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Marosa di Giorgio, la florecida

Un perfil de la poeta uruguaya

Nacida en 1932 y fallecida en 2004, la autora de Reina Amelia y Misales, entre otros, fue una de las grandes experimentadoras de la literatura uruguaya reciente. Recuperamos este perfil de nuestros archivos eternos.

Por Valeria Tentoni.

 

“Fue más que una poeta, fue una fuente de poesía. Manaba en ella. Charlábamos de banalidades en aquel café Sorocabana, y mirá que ella hablaba poco, prefería oír, y al día siguiente escribía (generalmente de mañana) esas perlas raras, negras, esos espejos deformantes y perfectos, recortados del futuro, como la infancia”, dice Alfredo Fressia de esa rosa mística.

Marosa Di Giorgio Medici apareció en el mundo el 16 de junio de 1932 en Salto, Uruguay. En ese lugar había nacido, también, pero el último día del año 1878, Horacio Quiroga.

Era descendiente de inmigrantes italianos –salvo su abuela materna, Rosa Arreseigor de Médici, que era hija de vascos– y algunos de ellos habían fundado quintas en zonas rurales del país. Era hija de Pedro di Giorgio (lo definiría como a un “italiano santo”) y de Clementina Médici. Su hermana, Nidia, también poeta, dice que la favorita de su mamá era Marosa. Los cuatro vivieron en una chacra ubicada en un lugar en el que ahora queda, apenas, un paredón rosa al que se le puede ver el esqueleto de ladrillos vencidos. Como un lado absurdo y solo de algo abierto para siempre.

De chica, paseaba entre almendros, rosales, olivares y vides leyendo y leyendo. En esa quinta, habitada por pájaros y flores, rescataba lagartijas de las fauces de su gato y criaba, por mascota, a una gallina blanca a la que le daba de comer arroz en la mano. Allí se fundaría el universo que Marosa desgrabaría lenta y amorosamente durante su vida: “Mi antiguo y escondido mundo en llamas”.

Al periodista Eduardo Espina le explicó: “De niña viví en el campo y vi acoplarse a los animales. Me llamaba la atención el apasionamiento de las gatas, que tienen normalmente una expresión tan impasible y lejana. Y noté volar moscas ensambladas. Yo veía sin morbosidad alguna. Como un ángel que observase las cosas del tiempo y de la tierra. Ahora, esos recuerdos me sirven para los relatos”. A Melisa Machado, en otra entrevista, le advirtió que consideraba a la infancia como “su sitio en el inmenso universo. El punto único e irrepetible donde se originó mi vida y donde pude escribir”.

“Soy de Dios y de sus ángeles”, advertiría. Aseguró que estos últimos se le habían dirigido “no muchas veces, pero más de una vez”, para avisarle de su destino. “Cuando yo era chica muy chica mamá me regaló el Ángel de la Guarda. Es una estampa –dijo. Pero bien vi que era de verdad, el Ángel”, leemos en La flor de lis.

Su abuelo, Eugenio Médici, mantenía una plantación de hongos que visitaban las hermanas. También era dueño de una gran biblioteca donde se reunían revistas extranjeras a las que estaba suscrito, italianas y españolas en su mayoría, libros de poesía, novelas y diccionarios enciclopédicos. Recorrían los estantes guiadas por su mamá, quien les recitaba poemas de memoria o les hablaba de Rubén Darío. Clementina también construiría jardines: Marosa la recordaba como a “una artista secreta”.

La autora de La guerra de los huertos comenzó a ir a la escuela agraria Nº 13 a los 5 años: ya sabía leer y escribir, había aprendido en casa. Luego en la Nº 8 de Salto, y después completaría el bachillerato en el Instituto Politécnico Osimani y Llerena. Ahí mismo, una profesora descubrió a Nidia actuando y la invitó a las clases de teatro. Fueron juntas, las dos hermanas. De chica, le encantaba ir al cine, atravesar el largo camino hasta la pantalla: “Tía Astromelia, señora de los días, yo… quiero oírla. Yo… también quisiera… ser… estrella de cine. Dígame señora, cómo se hace”.

