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Una brújula sensible

Por Matías Moscardi

"La escritura de Rack es un buzo sin escafandra, textos que tocan fondo rápido, que terminan por cortesía, para que el lector pueda salir a tomar aire, con picos de intensidad que se construyen de manera sintética, en pocas páginas". Sobre Las fórmulas, el debut en narrativa de Carolina Rack, publicado por Overol.

Por Matías Moscardi.

¡Bienvenidos al «infierno de la comunicación»! ¿Cómo pasar de la frivolidad a lo significativo, de lo banal a lo revelador, del relato de un primer corte amoroso en la secundaria a no saber cómo decirle a una madre que su hija acaba de suicidarse? De estos desplazamientos drásticos se encarga, con un equilibrio de ecuación, Carolina Rack, en su primer libro de cuentos: Las fórmulas (Overol, 2017).

¿A qué fórmulas se refiere el título? En principio, a las fórmulas lingüísticas: aquellas que la cultura instala como modalidad de resolución afectiva. Te corto, por ejemplo, es la que aparece en uno de los cuentos como sentencia para concluir una relación entre adolescentes en una época determinada. Las «fórmulas», entonces, como punto de anudamiento entre el lenguaje y los cuerpos, los modos de sentir y los modos de decir, pero también como demarcación de una dificultad o una distancia –abismal– entre la experiencia y lo que el lenguaje ofrece apenas como una migaja, restos –los «trocitos» que come, en su asilamiento forzado, la protagonista del último cuento– que no terminan nunca de llenarnos el agujero de la muela.

Quizás este sea el punto en común entre el dolor atroz y la banalidad más superficial: son refractarios a las palabras, porque al dolor le quedan chicas las palabras y a banalidad, grandes, enormes. Y en ese desencaje estilístico de las prendas verbales –que no entran, como un zapato, o se aflojan y se caen, como un jean para gigantes–, en esa incomodidad entre lo que experimentan los personajes y lo que su idioma les ofrece como opciones disponibles, algo del orden de la verdad se hace presente: como tontería o como tragedia, en todo caso polos de una misma fuerza.

¿De qué hablan los cuentos? Una chica sale a caminar fumada y piensa en voz alta miles de pavadas en una deriva que finalmente carga con la muerte de un ex suspendida en un enunciado pasajero; un chico se enamora de otro chico en una fábrica pero al final la cosa sale mal y tiene que renunciar; así, también, una chica corta con su primer e insoportable novio del secundario; en la otra punta, una madre joven narra el suicidio de su niñera; en el relato más largo, una chica busca a un misterioso y bizarro artista callejero; en el último, una especie de Laura Palmer es raptada por unos fanáticos religiosos. En todos los casos, los personajes están atravesados por «las fórmulas»: porque en esa expresión resuenan, al mismo tiempo, las resoluciones prácticas, los métodos –las fórmulas mágicas para hacer esto o lo otro–, los patrones de comportamiento, los moldes, las reglas, los principios, pero sobre todo las pequeñas formas –en latín, fórmula es el diminutivo de forma–: contornos de líneas que, como el test de Rorschach, completamos con nuestra propio deseo.

Quizás, por esa razón, los relatos reunidos en este libro, de temáticas distintas, tienen un mismo hilo conductor: el desamor. Pero dicho así parece una simplificación. Todo lo contrario: la escritura de Rack es un buzo sin escafandra, textos que tocan fondo rápido, que terminan por cortesía, para que el lector pueda salir a tomar aire, con picos de intensidad que se construyen de manera sintética, en pocas páginas, con un fraseo ajustado que quema oxígeno a la velocidad del ojo que pasa por las líneas de la página: «Para mí el suicidio siempre fue una muerte tan íntima de la persona con la persona, aunque esta fue en un lugar expuesto, sí, pero no dejaba de ser la decisión que estaba tomando Daiana para con Daiana, en eso pienso siempre, en ese diablo que se le salió para afuera y tomó la decisión de hacer muerte contra ella, parece que deliro a veces pero no, es que trato de entender», escribe la narradora de «Dai» y al final remata: «pero incluso atando cabos no podemos saber más nada, el suicidio se lleva la verdad a la tumba, eso lo leí en un foro y es verdad, es así». Un maestro zen no podría decirlo mejor: ¡la verdad es tonta! Tan vacía y ciega como la fe, tan brillante como el polvillo de un tubo fluorescente: «pero verán cómo de las sombras surgirá la verdad destellante y entonces van a ser ustedes los que abandonen la cárcel y otra vez se acerquen hasta mi pozo a dejar ofrendas como las que les entrego ahora: una biblia, cigarrillos, unas luces de led idénticas a nosotros», dice el eco de voz de esa Laura Palmer que guía el relato «Asciende conmigo, fuego» con el que se corta la luz del libro.

En otro de los cuentos –«Un amor nuevo»– la protagonista es una mancha en un abrigo: una suerte de curadora de arte contemporáneo busca al autor de esa mancha, un artista callejero que finge asaltos sólo para dejar su marca personal, una especie de esténcil hecho con limpiador líquido. Además del tono paródico en relación al mundo del arte contemporáneo, el cuento articula esa figura –la mancha– como encarnación de una pura forma –o fórmula– amorosa: la de completar al otro con la fuerza de un imaginario que proyecta sobre el más mínimo e insignificante de los trazos, una descomunal expectativa, un deseo del tamaño de una montaña.

«Por qué, para qué, qué gano con todo este dolor, de qué me sirve la ausencia que crece», se pregunta el enamorado de «Las manos de la línea», y deja entrever otra Gran Fórmula: la de la economía del dolor. Porque en esas «fórmulas» que imantan la brújula sensible de la escritura de Rack subyace ya no la certeza pero sí la sugerencia de que en lo más trillado de la lengua, muchas veces, se esconde una remota carta robada, algo tan obvio que pasa desapercibido porque se ha vuelto inaudible. Si el lenguaje es, entonces, una máquina de producir silencio, a la literatura le tocará combatir el sometimiento silencioso de la lengua: decir, por ejemplo, que en Suárez y en sus alrededores el uso de fosfina es el asesino a sueldo local que aparece cuando los tiempos acelerados de la producción capitalista tienen que lidiar con los tiempos pausados de la tierra. Por eso, el libro de Rack pone a resonar esas pequeñas formas: para otorgarnos el beneficio de la duda, para destaparnos los oídos y ponernos a escuchar el barullo de palabras que todos los días tenemos en la cabeza como una crepitación, la estática lluviosa de la radio.

En una película hermosa que vi inmediatamente después de leer el libro de Carolina Rack –A Ghost Story (David Lowery, 2017)– los fantasmas no tiene fórmulas: para comunicarse con los seres queridos su único lenguaje es el del mutismo de las cosas. Por eso, de vez en cuando, producen baja tensión, o tiran algún plato, o algún libro, o recurren a los ruidos nocturnos. Algo de eso hay, porque los cuentos de Rack indagan, en su contracara, y fundamentalmente, la falta de fórmulas: esa materialidad vidriada contra la que nos chocamos cuando el pensamiento falla o se da la cabeza contra la ventana cerrada del lenguaje.

 

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