciéndose muchas y muy buenas amistades. “Las personas son los libros más interesantes del mundo”.

“Cuando yo era un chico mi mayor deseo en la vida era hacerme adulto, salir y hacer que todos me quisieran. Ahora estoy afuera, y ser adulto no significa nada, y todavía intento caerle bien a todos”, leemos de Brainard, continuándose en Autobiografía, de 1963: “Soy un pintor y un escritor. Queer, inseguro de mi apariencia, necesito complacer a la gente demasiado”. En otro: “Egomaníaco: creo que debo ser uno pero, es gracioso, no me siento como uno”. Sus flores favoritas eran los pensamientos. Siempre que veía algunas las cortaba, de donde fuera, y las pegaba en papeles hasta armar libros que regalaba a sus amigos. “Mi miedo más grande es despertarme un día y darme cuenta de que ya no me caigo bien”, encontramos. Y, en su poemario más famoso: “Me acuerdo de decir gracias cuando no hacía falta”: “Me acuerdo de estar diciendo gracias en respuesta a gracias y entonces la otra persona no sabía qué decir después”.

Edmund White dijo: “Joe Brainard era a la vez un coleccionista y un antimaterialista. Amaba los objetos hermosos y los compraba, pero amaba más el vacío y siempre estaba regalando sus colecciones y liberando su loft”. De hecho, se deshizo completamente de todo lo que pertenecía en dos oportunidades.

“La imaginación es la madre de la realidad”, creía. El breve período de producción creativa de Brainard se compensó con la tremenda cantidad de obra que logró realizar –ayudado por las anfetaminas: podía pasarse entre diez y veinte horas pintando o dibujando por día, pasar de largo noches completas. Por ejemplo, estuvo dos años dibujando unas 3000 miniaturas, épicas en su detallismo, para una muestra en la que usaría solo la mitad. Fue en 1975, en la Galería Fischbach: la crítica enloqueció. “La obra de Joe se distinguió rápidamente por su lirismo, ingenio, calidez y generosidad, combinados con su inclinación por hacer arte que fuera descaradamente hermoso. Su ética de trabajo y su unidad de propósito permitieron a Joe producir arte a un ritmo asombroso”, se apunta en su página web. Pero Brainard era implacable con él mismo, y jamás quedaba satisfecho.

En los ensamblajes de Joe se aprietan cristos, rosarios, vírgenes, palomas, ángeles, gatos, caciques –también insistirá con lo religioso, por ejemplo, en la serie Flores y Madonnas. “Me acuerdo de cuando me dieron un pin por no faltar ni una sola vez durante cinco años a la escuela dominical (metodista)”. “No estoy volando, en realidad estoy pensando”, le hace decir a una mariposa. Trabajaba con óleo, grafito, acuarelas opacas, lápiz y tinta.

En su autorretrato de 1971 definiría: “El arte para mí es caminar por la calle con alguien y decirle ¿No te encanta ese edificio?”. A Waldman le dijo: “Nunca tengo una idea. El material lo hace todo por mí. Tenés control si querés tomarlo, pero eso es algo que nunca quise hacer demasiado. Casi todos los artistas son muy rectos, rectos en su seriedad y en lo que están intentando hacer. Creo que yo soy más sensual, mucho menos controlado que eso”.

Brainard hacía arte por el placer de hacer arte. “Es divertido”, decía, sobre las colaboraciones que comenzó a realizar con escritores, diseñando portadas e ilustrando poemas. Por caso, ilustró los versos de Ashbery en The Vermont Notebook. “La modestia de Joe Brainard es la modestia de los dioses”, diría ese poeta de Joe.

Me acuerdo, el libro por el que será, a su vez, recordado, puede ser entendido como el resultado conmovedor de su primera incursión ordenada en la escritura. Es una suerte de lista biográfica que salió, en principio, diseminada en entregas y reunida en un tomo en 1975. Son breves entradas que responden a la fórmula “Me acuerdo…”, y producen una sucesión desenfrenada de pequeños acontecimientos o imágenes domésticas de la vida –buena parte del libro se asienta en Tulsa– de Joe. Paul Auster lo catalogó como una obra maestra: “Uno de los pocos libros totalmente originales que he leído”, dijo. Georges Perec, después de terminarlo, decidió hacer su propio Me acuerdo: Je me souviens, donde compiló 480 recuerdos mínimos (en el que leemos, por ejemplo: “Me acuerdo de que el día después de la muerte de Gide, Mauriac recibió este telegrama: El infierno no existe. Suéltate el pelo. Stop. Gide”).