En Salto, ya llamaba la atención por cómo andaba vestida y maquillada. “Mi aura debe ser muy visible, verde y lila, que son los colores de las brujas”, resolvería. Cuando entró en el segundo año del liceo, la familia se fue a vivir a la ciudad. Se inscribió en la Facultad de Derecho, pero duró solamente un año y no llegó a rendir ni siquiera los primeros exámenes. Comenzó a publicar sus libros: el primero, Poemas, se editó en Salto en el año 1954.

Trabajó mucho tiempo como oficinista, y también como periodista de sociedad y cultura en el diario Tribuna Salteña. En Montevideo se dedicaba a armar encuentros de poesía, organizaba reuniones. Quienes la trataron la definen como a una mujer silenciosa, que apenas intervenía en las conversaciones, pero cuya presencia producía cierto efecto de equilibrio, arraigo y bienestar colectivo. Se pasaba horas y horas en el café Sorocabana, a donde iba diariamente. En una entrevista del diario El País dijo: “Nunca tomo café en casa. Para mí café es ‘en el café’. Es también una adicción. Tiene un sentido. Es un respaldo, una protección”. En el Sorocabana recibía a sus amigos. Los viernes tomaban whisky en el Mincho Bar –ambos están ubicados en el centro de Montevideo: “Nunca me sentí sola, en sentido inmediato. Tengo muchísimos amigos y poemas. Y me llevo muy bien conmigo misma”, diría Marosa, que nunca se casó ni tuvo hijos. “Los poemas son como mis hijos. Me volqué con tanto fervor en ellos… No se puede hacer bien, a la vez, dos cosas”, le dijo a Espina cuando le preguntó si le hubiese gustado tenerlos. “La soledad que conozco es pobladísima, habitadísima”.

Marosa escribiría y se corregiría leyendo en voz alta, cuidando el ritmo: “Escribo echada sobre mis almohadas. Los ojos medio cerrados. Es un acto un poco nupcial”.

“Recitar es también una creación y una recreación. Me interpreto a mí misma con mucho gusto”. Su caudal escénico iría a parar a los unipersonales poéticos con los que giró por distintas ciudades argentinas, y también en países como Estados Unidos, Francia o España. En esos espectáculos de recitado, Marosa seleccionaría su vestuario, se maquillaría furiosamente, se movería apenas y proyectaría su voz de gema como si en vez de poemas estuviese cantando salmos, convirtiendo al público a la religión de las flores. Era católica (“me manejo en el espíritu de la Iglesia Católica”) y rezaba todas las mañanas, antes de tomar té. Pero se consideraba pagana, devota de los ángeles de la naturaleza, esa “gran comarca” a la que rendía culto.

Había ensayado entre los rosales: “Crecí recitando. Es como un rezo”. Puede vérsela en tareas alrededor de un gladiolo en la película Montevideo Proust, de Hermes Millán en 1997: las cejas pintadas con delineador bordó, “sus pavorosos cabellos rosados” enviando chispas, un lunar sobre la boca roja y fina y oscura contra la piel blanca y delgada, cubierta de sombras y coloretes. “El gladiolo es una lanza con el costado lleno de claveles. Es un cuchillo de claveles.  Es un fuego errante, nos quema los vestidos, los papeles. Mamá dice que es un muerto que ha resucitado y nombra a su padre y a su madre y empieza a llorar”.

En el capítulo de Los pájaros ocultos que se le dedica, se la ve recitando (descalza, siempre), con su típico collar de perlas blancas anudado, estrangulada su silueta brillante. Alejandro Michelena dice, ahí: “Marosa era un ser auténtico. Había una perfecta coherencia entre la persona, el personaje y la obra”. “Marosa vivía todo el tiempo con, en y para la literatura. Hizo de su vida literatura, y la escribió hasta último momento”, agrega Miguel Ángel Campodónico. También se la ve a su hermana: “Yo me emociono cuando la leo. Me eleva”, dice.

