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¿Qué pasa cuando se gastan las palabras para pensarnos?

Sobre Ocho, de Amy Fusselman

"En estos textos fragmentados y líricos, con esa limpieza en la escritura de los narradores norteamericanos, hay algo en carne viva, una pulsión que avanza y nos deja con la vista clavada en el vacío", lee y reseña Natalia Gelós. La novedad de la joven Chai Editora llegó con tradución de Virginia Higa.

Por Natalia Gelós.

 

“¿Por qué siento que Mi Padre Está Muerto sería un buen nombre para mi hijo?”, se pregunta la narradora en Diario de a bordo, la primera nouvelle de las dos que componen Ocho. En esa frase se resume el espíritu de esa parte: padre muerto, tratamientos de fertilidad, cierta mirada desencajada y fascinante para transitar ese camino. Hay obras que son como cristales pequeños: accesibles, hermosas en su aparente simpleza. Ocho, de Amy Fusselman (Chai editora), bien cabe en esa categoría.

La segunda parte se titula Ocho, como el libro, y ambas funcionan en conjunto, como dos pies que arman la danza y muestran de qué manera esta escritora y ensayista norteamericana se alimenta de los detalles más cotidianos para abrir la puerta de todo eso que está detrás de ellos. La vida, sus extremos, sus costados más ordinarios: cosas que ya escuchamos, que ya vivimos (la muerte del padre, la búsqueda de un embarazo, la llegada de los hijos) pero que, de una manera que se materializa sutil y a la vez novedosa, vuelven a movilizarnos ante su escritura sin pompas (y aquí agreguemos el gran trabajo de la traductora, Virginia Higa, que logra que ese tránsito pueda disfrutarse sin ripios). Ambos textos, a su modo, reflexionan sobre el tiempo y el espacio, sobre eso que nos toma. “¿Qué es lo que realmente queremos?” es una de esas frases que escribe y que nos deja rebotando.

Diario de a bordo muestra un costado más ácido y arma su entramado de a poco, entre dosis de humor y desesperación. Fusselman pone distancia para narrarse y siembra una intriga: ¿quién es esa mujer que cuenta sus días un poco al borde del quiebre, un poco al borde del extrañamiento? ¿Quién no agarró lápiz y papel luego de la muerte de alguien cercano? O tal vez no fue un papel, tal vez  fue sólo una reescritura mental, un balance con más o menos firuletes. Como sea, ella emprendió ese viaje y le sumó una carrera por quedar embarazada donde el rendimiento se mide en folículos, test, sacos gestacionales, consultorios. En esta primera parte, sus observaciones avanzan en un estado de cierta euforia con la que transita el duelo (“Mi padre es invisible. Ahora todo lo invisible me resulta interesante”), cruzado con un diario de viajes del muerto que fue marinero en su juventud.

“Todos los días dejas tu registro”, dice ella que decía él. Y, como hija obediente, cumple con eso mientras en el medio se cuelan recuerdos banales y otros que no, como una situación de abuso en su infancia. Otra vez, su toque: al culpable ella lo llamará “mi pedófilo”, con humor inquietante. En su duelo como hilo conductor desfilan la visita a la tumba del padre por primera vez, o esos minutos antes del último aliento. Es como mirar en el fondo de un cajón que sabemos que todos tenemos, pero pocos nos animamos a mostrar.

Ocho mantiene esa mirada, pero cambia de respiración. Aquí la narradora es madre de dos niños y el tiempo es eso que se fuga pero de otra manera. “Somos más hijos del tiempo que de nuestra propia madre”, reflexiona. Toda esta parte es más profunda, sin caer en sentimentalismos y en ella interroga a su propia experiencia: desde la automatización de la crianza, trata de detenerse en pensar qué significa ser adultos.

En varias entrevistas, esta escritora se ha pronunciado a favor de la literatura de no ficción, única capaz de decirnos alguna verdad sobre el mundo, según ella. ¿De qué habla Fusselman? Quizá del cuerpo, el que se habita, el que se va. O quizá sobre ese espacio que hay entre ellos y  “lo milagroso de lo espontáneo en la vida humana”, como ella misma dice... En estos textos fragmentados y líricos, con esa limpieza en la escritura de los narradores norteamericanos, hay algo en carne viva, una pulsión que avanza y nos deja con la vista clavada en el vacío durante unos segundos antes de cerrar el libro y seguir con el día a toda velocidad. El ocho, ese número infinito, esa pista por la que nos deslizamos, es el tiempo y es este libro que borra principios y finales.

 

 

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