Brainard también publicaría, en 1978, sus exquisitos 29 Mini-ensayos en los que encontramos líneas como: “Si yo soy tan normal como creo que soy, entonces somos todos un montón de extraños”. También escribió (e ilustró) Diez naturalezas muertas imaginarias, en 1991: ahí, la fórmula a completar es “cierro mis ojos y veo…”. La escritura de Joe entra en varias categorías: memorias, poesía, diarios, breves ensayos.

La última muestra de Brainard fue en 1978. Ashbery escribiría que durante su última década de vida “abandonaría el arte, concentrando su tiempo en sus dos hobbies favoritos: fumar y leer novelas victorianas”. Sin embargo, su pareja rechazaría la versión diciendo en una entrevista para Jacket Magazine: “El no dejó de hacer arte, dejó de trabajar para su galería, pero todavía hacía arte para sus amigos, las personas que le importaban. Era parte de la amistad”. A Kristin Prevallet le diría: “Lo que abandonó fue la idea de una carrera, de la profesionalización del arte. Su última muestra en Fischbach fue un triunfo total (…) y luego volvió a enfocarse en lo que siempre había amado hacer: arte personal para sus amigos más cercanos”.

Quien lo decía era el poeta Kenward Elmslie, la última y gran pareja de Joe, desde 1964. A Elmslie, Kristin Prevallet le preguntaría qué le parecía hermoso a Joe y recibiría por respuesta: “Eso es por lo que era tan extraordinario para mí, porque yo tenía ciertas ideas tontas acerca del buen gusto. Uno de los primeros regalos que me hizo fue una figura de Art Decó, bastante grande, de dos mujeres vestidas como marineros: Las hermanas Dolly. Yo pensé bueno, esto es feo. Por supuesto, ahora sé que es muy hermoso”. Kenward ya se dedicaba a la poesía, a la novela, a los guiones y al arte performático. Su amor estaba basado en un profundo compañerismo y una admiración mutua.

Inclasificable, Brainard sería uno de esos artistas que hacen varias (los especialistas entusiastas de esa frase que se parece más bien a un corralito de la imaginación, el que mucho abarca poco aprieta, dirán: ¡demasiadas!) cosas bien. Además de poemas, ensayos, collages, pinturas al óleo, diseños de vestidos y ensamblajes, podía crear escenografías para teatro. Trabajó para Frank O'Hara en la obra El general vuelve de un lugar al otro, y para LeRoi Jones en El bautismo, así como en el diseño de vestuario y escenografías para la Louis Falco Dance Troupe y la Compañía de Ballet Joffrey. Diseñó las portadas de un buen número de libros de poesía y revistas. Todo a lo que se dedicaba revelaba de él un humor luminoso, un encanto audaz y simple. Ann Lauterbach diría: “Brainard tenía un ojo único por los detalles escenciales y reveladores; eso contribuyó a la vívida inmetiatez y espontaneidad de su obra”.

Frank Bidart dijo, en un homenaje reciente: “Creo que es simple reconocer la pureza, la frescura y la distinción de la escritura de Joe, pero es muy difícil definirla: ese tipo de simpleza errática mezclada con una tremenda sofisticación, que Joe también tenía como persona. Encontró una manera de hacer que su escritura reflejara su manera de pensar, su persona”.

Murió a causa de una neumonía inducida por el SIDA, el 25 de mayo de 1994, con 52 años. En su diario, a sus jóvenes veinte, había escrito: “¿Podés imaginarte a vos mismo con 60 o 70 años? Yo no puedo. Me imagino, más bien, que moriré joven: 40 o 50. No porque quiera morir joven, sino porque no me puedo imaginar de viejo”. Cumpliendo su voluntad, sus cenizas fueron esparcidas en Vermont, cerca de la casa de Elmslie en Calais. Ahí, Joe tenía un estudio con una maravillosa vista y había pasado cada verano con Kenward durante los últimos 29 años de vida. Y con Whipoorwill, su perro.

Actualmente, los dibujos, collages, ensamblajes y pinturas de Joe está en las colecciones del Museo de Arte Moderno, el Metropolitano, el Whitney, el de Bellas Artes de Utah, el de la Universidad Yale y en el archivo Joe Brainard de la Universidad de California, San Diego, así como en muchas colecciones privadas.

“Una buena vida debería ser vivida sin miedo. Pero, por otro lado, tratar de no asustarse de algo que te asusta es estúpido. Esquivar el miedo no es bueno. La única solucion es entregarse al miedo y tratar de superarlo. Nada puede ser entendido a la distancia y nada puede ser, claro, entendido hasta que es entendido. Solo no teniéndole miedo al león, sino al miedo en vos que te hace tenerle miedo al león, se puede superar el miedo”.

 

 

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