Marosa era un ser de fascinante e inusual sensualidad desbocada. Y así también su escritura, esa extravagancia siniestra y deliciosa que le venía no sabía de dónde, toda escrita a mano. Roberto Echevarren explica que si bien se pueden reconocer –y ella reconocía– gustos e influencias (de Lewis Carroll, por caso, disfrutaba mucho) “ella se nutría, sobre todo, en cuanto a lo que escribía, más de su mundo interior y muchísimo menos de la literatura”.

En una entrevista dijo a Raúl Oxandabarat: “No califico lo que escribo, lo vivo apasionadamente. Es mi alma, es mi sangre. No es una escritura simbolista, más bien una transfiguración, una suerte de realismo atravesado por el arco iris”. Marosa era prácticamente incapaz de responder derecha e higiénicamente preguntas simples; o es que no se permitía perder ni siquiera un segundo y quería hacerlos poema a todos, aprovechando cualquier rinconcito para largar un verso.

“Creo en el lector-autor; aquel que, al leer, recrea, crea, de nuevo, con placer, lo que el autor dijo”, respondió en una entrevista a Walter Cassara. En esa nota de Radar, construida a partir de respuestas que envió de puño y letra, también dice: “Me deslizo, me aventuro siempre por el mismo bosque, el que me dieron. Todos son papeles eróticos. Ultimamente estoy hallando cosas más arduas y raras, pero siempre bajo la misma estrella. No me propongo nada, no busco nada. Encuentro”.

Y sus lectores, a su vez, se encuentran con reinos extraños, donde decir que es de día o de noche es como dar una señal improcedente. Hay personajes que viven en cuevas, o mejor llamarlos animales (algunos, hombres y mujeres, otros que son cruzas descomunales aunque serenas, como si todo fuese posible e imposible a la vez: “Todo era real e irreal como es siempre en la vida”). Pezones que drenan perlas y cuchichean, mujeres “locas de vergüenza y gusto”, cuerpos iniciándose en el encastre hasta cuando ya iniciados. Todo segregante y lúbrico y estrellado y feroz, donde los encuentros de amor son secretos, las mujeres son tomadas, de repente, y pierden y recuperan su virginidad. Está lleno de señoras que se dejan sin mayor trámite entre los árboles (el bosque es un lugar humedecido por el sexo), o que son capturadas. En cualquier caso, rebalsan de culpa después.

Di Giorgio escribe copulaciones, enroques raros: una mujer con un planeta que visita su patio, por ejemplo. Otra con un gato. Cualquier cosa se puede corresponder y seducir. Hay partos automáticos y estrafalarios, como si todo lo que hubiese en el mundo o en los múltiples mundos de Marosa saliese de entre las piernas de las mujeres que escribe. Nada no es hijo de alguna mujer, hasta las montañas. Hasta los diamantes: “Por unos segundos estamos encintas, luego nos ruedan gotas de néctar por las piernas y se van al suelo. Y mañana nacen unos seres chiquititos, misteriosos, abrillantados”. Se producen casamientos a toda hora, acordados en conversaciones diminutas: “Tus ojos me gustan tanto. ¿Y si nos casamos?” Por eso, encontramos iglesias por doquier, altares, cruces y crucifixiones.

Ana Llurba apunta que se trata de “un universo ficcional donde el panteísmo sexual impera sobre una multitud de especies vegetales y animales que conviven promiscuamente con lo humano”. En “Lumínile”, de Rosa mística, leemos: “Dentro de la cama yo ofrezco mi ostra, pequeña, oval, ribeteada de coral, por donde Juan lleva y hunde su puñal. Que me parte en dos. Después, yo lo abrazo. Como si no me hubiera querido matar”. Llurba avanza: “El sujeto de sus relatos parece ser arrastrado en un flujo continuo de deseo, traspasando las fronteras de lo humano para devenir animal (…) El erotismo emerge en su obra como un continuo de intensidades reversible, una zona de indiscernibilidad donde confluyen los flujos nómades del deseo que circulan entre los cuerpos de las diferentes especies. Así, la libre circulación del deseo desborda las fronteras entre los reinos de la naturaleza y las experiencias eróticas se propagan, como bodas contranatura expresando modos vitales no exclusivamente humanos”.

