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Abandonado hasta por Dios

Cuenco de Plata reeditó Eisejuaz, de Sara Gallardo: “Eisejuaz relata como al vecino, al par, se lo tortura, se lo deja olvidado en la tierra, se lo trata peor que a un animal que está muerto.”

Por Camila Fabbri.

Eisejuaz es la cuarta novela que escribió Sara Gallardo. La novela anterior, Los Galgos Los Galgos del año 1968, obtuvo el Primer Premio Municipal y el Premio Ciudad de Necochea, con un jurado de, por ejemplo, Leopoldo Marechal. Eisejuaz fue reeditada este año por Cuenco de Plata; hacía tiempo que se precisaban reediciones de la autora. Eisejuaz llegó bajo las formas del aplauso.

Sara Gallardo, perteneció a una familia muy acomodada de la Argentina. Hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del científico Ángel Gallardo, nieta de Miguel Cané —escritor y político argentino, representante esencial de la Generación del 80 de la Literatura Argentina— y bisnieta de Bartolomé Mitre. Así, con el peso familiar de la biblioteca abundante y brillosa, Sara Gallardo le dedicó eternas páginas a la vida del indio, a la vida del campo en la burguesía y en la miseria dominante. Esto hace pensar al lugar del escritor como observador filoso, de las cosas, la gente que lo rodea en penas. El hacer con esa abundancia, la denuncia de la riqueza y el lado tenebroso de los escenarios bonitos que arma la burguesía todo el tiempo, en todas partes. Así la literatura de Sara Gallardo: no es más que la ironía hacia una clase blanca que usurpó, bebió, zampó a la raza oscura. La que puso los verdaderos pies en la tierra. Eisejuaz es novela, es ficción, pero también puede pensarse como algo de teatro ya que es un monólogo. Eisejuaz es la voz fiel de un indio mataco que, en su lengua, define la tristeza. La lengua del indio está tratada como si fuese el tesoro. Quizás el único tesoro de todas las proezas del protagonista, que no hace más que revelar, después de que el hombre blanco lo traiciona una y mil veces, que quizás lo único que le queda es la palabra. En la escritura de Sara Gallardo, hay temblor en el mensaje. Sobre todo en Eisejuaz: el monólogo relata atrocidades, puestas en los ojos del indio, para ser reveladas. Del vandalismo al que son sometidos los indigentes, porque así viven, y para ellos los actos de venganza no son arreglados mediante un trato, sino que todo pasa al cuerpo. Eisejuaz relata como al vecino, al par, se lo tortura, se lo deja olvidado en la tierra, se lo trata peor que a un animal que está muerto. Que partió hace tiempo. Eso cuenta Eisejuaz.

 

Lisandro Vega es Eisejuaz; un hombre al que le aniquilaron a la esposa, la enviaron lejos después de una tortura sanguinaria entre vecinos. Entre pares, de la misma raza. Por miedo, incluso vergüenza de que la vida continúe, Lisandro Vega se encomienda a sí mismo cumplir con los mandamientos que le envíe Dios en la vida. Así, es que se encomienda a sí mismo —ya que lo único que oye es silencio, porque no hay Dios, lo único que hay es el silencio divino— cuidar de un blanco que encuentra herido y abandonado. Acá aparece la primera ironía clara de la narración; el primer manifiesto de denuncia que hace Sara Gallardo con el relato. Es el indio el que ayuda al blanco, porque así hasta lo dispone su dios —es decir, él mismo— no tiene otra opción que caer, siempre todo el tiempo, en la manos del enemigo. No hay victimario, porque la víctima ya yace vencida hace tiempo, y espera volver a repetir otra vez el circuito. Así las cosas.

Un indio que habla solo, porque no tiene otra opción que quedarse solo. Eisejuaz es el relato de la traición humana: el indio es traicionado, incluso, hasta por su propio Dios —ya que nunca le responde—. Es inútil pensar que un dios envíe una señal, eso bien lo sabemos, pero más inútil es pensar que la señal estará en otra parte.

Y el indio se transforma en algo sabio porque al engañarse con la palabra de Dios lo único que hace es oírse a sí mismo y así cumple su camino. Su forma de libertad es ése, su silencio, su monólogo constante con lo que pasa. «Se levantó, y una alegría lo llenó, y lo pintó de un color que no puede decirse, y estuvo libre, y abrió el brazo que tiene y que es verde, color de la lengua que nadie puede ver, y gritó. Y se fue. Eisejuaz, éste también, quedó para ser barro  y pasto. Y cumplió.»

Está bien pensar que la voz de la escritura es una forma de salvación, al menos en autores como Sara Gallardo; porque aunque murieron como escritores poco reconocidos, sin pena ni gloria, dejaron la certeza de que cuando se los lee, se los está descubriendo. Se los está reviviendo,  aunque  ese, ya sea un acto viejo que no les sirva.

En la escritura de Gallardo se descubre el mundo nuevo, hay una apertura a otro modo. No se trata, en absoluto, de apilar historias. De repetirse, como suele suceder a menudo en diversos autores. Quizás es por eso, al mismo modo que parte Lisandro Vega —Eisejuaz— envenenado, y afirma: «Los viejos saben cosas, y ha de ser lluvia». Aquí, una escritora se perpetúa. «Y sepan que Eisejuaz es inmortal y los seguirá siempre.»

 

 

 

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