La obra erótica de Marosa puede localizarse antes en sus libros de relatos y en su única novela, Reina Amelia: aunque, en realidad, distinguir géneros en el caso de esta escritora resulta terriblemente injusto. Todo es poesía. Todo, todo lo que salió de di Giorgio es poesía: ocupara como ocupara la hoja, no estaba haciendo otra cosa que poesía. Así en Rosa Mística, La Flor de Lis, Misales o El camino de las pedrerías. Y, claro, en todo lo que quedó reunido en Los papeles salvajes.

Los nombres son, en su obra, todo un apartado. Los hay que parecen falsos cuando simplemente en desuso, los hay rarísimos, inventadísimos y maravillosos: Diamanta, Elvirei, Forestón. Los hay, incluso, prohibidos. Los hay fantásticos: Iracema, Valentina, Hilda, Nardo. Los hay numerosos: “Se llamaba Ana Rosa Dina Varulírov Delia Laura Aurora Lumínile. Pero sólo la llamaron Lumínile”. “La nombraron Amelia, Delia, Rosa, Emilia, Carmen, Libertad, todos los nombres y por uno sólo”. Pótriro, Rosicler, Pérfido, Tirana, Iris, Lirio, Joacina, Palabra. “Rubíes, tormalinas, amatistas, ágatas, esmeraldas, turquesas, perlas, brillantes; me gusta nombrarlas. Los nombres de las gemas son más gema. Resplandor”.

También hay disfrute en la enumeración de la flora: lirios, claveles, rosas, glicinas, violetas, camelias, jazmines, azucenas, fresias, bromelias, nardos, margaritas, lilas, amapolas, camelias. Flores comestibles de las que se picotea y con la que se alimentan los personajes. “Todas las flores, por siempre todas las flores”, interrumpidas en el verde por distintos hongos que probablemente hayan viajado a sus libros desde el patio de su abuelo: “Los hongos nacen, algunos nacen en silencio. Otros con un breve alarido, un leve trueno. Yo no me atrevo a devorarlos, esa carne levísima es pariente nuestra”.

Y si no comen flores, ni hongos, los personajes se alimentan de huevos: algunos que ponen, inclusive, mujeres pájaro (“Me di cuenta de que podía volar, y volaba”). “Mi literatura es intensamente femenina: el signo sexual se perfila en toda obra sea del rubro que sea”. Irrisoria pero a la vez familiar, ese universo incandescente suyo está dicho como si fuese absolutamente natural. “Él prendió luz como si la sacara de su mano”, escribe Marosa. La audacia de su escritura la separa rápidamente de cualquier conjunto. Es imposible no identificarla, no hacer coincidir sus párrafos con su firma en pocos segundos:

El sol era un disco redondo, plano, con esplendor, y en todo su entorno una guirnalda de hierros breves, dorados, retorcidos. Parecía un espejo.

Y que se pudiera quitar y usar.

Lo saqué, lo agarré. No me costó nada. Estuve un rato indecisa. Y luego lo puse en el tocador.

Pero no me atreví a mirarme en él. Mi cara en el sol!... No era tan audaz. Como siempre, en todos los ámbitos, de todos los rumbos, me llamaron; y no acudí.

Desde hace muchísimo tiempo que estoy quieta cuidando el sol.

“No se parece a nadie”, afirmó César Aira. Fressia explicó, en una nota: “Se podría decir, y sin que esto signifique en absoluto un empobrecimiento de la estética creada, que Marosa escribió durante décadas un único poema al que dio un número infinito de versiones, y esa fue en gran parte su labor más original. En dictadura o en democracia, en Salto o en Montevideo, bajo el signo de la pérdida, o del reencuentro o del mismo erotismo, Marosa creó un personaje-niña, situado en los límites de un jardín y de las chacras familiares, que permanentemente contempla un mundo mágico, o surreal, o sobrenatural (‘lo natural es sobrenatural’)”, y marca como elemento central en su obra a la paradoja. “Todo lo que percibo de algún modo lo escribo”, entendería ella.

Roberto Echevarren refirió: “Los textos de di Giorgio son híbridos: están invariablemente construidos como pequeños poemas en prosa que, al encadenarse en una serie aleatoria, sugieren una novela poética. Pero es una novela fabulosa que derrota las expectativas antropomórficas. Lo que se anticipa, lo que ocurre, no es previsible según una perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre los hombres (o entre los hombres y las mujeres) sino entre el yo lírico y animales, plantas, o seres indefinidos o inventados, en un tono vehemente y categórico que da a la ficción un cariz alucinante”. “Un reino en que vivos, muertos, espectros y hados conviven, copulan y contraen enlace con (cuando no devoran, perturban o raptan) toda clase de otros seres de naturaleza animal, vegetal, mineral, divina e infrahumana, para así hacer aflorar el caos coral, dulce y terrible que el tráfico inter-especies nos ofrece como espejo del mundo que queremos creer el nuestro”, escribió Bárbara Belloc.

“Los poemas de Marosa di Giorgio nos producen un estado de fascinación, de alucinación; los escuchamos con todo el cuerpo, con  los sentidos desplegados. Toda la obra de Marosa puede leerse como variaciones de un solo poema o como una novela poética conformada a partir de algunos elementos centrales: la infancia, la naturaleza, la casa, la madre, el padre, la abuela que le dio el nombre Rosa”, diría Mirta Colángelo. Y, también: “Marosa era realmente una especia de maga, de alquimista. Una mujer que te impactaba con su presencia. Tuvimos algunas charlas en medio de grandes espacios de silencio que ella hacía, cosa que a mí siempre me llevaba a pensar su nivel de auténtica poeta porque hacía también uso del silencio”. En una de las cartas que se escribían, le dijo: “Un ángel me habla entre jazmines y en diversos planos, pero su ojo azul acomoda las estrellas”, cuando le preguntó si trabajaba guiada por algún tipo de inspiración. “Un poco ida, embrujada yo soy”, agregó.

Cuando la mamá de Marosa falleció, decidió encerrarse en su casa. No quiso atender el teléfono ni el timbre durante un tiempo. “Pero sigues omnipotente, por encima de esas flores infinitas”, escribía. Años atrás había hablado de la relación que tenían como de una “tremenda”: “Puedo decir que ella es Marosa y yo soy ella”. Diamelas a Clementina Médici fue publicado en 2000, y es un extenso poema inspirado en su partida, un intento de mantenerla cerca: “Sea donde sea, sé que me estás esperando”. “Mamá, qué rara estás ahora, a cada rato te encuentro. Eres la mariposa blanca, espesa, gruesa, que viene pegada a los víveres, los comestibles, la bebida, todo lo cotidiano. Esa mariposa en cada cosa”, se lee en el libro más cercano a su propia muerte.

Sobrevivió sus últimos años escribiendo una columna periodística, cobrando derechos de autor y, básicamente, gracias a una pensión por trayectoria destacada que le otorgó el gobierno. En su último libro publicado había escrito:

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se alimenta de muchas especies y de sólo una. La busca en la noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí.

Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste.

Un picaflor le trabaja el sexo.

Ella brama y llora.

Y el pájaro no se detiene.

Falleció en Montevideo el 17 de agosto de 2004, donde residía desde 1978. Estaba enferma desde hacía tiempo pero sus amigos no se habían dado cuenta: tan silenciosa era. En los vidrios de su ventana había pegados stickers de mariposas. Adentro, plantas artificiales de plástico y tela; juguetes de nena como adornos, huevos idénticos a los que ella escribía: “Allá lejos está una niña y aguarda una respuesta. O acaso sea sólo un hada cambiando los jazmines”.

“Mi alma es una gasa inmensa, livianísima; está por todo; es una mariposa espesa, cuyas firmes piernas de hilo asen lo que fue o es de mí. Y para siempre”. “Creo que la vida debiera ser mucho más larga”. “En el inmenso ámbito vacío hay una pregunta y una respuesta. Pero no se entienden bien”. En la entrevista mencionada en El observador se le preguntó si creía que había algo eterno: “Todo lo que fue volverá a ser. Y tenemos reminiscencias del futuro y esperanzas hacia el pasado. Como que vamos a encontrar la flor total”.

 

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